“Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido, y hablo como un niño”, dijo en una ocasión Nabokov.
Si Joyce era el escritor por excelencia del enigma, al decir de Jacques Lacan, esta vez Nabokov, el abogado defensor de ciertas perversiones y estados morbosos, el infatigable hacedor de emociones y situaciones exasperantes para el lector, es quizá el escritor del misterio absoluto. Su verdadera identidad quedará oculta, por suerte, para siempre tras la larga sombra de sus dolorosas y sórdidas historias, en contra de una sociedad mojigata a la cual nunca se sintió orgulloso de pertenecer.
En su homenaje podemos decir sin lugar a equívocos que sus trágicas narraciones apuntan, paradójicamente, sin desviarse, como él quería, nada menos que a una “apoteosis moral”. Sin sus fantásticas y soñadas “anomalías psicopatológicas” nunca hubiera ocurrido el “desastre” de sus ficciones, y tampoco existirían sus libros.
Lo “ofensivo” de sus historias no es más que un sinónimo de lo “insólito”, tal y como él justificaba su arte: como todo arte que se precie, siempre se presenta como una sorpresa más o menos alarmante. Sus caprichos llegan a la extravagancia. Sus personajes son abominables, abyectos, ejemplos de flagrante lepra moral, “una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha”, tal como él mismo se expresa en el prólogo de su Lolita. La desesperada honradez de sus personajes no los absuelve tampoco de pecados de diabólica astucia. Los hombres y las mujeres de sus ficciones no son damas ni caballeros. Pero con qué magia armoniosa conjuran en nosotros una ternura y una compasión infinitas hacia ellos al tiempo que abominamos de su autor…
Como obras de arte, sus historias trascienden todo aspecto expiatorio, e, incluso, más allá de su trascendencia científica y su dignidad literaria, lo que importa es siempre el impacto ético que la narración tendrá sobre el lector serio; porque en el agudo y radical estudio de sus personajes se encierra siempre una lección general: en el caso del “Elfo Patata”, el ardiente y melancólico enano solitario, el prestidigitador tramposo y distraído, la insatisfecha y vengativa mujer, “no son tan solo vívidos caracteres de una historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias, evidencian males poderosos”, tal y como prevenía el propio Nabokov a los lectores de su afamada y adorable Lolita.
Y ¿cuáles son esta vez esas “peligrosas tendencias”?, ¿qué “males poderosos” se trata de evidenciar en este concreto y juvenil relato? ¿Cómo convocar aquí una respuesta sin apelar a ese “mundo por completo vulgar, raído y en el fondo medieval” de Freud, tal y como lo calificó el propio Nabokov desde el más profundo de los rechazos? ¿Cómo hablar de él sin convertirse en uno de esos persecutorios y “místicos freudianos” de los que él mismo abominaba en su implacable lucidez y liberalidad? ¿Cómo no dar coces tampoco de sentido común con su bienintencionada pezuña, si no fuera porque el mejor psicoanálisis nos depara una muy semejante perplejidad e inquietud?
La melancolía abismante del Elfo Patata, su solitaria angustia amorosa, la interioridad sin espacio ni tiempo de su solipsista transcurrir, de este pequeño desperdicio al que “primero habían maltratado”, golpeado con una pesa en el estómago, y “luego habían acariciado”, siempre como un niño pequeño; su fatua fantasía de salvar a una mujer “de las garras de un hombre brutal”; la fantasía del “tercero perjudicado”; el fantasma de dar un hijo a una madre “piadosa” —pues ella lo había cuidado “como a un hijo”, como a su “hijito inexistente”—; la vergüenza de su humillación insondable en un mundo de hierro forjado, de causas y efectos absurdamente entrecruzados, nos hablan de la más profunda idiosincrasia de Nabokov. Pero no dejan de resonar aquí esos aspectos inevitablemente freudianos, de culpa, vergüenza y masoquismo, que se anudan en su escrito “Pegan a un niño” y en otros lugares de la obra de Freud, que de la forma más paradójica conciernen a seres exquisitamente educados (conocida es la infancia extremadamente suave, privilegiada, soñadora y refinada del niño Nabokov).
Así pues, los personajes de Nabokov hacen todo lo posible por ser buenos y educados. Y lo son de veras, genuinamente. Bajo ninguna circunstancia querrían perturbar a nadie y huyen a cualquier escondrijo al menor riesgo de alboroto. Sus espejeantes e inefables éxtasis amorosos son a menudo unilaterales, solipsistas. Muchos acaban en un intenso sabor de infierno. Como dijo Jacques Lacan, el psicoanálisis sólo sirve aquí para comprender que el amor no saca a nadie de sí mismo.
“Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en el sutil espinazo”, como dice el Humbert Humbert de su Lolita, para solidarizarse con estos tan dichosos como desgraciados personajes, pusilánimes respetuosos de la ley, pudorosos habitantes al fin de islas encantadas, y adivinar todos los horrores íntimos que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura les impide enumerar.
¿Qué podemos decir de Nabokov, de este ser tan candoroso como “perverso”, de este maestro en el arte de la observación, el humor y la compasión, sino que ha captado a la perfección, y en todo momento sin obscenidades, que el imperativo categórico de la Ley moral está vacío, que solo barajamos encantadoras posibilidades en un mazo de naipes, y que el cielo estrellado sobre su cabeza está tan desnudo como una mujer bajo su encantadora bata liviana?
Un hombre extraño, brillante y excepcional, y como todos los seres extraños, peligroso, y un tanto próximo a la hoguera. “El humilde profeta, el mago en su cueva, el artista indignado, el pequeño escolar inconformista, todos comparten el mismo peligro sagrado. Y puesto que es así, bendigámosles, bendigamos al monstruo”, dice Nabokov a sus alumnos en uno de sus cursos de literatura europea.
Entre el cuasi-aborto del comienzo del relato y el “guante arrugado” que yace tirado en la acera del final, que el Elfo Patata permanezca, pues, en su “apoteosis moral”, como fue durante aquella festiva mañana de agosto de 1920 por las calles soleadas de Londres: un hombre amado, liberado, orgulloso y feliz, dueño por unos instantes de su día de providencia, que brillaba a plena luz a través del diminuto despojo.
Ana Crespo
No hay comentarios:
Publicar un comentario