lunes, 23 de abril de 2012

De una impotencia a la imposibilidad; Alberto Estévez comenta "Un Hallazgo" de Nadine Gordimer

Quiero iniciar el comentario que elaboré para ustedes con la frase de un colega francés, Jacques Alain Miller, que me parece muy pertinente para el relato que nos ocupa, dice así: “Que los hombres amen a las mujeres no es una evidencia, es un problema”.

¿Por qué uno se casa? ¿Qué es lo que lleva, en el caso que nos ocupa hoy, a un hombre a renunciar a su soledad para unirse en matrimonio? Podríamos coleccionar un buen montón de respuestas, pero hay una que tendría un lugar destacado entre el resto, la misma que en tantas ocasiones es la responsable de que esa decisión se lleve a cabo, y aunque suene un tanto poética no por ella es menos cierta: un hombre puede renunciar a su soledad por amor.

La soledad de un hombre es un bien muy preciado para él, no piensen que hablamos de cualquier cosa. Los tiempos actuales testimonian claramente de esto, y hoy nos encontramos con mujeres, me refiero a aquellas que ya dejaron atrás el bachillerato, incluso la universidad, aunque éstas últimas seguro que estarían dispuestas a sumarse, que se quejan de qué pasa con los hombres, han desaparecido de la escena romántica embelesados por un nuevo amor, el que les suministra el mercado a través de las pantallas de sus distintos dispositivos electrónicos, en ellos encuentran probablemente la medida justa que permite no lamentar ninguna ausencia, al menos no lamentarla tanto como para salir a buscar una mujer que la rellene.

Sin embargo, el papel de esta ausencia es central para entender el amor, porque sin ella no hay amor que pueda darse. Algunos pueden no llegar a sentirla nunca, o más precisamente, han colocado otros objetos que sustituyen la presencia del amor y con los que pueden llegar a paliar la sensación de soledad, hablo ahora de la soledad no elegida. Hay otros casos en los que estos objetos tienen nombre y apellidos, y brazos y piernas, y un cuerpo capaz de alumbrar un hijo; son las madres, objeto entre los objetos del hombre, capaz de acompañarlo a lo largo de toda su vida combatiendo cualquier atisbo de soledad por muy ruda que sea su soltería, y que en muchos casos esto rige igualmente para el casado.

Trato de marcar la línea por la que el relato de hoy resulta absolutamente esclarecedor, ya que presenta un tratamiento del amor muy delicado; Nadine Gordimer parece tener claro de qué se trata cuando para el hombre hablamos de amor.

En un primer momento partimos del desengaño, del desgarro, el trauma: “Que se las lleve el diablo”. Nuestro herido protagonista, un hombre sin nombre, un hombre cualquiera, aparece ante nosotros víctima de las mujeres, esas arpías que no parecen querer de uno más que lo material, los bienes, y una vez asegurados estos te dejan en la estacada. Son dos los matrimonios que se cuentan por fracasos y con los que carga a la espalda, aunque esto último debiera precisarse porque lo que no está muy claro es que él haya aprendido nada de lo ocurrido en ellos, más bien decide una versión que su psicoanálisis, en caso de que diera oportunidad a que se produjese, pronto localizaría y evidenciaría sospechosamente parecido a un guión, el guión que lo tiene preso. Como en vez del diván, elige para tumbarse las piedras de la playa, no hay posibilidad de que el texto deje de repetirse, entre otras cosas porque no es consciente de que se esté repitiendo nada.

Que nuestro protagonista es un hombre de amor, de eso no cabe duda, es de los que siente la ausencia y está convencido que una mujer puede aplacarla, no hay más que pararse a pensar qué sentido, qué puerta abre el hallazgo para él. Podría haber pensado ir a la casa de empeños a hacerlo efectivo, convertir en dinero la joya que encontró, seguramente sería una suma nada despreciable, pero no se trata de dinero, todo lo contrario, lo que este hallazgo abre, lo que el encuentro con el anillo despierta es lo siguiente: este anillo estaba en la mano de alguna mujer, que aunque en un primer momento, el momento en que lo encuentra, nos invitan a pensar que su obsesión es devolverlo, pronto la sabio mano de Gordimer nos enseña que no se trata de devolverlo, sino de encontrarla, encontrarla a Ella.

Ahora bien, lo interesante del relato, la paradoja, si puede decirse así, es el medio, y el medio que él encuentra es un objeto, el anillo. Esto creará un escenario, unas condiciones del encuentro muy concretas, desde el ángulo que pretendo mostrarles incluso diría calculadas.

Nuestro desengañado, aparentemente huyendo de sus divorcios y maldiciendo de las mujeres parece darse un respiro que figuradamente tiene la forma de un retiro, alejarse del mundanal ruido que supone la relación con una mujer para poner sus pensamientos en orden, es la primera vez que toma vacaciones solo. No obstante, que él se engañe no quiere decir que nosotros debamos seguirlo por esa senda, porque resulta más que curiosa la elección de dicho lugar, un lugar en el que la voluptuosidad femenina aparece por doquier, cuerpos bronceados, pechos desnudos, largas y húmedas melenas, ínfimos triángulos como bikinis… Un lugar en el que, para colmo, no es que no hubiera hombres, pero es que él no los ve. Allí se imagina tiburón hambriento eligiendo presa, pero ese no es su guión y no le sale, no hay el más mínimo flirteo con ninguna de esas bellezas que tenga la sanción de intento de acercamiento. Como dice muy bien el texto,… sobre las  piedras, entre las mujeres. A pensar”. Y estando en esas, qué llama su atención : las madres, madres jóvenes con sus infantes, aferrados a ellas, “tan recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que fueron sembrados por varones como él”. Esto mismo, mucho antes ya lo decía Freud, que en la sexualidad masculina la elección por la madre condiciona el conjunto de la vida amorosa.

Aquí ya estamos más cerca de la realidad psíquica de este sujeto, que no es la de un tiburón, más bien la de un niño, tirando piedras al mar, qué fina la autora, “Como suelen hacer los hombres cuando están solos”, que habrá querido decir, y observando las piedras como los adultos han dejado de verlas. Un niño, y además un niño solo, identificado a esos pequeños abrazados a sus madres,… y entonces: entonces aparece el anillo.

Ahora ya podemos hablar de acercamiento; el anillo le ofrece la posibilidad de conocer a un buen número de mujeres, revestido de su brillo, se atreve, pero es indudable que al elegir esta vía, al elegir la oportunidad que para él ofrece la joya ya nos ha dibujado sus condiciones de elección amorosa, por eso empecé con la frase del psicoanalista francés, aquí está el problema de los hombres con el amor perfectamente recogido por Nadine Gordimer: el hombre no reconoce a la mujer sino su propia condición amorosa, su condición de elección, su guión decíamos antes, lo que causa su deseo. Hasta entonces qué teníamos, las escenas en la playa, que por muy concupiscentes que puedan antojársenos, del lado de este hombre no podemos inscribir más que la impotencia, impotencia para acercarse, impotencia para pasar al acto, en suma, impotencia para desear a cualquiera de ellas.

Por eso mismo pienso que las condiciones del encuentro son calculadas, las condiciones del encuentro están marcadas por lo que provee el anillo, un anillo que por su clase formaría parte de lo que llamamos las posesiones, aquello con lo que su última esposa se largó, un anillo que, como él mismo piensa, merece una póliza de seguros. La voz al otro lado del teléfono puede sonar mentirosa, pero si resulta atractiva, suave, o claramente juvenil, entonces pedía a su interlocutora que viniera al hotel para reconocer el anillo. Hay incluso una que lo convence, y la deja marchar, porque no se trata de eso, no busca a la dueña del anillo.

Él siempre podrá decir que fueron sus primeras vacaciones solo, sin llevar consigo a ninguna mujer, que no tenía intención alguna de encontrar pareja y que sus nobles intenciones fueron las de devolver una valiosa pertenencia a su desolada dueña. Incluso si este tercer matrimonio encontrase su fin prematuramente, no lo permita la divina providencia, nuestro hombre podrá culpar a esta última mujer y acusarla de astuta, taimada, prestidigitadora y oportunista; esta condición, en los casos más graves, se repite interminablemente dejando una ristra de matrimonios rotos, y hay una alta correlación de este escenario en varones casamenteros con el alto valor que para ellos tiene su objeto primordial, su madre. Mientras tanto, dejemos que el engaño siga funcionando, este hombre como tantos otros lo que nunca sabrá es que no se puede amar a ninguna mujer, su impotencia en realidad es síntoma de algo mucho más grave, una imposibilidad, y siempre le resultará imposible amarla a no ser que ella entre a formar parte de lo que causa su deseo.


Alberto Estévez

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