Bajo este título, que al leerlo por primera vez se nos antoja juguetón, se esconde este relato escrito hacia 1948, uno de los nueve que Salinger publicó en la revista New Yorker, en junio del cincuenta y uno. Él fue junto a Carver y Fitzgerald, uno de los que más influyó en la nueva narrativa norteamericana, y es por este relato que podríamos pensar, que nuestro amigo se había convertido en un hombre apático y aburrido.
Así es seguramente como quedó después de luchar en la segunda guerra mundial el autor del Guardián entre el centeno, el hombre que permanecía allí cuidando a la juventud norteamericana para que ninguno de sus chicos se despeñara por un precipicio. Y tal vez fue así, y por eso luchó en Normandía, el que dio vida al personaje del libro que ya se cuenta entre los clásicos del s. XX.
Nacido en Nueva York en 1.919, fue un reflejo sutil de la sociedad de su tiempo, contándonos de ella a través de las vivencias y palabras de un joven, un poco raro, que parecía ser muestra patente de parte de aquella juventud. Pero en este relato, la joven que permanece acostada junto al hombre mayor, casi no dice nada, porque con su lenguaje cinematográfico nos habla de una indolente sociedad donde los valores se difuminan como si estuviesen al borde del sueño. Así la vemos incorporándose sobre el brazo derecho, así es cómo nos enteramos por teléfono de que Joanie se ha perdido, que su marido, Arthur, la ha perdido, que la busca, pero que nadie sabe dónde está, porque ella estaba junto a él en una fiesta tonta y en un cierto grupo, donde en algún momento todos se llenaban “de esa horrible alegría digna de Conecticut”. Y si leemos con cuidado hasta el final, quizá pensemos que esa chica, en Conecticut, no se habría perdido. Porque ahí estaba la otra cara de la moneda, la cara ñoña de la sociedad de aquel tiempo.
–Y ¿se la llevaron por la fuerza? –le pregunta al marido el amigo del teléfono que tiene a su lado acostada a una chica.
Y resulta que no, porque nunca hizo falta la fuerza para llevar a ningún lado a la buena de Joanie, que no es inteligente sino simple y que en cuanto bebe un poco se restriega con el primero que llega a la cocina. Eso es lo que le aclara el bueno de Arthur a su amigo para que vayamos conociendo a su mujer, a la que fácilmente identificamos con la chica acostada con el hombre canoso.
–Pero esta vez va en serio, –dice el marido enfadado–. Y entonces todos pensamos que el hombre mayor, que va a beneficiarse a la muchacha, es un amigo cínico y desalmado que le da consejos a Arthur y que no deja de decirle que se tranquilice porque tal como está, “así no vamos a ninguna parte”. Ese es el latiguillo que se repetirá varias veces durante el relato, con lo que el amigo quiere decirle, que nada se arregla con quejarse. Ni con nada. Pero es que además, en esa conversación, le vamos a oír decir al marido, que ha tenido una conversación muy brillante con la chica que cuidaba a los niños. Tal para cual.
Finalmente el marido se define como un hombre débil que ya no sabe si quiere o no a su mujer. Y es en esos dos personajes masculinos y en el de la chica indolente, donde Salinger refleja a esa sociedad norteamericana por la que extrañamente siente devoción. Y el marido, que no para de hablar en una verborrea estúpida e inútil, afirma que a veces ella es una chica estupenda. Es curioso ver como es aquí cuando, a la vista de tanta estupidez, el amigo le da una cierta explicación y le comenta que al final “todos somos animales”.
Hay que pensar que el autor siempre deja su huella en la obra a través de algún tipo de reflexión, y creo que la tenemos aquí, porque este es el curioso y cínico comentario del personaje tras el que se esconde el autor. Así es cómo nos deja constancia de la idea elemental y del resumen final que cierta juventud norteamericana está sacando de la vida. Y creo que en este sentimiento ha tenido mucho que ver lo que el autor ha vivido en la guerra, porque, evidentemente, él habría podido ver, después del desembarco de Normandía, que todos somos animales.
Sigue el relato, y en medio de todo ese discurso los dos hombres hablarán de otra cosa, mientras él sigue dándole consejos al marido y sugiriéndole que es él quien provoca esa conducta en su mujer. Y mientras sigue con el brazo debajo del cuerpo de la chica, le dice que Joanie ya es una mujer adulta. Seguro. Luego Arthur quiere presentarse en casa del amigo con lo que aumenta el suspense del relato sobre lo que se pudiera descubrir. A todos nos ha llamado la atención el comienzo del relato cuando el hombre canoso le pregunta a ella si quiere que conteste o no al teléfono, porque parece que ambos saben de dónde procede esa llamada.
Mientras discurre el diálogo va pasando la noche, y en un momento donde ya nadie espera nada, Arthur llama para decir que Joanie ha aparecido. A pesar del susto del amigo, tan significativo, pensamos que todo esto pudiera ser un truco de suspense, y que la chica acostada con el “hombre canoso”, un hombre cualquiera, bien pudiera ser también otra chica, una chica cualquiera. Y así será, seguramente, y así pudiera ser, si nadie viene hasta nosotros para explicarse y decirnos que el pobre marido ha querido disimular su nocturna vergüenza. Por ejemplo.
Pero llega el final y todos seguimos con la duda de si la mujer de Arthur es la misma chica del amigo. Salinger no expresa nada de forma clara, porque el amigo es falso, irónico, escurridizo e incapaz de decir algo serio. Pero también podemos apreciar, perfectamente, la mella que la tal conversación hizo en él. Esa es, tal vez, la prueba de la traición. O el simple cansancio. Porque el amigo es cínico y duro pero ya está aburrido. Y porque cinismo y amistad no casan, es por lo que su amigo Arthur le arruinó la noche.
El relato en tercera persona es puro artificio, y si no fuera porque es del anguloso y astuto Salinger, pudiera darnos la impresión de ser el ejercicio literario que un día se propuso a unos alumnos para aprender a entretener el tiempo de una narración. O para disimular una realidad. Hay en él recovecos inútiles del lenguaje, algo de cansancio, reiteraciones, pero todo eso formó parte de su estilo.
Y el tal ejercicio le salió bien, como no, a Jerome David Salinger, hijo de un comerciante judío, casado con una conversa, que dedicó toda su vida a contarnos de esa joven sociedad norteamericana, rica y snobista, que pasada la Segunda Guerra mundial quiso seguir jugando a ser original, cínica y algo despreocupada.
Mª José Martínez
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