martes, 21 de octubre de 2008

Concha Miralles hace una reflexión sobre la escritura y la lectura, partiendo de un hermoso cuento

¿QUÉ FUE ANTES, LA LECTURA O LA ESCRITURA?


Ésta, que parecería una pregunta más sencilla de responder que la del huevo y la gallina, si nos detenemos un poco a pensar, se encuentra en el mismo orden de retos del razonamiento. Si entendemos que leer consiste en descifrar el mensaje que encierran determinados signos y nos remontamos a la prehistoria, los hombres de aquellos tiempos, aún no iniciados en grafías de ningún tipo, observaban con curiosidad el cielo, sus movimientos y misterios. La naturaleza y sus ciclos han despertado desde antiguo enigmas que se han querido comprender e interpretar. Signos escritos, mucho antes de que existiera el pergamino, en el cielo, en el vuelo de las aves, en la lluvia o en el fuego. Signos de algo, de otra cosa, de un saber oculto y secreto que sólo los iniciados podían revelar.


La lectura, en ese rango de misterio que se esconde en los signos escritos a través de los cuales surge el conocimiento, la cultura, y se nutre la imaginación, tiene, pues, su origen en el deseo de desvelar los grandes misterios del mundo, los mismos para los que aún, con toda la arrogancia tecnológica de nuestra época, no tenemos respuestas concluyentes. Y si la lectura surge por el deseo de interpretar, de desvelar, la escritura nace en el deseo de comunicar y trasmitir. Se trata de tiempos diferentes, ¿pero cuál de ellos antes? Acaso resulte lógico pensar que primero sea el deseo de conocer y luego el de trasmitir. En ese caso, la gallina o el huevo –según como se considere el principio de las cosas- sería la lectura.


Y, hablando de principios, hay un precioso cuento de Rudyard Kipling, incluido en Los cuentos de así fue, que se me viene al hilo de todo esto. Lleva por título “Cómo se escribió la primera carta”, y narra las peripecias de Tegumai Bopsulai y su hija Taffi. Estos fueron un día a pescar carpas al río Wagen, cuando se encontraron con el arpón roto y muy lejos de su hogar. A la niña, para ayudar a su padre, se le ocurrió hacer unos dibujitos en una hoja de abedul representando a su padre en el río, triste, con el arpón roto. También dibujó a su madre, la cueva donde vivían y el arpón de repuesto que allí tenían. Le pidió a un extranjero de piernas largas que casualmente pasaba por allí que llevara corriendo la misiva a su madre, confiando en que ella sabría interpretarla y le entregaría el arpón de repuesto. No contó Taffi con el susto que se llevaría su neolítica señora madre al leer la carta, pues de los dibujos concluyó que el extranjero había dado muerte con un arpón a su marido y que venía a vanagloriarse de ello delante de todos.


Según el cuento de Kipling, la primera carta que se escribió en el mundo tuvo una lectura equivocada, con la consecuente paliza descomunal en los lomos del primer cartero de la historia.


Valga este relato para argumentar que la lectura –sobre todo si se trata de asuntos literarios- tiene la virtud y el peligro de aquella primera misiva: poder ser interpretada de tantos modos diferentes como lecturas se hagan de ella, porque pasa sin remedio por el filtro de lo subjetivo, y éste suele conectar mucho más con las emociones que con la razón. Eso hace que la escritura pueda multiplicarse infinitamente en el ámbito de lo personal e intransferible y que cobre dimensiones absolutamente desconocidas a las intenciones originarias del autor, porque, como puede decirse, hay mil lecturas distintas y un solo escrito verdadero.


Concha M. Miralles

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