Quiero felicitar, en primer lugar, a Alberto Estévez por el magnífico y lúcido artículo que escribió sobre el relato de Salinger, una interpretación verdaderamente sugerente y enriquecedora a la que añado, como complemento, esta otra, más centrada en la disputa por un poder que se esconde detrás de los enunciados de los protagonistas.
Al finalizar la lectura de Linda boquita y verdes mis ojos, de inmediato, otro cuento vino a mi mente, La carta robada, de E. A. Poe. También en el cuento de Salinger encontramos, en los protagonistas, cambios de registros afectivos y de lugares causados por la intervención de un lenguaje del que, al menos uno de los protagonistas, Lee, aun creyéndose dueño del mismo, no parece poder dominarlo. De tal manera, vemos que se ponen en juego dos niveles del mismo, el del enunciado y el de la enunciación. Además, nos encontramos con otra particularidad, el abrochamiento retroactivo de la significación del relato, que no podemos sustanciar más que desde la escena final y, todavía, sin una seguridad total.
Bien podríamos quedarnos en el nivel del enunciado. Este plano del lenguaje nos informaría de una situación bastante común, un hombre, el del pelo cano, acostado con una mujer; otro hombre, Arthur, que lo llama para contarle las desventuras con su propia mujer, a la que supone de juerga, pero que finalmente aparece y el suspense se diluye, etc., etc. Ni siquiera tendríamos por qué pensar en cuestiones como el adulterio, el engaño, la falta de moralidad, pues nada nos informa de ello directamente, salvo algunas frases concretas de Arthur en relación a su mujer, pero que podríamos atribuir, perfectamente, a una persona atormentada por los celos. Sería otro cuento.
Pero un lector atento, rápidamente queda advertido de que Salinger es un auténtico maestro de los detalles en el uso y en la escucha que hace del habla cotidiana. Y nos damos cuenta de que tras el enunciado, tras las palabras de los protagonistas –sobre todo de las del hombre de pelo cano— habla un sujeto, un deseo: es el plano de la enunciación. Estaríamos, con esta hipótesis, ante un relato más propio para la escucha que para el encuentro con significados codificados en el enunciado. Los deseos están aquí y allí, o bien circulando de un lado a otro, o bien paralizados en virtud del poder que uno u otro protagonista ostenta en función de su posición en el discurso.
Hablo de poder porque, al igual que ocurría en La carta robada de Poe, aquí también parece haber un enfrentamiento entre dos protagonistas, Lee y Arthur, por la conquista de un lugar. El primero trata de sostenerse en una posición cínica, desvergonzada y mentirosa; y Arthur, por su parte, trata de desnudar al otro para situarlo frente a su cinismo. De esa manera, la enunciación que circula por debajo del discurso de Lee viene a romper el discurso lineal del enunciado y a resignificarlo. Es así como, donde creíamos que el hombre de pelo cano estaba resguardado de los avatares de la vida, es asaltado por el lenguaje para desubicarlo y arrebatarle el poder que creía poseer sobre el otro, Arthur.
La enunciación delata a Lee. Todo lo que leemos en la primera parte de la llamada telefónica es un discurso que nos está remitiendo, continuamente, a otro plano, en los sobreentendidos, en los sobresaltos, en los baches, en los cortes, en los puntos suspensivos, en las detenciones del discurso lineal. Nada nos autoriza a sacar conclusiones precipitadas de estos elementos en el momento en que nos asaltan, pero hay que admitir que tienen sonidos extraños. Por ejemplo, que sepamos, en la época de Salinger no existía el mecanismo que nos informa sobre el número que hace la llamada. Pero está presente continuamente un saber anticipado. Es lícito preguntarse, ¿por qué tanto ritual ante una llamada? Palabras tales como “por alguna razón preferiría que no contestara...” “¿A ti qué te parece?” no pueden ser inocentes, sino que están ahí para, al menos, atraer nuestra atención. Y claro, además de su sonido, hay que pensar que estamos ante las primeras frases del relato, lo cual no puede sernos indiferente.
Salinger juega también, en momentos puntuales, con los gestos, las miradas a la chica, las miradas de la chica al hombre de pelo cano. También el gesto de situar la mano en la cabeza cuando siente la amenaza de que Arthur venga a su casa, y la defensa, ya con palabras, que Lee lleva a cabo:
“-Lo que tú quieres es estar justo ahí cuando ella llegue a casa.
-Sí. No sé. Te lo digo de verdad, no sé.
-Bueno, pero yo sí. Sinceramente, yo sí”
Claramente sabe lo que le conviene. A lo que la mujer asiente elogiándolo:
“Estuviste maravilloso. Realmente maravilloso –dijo la chica observándolo—. ¡Dios mío! Me siento fatal.”
¿Por qué habría de estar maravilloso? ¿Ante qué? ¿Por qué habría de sentirse fatal? Sólo pueden ocurrir dos cosas. Una, que ella no sea la mujer en cuestión, y ambos sepan que la mujer de Arthur esté con otro –no tendría tanta potencia el cuento— o bien que los dos estén implicados en la trama.
Todo se resignifica en el absurdo final. Si la mujer llega efectivamente a casa, el cuento, como sostengo, parece perder fuerza y sustancia. La potencia se la da pensar que la mujer no llega a casa y Arthur lo sabe todo, bien porque lo dedujo de la conversación con el hombre de pelo cano, o bien porque lo sabía ya cuando realizó la primera llamada.
“-Joanie acaba de llegar.
- ¿Qué?... Y con la mano izquierda se protegió los ojos, aunque la luz estaba a sus espaldas”
- De todas formas, le voy a hablar de todo esto esta noche. O tal vez mañana...”
Pienso que mañana será más adecuado. Por la noche la oreja que pudiera escuchar está en otro lado. Pensemos que Arthur no sabía nada pero sospechaba y quería asegurarse. Es como si los ojos de Arthur viesen bien, y su oreja, ella sí, hubiese estado verdaderamente atenta a la escucha, mientras el hombre del pelo cano no se enteraba de nada, ni supiese de lo que verdaderamente estaba hablando. En lo que hablaba, en realidad, le estaba revelando que la mujer con la que se acostaba era la suya. Podemos pensar que la escucha de Arthur apuntaba al ser de Lee, es decir, a ese lugar donde creía sostener el poder sobre él.
¿Qué sentido puede tener, si no, la perplejidad, la detención de la palabra de Lee, el acto de llevarse las manos a los ojos para no ver? El poder cambió de lugar. Lee quedó desnudo ante su cinismo, algo verdaderamente insoportable. Difícilmente el ser humano soporta semejante desnudez. Arthur lo hizo hablar para arrebatarle el poder.
Y otra hipótesis es que, quizá, todo lo sabía Arthur de antemano. También aquí habría dos hipótesis. En la primera, el cinismo circula por todos. Arthur, no siente gran cosa por su mujer y sólo le interesa hacerle saber a los otros que está al tanto de lo que ocurre. O bien puede ocurrir que lo que dice en el final sea sincero y está tremendamente enamorado de su mujer. En ese caso no podríamos pensar más que en un gran gesto de humildad. Es otra de las posibilidades.
Por lo tanto, en el final, la jugada maestra que realiza Arthur informando sobre la llegada de su esposa, viene a resignificar todo el cuento permitiendo establecer diferentes y variadas hipótesis. Ninguna puede quedar definitivamente cerrada. Las posiciones de cada uno se trastocan según la hipótesis que mantengamos y el poder cambia siempre de lugar en favor de Arthur. El sometido, el débil, toma una posición de saber y de poder, mientras que el que ostentaba todo el poder queda devaluado por su desnudez.
Miguel Ángel Alonso
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