jueves, 12 de enero de 2017

Tertulia 75. Ante la ley, de Kafka. Comentario de Rosa López

Freud con Kafka: “Ante la ley”, un apólogo sobre el superyo
La lectura de este breve relato de Kafka debería acompañar, indefectiblemente, al estudio de los textos en los que Freud se interroga por el nacimiento de la conciencia moral. Kafka tiene la facultad mayor del artista que consigue ilustrar en muy pocas lineas la esencia de la subjetividad. Freud reconoció la subordinación de sus descubrimientos a la sabiduría que los poetas poseen sobre la condición humana.  “Ante la ley” puede ser leída por un psicoanalista como un apólogo que muestra la relación singular de un sujeto frente a la instancia psíquica del superyó.
Freud descubre que los seres humanos cuando vienen al mundo no tienen una disposición intrínseca a socializarse, y para que esto se produzca han de integrar una primera relación con la ley que no es la que se les transmitirá después en los colegios, ni en el código civil, ni en la educación. Se trata de una ley previa que tiene la característica de hacernos sentir siempre en deuda y culpables, aunque no sepamos de qué. Dicho de otro modo, lo que Freud descubre es que la constitución de la ley en el ser hablante es inevitablemente patológica.
Pensemos que estamos tratando de cernir el origen de la ley pura, no de las leyes jurídicas, políticas o morales de las que secundariamente la cultura se dota. Esta ley pura, representada por la instancia psíquica del superyó, es como un punto cero enigmático, inaccesible, que parte de algo infundado e ilegible, a partir de lo cual se inicia después la dimensión del deber, de lo prohibido y de los pactos.
Freud en el año 1930 escribió un texto titulado El Malestar en la Civilización que sigue teniendo plena vigencia y que, a mi modo de ver, tendría que formar parte de los programas educativos . El texto El Malestar en la Cultura, cuya lectura recomiendo encarecidamente, constituye una verdadera joya del pensamiento porque en él Freud desarrolla uno de sus hallazgos más decisivos: el superyó.
Freud se interroga por el nacimiento de la conciencia moral y de la ley  descubriendo que los seres humanos cuando vienen al mundo no tienen una disposición intrínseca a socializarse. el ser humano no puede vivir sin establecer lazos sociales con los otros y constituir de este modo los fundamentos de la civilización. La cultura exige que cada niño, uno por uno, entre de cabeza en un fuerte proceso de domesticación de sus pulsiones originarias. El niño tendrá que renunciar a las satisfacciones autoeróticas que obtiene con su propio cuerpo y con los productos que de éste salen, así como a sus fuertes impulsos agresivos contra los semejantes. Cualquier observador puede darse cuenta de que a los niños les proporciona placer pegar, romper, gritar, ensuciar. Esto demuestra que lo primario en el ser humano es la agresividad, y que no existe el “buen salvaje” como pretendía Rousseau.
La comunidad se dota de la fuerza del derecho para imponerse sobre la fuerza bruta del individuo, y es esta operación de sustitución la que funda la cultura. Por lo tanto, el primer requisito necesario es la creación de un orden jurídico que asegure que ningún individuo puede llegar a violar las reglas sin que esto tenga consecuencias punibles. Los individuos que forman la sociedad han de contribuir a su sostén. ¿Cómo? Sacrificando sus tendencias pulsionales agresivas, sádicas, sexuales y algunas otras. La cultura impone restricciones, y la justicia es la encargada de que nadie escape a las mismas.
Ahora bien, la renuncia a las tendencias pulsionales no significa que estas queden eliminadas o desaparezcan por completo. Sufren una importante transformación, pero permanecen latentes. Tomemos el ejemplo más socorrido para entender esto, el erotismo anal del niño para quien la relación con sus propias heces es una gran fuente de satisfacción: retenerlas, soltarlas cuando le place e incluso jugar con ellas. Todo esto quedará reprimido y en su lugar aparecerán ciertos rasgos de carácter contrarios a la tendencia anal, como la limpieza, el ahorro, el orden, que a veces pueden llegar a convertirse en exageraciones patológicas, tal como nos muestra la neurosis obsesiva.
Este proceso no surge de manera natural como si fuera el devenir de un progreso madurativo normal, sino que es el resultado de un forzamiento simbólico consistente en la imposición de unas reglas, de unas leyes, de unas prohibiciones. Hay que tener en cuenta que las tendencias agresivas no pueden ser erradicadas y seguirán latentes en cada uno de nosotros aunque las hayamos tratado de domesticar, reprimir o sublimar. Por eso la cultura tiene que ejercer su fuerza coercitiva continuamente, imponiendo cada vez más sus leyes. La cultura exige pesados sacrificios tanto en el plano de la sexualidad como en el de las tendencias agresivas, lo que hace que al sujeto le resulte verdaderamente difícil alcanzar en su seno la felicidad.
Partamos de la base de que no nacemos con una facultad natural para diferenciar el bien del mal. Por ejemplo, la niña pequeña que es toqueteada por un adulto puede llegar a sentir placer pues aún no conoce la dimensión del abuso sexual, es solo después que descubre el significado pecaminoso de ese acto y paradójicamente, en lugar de sentirse víctima, se siente culpable, hasta el punto de que la vergüenza puede impedirle denunciar.
La diferenciación entre el bien y el mal proviene de la influencia de agentes externos quienes establecen lo que se debe hacer y lo que está prohibido. ¿Por qué el sujeto se subordina a esta influencia?
La conciencia moral en sentido estricto solo se constituye cuando la autoridad inicialmente externa queda internalizada bajo la forma del superyó. “Solo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral y de sentimiento de culpabilidad” (Freud). Una vez que esto ocurre ya no funciona como limite el temor a ser descubierto, pues el superyó lo sabe todo, lo ve todo, lo juzga todo y lo que es peor, no establece diferencias entre hacer el mal o desearlo.  La ley del superyó es tan inexorable que no distingue entre el propósito y la realización del acto. El superyó vigila y maltrata al yo como una guarnición militar que se queda de por vida en la ciudad conquistada. Es como tener al policía y al juez dentro de uno mismo, pero con el agravante de que se trata de un policía sádico y de un juez loco.
El yo se subordina a las órdenes que emanan del feroz superyó y se carga de un sentimiento de culpa inconsciente que le condena continuamente y con independencia de sus actos, a sentirse en deuda. El sujeto queda tan acorralado que llega a preguntarse si la culpa de sentirse culpable por todo también es suya.
Así como para los jueces la culpa es un elemento esencial en el proceso jurídico, para los psicoanalistas lo es en la experiencia clínica, y debemos utilizar las primeras entrevistas con un sujeto para verificar si el sentimiento de culpa está presente o, por el contrario, carece de ella. Si la culpa es excesiva, el sujeto buscara activamente hacerse castigar, y si no lo consigue recurrirá a la autodestrucción, pero si no hay culpa estamos frente a un sujeto susceptible de producir la destrucción de los otros.
Pues bien, el superyó es uno de los nombres del inconsciente y representa su cara más terrible. Ya no se trata del inconsciente que puede ser descifrado como un saber que desconocíamos y que produce el jubilo propio del descubrimiento de un nuevo sentido. Se trata del inconsciente como pulsión de muerte, en forma de una ley insensata que coacciona al sujeto a recibir un castigo sin darle la menor significación a la que agarrarse.
Siendo que todo este proceso acontece como un drama interno, sin que los demás se den cuenta, el sujeto no va a obtener un castigo que le venga del exterior, pero lo necesita imperiosamente para calmar la culpa y por tanto se hace castigar, abandonar, rechazar, expulsar, insultar, se castiga a si mismo con terribles remordimientos de conciencia o es presa de la angustia de expectación: “algo malo va a ocurrir porque en el fondo lo merezco”.
Para ilustrar la característica insensata de la ley del superyó no hay mejor fuente que los escritos de Frank Kafka. Hay dos textos fundamentales El Proceso y este relato muy breve titulado Ante la Ley.
En El Proceso, Kafka concibe la situación de un hombre, Joseph K, que es acusado por algo que nunca se le comunica y que los lectores no llegamos a saber en ningún momento. El protagonista no consigue que le digan cuál es la causa por la que va a ser juzgado y, sin embargo, se presta a este absurdo proceso hasta llegar finalmente a entregar su vida al verdugo. Lo que Kafka nos muestra no es tanto lo arbitrario de la ley jurídica sino más bien cómo un hombre atrapado en el sentimiento de culpabilidad puede pagar por una falta que desconoce, es decir, inconsciente, como si hubiera cometido un crimen inapelable. Quiero acentuar que estamos hablando de una ley que no está escrita en la sociedad, sino en el inconsciente de cada uno, por eso el sujeto no puede separarse de ella y queda preso en unos imperativos que le llevan a convertirse en su propio enemigo.
En el apólogo Ante la Ley, vemos cómo un campesino se presenta ante la puerta abierta de la ley, custodiada por un guardián quien le dice que, por el momento, no puede pasar. El campesino necesita imperiosamente entrar en la ley y está dispuesto a esperar lo que haga falta. “La ley debería ser siempre accesible a todos, piensa”. Con el paso del tiempo comienza a sacrificar lo que posee, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta las ofrendas pero no cede. Sentado en un banquito frente a las puertas abiertas, pero inaccesibles, de la ley, pasan los años, y justo antes de morir el campesino, apenas en un susurro, formula una sola pregunta: “Si todos se esfuerzan por llegar a la ley, ¿cómo es posible que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián, con una voz atronadora, le dice al oído: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada es solo para ti. Ahora voy a cerrarla”. Un final absolutamente desconcertante.
La respuesta enigmática con que acaba el relato me evocó un aforismo de J. L. Borges que dice: “La puerta es la que elige, no el hombre”. Es decir, el sujeto queda subordinado al superyo que está excelentemente representado por esa voz atronadora del guardián que susurra al oído una insensatez, mientras que el campesino apenas puede sostener un pequeño hilo de voz.
La clínica psicoanalítica comprueba la potencia destructora del superyó, pues no es exagerado afirmar que, como el campesino de Kafka, la vida psíquica del ser humano está centrada fundamentalmente en los esfuerzos que tiene que realizar continuamente para escapar de las exigencias del superyó o para intentar someterse a ellas. Rebelarse contra el superyó resulta inútil porque siempre irá un paso por delante, pero lo más sorprendente es que tratar de ser amado por el superyó conduce a lo peor, como vemos en este buen campesino que está dispuesto a dar todos sus bienes con tal de quedar incluido en el campo de la ley. La enorme paradoja que Freud descubre es que cuanto más trata el sujeto de satisfacer las exigencias del superyó, mas cruel se torna este, pidiendo de manera insaciable, más sacrificios y haciéndole sentir cada vez más culpable.
Notemos que se trata de un funcionamiento circular del que no se puede salir: cuantos más sacrificios haces para estar en paz con el superyó, más sacrificios te pide.  El superyó castiga sin piedad a los más virtuosos, a los más justos, a los santos, es decir, a todos aquellos que están dispuestos a renunciar, como nuestro campesino, a toda satisfacción para cumplir con sus exigencias. ¿Por qué? Porque para el superyó no es suficiente con la renuncia a los actos; también pide la renuncia al deseo, y eso es algo que ya no depende de la voluntad de ningún sujeto. Al deseo inconsciente no se puede renunciar.
El superyo establece un verdadero circulo vicioso difícil de romper. Su funcionamiento es extremadamente perverso porque exige una cosa y su contraria al mismo tiempo. Estamos frente a una nueva paradoja del superyó que Lacan explicó en un texto titulado Kant con Sade, en el que demuestra cómo el imperativo categórico de Kant, que exige el cumplimiento de una ley universal sin la menor consideración por las circunstancias del sujeto, tiene como correlato la máxima Sadeana que exige gozar sin límites tanto del cuerpo del otro como del propio. Dos imperativos inhumanos, podríamos decir, porque ordenan algo imposible de cumplir: una ley absoluta y al mismo tiempo una satisfacción absoluta.
Ese superyó, que nos hizo renunciar a las satisfacciones primarias al mismo tiempo nos obliga a buscar una satisfacción imposible, aunque sea al precio de la autodestrucción. Por eso Lacan cuando habla de las figuras del superyó subraya  tres características: sádico, feroz y obsceno. A la vez  nos explica que la vía por la cual actúa el superyó es la voz. Una voz que tiene la particularidad de utilizar solo el tiempo verbal del imperativo. Los neuróticos la experimentan como una voz interior que les mortifica, los psicóticos que padecen alucinaciones auditivas la escuchan como una voz exterior que les empuja al acto. En los casos más graves de psicosis, las alucinaciones auditivas conducen al acto suicida u homicida, que, en cierto modo son equivalentes, pues en ambos casos el sujeto trata de acallar esa voz que les persigue y que pueden localizar en si mismos o en el semejante.
El psicoanálisis puede reconocer que hay un derecho a la satisfacción, pero advierte sobre los estragos que provoca que se convierta en un deber. Nada obliga a nadie a gozar a excepción del superyó, que nos empuja a algo imposible: la satisfacción absoluta.
El superyó tiene la facultad terrible de transformar los ideales benéficos en imperativos mortales. Por ejemplo, el ideal social de la felicidad, del disfrute o de la búsqueda de la satisfacción, nos puede volver locos cuando se transforma en un imperativo. Frente a la caída de los grandes relatos de la historia se han construido unos nuevos, aparentemente fantásticos, en los que cada uno consume cuanto quiere, tiene “derecho legal” a practicar las perversiones que le parezcan (mientras sea con un partenaire que consienta contractualmente, lo cual excluye únicamente la pedofilia) puede dedicarse a lo que le apetezca sin tener que asumir las obligaciones de luchar o sacrificarse por una causa. ¡Qué maravilla de mundo! Pero precisamente el superyó se presenta con más vigor que nunca, más voraz en sus exigencias, y todavía más obsceno. Ahora hay que disfrutar continuamente, hay que mantenerse eternamente jóvenes y bellos, tener una vida sexual muy activa. Si no lo consigues, te comparas con los demás y te sientes un fracasado. Entonces vemos como una adolescente murió de inanición porque le dijeron “gordita”, el otro asesinó a sus compañeros del instituto porque se burlaban de él, los tres menores aburridos salieron a la calle para experimentar qué se siente al matar a alguien.
Hasta los Rolling Stones supieron captar esta imposibilidad como nos muestran en la letra de su canción más famosa:
I can't get no satisfaction
I can't get no satisfaction
'Cause I try and I try and I try and I try
I can't get no, I can't get no
No puedo conseguir satisfacción.
Porque trato, trato, trato
Y no lo consigo, no lo consigo

Esta falta estructural de la satisfacción absoluta es la prueba de que todavía funciona el deseo que por definición es insatisfecho. Un deseo satisfecho deja de ser deseo. Cuando los Rolling, en la cima del éxito y en pleno consumo de todo: mujeres, hombres, drogas, alcohol, dicen que no encuentran la satisfacción total por más que lo intentan, podemos tener un cierto optimismo, pues cualquiera que sea el poder del superyo, por suerte el contra poder del deseo, como insatisfecho, está presente, incluso en la civilización actual.

El psicoanálisis apuesta por el deseo, como podrán suponer, hasta el punto de que Lacan afirma que lo único de lo que debemos sentirnos culpables es de haber retrocedido frente a nuestro deseo.


Rosa López

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