miércoles, 1 de mayo de 2013

Comentario al cuento "El ruido de un trueno", de Ray Bradbury, por Alberto Estévez

Nuestro planeta es un lugar excepcional para la Ciencia; reúne una serie de condiciones que han favorecido la aparición de eso que conocemos como “la vida”, y digo excepcional porque este hecho no es tan común, el conocimiento científico explorando hasta los confines de un universo en expansión no ha podido aportar pruebas de otros lugares en los que se dé este misterioso hecho que es la existencia de seres con vida propia.

Posiblemente, decir vida propia sea un exceso, ya que ésta solo es concebible en un sistema que ha favorecido su surgimiento; por tanto, decir que la vida nos pertenece no hay duda que es un hecho de lenguaje,  porque por mucho que seamos seres de palabra estamos constituidos también por la materia de la que está hecho nuestro planeta, somos naturaleza, y aunque la potencia simbólica del lenguaje consiga atravesarla desnaturalizándola en nuestros cuerpos, afortunadamente el lenguaje no liquida nuestra vida, ahora bien, esa parte de vida late por fuera de ningún orden establecido.

Cuando hablamos de naturaleza tendemos a decir muchas cosas, por ejemplo, decimos que la naturaleza es caprichosa. Nos gusta decir eso a falta de un significado que nos explique el porqué de algunos fenómenos naturales que suceden sin posibilidad de control, contamos los segundos entre el impresionante resplandor del rayo y el estallido del trueno para saber qué lejos se encuentra de nosotros la tormenta, y así, por muy fuerte que éste pueda atronar nos decimos, a ver, …5,…6 segundos, por 340m/s: ah, bien, está a más de 2 kms, no hay peligro.

Bueno, no quiero asustarlos, pero sí hay peligro. Esta misma semana escuché la noticia de un muchacho que había recibido la descarga de un rayo en 5 ocasiones, si bien las dos primeras distaban en el tiempo, las otras tres sucedieron en el espacio de breves minutos, le cayeron 3 rayos seguidos. Claro, como somos seres de lenguaje empecé a pensar que quizá este pobre hombre se dedicaría a algo en relación al metal y que siempre la tormenta lo pilló trabajando, o puede que sus niveles de ferritina en sangre fueran extraordinariamente elevados, no es tan extraño, y su propio organismo atrajera la electricidad como un imán. No dijeron nada de eso en la noticia y acabé pensando, la naturaleza es caprichosa, y sobre todo la del hombre, la de este hombre, porque había sobrevivido a todas las descargas.

El tema de la naturaleza es recurrente en la literatura, mucho más de lo que en un principio podríamos pensar; este curso la naturaleza ha sido protagonista en al menos la mitad de las obras que llevamos comentadas; El Informe de Brodeck, El Mapa y el Territorio y El río del Edén son claro ejemplo, sin olvidar el terremoto que sacude a nuestro ruletista al final de la obra. Y hoy, el ruido de un trueno.

La literatura es depositaria de aquella preocupación e inquietud que la naturaleza y sus manifestaciones producían en los hombres de la prehistoria, y Bradbury recoge este testigo para aplicarle su maestría y así contar una historia que nos enfrente al misterio que supone estar vivos, poniendo en tensión lo real que la vida supone con la acción de la ciencia, o si prefieren con el intento de cernir dicho real, explicarlo y acotarlo, dominarlo en suma. En mi lectura esto está presente desde el inicio del relato, en el que el autor establece las condiciones sobre las que la trama se desarrollará colocando los raíles para que el vagón comience a deslizarse. La flema tibia, la pregunta por si regresará vivo están desde el mismo comienzo; ¿hay garantías? NO GARANTIZAMOS NADA, le dicen, pero el texto exceptúa que de algo sí podemos estar seguros por su carácter inexorable, la muerte es la única compañera fiel del hombre, y ni siquiera una máquina del tiempo que lo lleve de regreso hasta la semilla, podrá librarlo de ella.

Seguramente la mayoría de ustedes conozcan el famoso apólogo llamado “El gesto de la muerte”. Parece ser que procede de la literatura judeo-talmúdica del siglo VI y también está presente en la tradición musulmana sufí de los siglos posteriores. Tiene múltiples versiones, se conoce también como “Cita en Luz”, “Salomon y Azrael”, “El jardinero de la muerte” o “Cita en Samarkanda” entre otras. Es muy breve, les cuento la versión que yo conozco: un criado acude al mercado a comprar y se encuentra con la muerte, cruzan sus miradas y el criado regresa despavorido a casa de su señor para contarle que vio a la muerte esa mañana en el mercado, y le pide un caballo para salir de viaje de inmediato porque al haber encontrado su mirada quizá la muerte haya venido a buscarle, huirá lejos, se irá a Samarkanda para que la muerte no pueda encontrarle. Su señor que lo ve aterrado le concede su permiso y el criado parte al instante, pero el señor siente curiosidad y encamina sus pasos al mercado, donde efectivamente, se encuentra con la muerte a la que se queda mirando muy fijamente, la muerte que lo nota se acerca al señor a preguntarle por qué la está mirando de ese modo, entonces él pregunta -¿eres la muerte? –Sí, ¿por qué lo preguntas? –No podía creerlo, mi criado dijo haberte visto y vino muy impresionado a la casa para contármelo. A lo que la muerte contestó –Sí, a mí también me sorprendió verlo aquí, porque tengo esta noche una cita con él en Samarkanda.

Se dice de este apólogo que busca narrar la lucha entre la vida y la muerte, yo no estoy tan seguro que exista tal lucha, más bien me parece que podemos extraer ese carácter de inexorabilidad que la muerte supone como único destino seguro para el ser vivo, y el apólogo, que efectivamente componemos con palabras, es un intento de simbolizar algo que no se presta a ello, algo que insiste en su opacidad, y que cuando utilizamos una manera menos poética que la que este apólogo nos brinda designamos con el consabido “la naturaleza es caprichosa”, a lo que ese amigo ocurrente que todos tenemos podría apostillar: “y si no que se lo pregunten al hombre del tiempo”.

¿Qué cosa más absurda pone en relación Bradbury, no? Un safari y una máquina del tiempo, uno imagina multitud de aplicaciones apasionantes para una máquina del tiempo que no un safari, casi hasta por cómo está redactado el cartel, parece un poco para tontos, aunque entiendo que alguien podría objetarme que el tonto soy yo al no darme cuenta de las ventajas que tendría evitar desplazamientos a hurtadillas hasta Botswana para matar elefantes, se sube uno a esta máquina y listo.

La ciencia siempre ha tenido ese afán más o menos velado de oponerse a algo que es real; la vida es breve para los que están vivos como nos dice Bradbury; ¿qué animales vivían mucho tiempo?, muy pocos. La ciencia se enfrenta a un abismo insondable que el texto expresa, la jungla era alta y la jungla era ancha, los sonidos que llenan el aire y todo tipo de criaturas nacidas del delirio de una noche febril, llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. Frente a esta inmensidad inconmensurable la ciencia no puede más que oponer un estrecho sendero, un estrecho sendero frente a la pesadilla.

Este sendero, de límites muy reducidos, es el camino que nos depara el cientificismo, un camino por el que debemos deambular todos, todos por el mismo, sin considerar las diferencias que nos distinguen, todos bajo el mismo mandato: NO SE SALGA DEL SENDERO. Y a esto se le suma, Bradbury no se lo deja en el tintero, la falta de posicionamiento ético: si le pasa algo no somos responsables. Comprobamos que no hace falta esperar hasta 2055 para ver cómo se ha impuesto en nuestros días este modelo, cada vez que firmamos nuestro consentimiento a una prueba o a una intervención médica exoneramos al médico de su responsabilidad, efectivamente doctor, usted no es el responsable, soy yo como testimonia mi propia firma. No es extraño que al vernos en esa situación nos sintamos como el protagonista del relato, y cuando leemos en el papel todos los riesgos a los que estamos expuestos a causa de lo que nos tienen que hacer podemos llegar a repetir palabra por palabra lo mismo que dice el personaje del cuento; ¿tratan de asustarme? No, usted haga lo que le digo, siga por el sendero sin salirse.

Los límites de ese sendero se han ido configurando a lo largo de la historia de la ciencia. En la rama que encarna la física fue revolucionario el cambio que supuso pasar del determinismo científico a un entorno más próximo al carácter probabilístico del Principio de Incertidumbre, formulado por Werner Heisenberg en 1927. Fue el paso de un pretendido conocimiento absolutamente preciso al registro de cierta indeterminación, la indeterminación que afecta a la expedición y que hace imposible predecir si volverán con vida.

Posteriores a todo esto y casi llegando hasta nuestros días, y evidentemente fruto de la formulación del principio de Heisenberg, aparecieron los desarrollos de la teoría del caos, el pionero de dichos desarrollos fue Edward Lorenz, fallecido hace pocos años. Él fue quien acuñó el término efecto Mariposa para designar lo que ocurría en ciertos sistemas dinámicos muy sensibles a las variaciones en sus condiciones iniciales. Sin entrar a la complejidad que todo esto implica porque mis propias limitaciones me lo impiden, lo cierto es que tanto la teoría del caos como el efecto mariposa están mucho más próximos a nuestro día a día de lo que en un principio pudiéramos pensar. Los desarrollos de la teoría del caos inspiran las previsiones meteorológicas, no siempre con gran fortuna, ya saben que la naturaleza es caprichosa, y el efecto mariposa ha sido muy explorado en el cine, quizá el ejemplo más popular, a parte de aquel episodio en el que Homer Simpson cambia el futuro al matar un insecto en la prehistoria, sea la película Babel, en la que varias tramas se afectan unas a otras aunque sus personajes viven en puntos muy distantes del globo.

Pero una máquina del tiempo, una verdadera máquina del tiempo le hace pensar a uno si estamos definitivamente sentenciados a no saber nada de esa inmensidad, si no hay posibilidad alguna de entender este condenado misterio que llamamos vida, que nos rodea por doquier y del que formamos parte en tanto materia orgánica viva. Una máquina del tiempo para hacer posible volver atrás y empezar de nuevo, para poder conjurar la muerte en su paso implacable y volver a vivir otra vez, una máquina que tuviera la facultad de resucitar a una pequeña mariposa.

Alberto Estévez

No hay comentarios: