El presente relato es uno de los relatos de Joyce que, agrupados bajo el nombre de Dublineses, tiene a Dublin y sus gentes como protagonista. El tema del relato es la muerte de las ilusiones, uno de los motivos clave del autor. Lo desarrolla, en tercera persona y con distancia, con su peculiar maestría, en un relato al que tal vez le sobran algunos detalles irrelevantes sobre aquella sociedad dublinesa que a Joyce le tocó vivir. En él, el autor nos advierte de la ceguera que resulta de confiar en que los buenos recuerdos, y las causas que los produjeron, perduran en la memoria de los demás, o de ella, en este caso, tanto como en la nuestra, siendo así que el protagonista de la historia cree que su pareja está tan enamorada de él, como él de ella.
El escenario donde se desarrolla la acción, es una cena en la casa de las hermanas Morkan en la que se guarda un protocolo familiar ceremonioso, muy elegante y muy inglés. El autor nos cuenta como transcurre esa larguísima reunión en la que el sobrino habrá de trinchar el pavo y pronunciar un discurso, en tanto nos va dejando pistas de cosas que podrían inquietarnos y que están ocultas bajo las notas de un vals. Y todo pudiera ser, y todo es posible, en medio de tanta sutileza escondida entre las palabras que parecen ser dichas para no decir nada y sobre todo para no alterar a nadie. Y tal vez es en ese “no molestar”, donde se ocultan la cobardía y el temor del protagonista a conocer algo que ya existe, pero que Joyce aún nos ocultará hasta el final, entre conversaciones sobre música, y sobre una cosa tan rara como la noticia de esos monjes que duermen y rezan dentro de un ataúd desde donde se dedican a redimir a los pecadores. Pero es curioso ver aquí, en este lugar, esa noticia esperpéntica de unos monjes a los que nadie le había pedido esa caridad a la que se dedican, o sea, a cultivar un amor regalado que tal vez nos va a dar la clave del relato. Y así va pasando el tiempo mientras Gabriel espera a que llegue la hora de pronunciar un discurso en el que pueda decir algo molesto a sus tías. Pero, evidentemente, la educación inglesa no se lo permite, y así es que les agradece la cena y su hospitalidad. Y todo sigue bien, o regular, hasta que, a punto de irse, sorprende a su mujer escuchando una melodía que alguien toca al piano en el piso de arriba llenando el aire de un intenso dolor. Este es el momento en el que el relato va a mostrarnos su centro, el secreto de una canción cantada en el más antiguo y clásico tono irlandés. El aire se queda en suspenso sosteniendo las últimas notas, y poco después, ya en el camino de vuelta, vemos la escena en la que Gabriel quiere consolar a su esposa. Esto quiere hacerlo diciéndole “algo tonto” al oído para atraerla hacia “su realidad”, engatusarla primero y estar con ella después. Así es como el sobrino quiso, en su simpleza, hacerle recordar a ella algún momento en el que ambos, parece, fueron felices, sin tener en cuenta que ella, su mujer, ahora está en otro lugar. Es la idea del hombre que quiere atrapar algo del pasado para hacerlo actual, para paliar así una convivencia de la que el autor nos dice que era harto aburrida. Y lo quiere hacer, como si un hecho pasado y efímero asegurase su felicidad para toda la vida.
La reacción de la mujer es bastante lógica, porque no se enfrenta a él y sigue en la línea de disimulo en la que parece llevan muchos años. Y el marido no dedica ni un momento a pensar en cuales podrían ser las claves del aburrimiento de su esposa. Ella es el paradigma de una indiferencia convencional, y él, del no querer saber nada.
Y el protagonista sigue enfrascado en su aventura mental imaginando que ambos llegarán juntos a una felicidad que preludie un buen encuentro, hasta que, pasado un rato, ella le describe a quién había cantado, hace años, aquella hermosa canción. Y esto de “hace años” es quizá lo más demoledor para él junto a saber que el adolescente que le había cantado La joven de Aughrim a su mujer, había muerto de amor por ella. Entonces el protagonista se ve a sí mismo como un sentimental ridículo y fatuo, ya que contra ciertos muertos no se puede luchar, desde luego, pero no se da por vencido. A continuación nos dice que “una amistosa lástima por ella penetró en su alma” mientras se consolaba pensando en el mérito que tenía, pues fue a través de sus ojos como había recordado ella los ojos de su joven amado.
Entonces, “lágrimas generosa colmaron sus ojos”, nos dice el autor. Y estas lágrimas tenían que ser de amor, dedujo Gabriel. De un amor regalado sin que nadie se lo pidiese, ni agradeciese, como el amor de las monjitas rezadoras que salvan a los pecadores desde dentro de un ataúd. Estamos, pues, ante el pobre amor que el protagonista sigue imaginando y cultivando dentro de sí a pesar de la indiferencia de su mujer.
Y la historia se acaba, pero la ilusión, querido Joyce, en este caso no ha muerto, porque el protagonista no se atreve a dejarla morir.
Se trata del pobre amor de formas atenuadas por la nieve.
Mª José Martínez
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