En una novela que difícilmente entre en lo que considero literatura (“Pensamientos secretos”), David Lodge encarna en dos personajes el abismo que Charles P. Snow describió en 1959 como “Las dos culturas”, abismo que encontró en el ejercicio de su campo específico, el de la educación universitaria en Inglaterra y que se describe así: los que se dedican a las ciencias llamadas duras no saben nada (ni quieren saber) del campo de las letras y viceversa. Aunque años más tarde, él mismo y otros (el último en llegar es un tal John Brockman) han pretendido zanjar este abismo de distintos modos, la imposibilidad persiste y es lo que pone en escena Lodge cuando enfrenta a Ralph Messenger (su apellido alude, es sabido, al programa para mensajes de texto, en tanto que su profesión es la investigacion en Ciencias Cognitivas) con Helen Read (su apellido es “Leer” y su profesión es la enseñanza de las letras siendo, además, novelista). El abismo pretende zanjarse con la alegoría de la seducción mutua pero una amenaza de muerte que se cierne sobre uno de ellos termina volviendo a separar a los efímeros amantes.
Una reflexión de Helen Read (en la página 106) nos resulta sorprendente por venir de una novelista y nos da pie para decir lo que queremos decir:
“...me hizo pensar en la prolífica producción de narrativa de nuestra cultura. ¿Es una producción excesiva? ¿Corremos el peligro de acumular una montaña de ficción, un inmenso excedente de novelas, como las montañas de mantequilla y los lagos de leche de
Claro que se puede argumentar que existe una necesidad humana básica de narrativa: es una de las herramientas fundamentales para entender la experiencia; lo ha sido hasta ahora, hasta lo más lejos que podemos remontarnos en la historia. Pero me pregunto: ¿esto entraña necesariamente la multiplicación infinita de relatos nuevos? Antes del auge de la novela no existía la misma obligación por parte del narrador; las viejas historias conocidas podían contarse centenares de veces, la historia de Troya, la de Roma, la de Gran Bretaña... dándoles un nuevo sesgo a medida que los tiempos cambiaban. Pero, a lo largo de los tres últimos siglos a los escritores se les ha exigido que inventen una historia nueva cada vez. (...) parece extraordinario y hasta malsano, que nos tomemos la molestia de inventar todas esas vidas ficticias adicionales.”
Sus preguntas son muy pertinentes: ¿qué es esa necesidad?, ¿por qué los últimos tres siglos?, ¿por qué hay algo malsano y excesivo en la literatura?
Hay una respuesta freudiana que, en este contexto, es ineludible y es que “la ciencia queda vencida por la creación del poeta”. Aquí Sigmund Freud usa la palabra del poeta como sinónimo de literatura pues está hablando de la novela “
En cuanto a los “tres siglos”, se ha podido decir que la modernidad, consecuencia del nacimiento de la ciencia moderna en el Siglo XVIII, avanza con una prosa que mortifica a la poesía del serdicente, Jacques-Alain Miller muestra que los siglos XIX y XX son, en este sentido, efecto de ese siglo XVIII y resultan un esfuerzo para que “la modernidad entregue algunas gotas de poesía”. En el momento de la revolución industrial y sus efectos, toma consistencia el escribir bien ya que los poetas captaron rápidamente que el discurso de la utilidad quitaba encanto al mundo. Pero la literatura implica algo más que el encantamiento del mundo. Ralph Messenger, que pretende registrar sus más íntimos pensamientos escribiendo todo lo que se le viene a la mente para alimentar sus hipótesis cognitivas, llega a una conclusión sorprendente: “Yo no intentaba crear un ilusión, yo buscaba lo real. Pero es difícil. Imposible, en realidad”.
Y Helen cita la tesis de Virginia Woolf sobre la literatura: “Grabemos los átomos en la mente a medida que caen en la mente y en el orden que caen”.
Sin embargo, aunque ambos pretender situar algo real no buscan lo mismo. Ralph busca la utilidad, Woolf busca otro valor que el de la utilidad, algo que no sirve para nada pero es tan real como el de la ciencia.
Algo pasa al leer, algo al escribir, algo al hablar a un analista
Rabelais hacía –hace- reír y aliviaba de las grandilocuencias de su tiempo. Jacques Lacan se aburre al leer a Sade. Romain Rolland (poeta cercano al misticismo hindú) producía exaltación y goce a Sigmund Freud, el racionalista extremo, según su autodefinición. Según Borges, como ningún otro texto de su tiempo, el “Martín Fierro” produjo un dispendio de inutilidades entre los críticos. Lo que pasa al leer es, entre otras cosas, algo del orden de la inutilidad (risa, exaltación, alivio, angustia...).
Osvaldo Lamborguini se reía al escribir alguno de sus textos en el que ponía en escena lo que llamaba “el dispositivo del contínuo” que consistía en volverse loco al hacer el gesto del dedo índice girando en la sien. James Joyce gozaba escribiendo el “Ulises” ya que imaginaba que iba a hacer trabajar a los universitarios durante 300 años. Mal que le pese a David Lodge o a su alter ego Helen Read, esa necesidad de narrativa, ese exceso que conlleva, lo malsano que la empuja resulta ser goce… goce del cuerpo que se exalta, se angustia, se sacude de risa, se alivia de dolores. Ese goce está alojado por la escritura, en la escritura y no es producto del significado de la historia (o no solamente) sino de la letra, no por la significación sino por lo que se escribe o se lee y esto no lo llega a captar David Lodge. La letra y el goce que produce es algo bien real ya que es satisfacción del que escribe pero también del que lee dado que está también su satisfacción. Ambas testimonian de lo que de la letra resuena en el cuerpo y va del placer al sufrimiento, del horror al alivio, de la risa al llanto, de la indignación al embeleso, de la autosuficiencia al síntoma en una línea que, sin pasar ningún borde, es el goce del serdicente y algo por completo inútil.
¿Sueño, juego, deseo? Paradojas de la satisfacción que vale como goce del cuerpo.
Singularidad del psicoanálisis.
Si bien el psicoanálisis es un esfuerzo por decir bien, no se asimila a una cuestión de pura retórica sino que en él, se trata de decir el goce propio de un modo que haga que el dolor de existir se convierta en soportable justamente por acercarse lo más posible a esa singularidad del propio goce habiendo logrado cierto saber sobre él. En suma, si bien el psicoanálisis toma el relevo de la poesía, hay diferencias. Un analizado se orienta respecto de su goce y sabe hacer uso de él. En un poeta lo primero no sucede necesariamente aunque el uso que haga de él tenga resultados sublimes. El caso típico es el de Rilke, el gran poeta que escribía con sus entrañas al desnudo lo que le hacía la vida insoportable. Contrariamente a lo que creía Rilke (apoyado en esto por su amiga Lou Andreas Salomé) un psicoanálisis le hubiera permitido quizás una relación a su vida, a su goce, menos insoportable y no le hubiera sacado nada de su don para crear poesía.
El psicoanálisis se sitúa, en el campo de las dos culturas en un lugar paradójico de autoatravesamiento: no es una ciencia pero la tiene en su horizonte. No hace poesía pero su ambición es el biendecir.
Graciela Musachi
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