lunes, 10 de mayo de 2010

La trágica indeterminación de Richard Yates, un comentario de Ana Crespo de Luna



No es fácil decir cuál es el tema principal de Revolutinary Road, la primera novela de Richard Yates, escrita en 1961, finalista del prestigioso Nacional Book Award. La soledad, la “irremisible vaciedad” de una sociedad norteamericana sin verdadera tradición cultural, la incapacidad de amar, los sueños rotos, la imposibilidad del cambio, la siniestra repetición, el trastorno de la filiación, la ruptura del pacto y la promesa intergeneracional, los estragos y cobardías de la pasión, la dificultad de vivir, de desear, la pregunta por qué sea ser un hombre y qué una mujer, así como un padre y una madre, y, en definitiva, el fracaso de toda promesa de vida.

Novela autobiográfica en gran parte, probablemente, que incluye muchos de los ingredientes de la vida de Richard Yates, desde la amenaza alcohólica que parece acechar a todos los personajes por momentos, hasta la demencia y la desesperanza de un mero horizonte psiquiátrico o psicoanalítico. Desde la vida suburbial de Connecticut que delimita de entrada la marginalidad, el tedio y la falta de oportunidades de unas vidas de “extrarradio” (vidas y casas “de juguete”, “ingrávidas e inestables”), hasta la vida del empleado escritor de catálogos comerciales de máquinas calculadoras, y el fracaso matrimonial y vocacional… Desde la infancia difícil y solitaria del hijo no deseado, hasta el paso por las trincheras de la segunda mundial y “todo aquello que la sociedad hace de nosotros”… Desde las vidas mortalmente aburridas y las pequeñas depresiones al deseo de “otra cosa” indefinida y sin mayor compromiso.

Vidas petrificadas. No en vano la novela comienza con la fallida representación de El bosque petrificado, la obra teatral escrita por Robert Emmet Sherwood, en la que se basó la genial película dirigida por Archie Mayo y protagonizada por Bogart en el papel de gánster. Muchas son las implicaciones simbólicas que la elección de este título por parte de Richard Yates supone a la hora de comenzar la novela. Entre ellas, la figura del escritor fracasado, abandonado de niño por sus padres, quien en un momento dado le dice a su amada:

"Lo sé, pero debes creer y recordar... porque es mi oportunidad de sobrevivir... Te hablé de ese gran artista que está oculto en mí. Te lo transfiero a ti. Verás en el poema de Villon algo como lo que te digo. Algo que dice: En tu campo la semilla de mi cosecha crecerá. Le he dado un suelo yermo a esa semilla... pero tú le darás fertilidad, la harás crecer y dar fruto."


Estas palabras encierran posiblemente el tema mismo de la novela. Solo que esta vez ningún espíritu artístico podrá ser transferido, y nada crecerá durante mucho tiempo en una tierra vacía, nacida yerma…

Volviendo al primer capítulo, vemos todas las coordenadas argumentales que se desplegarán más tarde: la representación “no ha sido fácil”, le dice el director en la primera página a una improvisada compañía de actores, vecinos de la zona, sin nada mejor que hacer, de los que no cabía esperar nada, como si en realidad hubiera dicho: “la vida no ha sido fácil”, después de todo. Sin embargo, “Aquí ha sucedido algo”, les dice también, porque por primera vez han puesto todo su corazón en un trabajo. Esas dos simples frases del director puede que encierren todo el futuro devenir de la novela. El riesgo de esas vidas sin verdadera vida, sin verdadera vocación, sin verdadero corazón, que nada pueden esperar y de las que nada puede esperarse, de querer cambiar de vida, de olvidar el miedo, el riesgo para esas vidas petrificadas será mortal… Porque en ningún momento habrán previsto “el peso y la conmoción de la cruda realidad”.

La víctima mortal, April, efectivamente, no habrá tenido miedo en ningún momento, a diferencia de Franz. Heroína contemporánea, habrá sido traicionada impúnemente. Algo de Antígona, algo de Medea circula irónica y tristemente por sus venas. Como la heroína clásica, ella “brilla”, es la encantadora, a la que todos aman servicialmente y por la que quisieran ser amados. Hasta que ella antepone su ideal “revolucionario”, y finalmente mortífero, a cualquier amor, temor, temblor o compasión.
La imposibilidad de perdonar (desde aquella primera vez en que él la había pegado hasta su deserción actual), no menos que la autoculpabilización, como una heroína clásica, convierte a la protagonista en chivo expiatorio: “Siempre he sabido que tenía que ser tu conciencia y tus tripas… y tu chivo expiatorio”, le dice April a Franz tan solo en la pág. 43.

Sabemos que tanto Franz como April son hijos no deseados, relación dual en la que ella se lleva la peor parte, ya que lleva la rúbrica además del abandono y el fracaso más mortíferos: “¿Habían existido de verdad personas así? Solo se los podía imaginar como vacilantes caricaturas de los años veinte… divorciados un año después de nacer su hija”. Su padre se había pegado un tiro y su madre había muerto pocos años después en un centro para alcohólicos. Todo lo cual otorga al personaje ese rasgo de “chica dura” fatal para el desencadenamiento de la historia. De la misma forma, ambos habrán tenido dos hijos sin desearlos ni proponérselo… Todos ellos condenados a muerte; al parecer, desde siempre y para siempre. A la muerte real o a la muerte en vida.

Mientras va al trabajo montado en el tren, el aspecto del protagonista era “el de un condenado a muerte indolora, muy lenta”. Ya su propio padre había sido la imagen misma del agotamiento físico y de la derrota. Un rostro flácido y viejo en su recuerdo. En los años de la Depresión, había pasado de ser subdirector de una compañía a simple vendedor (la misma compañía en la que terminará el hijo), lo que había debilitado su salud hasta matarlo. Su mujer no le sobrevive. El desagradecimiento, la rebeldía, la indiferencia, el rencor y el colapso moral habían determinado la adolescencia del protagonista.

Afuera está el lugar y la época en la que viven los personajes: Connecticut, años cincuenta. El riego automático, el televisor con sus eternos dibujos animados, el cortacésped, las plantas, el centro comercial, la “sana alegría vecinal”… Estados Unidos, “la capital psiquiátrica y psicoanalítica del mundo… la nueva religión, el chupete intelectual y espiritual de todos… Es como si hubiera un tácito acuerdo colectivo de vivir en un estado de autoengaño absoluto. ¡Al cuerno la realidad! Disfrutemos de un montón de bonitas carreteras y de bonitas casas pintadas de blanco y de rosa y de azul cielo; seamos buenos consumidores y que exista una gran uniformidad, y eduquemos a nuestros hijos en un baños de sentimentalismo (papá es un gran hombre porque se gana la vida, y mamá es una gran mujer porque ha aguantado a papá todos estos años) y si la realidad aparece un día y nos mete miedo, todos estaremos muy ocupados y haremos ver que no pasa nada”.

“Vida de perros”, hubiera podido titularse también esta novela, ya que continuamente se comparan con perros, tal como dice April: “… que un hombre con tu talento siga trabajando como un perro año tras año en un empleo que no soporta, que viva en una casa que no soporta y en un sitio que soporta menos todavía, y con una mujer que también es incapaz de soportarlas mismas cosas, viviendo entre un hatajo de…”.

Encontramos aquí una clave importante de lo que sucede todo el tiempo en la novela: en la admiración inicial por su marido, continuamente ella le adjudica intenciones, sinsabores y juicios a su marido que no son “propiamente” sino los de ella, sin que ella lo sepa, claro está. En ocasiones se habla de histeria en la novela. Una joven mujer ama de casa, aburrida, harta y deprimida, supone en su marido cualidades muy superiores a la época y al lugar que les ha tocado en suerte, dando rienda suelta al sueño de trasladarse a París para empezar una nueva vida en la que ella trabajará de secretaria para mantenerlo, de modo que él llegue a encontrase a sí mismo, a saber quién es, con vistas a hallar su verdadero talento o vocación. ÉL, no ELLA, puesto que ella ni siquiera tiene ninguna madera de actriz ni quiere ser actriz. De modo que está dispuesta a hacer la misma vida en París y a desempeñar el mismo tipo de oficio que ella aborrece ahora en su marido, solo para que él encuentre su verdadera identidad y su verdadero deseo, sin que él —hombre manso después de todo— participe en principio para nada de semejante deseo y sin que se haya pronunciado jamás en ese sentido. Porque lo que el tipo de vida que llevan está negando, según la mujer, es “la identidad y la esencia misma” del marido, “la cosa más valiosa y fascinante del mundo”… antes del fatal desencadenamiento.

El viaje fantasmático será vagamente planeado a lo largo de la parte central de la novela, hasta que un tercer embarazo indeseado y el ascenso laboral del marido pongan al descubierto las líneas de fractura de los personajes de manera irreversible. Pasados los fuegos de artificio de la pasión, habiendo topado con la dura realidad, ambos destinos cristalizan definitivamente, a solas y por separado, como no puede ser de otro modo, y el imperio de Tánatos sobre Eros se cobra su pieza.

El destino de Franz se revela como el digno émulo de su padre, como el hijo pródigo que “vuelve a casa con buenas notas”: “Es increíble”, dice, “el viejo me ha ganado otra vez”. Se trata de la deuda simbólica con el padre muerto; su superior se lo dice a modo de chantaje sentimental: el ascenso debería suponerle “un buen tributo a la memoria de su padre”, palabras fatales que efectivamente lo conducen al borde del ahogo y del llanto.

La moral y la obligación del trabajo como única razón de existir, los almuerzos rápidos, el bullicio de la oficina, el placer de quitarse los zapatos al llegar a casa, el baño caliente y la aspirina o el whisky antes de acostarse… y todo lo que fortalece contra las tensiones del matrimonio y la maternidad… todo aquello sin lo cual la gente se volvería loca… la metódica y modélica infidelidad del oficinista casado… destinado a no salir nunca de todo eso, de una empresa que es “como un anciano muy cansado” que requiere su sangre fresca. La ruina y la peste han quedado a raya; ningún imprevisto, ninguna catástrofe antes de final de mes.

Como dice el loco del vecindario, única voz de la “verdad”: “si quieres tener una casa bonita has de tener un empleo que no te guste”. Éste es el problema que hay que superar, el problema de la sangre fresca para la renovación de todo el gran circuito. La metáfora del joven empleado destinado a renovar la vieja y desfasada empresa es la del recién nacido en manos de un matrimonio de viejos cansados, en palabras también del loco del vecindario, “le meterán en el cajón de una cómoda y le darán leche agria a mamar… ese niño tendrá menos posibilidades que el perro de un vagabundo”.

La intrusión de este personaje, como voz de la verdad, de la fatalidad, o de lo imposible de cambiar, tiene consecuencias en el desenlace. Hasta el punto de que son sus propias palabras las que Franz empieza a hacer suyas, como hijo no deseado al que han dado de mamar “leche agria”. La demencia, el trastorno emocional se introducen sutilmente en la casa, hasta el punto de que los personajes empiezan a interrogarse por sí mismos, a sospechar del otro, recayendo la culpa exclusivamente en April. Fin de la inconsciente inocencia de los protagonistas y de la paz conyugal.
Es la madre del loco la que dice: “Trata de ayudar a tu hijo y conseguirás colaborar a que muera otra persona”. Como si este “principio de indeterminación” fuera el que rige las vidas y el argumento de la novela.

¿Y ella? ¿Qué esperar con sus cartas, y en mundo que no espera de la mujer sino que sea capaz de conservar la bruma romántica en la que envuelve a su marido desde el primer día hasta el último? A falta de esta “recta autopista de dirección única”, digamos, ella vive por una ironía del destino en “Revolutionary Road”, desea otra cosa, no sabe el qué (espera que él lo sepa algún día por ella), no desea ser actriz, no desea hijos, no desea vivir donde vive, hacer lo que hace, conocer a quien conoce, no desea saber quién es, no desea ir a un psicoanalista, no desea cortar el césped, no desea ocuparse de la casa, no desea exactamente salir a bailar, no desea acostarse con el vecino aunque lo haga, no desea finalmente a su marido, no desea nada, a no ser quizá esa muerte anónima bajo las luces agrias de un hospital comarcal. Porque ella había llegado a saber tan solo una cosa: que lo más importante de la vida nos sucede a solas. Mientras la vida sigue.

Ana Crespo de Luna

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