lunes, 27 de mayo de 2013

Austerlitz, de W.G. Sebald; cuando las palabras alcanzan, por Alberto Estévez.

Estamos en nuestra penúltima reunión de este curso en la que vamos a entrar en esta novela de W.G. Sebald titulada Austerlitz.

En primer lugar quiero transmitirles hoy algo del orden de una dificultad, mi dificultad. He tenido la sensación, ya ocurrió durante la lectura, pero sobre todo posteriormente, en su finalización, de que me resultaría muy difícil elaborar comentario alguno para nuestra reunión, no tenía nada que añadir a lo que estas páginas nos cuentan, y si finalmente conseguía componer algo con cierta dignidad, más que un aporte como he podido pretender en otras ocasiones, lo único que conseguiría era llenar mi comentario de citas literales extraídas del texto, o de reflexiones repetitivas dado que las innumerables citas que seleccioné expresaban infinitamente, ya no mejor, sino de manera precisa aquello que pretendía contarles.

No tengo duda, es consecuencia de lo que esta lectura produjo, y si tuviera que reunir en pocas palabras una explicación que dé cuenta de lo que me abruma de este escrito tendría que decirles que esta lectura ha generado una nueva ocasión, pero mucho más intensa que otras veces, de enfrentarme a la escritura, mi propia escritura, lo que constituye el acto mismo de escribir.

Aquellos de ustedes que escriban quizá puedan entender más fácilmente de qué se trata. No me estoy refiriendo ahora a la cuestión de verse frente a la hoja en blanco; sin dejar de reconocer que ello ya es un trago y requiere de cierta determinación que en el mejor de los casos se obtiene a través del propio síntoma. Se trata de otro tipo de dificultad, esa que no abandona el escrito aunque éste lleve ya una buena parte redactada. Es aquello que párrafo a párrafo y frase por frase no dejamos atrás a diferencia de lo que sí ocurre con la página en blanco que es más de orden inaugural.

Esta otra dificultad tiene distintas formas de manifestarse, una de las más habituales se plasma en la recurrencia del escritor al diccionario, tratando de encontrar la palabra que mejor se ajusta, sustituyendo aquella que se utilizó varias veces, buscando el verbo que pueda reflejar de la manera más exacta la acción que pretendemos expresar en el papel, en definitiva, un conjunto de habilidades que no se resumen en un ejercicio de estilo, más bien se trata del despliegue de los recursos de los que disponemos para enfrentar, y ahora creo que puede decirse de una forma más directa, no una dificultad, sino una imposibilidad, la que es propia al lenguaje, la imposibilidad de las palabras para decirlo todo, no se puede decir todo, desde luego que hay un resto que las palabras dejan sin expresar. Esta consideración de la escritura como síntoma del sujeto, como su recurso ante lo imposible, es algo absolutamente concernido en la novela que vemos hoy.

Dicho esto les propongo lo siguiente: ¿no sería la relación que el escritor establece con esta imposibilidad que irremediablemente tendrá que experimentar un criterio más que interesante, incluso único, para pensar la calidad de un ejercicio de escritura? En Sebald por descontado que encontramos un estilo muy refinado, una prosa exquisita, tampoco hay duda del pensamiento que le subyace, sobre este particular podríamos escribir varios ensayos en cuanto a lo que tiene detrás y es su motor, lo que lo inspira. Seguiríamos hablando de la estructura narrativa y de otras condiciones que la novela cumple de manera sobresaliente, para llegar finalmente a ese punto que sacude la lectura, al menos la lectura que pude hacer, porque lo que se encuentra en esta obra es que esa imposibilidad estructural del lenguaje y la palabra sufre cierta mengua, como si para esta ocasión el lenguaje conquistase una porción de terreno más allá de sus supuestos límites.

Sebald, además de conmover mi corazoncito, colocando unas palabras detrás de otras logra expresar aquello para lo que pareciera que no las hubiere, Sebald pone palabras al agujero, entiendan aquí, ya digo, no solo la conmoción, hablo de la angustia, de la zozobra, incluso del marasmo, vivencias de un mundo subjetivo saltando en pedazos expresadas en detalle a veces, y en ligeros trazos otras. El agujero también es el exilio, la expropiación, la pérdida del mundo que un sujeto construyó; un agujero que el texto expresa de manera elocuente como “una vida falsa”.

¿Qué se puede agregar cuando lo que está escrito es de esta índole? ¿Qué puede escribirse sino testimoniar de la grandeza que la literatura en ocasiones alcanza? Verdaderamente no me autorizo para entrar en el análisis de lo que está escrito, probablemente sea éste un ejercicio con su buena dosis de osadía siempre, lo que ocurre es que hoy se expresó esta cuestión de manera mucho más evidente. No obstante, Jacques Austerlitz también es una inspiración para no dejarse llevar por la inhibición y apelar al síntoma para tratar de plantear tres cuestiones para la reflexión en nuestro debate.

Considero importante empezar resaltando el lugar en el que se produce el encuentro entre nuestros protagonistas y así dejar puntuadas dos cosas, primero, que ocurre en una estación, lugar eminentemente de paso no siendo que trabajemos en ella, y en segundo lugar, se produce en una sala con un nombre muy curioso: la salle des pas perdus, la sala de los pasos perdidos. ¿tenemos otra posibilidad como sujetos del lenguaje que vivir en clara medida perdidos de nosotros mismos? Esto es lo que descubre y formaliza Sigmund Freud, el sujeto no dispone de procedimiento alguno para conocerse completamente, ello no le impide incluso vivir por momentos feliz, podemos añadir, tanto más feliz cuanto más consciente es de que vivirá toda su vida exiliado de sí mismo.

Esta primera cuestión me lleva a plantearles la segunda en la línea de cómo se configura el destino de un sujeto en relación a lo que la propia historia relata: ¿podemos imaginar cada uno de nosotros no haber llegado a la edad de 5 años y tener que afrontar una desposesión tan terrible como la que sufre Jacques Austerlitz? Planteado desde otro ángulo: ¿Imaginan, aquellos que tengan hijos, a alguno de ellos a la edad de 4 años y pico? Bien, ahora véanse ustedes introduciéndolo en un tren a él solo, sin garantía alguna de volverlo a ver en lo que les reste de vida, con la inevitable sensación de que quizá este acto tampoco garantice la vida de nuestro pequeño, y si lo consigue, seguir vivo me refiero, no será sin un costo subjetivo elevadísimo.

No hay duda que cuando una criatura llega al mundo no es lo mismo que lo haga en Adís Abeba que hacerlo en Madrid, no hablo ahora en términos de felicidad, sino de supervivencia entendida en su versión más básica. Cuando nosotros vemos alejarse en el tren a nuestro pequeño podemos desear que muchos profesores como André Hilary aparezcan a su encuentro, y compañeras como Marie de Verneuil lo acompañen en su vida, pero será inevitable saber que predicadores como Elias o corazones gélidos como Gwendoline también cruzarán sus pasos en su camino. Sin embargo, no podemos tomar la variable de los buenos o malos encuentros para analizar el destino que se forja un sujeto. ¿Qué ocurre cuando una polilla extravía su camino? Pues que ello puede llevarla a dejarse morir en un rincón. La decisión que un sujeto puede tomar ante algo de esta índole, luchar con todas sus fuerzas y a pesar de todo para impedir que el desarraigo haga presa en él hasta consumirlo es mucho más definitivo de cara a hablar en términos de destino para ese sujeto que el número de malos y buenos encuentros que se produzcan en su vida. Él lo declara abiertamente dibujándonos cuál es su posición ética al respecto: “Nada podría ser peor que echar a perder incluso el final de una vida desgraciada”.

Entiendo que esta frase condensa el lugar de responsabilidad que un sujeto detenta respecto del destino que puede darle a su propia vida. Vemos que ante el sentimiento de que una enfermedad latente en él estuviera dispuesta a declararse, y luchando contra una descomposición que es mucho más que la carga que una vida nos obliga a soportar, me refiero a una lucha contra algo del orden de una aniquilación, sus pasos, sus pasos perdidos ahora un poco menos, lo llevan a esa escena sublime en aquel hall de la estación de Liverpool Street desde el que ve todas las horas de su pasado y también a ese pequeño niño desvalido, sentado y esperando, al matrimonio que viene a recogerlo, ese niño que no es otro que él mismo.

El tercer punto que aislé está en relación directa con esta escena de la estación de Liverpool Street, me refiero al tratamiento del tiempo, su lugar en la trama es fundamental. Hay un intento por desnudar el concepto de tiempo. Leí algo así hace muchos años, en mi adolescencia, que resultó muy especial para mí; se trataba de la novela “Viento del Este, viento del Oeste”, de la escritora estadounidense Pearl S. Buck. Al mencionarles este asunto del tiempo recordé una frase de aquella novela que el olvido no consigue borrar, seguro que no es literal, pero venía a decir que el hombre parece estar obsesionado con que el tiempo pasa, pero en realidad es el hombre el que pasa, y el tiempo sigue igual.

No tan poético pero mucho más exhaustivo lo dice Austerlitz en el observatorio de Greenwich cuando afirma que el tiempo es la más artificial de todas nuestra invenciones, de carácter arbitrario, no hay exactitud al regirnos por el día solar, tuvimos que crear para ello un sol semiimaginario. Lo sucedido no habría sucedido, solo sucederá en el momento en que pensemos en ello. Con la idea del paso del tiempo, por tanto, nos protegemos de un dolor y una miseria que no cesa, su vertiente cronológica es cómplice de nuestra ignorancia, y es costumbre restar valor a lo sucedido con esa muletilla de eso ya pasó, o eso es el pasado, cuando lo que esta novela nos muestra es la importancia que tiene el campo de gravitación de las cosas olvidadas, que hacen que todos los momentos de una vida puedan aparecer reunidos en un solo espacio. Es una experiencia aterradora al parecer, pero en alguna medida todos podemos imaginar algo de este orden en nuestra propia experiencia.

Lo dejo aquí, entre los múltiples efectos que produjo esta lectura yo también viajé, hasta el 2 de diciembre de 1805 y con una máquina del tiempo muy asequible, estuve viendo en Youtube un documental acerca de la batalla de Austerlitz, identificado por la pasión con la que aparece en la narración del profesor, pero no voy a entrar en ello porque eso es otra guerra.

Alberto Estévez

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