miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Acompañante; un relato de Oscar Strada

“Inmigrante culto, sensible y respetuoso se ofrece para cualquier tipo de acompañamiento durante las 24 horas del día, siempre que se le demande correctamente. Llamar al 6667778882”.

Sé que puede parecer extraño que me anuncie así en la prensa local, que puede prestarse a malos entendidos, que puede generar confusión respecto de mis intenciones y provocar confusión en las intenciones inconscientes de aquellos que lo lean, pero creo que es lo mejor que se me ha ocurrido. Me quedan 150 euros, me alcanzará justito para una semana quizá. Mi visado de turista lleva dos años vencido y yo muchos más de fracasos.

Lo he intentado casi todo. Mi título de escribano, que aquí se llama notario, no puede ser convalidado aquí, sin tener que pasar por una universidad que me admita y me permita completar las asignaturas de derecho nacional, europeo e internacional que en mi currículo no existían y que eran ignoradas o consideradas insensatamente innecesarias en mi país. Además me cuesta entender aún, que no ser convalidado no se refiere a mí, sino a mi titulación académica. Pero me duele igual.

Me he ofrecido como carpintero, ebanista, camarero, electricista, entrenador de baloncesto, albañil, poeta, recogepelotas, recoge aceitunas, recoge tomates, funanbulista, limpiachimeneas, entrenador de paddle, jardinero, canguro, contrabajista, cocinero y profesor de esperanto. Curiosamente he llegado a trabajar esporádicamente en alguno de estos oficios y extrañamente, casi nadie sabía que era eso que yo enseñaba. Nadie parecía recordar que se trataba de un idioma, y yo siempre respondía: una utopía y colgaba el teléfono. Las utopías no se enseñan, se practican.

Me doy cuenta que este oficio de acompañante, que acabo de inventarme, es el reflejo de mis propias carencias y que pondrá a prueba hasta donde se puede llegar por un plato de lentejas y también cual será el límite de las concesiones a mi propia dignidad. Finalmente será un reto más, como la vida misma. Espero que no se rasguen mis vestiduras zurcidas con esmero por mis padres y mi abuela materna, que murió convencida de que yo sería presidente o al menos ministro de justicia.¿Pero de que otra estofa están hechas las vestiduras, sino de ilusiones necesarias, imposturas forzadas y abundante estupidez? También pienso que para este oficio uno nunca está suficientemente preparado, porque es difícil que alguien no haya sentido alguna vez la íntima certeza de que el humano está siempre solo y esperando no sabe que cosa.¿Quien podría aseverar que se ha sentido siempre acompañado a lo largo de su vida? Acaso durante el tiempo de la infancia que no estuvo jaqueado por los miedos infantiles, alguien logró alcanzar esa inmejorable ilusión de no estar solo, de sentir mágicamente dentro de si a la pareja encapsulada de los padres generando una protección permanente.

Quizá también el adolescente ensorbecido en un fatuo regodeo narcisista haya sentido esa omnipotencia ignorante de creer no necesitar a nadie y pensar que él solo sería capaz de dar cuenta de todas sus necesidades e ilusiones.

Ilusiones pasajeras que el tiempo se encarga de disolver para instaurar la realidad de las separaciones, claro que antes hay uniones, lazos, vínculos que se anhelan duraderos, eternos, siderales, cósmicos, religiosos, totales. La pareja, los hijos, la familia. En suma, la unidad originaria, sin fisuras, sin separaciones, sin mutilaciones.

Si algo he aprendido en estos dos años de inmigrante ilegal es a valorar los lazos que como pequeños puentes se pueden establecer entre personas que no se habían visto jamás y que sin embargo en un minúsculo instante surge una mirada, un gesto de sutil complicidad solidaria, de otro que como tu, sufre y que parece decirte: no desesperes hermano, Dios aprieta, pero no ahoga. Resiste, que resistir es vencer. También he de reconocer que me asombra la increíble fragilidad de todos los lazos, el saber que no hay puentes irrompibles. He visto quebrarse a parejas que parecían de hierro, a familias que creía indestructibles, a amistades transoceánicas.

Tengo que confesar que al cabo del cuarto día sin tener ninguna respuesta a mi anuncio, comencé a desesperarme, pero al quinto, recibí una llamada que iba a cambiar mi vida. Dijo simplemente, soy la señora Lorenz y quiero saber si está disponible, lo necesito 16 horas diarias. Respondí inmediatamente que si y ella dijo, naturalmente, debemos conocernos antes de establecer las condiciones. Quedamos a las cinco de la tarde. Me indicó la dirección y me explicó que nadie me recibiría, que debía entrar cuando el portero automático lo indicara y que una vez arriba en el séptimo piso debía repetir la operación, la puerta se abriría y luego de avanzar por un pasillo recto de aproximadamente cinco metros, debía entrar en la primera puerta a la derecha, me sentaría en un sillón granate y allí esperaría a que ella me recogiera. No debía tocar nada. Pensé, esta mujer sabe lo que quiere, mejor así, porque lo peor es cuando alguien quiere algo de ti y tú no sabes de qué se trata. Lo que quieren en esos casos es que uno les organice su demanda, que es como tener que comunicarles lo que en realidad desean sin saberlo. Eso es muy laborioso, muy cansado, como dicen por aquí.

A las cinco menos cuarto yo estaba en la dirección señalada, sentado en el café de abajo preguntándome, que clase de tarea tendría que hacer durante diez y seis horas diarias y durante cuánto tiempo. También, trataba de imaginarme por la voz casi marcial, pero sabia, como sería esa persona, cuántos años tendría, parecía educada.

Cinco de la tarde en punto, sigo las instrucciones, llamo, subo, entro, camino veintitrés pasos y me siento en el sillón que me estaba esperando, un orejero obispal.

Casi como flotando entra ella en la habitación segundos después, mirándome fijamente dice: soy la señora Laurenz, no se levante y se sienta frente a mí en otro sillón igualmente orejero, pero de piel ocre.

Le devuelvo la mirada igualmente inquisitiva, porque yo también me pregunto, quien es ella y sé que ella se pregunta lo mismo que yo.

Es una persona mayor, de edad indefinida, alta, más que yo seguramente, cabello plateado que antes debió haber sido rubio ceniza, sus ojos son también grises, se nota, misteriosamente, que es inteligente y culta, se le adivinan modales de educación antigua, de serena consistencia, de seguridad inquietante.

Fue un momento de estudio, como los boxeadores antes de fajarse, e igualmente atentos al movimiento delatante de las intenciones del otro. No se cuanto se prolongó ese instante que parecía eterno, pero creo que ambos sabíamos que el que pronunciara la primera frase quedaría en desventaja, porque avisaría al otro por donde irían los tiros y los dos estábamos a la defensiva.

Yo me preguntaba que puede querer una mujer así, tan mayor y tan firme, de un joven escribano casi notario, sin papeles, así que decidí romper el fuego y dije, y bien, usted dirá señora en que puedo servirle.

Ella me miró intensamente y dijo:

-Claro, pero antes de eso, dígame, ¿quien es usted?

Lo primero que me vino a la cabeza, fue decir “el que usted estaba esperando”, pero me pareció una soberana pelotudez, una gillipolez, como se dice aquí, de modo que comedidamente respondí:

-Un trabajador de la vida. Sabe, las cosas no son fáciles para un extranjero.

-Así que usted es de los que piensan que la vida es fácil para los que no son extranjeros.

-Discúlpeme no quise decir eso, sino, que para los extranjeros es algo más complicado.

-Ahaa! ¿Y que es para usted ser extranjero?, inquirió serenamente.

- Uno de afuera, dije, uno que no puede entrar en el lugar de los que tienen un lugar definido. Uno que ha perdido lo que tenía, uno que se ha ido de su morada originaria y que probablemente nunca volverá.

-Me gusta eso, de la “morada originaria”, suena muy romántico, y agregó como sorprendida, es usted verdaderamente joven si piensa que hay un lugar desde donde uno sale, y hacia donde debe volver. ¿Se da cuenta de que usted piensa que hay una Casa Única?

-Bueno, dije confundido, hay un país donde uno ha nacido…

-Si, me interrumpió, pero eso no quiere decir, que usted no pueda tener otra casa, otro país. ¿No le parece que conduciría a una enorme pobreza, no incorporar otra cultura, mirar siempre al mismo lado?

-Si, desde ese punto de vista tiene razón, pero, aunque uno se incorpore a otro lugar, aprenda sus códigos, siempre estará en desventaja con el nativo, siempre le faltará algo a su historia que no coincide con la del lugar, siempre le faltará algo por saber, por sentir, por conocer.

-Bueno, mire usted, dijo ahora cambiando de posición en el sillón, como si hubiera llegado mentalmente a un lugar desconocido para mí, si le falta algo por saber, por sentir, por conocer , es usted afortunado, es la posición que le conviene.

-Si, suena muy bien lo que dice, pero en la práctica, repliqué, una persona así, se siente sola, muy sola, muy ajena, muy fuera, muy desprotegida.

-Todas las personas estamos solas, todas estamos desprotegidos, por eso debemos unirnos de alguna manera, porque de alguna manera todas somos extranjeras. Y además ¿cómo sabe Ud. que yo no soy también extranjera?

-Bueno, por su apellido, he pensado que quizá sí, usted era también extranjera, dije suficiente.

-Se equivoca, yo nací en Val de San Vicente, en San Vicente de la Barquera, provincia de Santander. El Sr. Lorenz, mi marido era Suizo. Murió en la batalla del Ebro, perteneció a las Brigadas Internacionales. Había terminado la carrera de medicina seis meses antes de entrar en combate y vino a España junto con Max, y su mujer Mimí Langer. Max era cirujano y Mimi , psicoanalista austríaca discípula de Freud, trabajó durante la guerra civil como anestesista. Nos conocimos en Cataluña en el centro de reclutamiento, donde yo me había anotado como enfermera. Y para que usted no piense que yo le hablo así por cuestión de mi edad o teóricamente, le diré que cuando terminó la guerra en Alicante, me embarqué en el Stambrook hacia Oran, desde allí pasé a Francia.

Me pude reunir con mi madre en Méjico tres años después. Viví 25 años allí enseñando literatura española y química, que era la profesión de mi padre, desaparecido no se sabe donde durante la guerra. Una vez me dijeron que lo fusilaron en la plaza de Toros de Badajoz, pero su cuerpo nunca apareció.

En Méjico conocí a un exiliado paraguayo y en 1969, nos fuimos a vivir a Chile hasta la caída de Allende en el 73, luego viví 10 años en Uruguay y en el 84 volví a España. En cada país que viví, aprendí, milité, sufrí y amé.

¿De donde cree Ud. que soy yo? ¿Y dónde o cuándo soy de un lugar u otro? ¿Podría decirlo acaso? Y no piense que me hago la víctima, el emigrar es un destino humano y si me apura, de todo ser viviente que quiera sobrevivir. Los españoles somos maestros en esto. Para situarme en sus latitudes, le diré que fueron miles y miles, lo que iniciaron el descubrimiento de América. Querrá decir, “la Conquista”, agregué rápido.

- Bien, o digamos mejor, ambas cosas. Después de la independencia y a comienzos del siglo XX, fuimos nosotros, vascos, gallegos, catalanes y valencianos los que poblamos esas tierras. Junto a los italianos, agregué. Así es, dijo, secamente y continuó.

- Luego, durante los 50 y los sesenta nos desplazamos por toda Europa central, Alemania, Francia, Inglaterra y otros a Canadá, México, Venezuela, Argentina, Chile, Uruguay, etc. Fuimos no miles, millones.

- Lo sé, dije, y la generación de mis padres, se beneficiaron culturalmente...

- Ah, me interrumpió, me olvidaba que era Ud. un “joven, inteligente y culto”.

- Yo nunca dije que era “inteligente”. Pero ¿dígame, quiere Ud. provocarme?

- Provocarlo, mire joven, no soy tan petulante, pero sería lo mejor que podría pasarle a una persona de mi edad.

- Lo que intentaba decirle, es que la presencia de Alberti, María Teresa León, María Zambrano, José Gaos, León Felipe, Jesús López Pacheco, Arturo Soria, Angel Garma, Juan Cuatrecasas, Fernando Marquez Miranda, Fernanda Monasterio, Claudio Sánchez Albornoz, Manuel de Falla, Blasco Ibañez, y muchos más nos enriquecieron a todos en Latinoamérica y estamos agradecidos por eso, y quizá nosotros los de ahora, somos el efecto de todos ellos.

-Mire, Ud. mencionó a Jesús López Pacheco, que estuvo en México, y escribió un poema maravilloso, que dice algo así, como “que triste es tener espalda...”. Durante años de exilio me persiguió esa figura pensando que la espalda está para recordarnos que desde que nacemos siempre dejamos algo atrás.

-No lo conocía, pero me hace pensar, de que también, nos recuerda que marchamos hacia delante no?

Así es hijo, me dijo sin ninguna resignación.

Escuché todo como si recibiera un escupitajo agridulce, en realidad me estaba vapuleando, pero sentía que debía defenderme, que quería trabajar, pero debía decir algo que me afirmara a mi mismo y el que me llamara hijo me tocó el alma. Comprendía que era un giro lingüístico, una expresión coloquial, pero esa mujer compendiaba medio siglo de España y tenia más años de extranjera, que yo en toda mi vida. Un poco perturbado, le dije, no me ha dicho en que puede servirle a Ud. durante dieciséis horas diarias.

- Escuche joven, me susurró, si usted se ofrece como acompañante durante las 24 horas del día y además es inmigrante, culto, sensible y pide respeto, es evidente que es usted el que está solo y necesita acompañamiento.

Era algo tan irrefutable que no pude articular palabra y entonces para rematar me dijo, lo espero mañana a las 8.

Entonces pregunté, y bien, pero no me ha dicho aún para que me necesita y porqué dieciséis horas.

Para qué, ya lo veremos juntos y dieciséis horas, porque tiene que dormir las ocho restantes, ¿no le parece?


Oscar Strada

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