¿Quiénes son esos hombres capaces de hacer una música así? Sólo doce mortales… (La Balada del Café Triste)
¿Qué tienen que ver las vicisitudes dramático-amorosas de los tres personajes principales, Miss Amelia Evans, Lymon Willis, Mavin Macy, con una cuerda de presos que, a la vez que soportan la esclavitud de las tareas asignadas por sus carceleros, pueden cantar una melancólica, pero gozosa canción, cargada de misterio?
Es la extrañeza que ofrece ese último párrafo de la novela, por un lado la disparidad con el resto de la trama, por otro lado, como puntuación final, impresionante y poética, que nos insta a sacar alguna conclusión que lo relacione con el resto de la novela.
¿Qué tienen que ver las vicisitudes dramático-amorosas de los tres personajes principales, Miss Amelia Evans, Lymon Willis, Mavin Macy, con una cuerda de presos que, a la vez que soportan la esclavitud de las tareas asignadas por sus carceleros, pueden cantar una melancólica, pero gozosa canción, cargada de misterio?
Es la extrañeza que ofrece ese último párrafo de la novela, por un lado la disparidad con el resto de la trama, por otro lado, como puntuación final, impresionante y poética, que nos insta a sacar alguna conclusión que lo relacione con el resto de la novela.
Una extrañeza que se diluye ante el concepto de falta en su vertiente de soledad radical, algo que señala la autora de forma explícita y que, a mi modo de ver, resulta verdaderamente esencial en el amor.
Pero antes de entrar directamente al párrafo de la cuerda de presos y a la novela en sí, quiero tomar algunos elementos que recojo de El Banquete de Platón, y más concretamente, del discurso de Aristófanes sobre el Andrógino. Allí habla de “El poder de Eros”, habla de Eros como médico sanador de almas, y como el dios más filántropo. Por supuesto, encontramos allí la mítica división del Andrógino, división propia de la naturaleza humana –así mismo lo dice— lo cual nos va a proporcionar el concepto de falta y la esencia poética del amor, presente en la novela de McCullers.
Yo diría que de todos esos elementos, lo primero que hay que reconocer es que el Amor (Eros) es “el más filántropo de los dioses”. Y es que en el amor siempre se intercambia la falta, los amantes están obligados a entregarse mutuamente su soledad, nunca se trata, en el amor, de bienes materiales.
Sin necesidad de llegar a Jacques Lacan, para quien “amar es dar lo que no se tiene”, ya Grecia nos enseñaba, en la mitológica partición del Andrógino, la ilustración de la naturaleza humana: somos seres divididos, es decir, nuestro ser se sostiene sobre una porción de soledad. El Andrógino, como Uno, está perdido, y nosotros como Uno también. Por lo tanto, los amantes están condenados a reconocer y soportar una soledad que tiene el carácter de algo que falta. Esa falta es lo que el amante entrega al amado en el amor, y lo entrega esperando que la respuesta del otro le otorgue plenitud. Esa sería la ilusión en la que se sustenta el amor.
Ya puedo decir que el canto de los presos me parece una expresión poética que, en su radicalidad, tendría la potencia de mostrarnos la fuente misma del amor, la pura soledad que, por serlo, es capaz de crear una complicidad fascinante entre los presos, vale decir entre los mortales, vale decir entre los seres humanos. ¿Cómo podría soportarse una existencia semejante a la de esos pobres hombres, si alguna forma de altruismo, si alguna forma de amor, si alguna forma de palabra, como respuesta a su soledad, no viniese a socorrerlos?
Lo que observamos con claridad meridiana es que en esa pureza poética que surge en el medio de la miseria, no se trata de entregar bienes materiales. Nada poseen más que la carencia absoluta. Como contrapeso, entregan palabras, pero en su límite radical, el canto, el poema, que si es verdadero, surge como nostalgia desde el fondo mismo de esas soledades radicales que padecen. Es ahí, y sólo ahí, donde los presos pueden hacerse cómplices, en ese sonido coral, armónico, poético y misterioso en el que cada uno entrega su falta. Podemos decir que es la armonía de las soledades. Como las partes del Andrógino que, aunque sea de forma fugaz, parecen encontrarse. Habría que decir que esa sería, por otro lado, la potencia de la falta. Si eso no es un instante fugaz de amor, no sé qué otro nombre dar a ese momento mágico que viven los presos.
El amor se mostraría, en ese canto final, como el símbolo más noble de nuestra debilidad. Parece poderoso, porque es infatigable en su deseo de restaurar el Uno –siempre falla, como vemos en el desarrollo dramático de la novela— parece sanador, porque nos proporciona la sensación fugaz de plenitud, pero su esencia es estar sustentado en una soledad, en una falta irremediable. Por eso es complicado establecer definiciones sobre el amor que no pasen por la mitológica o la poética.
Quiero decir que el amor se lleva mal con la prosa. El amor exige el poema. Lo dice el mito, lo sugiere Lacan en su definición de amor, y creo que lo muestra también La balada del café triste en su poema final. Sólo aceptando nuestra falta y compartiéndola con el otro –cosa que no hacen los amados en la novela— podremos construir los seres humanos ese canto, ese poema misterioso que llamamos amor.
En este sentido, toda la primera parte de la novela apuntaría hacia la prosa del amor, donde en lugar de entregar la falta, se ponen a disposición del otro bienes materiales en un intento desesperado de atrapar al amado. Pero en el amor la prosa siempre es fallida. Se crean en toda la extensión de esa primera parte menos complicidades que en la sublime e intensa segunda parte, donde la carencia de cualquier bien material es notable.
Lo que observamos con claridad meridiana es que en esa pureza poética que surge en el medio de la miseria, no se trata de entregar bienes materiales. Nada poseen más que la carencia absoluta. Como contrapeso, entregan palabras, pero en su límite radical, el canto, el poema, que si es verdadero, surge como nostalgia desde el fondo mismo de esas soledades radicales que padecen. Es ahí, y sólo ahí, donde los presos pueden hacerse cómplices, en ese sonido coral, armónico, poético y misterioso en el que cada uno entrega su falta. Podemos decir que es la armonía de las soledades. Como las partes del Andrógino que, aunque sea de forma fugaz, parecen encontrarse. Habría que decir que esa sería, por otro lado, la potencia de la falta. Si eso no es un instante fugaz de amor, no sé qué otro nombre dar a ese momento mágico que viven los presos.
El amor se mostraría, en ese canto final, como el símbolo más noble de nuestra debilidad. Parece poderoso, porque es infatigable en su deseo de restaurar el Uno –siempre falla, como vemos en el desarrollo dramático de la novela— parece sanador, porque nos proporciona la sensación fugaz de plenitud, pero su esencia es estar sustentado en una soledad, en una falta irremediable. Por eso es complicado establecer definiciones sobre el amor que no pasen por la mitológica o la poética.
Quiero decir que el amor se lleva mal con la prosa. El amor exige el poema. Lo dice el mito, lo sugiere Lacan en su definición de amor, y creo que lo muestra también La balada del café triste en su poema final. Sólo aceptando nuestra falta y compartiéndola con el otro –cosa que no hacen los amados en la novela— podremos construir los seres humanos ese canto, ese poema misterioso que llamamos amor.
En este sentido, toda la primera parte de la novela apuntaría hacia la prosa del amor, donde en lugar de entregar la falta, se ponen a disposición del otro bienes materiales en un intento desesperado de atrapar al amado. Pero en el amor la prosa siempre es fallida. Se crean en toda la extensión de esa primera parte menos complicidades que en la sublime e intensa segunda parte, donde la carencia de cualquier bien material es notable.
Miguel Ángel Alonso
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