Es una novela realista y abierta. Fue entregada a su editor parisino en 1929, cuando la joven autora rusa de 26 años, de origen judío, exiliada con motivo de la revolución bolchevique, que había estado un año en Berlín, irrumpe con esta tercera obra en el mundo de la Literatura.
Escritora-niña prodigio, comparada por muchos con Colette y Françoise Sagán, hace gala en esta obra de una distancia expresiva que no tuvo, por ejemplo, la heroína de Bonjour tristesse. Y aunque la “travesura” es aquí menos complicada que en aquella novela, no puedo dejar de comparar a Antoinette con Cécile, aquella otra niña perversa cercana a su época.
La autora de El baile, mantiene la frialdad narrativa durante toda la novela, y nunca se implica en el relato como narradora afectiva, ni hace ninguna reflexión profunda; ni siquiera se duele demasiado cuando la protagonista recuerda aquella primera bofetada
de su madre. De esa frialdad sale el tono general de la novela, sencillo, plano y prodigioso, que construye la indiferencia propia de los catorce años de la protagonista, que nos cuenta, en tercera persona, con el limpio corte de un bisturí, y sin entretenerse en consideraciones pegajosas, lo que ocurrió en su pasado que enseguida es presente. La autora ya no es tan joven cuando nos regala esta pequeña joya literaria escrita en francés, cuando ya había tenido bastantes experiencias.
De familia acomodada –su padre, banquero moscovita, de los llamados rusos blancos–, tuvo ocasión de conocer perfectamente, en su tierra natal, el mundo deslumbrante y delicado de la refinada burguesía rusa. Y aunque el exilio la sacó de allí a los 15 años, fue capaz de mantener la memoria adolescente de su aguda mirada enriquecida luego con estudios, y con una institutriz francesa, para años más tarde hacer la despiadada y sutil comparación de aquella sociedad con los arribistas de un Paris de entreguerras a los que luego nos mostrará en su más cruda realidad.
Estos nuevos ricos forman la familia de esta historia de banqueros que parece autobiográfica, ya que el Sr. Kampf también era judío, y a lo largo de la historia, la voz narrativa parece el vivo eco de la voz de la autora.
Libro sin sorpresas, la autora nos cuenta muy pronto cómo estos personajes quieren dar un baile para hacerse conocer entre los antiguos burgueses y aristócratas de París. Y cuando la hija de catorce años muestra su deseo de asistir a la fiesta, se encuentra con la rotunda negativa de la madre y la debilidad consentidora del padre que nunca la contraría. Y la madre aduce que es ella, ella, sin lugar a dudas, quien tiene que lucirse y destacar en ese evento. Esto da lugar a la fría y tremenda rivalidad que nos describe la autora entre una madre absurda y ostentosa, y una hija adolescente, tal vez algo precoz, que el día de la fiesta, y para no estorbar, ha de dormir en el cuarto de la plancha.
Y es muy cómica y muy reveladora, en este relato tan escueto, la elaboración de la lista de invitados, donde muchos pueden ser hasta antiguos delincuentes rehabilitados, gigolos, parejas irregulares, y, ¿algún marido, tal vez? –pregunta el padre–, explicado todo esto en presencia de la hija que va poniendo las direcciones a los sobres, mientras se prepara la sala con lámparas a media luz, con mesas íntimas, y con música, como en un dancing, imitación de alguna otra fiesta, donde según nos dice la autora, las damas desean ser tocadas. La historia, ligera en estos planteamientos, avanza sin ninguna cadencia sentimental, pero con la distancia justa para retratar perfectamente a la madre, y para ver más adelante la evolución de la personalidad que a partir de un cierto momento desarrolla la niña.
Y es que la madre, personaje principal de la historia, no aguanta la pasividad de su hija ante el evento que a ella la tiene enajenada. Y no aguanta esa pasividad natural en una cría de esa edad, —“esta niña siempre está en la luna”–, porque sólo desea ver a su alrededor a personas que puedan hacerle coro, a personas que sean capaces de aportarle las imágenes de glamour, de triunfo y reconocimiento que ella necesita. Y esa diferencia entre su ambiciosa forma de ser y la de su hija, es la que la hace ser agresiva sin motivo, pues está claro que la niña de catorce años nunca podría ser su rival. Pero no ocurre así, pues de alguna forma su hija es ese permanente reproche infantil que ella no soporta. Al final ella queda en ridículo en una representación finísima, y casi vacía de personajes, cuando los músicos van saliendo de la casa a medida que se beben los licores. Escena final de lágrimas y acusaciones matrimoniales en la que una mujer y su hija están grotescamente enlazadas.
Hija adolescente, deseosa de ser ya una mujer, envidia a la miss y su novio, que se besan y abrazan, imaginando ella cómo será todo aquello. Es una jovencita soñadora que cansada de vestidos feos desea ir a ese baile y flotar en ese ambiente en el que ya se ve bailando en brazos de un hombre. Y eso es un deseo tan legítimo, que hasta su padre podría comprenderlo, pero se encuentra con la negativa de la madre, a la que casi siempre estorba, y que en estos momentos quiere ser la única mujer en los salones.
Y a partir de ahí, aderezada la historia con algún que otro amago de volver a levantar la mano a su hija, con ciertas alusiones injustas hacia su cara de adolescente –“¿en qué sueñas con ese labio colgado?”–, se elabora la venganza de la niña en esa novela cuajada de ironía sobre esa sociedad de nuevos ricos entre los que se siente más lista y más instruida que esa gente a la que juzga y que también llora por tonterías. Ella necesita apartar a todos de su camino para alcanzar esa vida en la que no quiere perder tiempo ni vivir tan modestamente como le ha ocurrido a su profesora de piano.
Por lo visto, la niña también es ambiciosa.
Al final, la venganza de la niña va llegando lentamente con el retraso de los invitados, al igual que ella se hace perversa a medida que pasa el tiempo. Todo ha ocurrido por la indiferencia triste y la falta de perspectiva de esa adolescente que un día se enfadó. Y aunque ella no está segura de si lo que hizo está bien o mal, lo hizo con el deseo de castigar a su madre, o tal vez a los dos, tirando al Sena o dejando caer las invitaciones para la fiesta.
Y aquí es donde la historia se decide. Si Antoinette hubiera echado las invitaciones al correo, habría sido la niña que seguía el camino conocido y señalado de antemano, el camino lógico y normal. Pero es en ese momento, cuando las deja caer, cuando elige un camino nuevo, el extraño camino de lo desconocido, un desafío al futuro donde ya nada estaba escrito, un futuro que para ella, y en su más íntimo interior, es un futuro sin retorno.
Y ya tenemos formado un vacío en esa niña-adolescente, entre inocente y perversa, que no tiene en donde sujetarse, y que en el paso hacia la madurez rompió las reglas del juego adentrándose en la aventura de, “a ver qué pasa”, con una dejadez y con una irresponsabilidad absoluta, pero con una sutil decisión interior que antes ha depurado con las lágrimas serenas de mujer vertidas en su cuarto. Luego esperará escondida disfrutando quedamente con todo lo que ocurre, para llegar al final y contemplar, en medio de un pequeño susto y una gran indiferencia –ya no queda más remedio que ser indiferente–, el desastre de esa fiesta a la que sólo llega la profesora de piano. Por cierto, a ésta no le ofrecen caviar para no estropear el efecto decorativo de las fuentes.
Es patética y extraordinaria la escena en la que se espera a los invitados. Son unas páginas maestras, para mí las mejores de esta historia, donde la tensión de la espera –tan fría y tan dosificada como la vieja venganza aplazada–, nos tiene en vilo cada vez que suena el timbre, aún sabiendo nosotros, como sabemos, que nadie va a llegar.
Así acaba, sin empezar siquiera, el dichoso baile tan deseado por su madre. Ella, que ahora se da cuenta de la dimensión de la tragedia, y que piensa que podría ser un sueño, se muerde las manos y dice algo así: –“Me importa un bledo, me importa un bledo; mamá puede hacerme lo que quiera, ya no tengo miedo”. Efectivamente, ya no puede tener miedo, ya rompió esa barrera. Estamos asistiendo al nacimiento de una valentía innecesaria en una niña que ya está sola. Cuidado. Ahora está más indefensa que antes.
Finalmente, y como colofón, la madre culpará al padre de todo su fracaso, y Antoinette ha de oír las frases duras y de desprecio con las que su padre humilla a la madre. Así es como se entera de por qué se casaron sus padres. El desprecio de la niña es absoluto. Tenía razón en lo que hizo. No valía la pena conservarlos.
Y ante tal desastre de fiesta y de vida que ahora parece dirigirse hacia esa ruptura matrimonial, ella, que oye todas esas imprecaciones, está indiferente.
–Y, ¿no se siente culpable? –nos preguntamos.
Según aparece en la historia, no, porque el tono general de la novela no es un tono pesaroso. Si lo fuera, la novela se cerraría con ese personaje triste que no existe aquí, como en la obra de Sagán, tal vez porque está desbordada por los acontecimientos, o tal vez por sentirse instalada sobre esa venganza esperando a que los padres empiecen a destrozarse mutuamente para confirmar que ella es superior.
Pero hay un momento en que la niña oye su voz interior y quiere desaparecer, porque a pesar de su prisa por crecer, aún es muy pequeña.
–“Me mataré –dice en una reacción muy infantil–, y antes de morir diré que todo ha sido culpa suya”.
Y aquí más que culpa se atisba mucho miedo, tal vez miedo al castigo.
Cuando todo ha acabado la niña-niña va hacia la madre y le toca el pelo. De alguna forma la quiere consolar, cambiar la historia, volver todo a lo que era antes, volver a ser inocente. Y la madre quiere ponerla de su lado diciéndole, con esa expresión tan francesa, que su padre se ha ido y que, “sólo te tengo a ti, ¡mi pobre niña!”
Pero, al igual que al principio se nos cuenta, en esta novela discretamente circular, la madre acaba separando a la hija de su lado, porque materialmente le molesta. Y lo hace de tal modo que el posible acercamiento desaparece. Entonces la indiferencia vuelve a instalarse en la cabeza de la niña que viendo cercana su victoria da un paso más, y apretándose contra la madre, y viendo lo que se avecina, le devuelve la frase con una enigmática sonrisa: “¡Pobre mamá!”.
La perversidad ha crecido.
Y así acaba esta historia contada sobre un absurdo cruce de caminos entre una madre burda e ignorante, y su hija de 14 años, niña bien educada, que se atrevió a poner una zancadilla en el camino de sus padres, sin pararse a pensar en las consecuencias ni en su propio descalabro.
Pero, ¿qué habrá sido de Antoinette?
Mª José Martínez Sánchez.
Escritora-niña prodigio, comparada por muchos con Colette y Françoise Sagán, hace gala en esta obra de una distancia expresiva que no tuvo, por ejemplo, la heroína de Bonjour tristesse. Y aunque la “travesura” es aquí menos complicada que en aquella novela, no puedo dejar de comparar a Antoinette con Cécile, aquella otra niña perversa cercana a su época.
La autora de El baile, mantiene la frialdad narrativa durante toda la novela, y nunca se implica en el relato como narradora afectiva, ni hace ninguna reflexión profunda; ni siquiera se duele demasiado cuando la protagonista recuerda aquella primera bofetada
de su madre. De esa frialdad sale el tono general de la novela, sencillo, plano y prodigioso, que construye la indiferencia propia de los catorce años de la protagonista, que nos cuenta, en tercera persona, con el limpio corte de un bisturí, y sin entretenerse en consideraciones pegajosas, lo que ocurrió en su pasado que enseguida es presente. La autora ya no es tan joven cuando nos regala esta pequeña joya literaria escrita en francés, cuando ya había tenido bastantes experiencias.
De familia acomodada –su padre, banquero moscovita, de los llamados rusos blancos–, tuvo ocasión de conocer perfectamente, en su tierra natal, el mundo deslumbrante y delicado de la refinada burguesía rusa. Y aunque el exilio la sacó de allí a los 15 años, fue capaz de mantener la memoria adolescente de su aguda mirada enriquecida luego con estudios, y con una institutriz francesa, para años más tarde hacer la despiadada y sutil comparación de aquella sociedad con los arribistas de un Paris de entreguerras a los que luego nos mostrará en su más cruda realidad.
Estos nuevos ricos forman la familia de esta historia de banqueros que parece autobiográfica, ya que el Sr. Kampf también era judío, y a lo largo de la historia, la voz narrativa parece el vivo eco de la voz de la autora.
Libro sin sorpresas, la autora nos cuenta muy pronto cómo estos personajes quieren dar un baile para hacerse conocer entre los antiguos burgueses y aristócratas de París. Y cuando la hija de catorce años muestra su deseo de asistir a la fiesta, se encuentra con la rotunda negativa de la madre y la debilidad consentidora del padre que nunca la contraría. Y la madre aduce que es ella, ella, sin lugar a dudas, quien tiene que lucirse y destacar en ese evento. Esto da lugar a la fría y tremenda rivalidad que nos describe la autora entre una madre absurda y ostentosa, y una hija adolescente, tal vez algo precoz, que el día de la fiesta, y para no estorbar, ha de dormir en el cuarto de la plancha.
Y es muy cómica y muy reveladora, en este relato tan escueto, la elaboración de la lista de invitados, donde muchos pueden ser hasta antiguos delincuentes rehabilitados, gigolos, parejas irregulares, y, ¿algún marido, tal vez? –pregunta el padre–, explicado todo esto en presencia de la hija que va poniendo las direcciones a los sobres, mientras se prepara la sala con lámparas a media luz, con mesas íntimas, y con música, como en un dancing, imitación de alguna otra fiesta, donde según nos dice la autora, las damas desean ser tocadas. La historia, ligera en estos planteamientos, avanza sin ninguna cadencia sentimental, pero con la distancia justa para retratar perfectamente a la madre, y para ver más adelante la evolución de la personalidad que a partir de un cierto momento desarrolla la niña.
Y es que la madre, personaje principal de la historia, no aguanta la pasividad de su hija ante el evento que a ella la tiene enajenada. Y no aguanta esa pasividad natural en una cría de esa edad, —“esta niña siempre está en la luna”–, porque sólo desea ver a su alrededor a personas que puedan hacerle coro, a personas que sean capaces de aportarle las imágenes de glamour, de triunfo y reconocimiento que ella necesita. Y esa diferencia entre su ambiciosa forma de ser y la de su hija, es la que la hace ser agresiva sin motivo, pues está claro que la niña de catorce años nunca podría ser su rival. Pero no ocurre así, pues de alguna forma su hija es ese permanente reproche infantil que ella no soporta. Al final ella queda en ridículo en una representación finísima, y casi vacía de personajes, cuando los músicos van saliendo de la casa a medida que se beben los licores. Escena final de lágrimas y acusaciones matrimoniales en la que una mujer y su hija están grotescamente enlazadas.
Hija adolescente, deseosa de ser ya una mujer, envidia a la miss y su novio, que se besan y abrazan, imaginando ella cómo será todo aquello. Es una jovencita soñadora que cansada de vestidos feos desea ir a ese baile y flotar en ese ambiente en el que ya se ve bailando en brazos de un hombre. Y eso es un deseo tan legítimo, que hasta su padre podría comprenderlo, pero se encuentra con la negativa de la madre, a la que casi siempre estorba, y que en estos momentos quiere ser la única mujer en los salones.
Y a partir de ahí, aderezada la historia con algún que otro amago de volver a levantar la mano a su hija, con ciertas alusiones injustas hacia su cara de adolescente –“¿en qué sueñas con ese labio colgado?”–, se elabora la venganza de la niña en esa novela cuajada de ironía sobre esa sociedad de nuevos ricos entre los que se siente más lista y más instruida que esa gente a la que juzga y que también llora por tonterías. Ella necesita apartar a todos de su camino para alcanzar esa vida en la que no quiere perder tiempo ni vivir tan modestamente como le ha ocurrido a su profesora de piano.
Por lo visto, la niña también es ambiciosa.
Al final, la venganza de la niña va llegando lentamente con el retraso de los invitados, al igual que ella se hace perversa a medida que pasa el tiempo. Todo ha ocurrido por la indiferencia triste y la falta de perspectiva de esa adolescente que un día se enfadó. Y aunque ella no está segura de si lo que hizo está bien o mal, lo hizo con el deseo de castigar a su madre, o tal vez a los dos, tirando al Sena o dejando caer las invitaciones para la fiesta.
Y aquí es donde la historia se decide. Si Antoinette hubiera echado las invitaciones al correo, habría sido la niña que seguía el camino conocido y señalado de antemano, el camino lógico y normal. Pero es en ese momento, cuando las deja caer, cuando elige un camino nuevo, el extraño camino de lo desconocido, un desafío al futuro donde ya nada estaba escrito, un futuro que para ella, y en su más íntimo interior, es un futuro sin retorno.
Y ya tenemos formado un vacío en esa niña-adolescente, entre inocente y perversa, que no tiene en donde sujetarse, y que en el paso hacia la madurez rompió las reglas del juego adentrándose en la aventura de, “a ver qué pasa”, con una dejadez y con una irresponsabilidad absoluta, pero con una sutil decisión interior que antes ha depurado con las lágrimas serenas de mujer vertidas en su cuarto. Luego esperará escondida disfrutando quedamente con todo lo que ocurre, para llegar al final y contemplar, en medio de un pequeño susto y una gran indiferencia –ya no queda más remedio que ser indiferente–, el desastre de esa fiesta a la que sólo llega la profesora de piano. Por cierto, a ésta no le ofrecen caviar para no estropear el efecto decorativo de las fuentes.
Es patética y extraordinaria la escena en la que se espera a los invitados. Son unas páginas maestras, para mí las mejores de esta historia, donde la tensión de la espera –tan fría y tan dosificada como la vieja venganza aplazada–, nos tiene en vilo cada vez que suena el timbre, aún sabiendo nosotros, como sabemos, que nadie va a llegar.
Así acaba, sin empezar siquiera, el dichoso baile tan deseado por su madre. Ella, que ahora se da cuenta de la dimensión de la tragedia, y que piensa que podría ser un sueño, se muerde las manos y dice algo así: –“Me importa un bledo, me importa un bledo; mamá puede hacerme lo que quiera, ya no tengo miedo”. Efectivamente, ya no puede tener miedo, ya rompió esa barrera. Estamos asistiendo al nacimiento de una valentía innecesaria en una niña que ya está sola. Cuidado. Ahora está más indefensa que antes.
Finalmente, y como colofón, la madre culpará al padre de todo su fracaso, y Antoinette ha de oír las frases duras y de desprecio con las que su padre humilla a la madre. Así es como se entera de por qué se casaron sus padres. El desprecio de la niña es absoluto. Tenía razón en lo que hizo. No valía la pena conservarlos.
Y ante tal desastre de fiesta y de vida que ahora parece dirigirse hacia esa ruptura matrimonial, ella, que oye todas esas imprecaciones, está indiferente.
–Y, ¿no se siente culpable? –nos preguntamos.
Según aparece en la historia, no, porque el tono general de la novela no es un tono pesaroso. Si lo fuera, la novela se cerraría con ese personaje triste que no existe aquí, como en la obra de Sagán, tal vez porque está desbordada por los acontecimientos, o tal vez por sentirse instalada sobre esa venganza esperando a que los padres empiecen a destrozarse mutuamente para confirmar que ella es superior.
Pero hay un momento en que la niña oye su voz interior y quiere desaparecer, porque a pesar de su prisa por crecer, aún es muy pequeña.
–“Me mataré –dice en una reacción muy infantil–, y antes de morir diré que todo ha sido culpa suya”.
Y aquí más que culpa se atisba mucho miedo, tal vez miedo al castigo.
Cuando todo ha acabado la niña-niña va hacia la madre y le toca el pelo. De alguna forma la quiere consolar, cambiar la historia, volver todo a lo que era antes, volver a ser inocente. Y la madre quiere ponerla de su lado diciéndole, con esa expresión tan francesa, que su padre se ha ido y que, “sólo te tengo a ti, ¡mi pobre niña!”
Pero, al igual que al principio se nos cuenta, en esta novela discretamente circular, la madre acaba separando a la hija de su lado, porque materialmente le molesta. Y lo hace de tal modo que el posible acercamiento desaparece. Entonces la indiferencia vuelve a instalarse en la cabeza de la niña que viendo cercana su victoria da un paso más, y apretándose contra la madre, y viendo lo que se avecina, le devuelve la frase con una enigmática sonrisa: “¡Pobre mamá!”.
La perversidad ha crecido.
Y así acaba esta historia contada sobre un absurdo cruce de caminos entre una madre burda e ignorante, y su hija de 14 años, niña bien educada, que se atrevió a poner una zancadilla en el camino de sus padres, sin pararse a pensar en las consecuencias ni en su propio descalabro.
Pero, ¿qué habrá sido de Antoinette?
Mª José Martínez Sánchez.
1 comentario:
Hará alarde de su independencia frente a un hombre.
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