miércoles, 15 de diciembre de 2010

Elementos universales en Amorcito, de Anton Chejov. Por Miguel Ángel Alonso

"Amamos a aquel que responde a nuestra pregunta: ¿Quién soy yo?". Jacques-Alain Miller

De cada cuento de Chejov emana una sensación de bondad y serenidad que se intuyen relativas a una profunda comprensión de las carencias existenciales del ser. En ellos, el autor nunca elude la negatividad del ser, por el contrario, los protagonistas, de una u otra forma, soportan la marca de algún tipo de falla. Pero la mirada de Chejov me aparece elevada. Observa el movimiento de los seres humanos desde una posición de majestuosa dignidad. Al igual que en Bestiarios de Cortázar, pero desde el exterior del cuento, nada parece contrariarlo. Cada uno de sus cuentos es una invitación a observar, sin escándalo alguno, aquello que la limitada conciencia quisiera rechazar: la soledad radical e íntima del ser. Y Chejov asume e ilumina, sin estridencias, la existencia de esa soledad que, en sus cuentos, aparece en su lugar apropiado, a saber, gobernando la acción de los seres humanos, no desde el exterior, sino desde su propio interior. La luz que arroja sobre ella sitúa a nuestro autor como uno de los privilegiados entre los pensadores literarios del ser.

Son varias las cuestiones que se pueden tratar en este cuento. Por ejemplo, la cuestión de la identidad; cierta lógica de la vida amorosa de la mujer; diferentes estatutos del hiato existencial del ser; la cuestión de la creación como remedio de la negatividad existencial; y la invención de la maternidad.

En Amorcito, Un ángel u Oleñka –los tres títulos con que se conoce este cuento—se pone en evidencia, ante todo, la imposibilidad de decir “yo soy”, es decir, la imposibilidad de ser uno consigo mismo en una de sus clásicas declinaciones, el desamparo original o ausencia de morada para el ser. Esto coloca a Oleñka en la indigencia y en la mendicidad, pues para ese desamparo sólo encuentra una posibilidad, morar en la casa del Otro, alienarse a las palabras del Otro como recurso. Inevitablemente, viene a mi mente el axioma de Rimbaud:

Yo es otro

Oleñka nunca es propietaria de una identidad. Tras la apariencia de consistencia que las sucesivas identificaciones le otorgan, con sus correspondientes connotaciones psicológicas, lo que se hace patente es el carácter originario del ser, a saber, la radical soledad de la existencia que no lleva adosada ninguna identidad. Es lo mismo que decir la falta de una palabra propia para la existencia. Oleñka “mendiga” palabras de otros, identidades siempre frágiles, prestas para desmoronarse ante cualquier contingencia.

Si nos situamos en la lógica de la vida amorosa, podemos deducir que, para Oleñka, como para tantas mujeres, hay un ideal que, encarnado en el Otro, daría la respuesta a la pregunta ¿quién soy? Muchas mujeres encuentran en el Otro esa respuesta en la encarnación de ideales antiguos. Cada sucesiva identificación es una variación que se sostiene en el ideal. Entonces, el amor que está en juego en el relato es una respuesta, aunque hay que reconocer, no muy esperanzadora. Si pensamos en la frase que encabeza este comentario: “Amamos a aquél que responde a nuestra pregunta”.

¿Quién soy yo?: “Yo es Otro

Sintetizando, y en un plano más general, Chejov está produciendo en Oleñka, modulaciones sucesivas entre la palabra y su falta, el amor y la soledad, el sentido y el sinsentido, la identidad y el desamparo, para poner en juego una modulación fundamental que engloba a todas las demás, a saber, la modulación entre lo que parece pero no es –la entidad, la identidad, el ente, lo óntico— y lo que es pero no parece, es decir, el ser, su negatividad, lo ontológico.

Respecto al estatuto de la falta, en Oleñka nos revela dos vertientes: el pathos y el deseo. La primera, mortificante, no hace más que producirle sufrimiento. Oleñka es un ser dividido por el agujero que supone no disponer de palabras originales propias. Es la matriz de lo que la enferma. Pero, por otro lado, esa falta es el resorte y fundamento de un deseo en el que podemos observar las peculiaridades de su movimiento. El movimiento hacia los objetos que aparecen delante –los ideales— movimiento que nunca consigue hacerse con el objeto que lo satisfaga. Y lo invariable como causa del movimiento, a saber, el hiato que mora en el centro del ser de Oleñka.

En relación con el tercer punto –la creación— podemos preguntarnos. ¿Qué consecuencias se pueden intuir en relación con esa falta en ser que encarna Oleñka? Sin duda alguna, la necesidad de la creación como aquello que permite mitigar los efectos mortificantes de su soledad. Si todas las identificaciones de Oleñka tienen el peso de la alienación a las palabras del Otro, en esta última asunción de una identidad –ser madre—no se aliena a nadie, es una creación que no toma como referencia a ningún ser humano concreto. En el Seminario 1, página 200, Lacan recuerda a Heine, quien, en uno de sus versos, ponía las siguientes palabras en boca de Dios:
La enfermedad es el fundamento último del conjunto del empuje creador. Creando me he curado

Pero, en el fondo, nada diferencia esta función de las otras más alienantes. Sentimos la amenaza de que también esa función caiga y deje a Oleñka, nuevamente, desamparada. Los golpes en la puerta de su casa, en esa noche ya oscura, nos paralizan, nos sostienen en vilo durante un tiempo aterrador. Tememos que esos golpes en la puerta vengan arrebatarle también el nombre de madre y su soledad primordial renueve todo su potencial mortificante.

No sé si las últimas palabras, en las que el niño sueña “No me toques”, será una nueva amenaza que aguarda en el futuro a Oleñka, quizá un guiño que contraponga el deseo de la madre adoptiva -tener el hijo que la complete de su falta en ser- y el deseo del hijo, que no podrá ser sin la separación del deseo absorbente de la madre.

No habrá remedio para Oleñka. También el nombre de madre tendrá que perderlo. ¿Será la próxima renovación de su desamparo original?

Miguel Ángel Alonso

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