Jacques Lacan
defendía la idea de dirigirnos a los artistas para explicar los enigmas del
cuerpo. Era tan consciente de esto, que afirmaba sin pudor que son ellos
quienes nos desbrozan el camino, el artista siempre nos lleva la delantera,
como en el caso de M. Duras, de la que llegó a decir “evidencia sin mí lo que yo enseño”.
El título de
estas Jornadas me hizo acordar de un encuentro con una obra literaria que
ilustra muy bien, a mi parecer, lo que Lacan deseó que entendiéramos, y lo que a
Freud, ávido de literatura, le permitió abrir las vías del inconsciente; también
lo que de una manera tan precisa nos recuerda Sábato cuando otorga a la
literatura la capacidad de examinar la condición humana. Aceptando que la
literatura habita la teoría psicoanalítica desde su origen, convocados hoy aquí
por algo tan oscuro de esa condición humana como es la existencia de un cuerpo,
pretendo abundar en la fiel y fecunda relación que mantienen la literatura y el
psicoanálisis a través de la primera novela de J.M. Coetzee, que con tan sólo
35 años nos obsequia con un relato que se erige como prueba constatable de lo
fértil que puede llegar a ser dicha relación; se trata de “El Proyecto
Vietnam”.
Su protagonista,
Eugene Dawn, un especialista en psicología militar, debe elaborar un informe,
el proyecto “Vida Nueva”, destinado al Departamento de Defensa. Como teórico,
tendrá que dirigirse a militares y convencerlos de la justicia de sus
recomendaciones, porque los EEUU están perdiendo la guerra. Dicho informe será
supervisado por su jefe directo, que advierte a nuestro especialista de la
conveniencia de un tono para su argumentación que no hiera el sensible orgullo
militar y mucho menos les recuerde la habitual tosquedad intelectual de los de
esa clase. Le ha pedido que lo reescriba porque lo quiere más fácil de digerir.
Eugene experimenta esta advertencia como un conflicto con un superior, y él
necesita “mimos” antes de que se
agriete su cascarón. Pueden imaginar que dicho desencuentro constituye un daño
fatal en el corazón de su existencia.
El deterioro que
la lengua produce en el psicótico puede llevar a una verdadera devastación, y
el cuerpo rompe el contrato de pertenencia llegando a la máxima expresión de la
descomposición subjetiva; un cuerpo independiente en el que la forma no
consigue ocultar los órganos ni la manifiesta conjura de sus funciones. Su
supervisor, cito a Eugene “no puede
entender a un hombre que experimenta su yo como una funda que mantiene juntas
sus partes corporales mientras por dentro arde sin cesar”.
Esta vivencia de
rechazo por parte del superior-padre es consecuencia de la ausencia fundamental
de incorporación de la figura paterna. El desencadenamiento consecuente se
expresa magistralmente en la batalla cotidiana con su cuerpo, soporte de un
exceso de vida que lo convierte en invivible, confesándonos “de la cabeza a los pies soy el súbdito de
un cuerpo en rebelión”.
Nosotros
psicoanalistas sabemos el estatuto que el delirio tiene, su anhelo de reparar
un agujero en el tejido de la realidad a través de una estructura narrativa, y
efectivamente, es la paranoia el terreno en el que el delirio encuentra mayor
florescencia. El Informe no es más que subrogado de este delirio, en el que su
erudición y sus conocimientos mitológicos tratan de coser dicho agujero
restituyendo y fortaleciendo la función del Padre, pero el Informe finalmente
es rechazado, y es a partir de ese momento que coincide con el capítulo 3 en el
relato, en el que nos convertimos en aterrados espectadores ya no de un cuerpo que
adolece de falta de disciplina y es objeto de la desobediencia, y que por
tanto, nuestro sujeto no puede dominar, sino de un sufrimiento ante un cuerpo
tiránico, que sangra bajo la piel, y en el que debe encontrar la herida que
supura, quizá en algún lugar de la caverna que está detrás de los ojos, y
curarla, porque si no morirá de ella. Asistimos entonces a la total pérdida de
equilibrio entre la palabra y el cuerpo, que condena fatalmente su imagen que
estalla en mil pedazos, el cuerpo en el que un goce terrorífico campa sin
solución alguna capaz de contenerlo.
La huída del
domicilio conyugal llevándose consigo al hijo fruto de su matrimonio, debe interpretarse
no tanto como una errancia, sino como la búsqueda de un refugio que lo aleja
del desequilibrio que le provoca la convivencia con su esposa, que le permita
seguir escribiendo en una suerte de remiendo en el que cada frase, cada párrafo,
constituyen su intento de restañar el orden descompuesto, pero no lo consigue,
y su testimonio es desgarrador, por la descripción pormenorizada y la certeza
de la que se acompaña:
“Yo sé perfectamente qué es lo que ha consumido mi hombría desde dentro, lo que ha devorado la comida que me tendría que haber nutrido. Es una cosa, un hijo que no es mío: antaño un bebé achaparrado y amarillo encogido en el centro exacto de mi cuerpo, que me chupaba la sangre y crecía con mis residuos. Y ahora, en 1973, un niño mongol repulsivo que extiende sus brazos y piernas por dentro de mis huesos huecos, me roe el hígado con su sonrisa dentuda, y vacía su inmundicia biliosa en mis sistemas. Y que no se quiere marchar. ¡Quiero que se termine! ¡Quiero ser libre!
“Yo sé perfectamente qué es lo que ha consumido mi hombría desde dentro, lo que ha devorado la comida que me tendría que haber nutrido. Es una cosa, un hijo que no es mío: antaño un bebé achaparrado y amarillo encogido en el centro exacto de mi cuerpo, que me chupaba la sangre y crecía con mis residuos. Y ahora, en 1973, un niño mongol repulsivo que extiende sus brazos y piernas por dentro de mis huesos huecos, me roe el hígado con su sonrisa dentuda, y vacía su inmundicia biliosa en mis sistemas. Y que no se quiere marchar. ¡Quiero que se termine! ¡Quiero ser libre!
Tras refugiarse
unos cuantos días en un motel bajo una identidad falsa, para él y para el hijo,
se produce la llegada de los agentes de la ley, acompañados de la esposa de
Eugene, que finalmente vencen la oposición de nuestro protagonista y entran a
la fuerza en la habitación para rescatar al pequeño, lo que desencadena un
drama de proporciones perfectamente imaginables. Desde el punto de vista
psicoanalítico, es indudable que en el paranoico el filicidio puede ser pensado
como una versión de la automutilación, como el intento que el sujeto realiza
para desprender de su cuerpo este horror de su goce, y esto es algo que el
narrador sabe, y hace decir a su
protagonista con sus propias palabras, cuando encontrándose ya recluido en un
centro de salud mental, se excusa, argumentando que no sabía lo que hacía: “¿Cómo si no se puede explicar el hecho de
hacerle daño al hijo de uno…” y la matización “… a la carne de tu carne”. Nos preguntamos: ¿Por qué no fue un
acto suicida? Porque esa carne de su carne, su hijo, también es su propio
cuerpo, y en la desesperación lo que se ve llevado a hacer es erradicar ese
goce horrible, ese objeto malo, ya sea dentro, ya sea fuera, no hay topología
exterior-interior, no existe diferencia entre su hijo y su propia carne, y
clavándole el cuchillo al pequeño se lo está clavando a sí mismo.
Sin la
orientación de Freud y de Lacan resulta muy difícil comprender cómo se ha
podido captar desde un ámbito no estrictamente psicoanalítico cuestiones tan
determinantes para nosotros como el factor de desencadenamiento en la falta de
metáfora paterna, o el hecho de que el cuerpo de nuestro protagonista no le
pertenezca y lo sienta gozado por el Otro, incluso, describir cuestiones de
tanta hondura clínica como el empuje a la mujer, en las que lamentablemente no
me puedo detener. En ningún caso es casualidad que sea el ámbito literario, es
en ese sentido que debemos recordar las advertencias de Jacques Lacan y hacer
como hizo él; dirigirnos a los artistas porque ellos nos ayudarán a explicar
los enigmas del cuerpo. En este caso literario que hoy tomé, traté de mostrar el acierto de esta valiosa pauta, el
caso de un sujeto que intenta fabricarse un alma, y que se despide con la
esperanza de “averiguar de quién soy
culpa”.
Alberto Estévez
Ponencia X
Jornadas ELP
Zaragoza, 19 de
Noviembre de 2011
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