viernes, 7 de mayo de 2010

PRESENTACIÓN DE “VASILÍU, HOJAS SUELTAS” de Ion Vianu, por Gustavo Dessal

"No existe historia pura. Queda solo el relato. El relato, cuando se fundamenta en un instinto seguro y en el conocimiento de la vida, tiene más valor que una historia perdida en el transcurrir del tiempo que la generó”. Así reflexiona la voz narrativa de esta novela, un hombre que decide descubrir la verdad sobre su padre, un grave enfermo mental recluido durante décadas en un hospital psiquiátrico provincial de Rumanía. ¿Cómo se puede contar la historia, en este caso un considerable capítulo de la historia de un pueblo, si no es a través de la “impureza” de la literatura? Es probable que sobre la catástrofe histórica del comunismo se hayan escrito miles de páginas, y otras tantas que habrán de escribirse. Todo ello conformará una gigantesca memoria, guardada en los archivos de las naciones que padecieron directamente esa tragedia, y también en los de aquellas que se vieron de alguna u otra forma implicadas. Pero será sin duda la literatura, como lo ha sido y lo sigue siendo en el caso del nazismo, quien mejor pueda dar cuenta mediante la ficción de los momentos más oscuros de la humanidad, puesto que solo a través del drama de una vida es como podemos identificarnos con el sufrimiento de todo un pueblo. Lo demás son cifras, estadísticas, aritméticas que contabilizan los muertos, los desaparecidos, manuales que anotan los nombres de los tiranos y los movimientos de los ejércitos, las fechas y las gestas, con la misma distancia que se estudia la economía o las explotaciones agrícolas.

Buscando en la historia del padre, el narrador irá descubriendo un mundo de personajes, los habitantes del manicomio Rastoaca Melcilor, y en especial la figura de Vladimir Vasilíu, quien fuera su director durante muchos años. Y seguramente encontraremos más verdad en las pequeñas historias que allí se suceden, que en la visión macroscópica de lo histórico. Alguna vez habrá que escribir un ensayo sobre las propiedades minúsculas de la verdad, sobre su vocación por prodigarse mejor en lo pequeño que en lo grandioso. En eso radica una parte fundamental de esta novela de Ion Vianu: haber sabido elegir con abrumadora maestría el punto de vista y el ancho del foco con el cual va a proyectarnos su ejemplar mirada sobre la locura. El pequeño manicomio bien vale como metáfora de la Rumanía que padeció la grave enfermedad comunista, pero sería desmerecer la calidad de esta obra si pensáramos que su propósito es narrarnos una vicisitud de la historia. No es esta la enseñanza moral que me permito extraer del libro de Vianu. “Vasilíu, hojas sueltas” no es “Pabellón de cancerosos” de Solyenitzin. Está más próximo al “Pabellón número 6” de Chejov, es decir, al hecho de que un escritor logra sumar su nombre a la inmortalidad de la literatura cuando es capaz de poner un pie sobre la historia, para alzarse entonces sobre ella y arrojar una red que atrape algo de lo que subsiste más allá de la gloria o la infamia de un tiempo concreto, un lugar concreto, unos seres concretos. El manicomio de Vianu no se propone “reproducir” la vida bajo el comunismo, ni el empleo abyecto de la psiquiatría como instrumento de persecución y aplastamiento. El “pueblo de los locos” no es rumano, ni español, ni francés, ni de ninguna nacionalidad en concreto. El manicomio es la humanidad misma, y los ciudadanos de Rastoaca Melcilor son el vivo retrato de la dimensión radicalmente insensata de la existencia. En un primer momento, la novela nos abre las puertas de un universo concentracionario, regido por leyes tan perfectamente racionales como las de cualquier otra estructura social. El poder, los estamentos, las alianzas, los pactos secretos, los equilibrios, los dobles agentes, los disfraces, los mensajes explícitos y las maquinaciones latentes, el sexo, el honor, los vicios y las inmundicias, la mentira y la delación, la miseria y la vanidad: todo el espectro de la condición humana subsiste en el interior sagrado de la locura. Pero en un segundo momento, el autor consigue derribar la frontera entre el manicomio y la vida. El loco ya no es el ser excepcional que habita en la otra orilla de la razón, un ejemplar zoológico cuya disección nos permitiría afirmarnos mejor en la belleza de la salud. Ya no hay dentro ni fuera, ni borde que separe la alienación del sano juicio, ni abismo entre el delirio y la realidad, sino una topología de la extimidad, si se me permite emplear el bello neologismo del Dr. Jacques Lacan, psiquiatra él también como Ion Vianu, y que expresa con perfecta claridad hasta qué punto lo más familiar e íntimo se reencuentra paradójicamente en aquello que desconocemos por antojársenos ajeno y desde todo punto de vista exterior a nosotros. “El mundo de la mofa en el cual nos encontramos -escribe Vianu a propósito del manicomio de su novela- no se distingue en lo fundamental del mundo grande alrededor, en el cual la ironía banal es la suprema virtud intelectual y moral”. Si el régimen totalitario constituye la inhumanidad de la norma, la locura no es solo su anverso, sino también lo opuesto: la rebelión frente a la espantosa tiranía de la normalidad que extermina la vida, puesto que la vida, nos dice el autor, es un monstruo tan grande y tan loco como uno de los protagonistas de esta fábula.


Ion Vianu es, ante todo, un auténtico orfebre de personajes. Su lenguaje es un instrumento preciso, tan certero como el pincel de un calígrafo o el escalpelo de un cirujano, y con él da vida a unos seres desgraciados, conmovedores incluso en su fealdad, dado que en todos ellos predomina la deformidad, los andares torcidos, las asimetrías de la imagen, los desequilibrios en las proporciones. Los cuerpos se deforman, se retuercen, se desatornillan, los gestos se descomponen y se disgregan, todo es imperfecto, irregular, irrisorio e impar. En el universo de Rastoaca Melcilor no hay lugar para la utopía de la felicidad, ni de la salud, ni del bienestar de la realización, ni del progreso. En Rastoaca Melcilor se descorre el velo de la ignorancia y nos vemos obligados a mirarnos en el espejo de nuestra propia miseria, a reconocernos en la fotografía de nuestros ideales fallidos, a aceptarnos en nuestra condición de seres incompletos, incurables y para siempre inacabados. Si el director del manicomio y su loco Labán conforman una terrible pareja cuyo destino será el de permanecer unida por el odio y la fascinación, es porque uno y otro encarnan su recíproco envés, su perverso complemento. ¿Quién es el amo y quién el esclavo? ¿Quién la víctima y quién el verdugo? ¿De quién es la justicia y de quién el instinto criminal? Reconocer la majestuosidad de la locura y la grandeza de su enemigo es lo único que puede redimir a Vladimir Vasilíu de su complicidad con el poder y la ideología a la que se sumó, más por debilidad moral que por convencimiento entusiasta.


Pero es mérito del autor, y no del personaje, mostrarnos la locura como esa maquinaria perfecta y diabólica donde no hay nada librado al azar, una ceremonia rigurosa orquestada por voces y visiones que atraviesan el cuerpo, revuelven en sus entrañas, y traman la confabulación cósmica del loco con el sentido del universo. El lector no podrá olvidar la magistral y conmovedora descripción del loco Labán, padre del narrador, en el Baño del manicomio. Como si se tratase de una descomposición de la luz, todo el espectro de la subjetividad se halla contenido en el éxtasis metafísico de la defecación: el enigma de la materia, el misterio de la fecundación, la potencia creadora, la dialéctica del cielo y el infierno, la fuerza demiúrgica del símbolo. Se equivocan quienes creen que la respuesta a esos problemas que desde la noche de los tiempos nos atormentan la encontraremos en las sublimes ideas filosóficas y en los caminos que la ciencia nos señala. De ninguna manera. Ion Vianu nos invita a hurgar en la fétida oscuridad de nuestras letrinas, allí donde la mierda es el mejor objeto que traduce nuestra condición de desecho. Conciencia iluminada por el resplandor súbito de la revelación, el loco es el mártir de la verdad del hombre, y su desdicha nos devuelve a la realidad de lo que somos, marionetas de la lengua, despojos de los símbolos que se tejen sobre nuestras cabezas, fantasmas condenados a vivir en el espacio perpetuo de la ficción.


Lamentablemente, no es ésta la ocasión ni el tiempo propicios para que me extienda sobre alguna de las particularidades de la obra, aquellas en las que indudablemente el autor realiza el engarce perfecto entre clínica y literatura. Porque no es suficiente con el hecho de que su condición de psiquiatra lo haya familiarizado con los resortes secretos del sujeto humano. Se necesita una buena dosis de sensibilidad poética para convertir el conocimiento clínico en obra de arte. Y como los grandes artistas, el doctor Vianu posee le genio de saber borrar las huellas de las que procede una parte de su inspiración. Me permitiré entonces tan solo una breve referencia, aunque serían innumerables todas aquellas que habría podido subrayar esta noche para ustedes: el desencadenamiento de la psicosis como muerte subjetiva, la disolución imaginaria, la alucinación verbal como enunciado pleno sobre el fondo de una enunciación vacía, la feminización de la identidad sexual, las múltiples formas cenestésicas de la castración, el agujero en el registro de la significación, y tantas otras vicisitudes de la estructura psicótica que la experiencia clínica indaga, y que nuestro autor ha logrado llevar al terreno artístico, dotando a sus personajes de todo el rigor de la mirada analítica, pero envolviéndolos a la vez en la poética de la narración.


Ion Vianu sabe muy bien, y lo sabe por su doble condición de psiquiatra y poeta, la conexión íntima y secreta que hace derivar la locura del fracaso que puede producirse en el advenimiento del símbolo de la paternidad en un sujeto. Puesto que es deber ineludible de todo hombre y mujer afrontar el misterio supremo del padre, símbolo de símbolos, nombre de la incertidumbre creadora, llave maestra que abre la puerta de la cárcel materna y que nos facilita el camino hacia la diversidad del mundo. De lo contrario, la puerta permanecerá cerrada, y ese hombre o esa mujer vivirá una existencia encadenada a la certidumbre incestuosa de la carnalidad materna. ¿Qué mejor expresión podría haber encontrado el pobre Vladimir Vasilíu para calificar lo que recibió de su padre sino la de “un mensaje pálido”. Que el doctor Vianu haya encontrado todo esto en la imagen prodigiosa de la boca de la ballena, es algo que me asombra poderosamente. Espero que la rigurosa verosimilitud de esa historia no sea interpretada por los lectores en clave de realismo mágico. De ninguna manera. La boca entreabierta de la ballena no es una metáfora. Es, sin más, el sexo caníbal de la madre. Como lo dice el autor, “¿qué es el loco sino aquel que perdió el sentido de la metáfora?”. Pero como la lectura de este libro nos enseña, no sólo los locos han perdido el sentido de la metáfora. Lo pierden los pueblos, los países, los estados, los regímenes, y otras manifestaciones semejantes de la debilidad humana, que se refugia en las abstracciones grandiosas para escapar al dolor de la miserable partícula de existencia que podemos abarcar. Por eso es importante el recuerdo, por eso no hay que olvidar, por eso es preciso que la literatura siga custodiando la memoria, poniendo obstáculos a nuestra irrefrenable tendencia a ignorar lo que somos y lo que hacemos.


Hacia el final, la novela nos regala su última conclusión moral, la que surge del fondo primigenio de la conciencia paranoica, el orgullo lúcido de Labán, a quien veinte veces asesinaron, y que veinte veces hubo de renacer por el solo prodigio de su fuerza de vivir. “Yo -dijo sin precipitarse y casi susurrando-, yo he sido siempre uno”. “Le falta la conciencia de que está enfermo”, piensa el psiquiatra. ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido al menos cinco vidas pueda pretender “ser uno”? ¿Qué es lo que pese a la constante fragmentación de la existencia confiere sin embargo a algunos el derecho de proclamarse “uno”? Respuesta: el coraje, la valentía de no retroceder ante las adversidades del mundo, el “duro deseo de durar”, como lo expresaba Paul Elouard. Sólo esa certidumbre puede conferirnos la dignidad de ser uno en la infinita insensatez del universo.


Gustavo Dessal

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