Tal
vez Marguerite Duras haya pasado de moda. A algunos lectores de ahora no les
gusta tanto, la encuentran demasiado siglo XX, un poco afectada en su modo de
endurecer las frases o hacerlas contundentes, o no les cuadran las situaciones
extremas en las que se introduce sin mediación. La plenitud existencial que
plantea ya no causa la misma impresión. No es nuestra sensibilidad. Estamos
apegados a lo tangible, lo inmediato. Los saltos al vacío que Marguerite Duras
practica requieren hoy una prudencia especial. Nuestra época está escrita por
relatos más sencillos, plausibles, recorridos por frases legibles de inmediato.
Escribimos en una especie de réplica del lenguaje comúnmente hablado. Tendemos
a la sencillez, quizás animados por el sueño de que despojarnos de artificios nos
haría más accesible la verdad. ¿Cuál verdad sería esa, que no va acompañada de
la particularidad de un estilo?
En
el relato actual se trata de lo mínimo, aunque no del minimalismo. Este último
requería un artificio que simulara un despojamiento, una limpieza extrema,
dejando sólo aquello que era en realidad un poco menos que lo imprescindible.
Esto, que fue una reacción al neobarroco, ya es historia también. Ahora resulta
exagerado. El gesto debe ser el de la falta de gesto. El estilo es no tenerlo.
La estrategia, si la hay – siempre la hay – sería la de disimularse,
camuflarse, de hombre común, aunque no haya hombre común. Dado cierto estado de
la lengua, el de hoy y ahora, se parte desde allí, tratando de no gritar
demasiado ni hacerse notar, sin estridencias, ni alardes, ni desesperación.
Tranquilidad, perfil bajo. No es un gran ideal, pero es una guía, tan válida
como cualquier otra.
En
las antípodas de la sencillez, Duras, desde este punto de vista, incurre en el
pecado de ser aquella escritora increíblemente buena en la que su estilo, tan
reconocible de inmediato, tal vez
repugne en una era de sobriedad sin sobresaltos. Su estilismo tan
personal introduce al lector en el mundo durasiano ya desde el primer párrafo.
Desde las primeras páginas hay que tomar la decisión: quedarse adentro, o
salir. Muchas generaciones estuvieron adentro, se quedaron. Mi sensación es que
esta elección disminuyó muchísimo.
Para
los psicoanalistas sigue siendo una autora especial por el escrito que Lacan le
dedicó, que es uno de los pilares de la conexión entre el mundo del
psicoanálisis y el de la literatura. En él Lacan denosta sin piedad a los
analistas que hacen interpretaciones salvajes de un autor a partir de sus
textos, que aventuran conclusiones acerca de la persona que escribió un relato
a partir de la lectura de un libro.
Lacan propone un ejercicio difícil: tomar al pie de la letra un escrito,
sin imponerle nuestro aparato de saber previo, sin engrillarlo en un discurso,
ni interpretarlo en distintos sentidos. Justamente, lo más complicado sea tal
vez resistir a la tentación de no aplicar sobre la obra un sentido previo, sino
continuar con la propuesta del autor.
Como
cuestión preliminar, planteo la siguiente consideración: en los textos de Duras
algo que no se sabía se termina sabiendo ¿Qué es? No se trata de un saber
articulado, no es un saber del orden de la represión y el retorno de lo
reprimido. Esto las histerias lo hacen mucho y muy bien. Acá, sin embargo, es
otra cosa. No es el mismo procedimiento. No hay trucos, no hay el efecto
sorpresa característico del inconsciente. Es otra cosa ¿Cómo definirla? Para
saberlo se podría partir de un texto inmenso que tiene tan solo unas pocas
páginas, y que se llama –justamente– Escribir.
Duras se sale de los procedimientos del inconsciente, de la literatura del Otro
y sus retoños: la neurosis “común”, el descubrimiento de toda una zona a la
cual se accede por el sentido oculto que el autor (o el analista, o el
analizante) proporciona.
El
terreno de Duras es el de la oscuridad en la cual se derrumba lo sólido, la
labilidad de la que un sujeto pende. Algunas de sus novelas transcurren en una
zona en la que la subjetividad se puede perder de manera definitiva. Esto que
no se sabe a veces se presenta ¿Qué sucede cuando no se sabe nada? ¿Cuándo eso
que no se sabe invade, trastorna, enloquece? ¿Cuándo eso mismo aspira hacia su
vacío, lleno de inquietud y horror? Respuesta provisoria: para no hundirse el
sujeto interpone una barrera. Eso que se traza a modo de baliza, de muro, de límite,
es la escritura. Esto vale para un escritor, o para cualquier sujeto, aunque no
use lápiz, papel, o computadora, aunque sea iletrado, aunque no sea afecto a
escribir ficciones o crónicas para un medio. ¿Cómo se vive esa escritura para
el sujeto? ¿Cuál es la vibración subjetiva que la acompaña, o que es el signo
de la escritura, cuando ocurre?
Este
signo, el de la escritura, es el de la certidumbre de que eso que se traza es
necesario. Es la única posibilidad de seguir existiendo. No hay duda, no hay inconsistencia
neurótica, vacilación, división. La escritura es del orden del acto. Se hace.
El litoral se marca y construye con palabras. Se sale de la inermidad, la
invasión, el derrumbe, y se sabe que ese recurso es el único, el último. No es
un saber articulado a la manera del inconsciente. Se sabe con el cuerpo, con el
ser. Eso que se hace es la posibilidad de continuar y salvar la subjetividad,
como Lol V. Stein, como la amante de la china del norte, como Anne Desbaresdes
en Moderato Cantábile. La certidumbre en la ejecución de un acto. La escritura
de una letra que hace barrera a la anulación del sujeto no se transmite, no se
enseña; como todo acto se hace sin saber nada que se pueda decir. Pero sí
testimoniar, que es lo que sucede con este libro, Escribir.
La
escritura no es un acto en el cual se construye una defensa frente al goce, es
el intento de ponerle nombre a lo que es innombrable. Si se tratara de una
construcción “frente a”, sería una defensa. La escritura constituye un límite,
pero no es “frente a”, sino “con” el goce ¿Quedaremos en una de nuestras
paradojas nuevamente? En Duras no hay paradoja, escribir salva de la nada, pero
se trata de escribir esa misma nada. No es cuestión de aludirla, no es
conocerla. Es escribir para no perderse. El riesgo es la nadificación, la
anulación. Si no existiese la escritura se perdería, se vería arrastrada hacia
la muerte, tal vez voluntariamente, o al alcoholismo, o al vacío de la
existencia que se llena cada vez con un goce que es una autopista hacia lo ilimitado.
La escritura, la que merece llamarse así, es la escritura de este vacío que la
aterroriza y a la vez la aspira.
Escribir
es un libro errático, recorre su vida, su casa fuera de París, donde está sola,
algunas de sus relaciones, recortes de escenas al azar – la precisión del azar,
dice en su Moderato cantábile –,
historias mínimas cuyo eje es la escritura: los hábitos de escribir, los ritual
que la circundan, la imposibilidad de escribir y de no escribir, el valor que
emerge de la escritura, como un tablón de madera en el océano.
Ese
es el contexto temático del libro, que es breve, y que va tanteando su materia
al avanzar. De a momentos roza el núcleo de la cuestión, para luego desviarse
por alguna vía anecdótica y volver a comenzar. Esta modalidad presta una trama
deshilachada para un tema duro y en parte inabordable, haciendo sentir en el
esfuerzo de acercamiento la dificultad misma del objeto que trata. Su
particularidad es la de hacerle sentir al lector la cuestión ardua que está
trabajando, tanto que se hace difícil su lectura. No se lee de un tirón, es
necesario, como le ha sucedido a Duras al escribirlo, tomarse pausas en la
lectura. Duras obliga a pausar la lectura y a detenerse en cada palabra:
poesía.
Ese
es el paradigma de muchas situaciones, como el episodio de la mosca. En esa
ocasión, ella estaba esperando a la cineasta que le haría una entrevista
filmada; Duras la espera en la despensa, un lugar “tranquilo y vacío” de su
casa en el que le gusta estar, sin hacer nada. Mientras espera, ve a una mosca
común, aferrada a la pared, enredada en la tierra y el cemento que se han
acumulado en el muro, sin poder volar. Duras transmite el patetismo del
momento: la muerte de la mosca es la muerte. No hay chiste, ni minimización. Es
la muerte que la mosca seguramente percibe: su llegada, la toma de posesión de
su cuerpo, el abandono de sus fuerzas y de su resistencia. Aferrarse lo más
posible a la pared es un drama. Duras percibe que darle esa relevancia a la
mosca es un gesto de locura común y se resiste. Se lo cuenta a la cineasta, que
cree que es una broma, y se la festeja con una risa. La mosca cae muerta.
¿Que
hace con ese drama completo, la muerte de una mosca en la despensa de su casa?
Lo escribe. Al escribirlo, lo registra, lo anota, y ya no se pierde en el mar
de los hechos, de las circunstancias volátiles del mundo cotidiano. El texto
adquiere una gran precisión en este punto: “La muerte de una mosca: es la
muerte. Es la muerte en marcha hacia un determinado fin del mundo, que alarga
el instante del sueño postrero. Vemos morir a un perro, vemos morir a un
caballo, y decimos algo, por ejemplo, pobre animal... Pero por el hecho de que
muera una mosca no decimos nada, no damos constancia, nada. Ahora está escrito.
Es esa clase de derrape, quizá – no me gusta esa palabra, es muy confusa – en
el que corremos el riesgo de incurrir. No es grave, pero es un hecho en sí
mismo, total, de un sentido enorme: de un
sentido inaccesible y de una amplitud sin límites. (…) Está bien que el
escribir lleve a esto, a aquella mosca, agónica, quiero decir: escribir el
espanto de escribir. La hora exacta de la muerte, consignada, la hacía ya
inaccesible. Le daba una importancia de orden general, digamos, un lugar concreto en el mapa general de la
vida sobre la tierra.”
El
episodio evita recalar en el tópico de la finitud. Por una vía distinta, lleva
a la muerte como una analogía de lo que tiene un sentido inaccesible – es
decir, un sentido que es a la vez un sinsentido en sí mismo. El sentido no
puede hacer de límite, salvo que contenga un sin sentido entrelazado. Dentro
del sentido se halla lo que no tiene nombre ni posibilidad de ser nombrado. Es
entonces, un real. ¿Que se hace con eso? Aquí viene la solución durasiana: se
lo escribe. Pero no en el disco urso corriente, que implicaría una degradación,
y a la vez se perdería la posibilidad de atrapar y solucionar el problema. La
escritura es la “alusión exacta” – un oxímoron –, o la “precisión del azar” –
otro oxímoron – que puede brindar una localización y una ubicación precisa, la
posición de ese real en relación al sujeto, y eso mismo, ese acto, el trazo de
esa marca, pacifica. Estemos alertas los psicoanalistas con respecto a la
solución durasiana.
La
escritura, podría decirse, es. Aunque tal vez no signifique. Duras despliega en
un hermoso párrafo el hallazgo al que ha arribado de la mano de su amiga la
mosca: “Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a
percibir; todo escribe, la mosca, la mosca escribe, en las paredes, la mosca
escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque. La escritura de la mosca podría llegar a
llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que
podría ser una escritura, ya lo es. Un día, quizás, a lo largo de los siglos
venideros, se leería esa escritura, también sería descifrada, y traducida. Y la inmensidad de un poema legible se
desplegaría en el cielo.”
José Ioskyn
1 comentario:
Muy bueno lo relacionado al episodio de la muerte de la mosca. Esa escritura de Duràs es increìble, lo que transmite es muy difìcil de explicar con "palabras de este mundo"
.
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