Lo que resulta más fascinante de la literatura de Cortázar es la superposición de los espacios, de los tiempos, la extrañeza de tantas palabras, la convivencia del sentido y el sinsentido, así como la sensación de un tránsito casi imperceptible de unos lugares a otros, tantas veces sin estridencias, sin grandes sobresaltos, sin grandes conmociones, como si la cosa fuese, naturalmente, humana, otras veces tránsitos verdaderamente angustiosos como ocurre en el relato que hoy nos ocupa. Sin duda, para Cortázar, la realidad sobrecargada de límites y de sentido resulta prosaica y dice poco, de manera que, como tantos otros precursores literarios del ser, encuentra en lo poético el verdadero topos en el que el hombre puede ser, o si no, no será.
Cortázar es una de las voces privilegiadas por lo poético. No en el sentido del verso, no en el sentido del género poético, sino en sentido heideggeriano, considerando que su palabra está escrita para fracturar la lógica gramatical, la lógica del lenguaje, como único modo de alcanzar un lugar que nunca se elude en sus relatos, esa dimensión en la que el ser humano ya no es el de las consistencias, el de las realidades convencionales y de la conciencia, sino que soporta su evanescencia, el vacío del ser, ese agujero sobre el que las letras no pueden sino saber que juegan para escribir, siempre, palabras extrañas como un invento, rayuelas, palíndromos, cronopios, conejitos vomitados, sueños tan irreales como la vida misma, bestiarios sin miedo, constituyendo todo ello la aceptación del misterio que habla en nosotros: el lenguaje.
Así, los juegos de su letra, nosotros hemos de tomarlos muy en serio, pues no son otra cosa que el trazo para acceder al acto, el acto de Cortázar, ese que diluye la razón rancia para adoptar como supremo valor la palabra plena que no admite fáciles significados, que coquetea con el sinsentido y hasta con la necedad, excelencias que Cortázar sabe más próximas a la verdad que cualquier prosaica realidad. Sólo con ellas es posible hacer consistir nuestras paradojas más preciadas, la lectura de lo que sin saber sabemos y la inquietud inevitable de lo que, indefectiblemente, no podremos saber. Así es como nos encontraremos con Cortázar en las marejadas y en los impasses del lenguaje.
El día y la noche, el sentido y el sinsentido, la consistencia y la inconsistencia, el valor y el miedo, esa contraposición de espacios que se dibujan en La noche boca arriba, hacen resonar las preguntas clásicas pero claves: ¿Qué es la realidad? ¿Cuáles son sus fronteras? ¿Cuáles son los auténticos renglones, los que escriben el saber, o los que señalan el no saber? ¿Escribimos o somos escritos? ¿No somos nosotros mismos, nuestro cuerpo, la página sobre la que se escribe?
Coger una moto en la realidad –aparentemente consistente— sólo puede hacerse para introducirnos en la contingencia, esa que espera en cualquier esquina del más apacible paseo que se pueda disfrutar entre árboles y jardines. Ahí surge el accidente, se rompe el renglón que caminaba, prosaico y derechito, hacia un destino que nunca será. Pero, si bien lo miramos, siempre es un accidente el que posibilita el tránsito hacia otro lugar. El accidente contingente surge rompiendo el orden, abriendo un agujero por el que la vida es convocada hacia escenarios ignotos, longincuos, desconocidos –o quizá no tanto—, pues el protagonista de la noche, el que se sitúa boca arriba, el que sueña, el que se ve empujado hacia ese Otro lugar, no puede siquiera dudar que, en ese otro escenario, es él mismo.
Con estos precedentes, la experiencia al terminar de leer La noche boca arriba fue el asalto que experimenté por parte de la palabra realidad. Pese a no ser nombrada ni una sola vez en el relato, me asaltó para solicitarme una delimitación dentro del mismo ¿Era realidad el accidente? ¿Era realidad el hospital? ¿Era realidad la selva? Por muchas precisiones que traté de establecer, ninguna consiguió disolver la ambigüedad, ninguna alcanzó a delimitar una realidad en la confusión de tiempos y espacios comunicados por los múltiples laberintos que escribe Cortázar.
Esta es la extrañeza que provoca el cuento, e incluso, si bien lo miramos, la misma vida. Uno, al igual que el motorista, siente con certeza el espacio de la realidad mientras no se lo plantea, o mientras no sucede un accidente, real o gramatical. Pero en cuanto quiere precisar ese espacio, entran tantos elementos en la consideración, tiempos que parecen reales y no lo son, otros que parecen anacrónicos y sin embargo son más reales que los reales, memorias equivocadas, olvidos que no son tales, sino elipsis que pertenecen a un lenguaje Otro, de tal manera que ya uno empieza a dudar si verdaderamente es motorista o es moteca.
Dos polos marcan el relato, el accidente y la muerte. En el medio, en detrimento de la realidad, encontramos, profusamente, al sueño. Y encontramos dos vertientes. Por un lado, lo que el mismo relato denomina sueño mentiroso que se muestra como conciencia, el del hospital, no pasa de ser más que un piadoso entretenimiento, un sosiego para la angustia del vacío y de la muerte. Es el sueño de estar en la vigilia, en la realidad de un hospital protector que ofrece seguridad, donde el motorista reconoce un espacio, puede nombrar los objetos, la ventana, la botella de agua, al compañero de habitación, puede nombrar la noche, puede comer, beber, ser tocado por las enfermeras, por lo médicos, etc.
El otro sueño señala un destino fijo. El del ser humano ante la muerte. Es el tiempo sagrado que no depende siquiera del número enorme de sacrificados por causas banales, sino que depende simplemente de la misteriosa voluntad de un sacerdote, único capacitado para detener la duración no estipulada de ese tiempo sagrado. Qué mejor forma de hablarnos de nuestra esclavitud en relación con el tiempo. Ante ese tiempo sagrado, la realidad sólo puede mostrar su carácter de defensa, de alivio, al igual que las supersticiones plasmadas aquí en el amuleto protector. Nada puede protegernos de nuestra irremediable finitud mientras el tiempo sea infinito, de tal manera, la mentira de la realidad hemos de reconocerla, eso sí, como un consuelo, como una distracción que nos rescata, temporalmente, del abismo.
Pero como ocurre en toda vida, el protagonista siempre está convocado, a través de infinitos corredores, zaguanes y laberintos, de unos a otros lugares, desde el sentido al sinsentido y viceversa:
“el largo zaguán del hotel”; “ya la náusea volvía poco a poco, mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros”; “estaba corriendo en plena oscuridad”; “me salí de la calzada”; “tal vez la calzada estaba cerca”; “al lado de la noche de donde volvía”; “el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final”; “y el pasadizo seguía interminable”
Elegí este último pasadizo a conciencia: “Y el pasadizo seguía interminable”. Me evoca una especie de fuga del sentido, como un ombligo del sueño verdadero, por donde, más allá de la interpretación, aparece la indefinición, algo inescrutable que no se puede delimitar, un lugar donde resulta imposible cerrar una significación definitiva. En el párrafo final, me parece que todos encontramos algún sentido, alguna interpretación, pero, por otro lado, quedamos confusos, insatisfechos, incompletos. Es lo que tenemos que aceptar. De ahí que no pueda extrañarnos que no aparezca, en todo el relato, la palabra realidad. Porque quizá, como quedó escrito en la historia de la literatura, la verdadera esencia del protagonista sea el sueño.
Estamos habitados por la palabra, eso susceptible de moldearse como gramáticas férreas de piadosa mentira o configurarse como un juego de esencia poético ajeno a la gramática, ese juego donde la palabra es conciencia e inconsciencia, sentido y sinsentido, vigilia y sueño y las dos cosas a la vez. Es la morada de Cortázar
Miguel Ángel Alonso
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