domingo, 18 de julio de 2010

Bartleby. Lo real

Con la habitual y rotunda concisión que le es propia, Jorge Luis Borges culmina el prólogo a su traducción de Bartleby, the scrivener con una frase que encierra el secreto del texto: “Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo”.

Inutilidad: he aquí la palabra clave, uno de los nombres propios de la existencia. Borges recalca: esencial, para que no perdamos de vista que la inutilidad no es contingente sino necesaria, en el sentido aristotélico del término: no puede no ser. Además, para que quede bien claro que Bartleby no representa ni la locura ni la caprichosa acción de un individuo perturbado, la inutilidad nos es presentada como una ironía cotidiana; lejos de constituir una excentricidad ajena a nuestra experiencia diaria, es consustancial a la vida misma, aunque por lo general no estemos dispuestos a admitirlo. Preferiríamos no hacerlo, preferiríamos creer que Bartleby es un espécimen particular, una excepción a las leyes razonables del universo, pero Borges insiste: el universo no es razonable, sino irónico.

La magnitud de esta obra puede muy bien medirse por la inversa proporción entre su tamaño y la literatura que produjo su descubrimiento. Por cada hoja de este relato se han escrito mil páginas de comentarios e interpretaciones, dado el carácter caleidoscópico de la historia, capaz de contener incontables asuntos sobre la naturaleza humana. Piénsese en cualquier concepto filosófico, que no tardaremos en localizar su acción, manifiesta o latente, en algún rincón del texto. Puesto que como el propio Melville lo da a entender en la frase con la que concluye su libro, es la propia Humanidad la protagonista de esta historia, y haber logrado hacerle lugar en tan pocas páginas constituye sin duda una hazaña literaria imperecedera.

La ironía se inaugura en las primeras frases. “Soy -nos dice el narrador- un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor”. “Profound conviction”, escribe Melville, para subrayar la asombrosa convivencia que podemos mantener con nuestras contradicciones más absurdas. Porque si de facilidades se tratase, no hay duda de que los empleados del abogado de Wall Street no están hechos precisamente para procurarlas. Turkey y Nippers representan aquí la singularidad que puede habitar en lo general. Excéntricos cada uno a su manera, mudables y algo chiflados, encarnan no obstante la admisible y dialéctica locura que a todos nos está permitida en tanto ciudadanos del sentido común. Al no abandonar ni por un instante los sensatos límites de lo previsible, sus rarezas acaban por despertar nuestra simpatía. Unas pocas dotes de observación le bastan al narrador, y por ende al lector, para familiarizarse con estos personajes. “La verdad es que Nippers no sabía lo que quería”, concluye su patrón, en una apretada síntesis de aquello que es más propio del sujeto corriente: no saber lo que quiere. Herederos del coro griego, representantes de la doxa, de la opinión fundada en el significado corriente de las cosas, Turkey y Nippers, como también Ginger Nuts, son convocados en dos ocasiones para oficiar de testigos y depositarios de la opinión justa, puesto que nada atormenta más al dueño del despacho como la posibilidad de que su acción y su conciencia se enfrenten en un incómodo combate. Por sobre todas las cosas, el narrador quiere entender, avanzar en la comprensión, iluminar con el sentido la oscuridad que se le ha presentado en el centro de su realidad, puesto que para él el entendimiento no es un mero reflejo de la razón, sino una prolongación del bien y la conciencia moral. El bien: ¿hasta dónde podemos ejercerlo si pretender nada a cambio? ¿Es el altruismo un ingrediente de la naturaleza del bien? ¿Y cómo podemos estar seguros de que su ejercicio se realiza en beneficio de nuestro prójimo? “Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia (...) Pensé que Turkey apreciaría el regalo (...) pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado ejercía un pernicioso efecto sobre él (...). Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad”. Resuena en este punto la profunda objeción que Freud levanta contra el mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¿Quién es nuestro prójimo, sino ese núcleo de nosotros mismos al que no nos atrevemos a aproximarnos? Como San Martín, también este abogado quiere compartir su manto con el prójimo, para comprobar de inmediato los paradójicos efectos de su acción.

Bartleby es sin lugar a dudas una reflexión sobre la dimensión ética de la vida. Borges, como otros autores y críticos, han visto en el relato de Melville una prefiguración de las intuiciones de Kafka, el gran profeta del absurdo, el radiólogo de la insensatez primordial de la existencia. Melville anticipa a Kafka en la demoledora demostración de la modernidad como cataclismo del ser.

¿Quién es Bartleby? ¿Qué es Bartleby? Para su análisis, es preciso introducir el artificio de una división, según se considere desde el punto de vista del narrador, o desde la perspectiva de la extraña criatura que un buen día se introduce en el pequeño mundo de la oficina. Bartleby no tiene origen ni destino, no posee historia ni propósito alguno. Carece de referentes, de raíces y de lugar. Se sitúa en la existencia como ser en sí, y su despojada soledad, su absoluta desnudez subjetiva, es el reflejo de ese irremediable desamparo que inaugura la condición humana. Su tragedia, a la que el genio de Melville envuelve en la metáfora de la Oficina de las Cartas Muertas, es la de saberse condenado de antemano al silencio del Otro, a la no-respuesta, a la fatalidad del vacío en el que se precipita el llamado de socorro, la carta que jamás llega a su destino. Y si la cadena de la demanda está desde siempre rota, ¿cómo podría él consentir al llamado del Otro? De allí la célebre fórmula incurable, figura de una repetición que lejos de alzarse como voluntad de rebeldía, es por el contrario confesión de una derrota originaria. Bartleby no desafía a nada ni a nadie. Su obstinación, su negativismo, no es la afirmación resuelta de un reto, puesto que el uso del condicional está deliberadamente puesto para denotar la fragilidad de la enunciación. No hay allí testimonio de una verdadera preferencia, ni elección, ni ejercicio de una voluntad opositora. Es el signo de alguien desprendido de todo lazo humano, y que sin embargo resiste a la caída definitiva aferrado a la nuda vida como el insecto a una rama. Y resiste escribiendo. Una escritura incesante, mecánica, a la que Bartleby, como contrapartida a su fórmula refleja, obedece con la docilidad de un autómata, sin pausa, sin protestas ni reclamos. Se entrega a ella de manera absoluta, negándose en rotundo a formar parte de la tarea colectiva, a sumarse a la comunidad de los hombres, puesto que eso supondría una dialéctica, un contrapunto, una negociación para la que no está hecho. Él sólo puede sostenerse en su escritura maquinal, paradigma de una soledad muerta, como aquellas cartas que nadie habrá de recibir jamás. Bartleby no es escritor, sino copista. No hay en él pensamiento, ni fantasía, ni acción creadora. Interrumpirlo en su inercia mecánica es empujarlo al precipicio, al vacío, a la nada cósmica. Por lo tanto, su única posibilidad es resistir. Resistir es la palabra clave: Bartleby resiste. “Ahora bien, un domingo por la mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé en pasar un momento por mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior”. La cerradura, lo real que resiste, es a todas luces la metonimia del infranqueable Bartleby.

Es precisamente en este punto crucial donde el relato gira, y su viraje nos arrastra desde la perplejidad inicial hacia la tragedia del desenlace. Podemos entonces situarnos en el lugar del narrador, quien llave en mano vuelve a experimentar una vez más esa inusitada presencia que ha venido a trastornar su aspiración al principio del placer, esa máxima de que “la vida más fácil es la mejor”. El estilo de Melville no es la forma fantástica de Maupassant, quien en su Horla también ha querido dejar testimonio de que en la experiencia del mundo algo puede presentarse como extrañeza radical, presencia de otra cosa capaz de apoderarse de nuestra realidad. No hay en Bartleby nada mágico ni sobrenatural, es tan solo una presencia perpetua, no se mueve, no se ausenta, no abandona jamás su lugar. Bartleby, lo real, se encuentra eternamente en sí. Como lo expresa el propio narrador en su monólogo interior: “Siempre estaba allí”.

“¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?”. Lo sorprendente no solo es la fórmula de Bartleby, sino también el hecho de que su irrevocable actitud genere una suerte de campo magnético, un espacio infranqueable, una especie de límite sagrado que el abogado no se atreve a traspasar. No le falta al narrador ni la lógica ni la piadosa condescendencia que algunas almas son capaces de sentir ante la visión de la miseria humana. Pero aunque sus argumentos sean el afán de comprender y el deber de la misericordia, no son esas las verdaderas razones por las que una y otra vez se detiene, incapaz de atravesar el límite de esa otra cosa. “Había algo en Bartleby que no solo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba”. Como Hamlet, el abogado pospone su acto. Lo dejará para otro día, ya habrá otra ocasión para tratar el problema, es nuevamente la urgencia de lo cotidiano lo que se impone y retrasa la decisión de dar el paso. No obstante, lo sepa o no, su vida está ya gobernada por la distancia frente a esa cosa que debe regular. De tanto en tanto olvida su firme propósito de no importunarla, de no molestarla, de no acosarla, de permitirle existir al margen del sentido. En la experiencia de subjetivación del mundo, y de aquellos que nos rodean, se produce irremediablemente una división: una parte se vuelve accesible a la luz de la representación y del pensamiento, al tiempo que otra parte permanecerá sustraída a nuestro reconocimiento, constituyéndose a partir de entonces en la alteridad absoluta, fuera del significado, e incomprensible a los criterios del principio del placer. En el corazón de todo aquello que creemos comprender, late un núcleo irreductible a la palabra, a la razón, al significado, a la conciencia, a lo bueno, o a cualquier otro modo del que nos valemos para expresar la ilusión de que la realidad es transparente a sí misma. No obstante, ese íntimo y enigmático corpúsculo también nos pertenece, pero no resulta fácil aproximarnos a él. “Estaba resuelto a despedirlo, y un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito”.

¿Por qué el narrador protege a Bartleby? ¿Por qué lo defiende incluso frente al ataque de sus otros empleados, quienes no vacilarían en ponerle un ojo morado y echarlo a patadas sin más preámbulos? El abogado no es simplemente un hombre cómodo que preferiría ahorrarse las complicaciones prácticas y morales de un despido. Su incomprensible prudencia obedece a la sencilla razón de que, aún sin saberlo, en el fondo intuye que la existencia de Bartleby no le es completamente ajena. Tan solo le faltaba descubrir un domingo que la criatura vive en el interior de su oficina. Es a partir de ese momento que el relato cobra su inesperada potencia. Hasta entonces, nos hallábamos casi al borde de la comedia, y le habría bastado a Melville unos ligeros toques de estilo para convertir esa primera parte en una obra bufa. Nosotros mismos podríamos imaginar una puesta en escena en la que las vicisitudes del abogado y su peculiar empleado se nos presentarían bajo las especies de lo cómico. Pero no sucede así, porque el descubrimiento del domingo por la mañana es lo que no debería haber sucedido para que todo hubiese podido continuar en el mismo tono de perpleja excentricidad. Esa distancia, ese mantenimiento de la barrera prohibida que aseguraba la estabilidad de la pareja del narrador y Bartleby, se descompone. El abogado obedece a la primera y única demanda que Bartleby le formula, la de irse a dar unas vueltas a la manzana y volver más tarde. “La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos”. Pero demasiada luz ha entrado ya en la sagrada intimidad de Bartleby. Es tarde para impedir nada, y menos aún evitar el desencadenamiento de una extraordinaria inversión especular. No sólo el narrador no podrá expulsar a Bartleby de sus dominios, sino que él mismo se convertirá en el expulsado. “¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar!” descubre azorado nuestro relator. Entonces, “por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal!”

El extraño, el extranjero, esa otra cosa insondable e inaudita, ha resultado ser mi prójimo, una parte de mi propio e ignorado ser. Es por ese motivo que el narrador (el único del que verdaderamente no sabemos nada, ni siquiera su nombre), a pesar de su huida no se apartará nunca más de él.

Lo que sigue, la muerte de Bartleby, no es más que la consecuencia lógica de lo que sucede cuando la fatalidad, o el exceso de la comprensión, profanan los límites de lo sagrado. Es por eso que algo del enigma de Bartleby nos acompaña todo el tiempo: porque conviene no resolver nunca completamente su misterio, y conformarnos con aceptar esta ironía del universo.

Gustavo Dessal

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