Atravesamos el ecuador del curso con la reunión de hoy, un relato del maestro Nabokov, del cual hemos tomado este cuento con un título que tiene una sonoridad casi de historia infantil, como las que se cuentan a los niños. Lo saben ustedes, se trata de “El elfo patata”.
Sin embargo, debo decirles que nada más lejos de la realidad. Creo que cualquiera de nosotros no aconsejaríamos la lectura de esta historia a ningún pequeño, me estoy refiriendo en este caso a los niños, aunque quizá huelgue la precisión, tampoco sé si uno podría recomendarlo a un pequeño de otro tipo, un pequeño como nuestro protagonista de hoy, nuestro muy pequeño Fred Dobson.
Es cierto; en el reparto de cartas con el que la vida aguarda nuestra llegada, existen casos en los que la mano no es tanto que haya sido francamente mala, es que el descarte es absoluto, nada de lo que nos ha deparado dicho reparto es aprovechable, y lo que es peor, cuando decidimos hacer efectivo el descarte y pretendemos tirarlas todas para que nos repartan otras, caemos en la cuenta de que no hay más reparto que valga, las cartas con las que uno jugará la partida son esas, y así son las reglas, aquí no hay hoja de reclamaciones.
¿Entonces? Pues hay que apañárselas; cuántas veces encontramos sujetos que podrían verse incluidos en el tipo de caso del que les hablo y han alcanzado logros que más que meritorios son verdaderas proezas si tenemos en consideración las oportunidades con las que iniciaron sus partidas. ¿Y qué es lo que hace que estos desafortunados no renuncien a sus cartas y decidan jugarlas, a ver qué ocurre? No tiene fácil contestación, entre otras cosas me temo que no tendría una sola contestación. Lo que sí tenemos, por el contrario, es el caso opuesto como más habitual y seguro que más cercano; estos sujetos que ya parten con buenas cartas de mano, algo con lo que pueden aspirar a realizar una jugada probablemente bastante exitosa, y sin embargo la propia partida los atenaza, los asusta, y acaban malgastando su existencia en partidas menores, a medida, conformándose con trinchar el ganso en la fiesta familiar anual.
Por ello, debemos considerar que las cartas que nos tocan disponen el lance que debemos afrontar, pero de ningún modo lo condicionan todo, y no se trata de jugar de farol en todo momento, más bien de conocer muy bien las cartas que manejamos, y calcular el envite; les digo que en más ocasiones de las que creeríamos algunas jugadas dan bastante más de sí de lo que en una primera mirada podríamos estimar.
Así que, estar bien orientado se torna fundamental, porque ayuda a no enredarse más allá de las complicaciones que la vida, por sí misma, fija ante nosotros. Y enredarse tiene distintos nombres que podemos localizar casi siempre en los rasgos del carácter del sujeto, algunos de ellos son claramente visibles hasta el punto de conseguir definir la personalidad de alguien. Estoy hablando de esos casos en los que un significante, por sí solo, puede sustituir el nombre y los apellidos de una persona, y construimos la metáfora que condensa esa significación y que opera por sustitución: entonces decimos de alguien, por ejemplo, que es una víctima, porque estimamos que su posición en la vida queda resumida en este significante. O de tal otra persona que es alguien reivindicativo, porque en el trato personal, este rasgo siempre asoma en sus dichos, y sus actos siempre tienen como telón de fondo esta cuestión. Elijo estos dos significantes llevados al extremo de convertirlos en posiciones porque me sirven de manera muy gráfica para poder mostrar que hay algo que no depende de nuestros naipes, sino que es fruto de una elección del sujeto.
Si una vez que las cartas están repartidas, descubrimos, al acercarlas a los ojos, que nos tocó en suerte un padre que es famoso en todo Bristol, y que esa fama no es el resultado de su excelencia como sastre, o de su facilidad para las relaciones sociales, sino más bien por ser una esponja, ¿podemos sentirnos orgullosos de ello? Si además este orgullo encuentra su matiz fundamental en la obstinación que lo acompaña, si nos sentimos tercamente orgullosos de ese padre, ¿no introduce ello una nota singular? ¿Ese orgullo pertinaz no nos dice nada de la posición que detenta ese sujeto, más allá de lo que constituyen el resto de sus características? Respecto de algunas situaciones con las que cargamos en la vida podemos decir que ni la magia es capaz de obrar milagros.
El deseo del que proviene cada uno es fundamental para entender el devenir de un sujeto. Este devenir nos da la clave, nos abre las preguntas acerca de la naturaleza de dicho deseo, el deseo de los padres, el deseo que movió los hilos para plantarnos en este escenario que es la vida. Aproximarse a esta clave permite entender bastantes aspectos acerca de uno mismo, y determina igualmente el acceso a los grandes temas; en mi lectura del relato que nos ocupa se me ocurren dos principalmente: el enigma de la sexualidad, y la paternidad. Y por lo que les comenté justo antes, ya podrán imaginar que el padre que a uno le toque resulta fundamental para lidiar con estas materias.
Sabemos de nuestro Fred Dobson que se acostumbra rápidamente a la gente, pero es éste un acostumbrarse muy particular, no a cualquiera, sólo a determinada gente. Nos cuentan que se acostumbró a un gigante, parece esto casi una broma, y lo encontramos en el momento de la acción también acostumbrado a un mago, un prestidigitador; un hacedor de magia no es cualquier cosa, ni es casualidad tampoco la profesión que elige Nabokov para la persona más próxima y de mayor confianza de nuestro protagonista; es éste alguien que lo acoge y parece darle un lugar, no sólo en su número circense, incluso cuando las cosas se ponen difíciles para Fred, un lugar en su casa y en su propia vida. Y yo aún diría más, le da un lugar en el mundo. Volviendo a la actuación que comparten, ¿en qué consiste? El enano desaparece en una caja negra, desaparece de los ojos del público, los ojos del otro testigos de su defecto, y reaparece, pero ¿en dónde? Nuestro elfo encuentra un lugar en el Otro, reapareciendo mezclado entre los asistentes, como si fuera uno más, un espectador más, semejante a cualquiera de los allí presentes. Un truco más que astuto o ingenioso, un acto bien elocuente, que por un instante permite a Fred sentirse del otro lado, alejarse de sus compañeros de reparto, del tenor fracasado o del payaso ridículo
Debemos tomar el contexto de la época para darnos cuenta de que Fred no parece muy mal orientado, y habremos de considerar que el circo, algo casi extinguido en nuestros días, que no encuentra lugar en nuestras ciudades más allá de las fechas navideñas, en aquel entonces y sin televisión en los hogares, tenía gran aceptación y era una manera más que digna de ganarse la vida. Nuestro enano encuentra su lugar allí, y también, a este subrogado del padre, el prestidigitador, de curioso nombre, Shock, que significa choque, impacto, y que sostiene a nuestro protagonista. Shock es también el autor de la interpretación a la melancolía que aparece en nuestro enano: “lo que necesitas es una enana”. No diré yo que no la necesitase, pero distingamos que esta respuesta es una explicación, algo que da alguien a algo que ocurre previamente. Con lo que nos encontramos en un antes y un después, hemos llegado hasta aquí, ahora aparece la melancolía y los acontecimientos se precipitan en cierta clave sexual.
La función de un padre pasa también por tener su responsabilidad en el encuentro del varón con la sexualidad, y se hace necesario que algo de esta función paterna actúe porque de ella se derivará el acceso a la virilidad. La obstinación en el orgullo contrasta con la incesante búsqueda de una suplencia para ese padre alcohólico, y en esta contradicción podemos vislumbrar las dificultades que en este terreno presentará nuestro sujeto.
Cuando el prestidigitador lo recoge del brutal encuentro con el forzudo socio de las bailarinas, le dice unas palabras que tienen singular importancia: te dije que no te entrometieras, y ahora es Nabokov el que se convierte en mago, porque como por ensalmo y en el renglón siguiente nos trae la posibilidad de entrometerse, nos trae a la Sra. Shock. Nora, que así se llama, nos tiende a nosotros tertulianos un puente a nuestra anterior reunión; Nora era el nombre de la mujer de James Joyce, autor de “Los Muertos”. De cómo esta mujer recibe un niño que la conmueve, al que presta sus maternales cuidados, y acaba por convertirlo en su amante, sólo puede dar cuenta la magia del escritor, que utiliza el vínculo que une a esa pareja, algo que ocupa muchas líneas de este relato, que no es sólo el de las peripecias de un enano melancólico, también el de la queja de una esposa infeliz porque su marido es un espejismo, un engaño constante.
La extraordinaria dimensión que cobra el efecto que el acto sexual tiene, esconde deliberadamente el afecto que lo precedió, el encuentro de un niño y una madre, algo absolutamente incestuoso, y dicho efecto al estilo onda expansiva consigue que las miradas cambien de signo, y Fred deja verse por doquier, acompañado de un sentimiento de ligereza y liberación, aunque dicho sentimiento tenga las patas muy cortas y no pueda escoltarlo más que unas pocas horas de ese mismo día. Ese día, su día, también el día que la magia con su amigo acabó; Shock ha recibido el choque que las palabras de su amigo han producido en él y el final de su relación se escenifica en la caída de esa moneda al suelo que su mano, ahora, ya no consigue sostener.
Todo lo que se precipita desde ese momento hasta el trágico final es un aluvión de acontecimientos; una amistad que se rompe, una pareja que se sostiene, un tercero excluido que decide romper definitivamente su lazo con el mundo ante lo imposible de soportar que supone enfrentar la mirada del Otro fuera de los límites del escenario de un teatro, marco simbólico que lo ampara del verdadero circo que representa para él un paseo por las calles de cualquier ciudad. El trágico final parece de una película, vemos pasar las imágenes e incluso imaginar la luz que baña la escena, y recordamos que el día de Fred Dobson, aquel día de aquel año que le conceden tan sólo a un hombre, al hombre más feliz, ese día que sólo puede reconocerse de forma retrospectiva mucho tiempo después, había quedado atrás.
Alberto Estévez
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