miércoles, 19 de octubre de 2011

¿Ama el amor sólo lo bello? Nota a pie de página sobre La balada del café triste de Carson McCullers. Por Gustavo Dessal

Como descuento que las lecturas y comentarios sobre esta obra nos darán esta tarde muchas satisfacciones, he preferido centrarme en un punto del relato que sorprende no solo por su profundidad poética, sino por la extrema sensibilidad psicológica de una autora que tenía por entonces menos de veinticinco años.

Si algo sabemos los psicoanalistas, es sobre el amor. Ello, por desgracia, no nos vuelve más aptos para la vida amorosa, ni más hábiles para la conquista. ¿Habremos rebajado el amor al convertirlo en un objeto de nuestros conceptos, al desmenuzar sus componentes y mecanismos con el bisturí de las palabras? De ninguna manera. Al emplazar el amor en el centro de nuestra experiencia, hasta el punto de reconocerlo como el secreto y verdadero poder de la cura, no hemos hecho más que ponerlo a resguardo de aquellos que pretenden reducirlo al automatismo de algunos circuitos neurológicos, accionados por el intercambio de mensajes hormonales.

Pero no voy a fatigarlos hoy con una exposición sobre el modo en que el psicoanálisis concibe el amor, sino que quiero llamarles la atención sobre algo tan sencillo que escribe nuestra autora: “En primer lugar -nos dice- el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas”.

Ignoro si Carson MacCullers había leído a Platón en aquellos tiempos, y si por tanto conocía esa tradición griega que distingue al amante del amado. ¿Quién ama más? ¿Alcestes, que se ofrece a los dioses para morir en el lugar de su marido, o Aquiles, quien no duda en sacrificarse para vengar la muerte de Patroclo? Para los griegos, estas preguntas no eran ociosas, y si los dioses consideraron más grato a sus ojos la muerte de Aquiles, es porque él era el amado, mientras que Alcestes era la amante. Y el amor -eso lo supieron los griegos mucho antes que los psicoanalistas- el verdadero amor, es aquel que transforma el amado en amante.

Es muy oportuno que MacCullers nos recuerde esta disimetría entre el amante y el amado, porque precisamente lo imaginario del amor consiste en creer lo contrario, que el amor supone una relación en la cual uno encaja en el otro. Y nada más lejos de la realidad, porque como lo escribe la autora, el amor es un amor solitario, algo que aguarda arrellanado en el fondo del corazón, que espera el momento propicio.

Es lo que llamamos el encuentro.

Y por esa simple y llana razón de que el amor no es correspondencia, ni afinidad, ni simetría con el otro, sino pura suposición, es por lo que -como lo expresa MacCullers de modo tan bello, el amado puede presentarse bajo cualquier forma, incluso bajo la forma de un enano deforme. “Es solo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor”, y cualquiera que sea capaz de abrir los ojos a la realidad del amor, estará de acuerdo con que esa valía y esa cualidad generalmente se corresponden bastante poco como el ser amado, y que por sobre todas las cosas no elegimos en función de nuestra conveniencia sino de nuestro síntoma.

Hay algo en el amor, en el amor verdadero, que limita con la inconveniencia y el error, por eso amar es siempre fallar, no dar en el blanco, aunque por un instante podamos creerlo. En el fondo, como lo escribe nuestra autora, el amado sabe bien que se presta a un juego peligroso, el juego de ser quien en verdad no se es, y teme y odia al amante, teme y odia la posibilidad de que un buen día, como en las fábulas, el amante despierte y el amor retorne a su silenciosa soledad originaria.

A veces no sucede, pero nunca se puede estar seguro.

Gustavo Dessal (14-10-11)

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