lunes, 2 de septiembre de 2013

LITER-a-TULIA despide el 5º año comentando el relato de Jack London, "La Hoguera".

Comenzamos la novena y última reunión del curso de este año, quinto curso ya en la andadura de la tertulia, 45 reuniones con la de hoy en total. Jack London acude a nuestro escenario con esta hoguera que esperamos pueda prender el debate posterior sobre lo que el texto plantea, en ese sentido me produce cierta curiosidad la característica de dicho debate, veremos si se plantea desde la intensidad, es decir, retorciendo un mismo tema y apuntando diversas reflexiones sobre él, o es un debate más diverso, abriendo diferentes cuestiones. Cada uno que haga su apuesta, la mía ya está hecha, cuando acabemos veremos el resultado.

Personalmente encuentro muy interesante hacer una lectura de lo que ha sido el curso en la última reunión. No se trata tanto de hacer balance, creo que la valoración siempre se muestra falta de objetividad, prefiero tratar de dar cuenta de lo que a posteriori ha formado un sendero, el sendero del 5º curso, que al igual que pasa con el protagonista del cuento de hoy, en la medida que uno lo va transitando no se atisba muy claramente, y es después que vamos percibiendo en nuestras propias huellas el camino que hemos formado. Este efecto es casi siempre algo muy sorprendente, cuando se trata de la experiencia de un psicoanálisis es algo inevitable. 

Pero vayamos al sendero que hemos formado al transitar este 5º curso.
La literatura y el psicoanálisis comparten la materia prima que les da su posibilidad de existir. No existiría la literatura sin palabras, y lo mismo podemos decir de un psicoanálisis, éstas son su condición sine qua non, con lo que a vista de pájaro ya vemos lo que abre camino, lo que aparta la maleza dibujando una senda: son las palabras. El lenguaje traza el sendero que convierte a la literatura en la práctica de la excelencia de la palabra  y al psicoanálisis en la práctica de la palabra por excelencia. Hasta tal punto que podemos decir que la literatura es un arte, no sé si lo es el psicoanálisis pero no cabe duda de que para ser psicoanalista hay que tener cierto arte.

Las palabras por lo tanto son el piso que alfombra nuestro sendero, a la manera de las rodadas del carruaje que encontramos en el camino, y la provisión de estas palabras se hace a partir de 9 contenedores, las 9 expresiones literarias que completan nuestro curso, que comenzó en Octubre pasado con El Informe de Brodeck poniendo en evidencia la condición humana en su vertiente de barbarie y destrucción frente a lo extraño, hasta el punto de reducir a un sujeto, nuestro perro Brodeck, al estatuto animal, el estatuto básico de superviviente. No hay duda que algo del superviviente lo constatamos también en la persona de Jed Martin, el protagonista de la siguiente cita, El Mapa y el territorio, frente a lo mortífero que esta novela plantea no como peligro exterior sino como amenaza desde dentro mismo del protagonista, ante lo cual Jed aplica su tratamiento de supervivencia, su fórmula: la sublimación por el arte.

A mi modo de ver estas dos citas de Octubre y Noviembre pasados componen un ternario con la de Diciembre haciendo un subconjunto del primer tercio del curso. El tema de la supervivencia es el eje del ternario y se hace evidente en esta tercera cita, Dínos cómo sobrevivir a nuestra locura, que en cierta forma abrocha las dos citas anteriores con ésta y nombra a su vez esta supervivencia en el propio título señalando el objeto al que responde: la locura, parasitaria de nuestra condición de seres de palabras, ya sea la locura del semejante, o nuestra propia locura, perturbación expresada en la novela de Kenzaburo Oé en la casi obscena alienación de aquel padre con su hijo.

Con la llegada del nuevo año se produjo un recodo en el camino, cierto giro que el relato de Kafka, La Condena, produjo. Aquí no se trata tanto de la supervivencia, recordarán el funesto final de su protagonista Georg, que justamente no sobrevive, sino de la culpa como fluido que recorre los laberintos de una subjetividad dominada por el absurdo y el sinsentido. La culpa puede declinarse en función del amor, y hablamos con Kafka del amor al padre, y con José María Merino del amor a la pareja, el amor de Daniel a Tere en El río del Edén, que nos permitió disfrutar, además de la presencia de su autor, en un animado debate en el que aquel río separaba inevitablemente las dos posiciones para enfrentar lo que puede deparar una vida, la del hombre y la de la mujer.

Dos relatos ocuparon nuestro interés en las dos citas posteriores, dos relatos en los que la ficción que los atraviesa comparte una cuestión: mostrar las coordenadas de una oscura satisfacción en el sujeto. Los dos relatos eligen el juego, aunque de dos maneras diferentes, El Ruletista apoyándose en el azar y el El Ruido de un Trueno en la Ciencia, brindando una experiencia aterradora pero inigualable. Como consecuencia, ambos relatos exploran los límites de nuestra condición, los límites que expresa nuestra relación con la muerte, que se torna protagonista, curiosamente en ambos, a través de armas de fuego.

La siguiente cita da un contrapunto a estas dos y a la vez tiende un puente con el relato justamente anterior, el trueno de Bradbury: si bien por un lado aquellas citas traían a colación el horror en relación a un final, Austerlitz nos brinda ese mismo horror en relación al origen, aunque no nos lleva al origen de los tiempos, se trata de la odisea que para Jacques Austerlitz supone no poder encontrar su lugar en este mundo, estar desconectado de su origen; y en este sentido, horror, olvido y memoria forman el marco de esta extraordinaria novela donde de nuevo la supervivencia toma el protagonismo.

4 novelas, 4 relatos y una novela corta han sido los contenedores para abordar estos temas: el origen, el final, los laberintos de la subjetividad encarnados en la culpa y el amor, la locura, la naturaleza humana en suma. ¿Pero realmente no es una contradicción en los términos hablar de naturaleza humana? Para entrar en esta cuestión viene como anillo al dedo La Hoguera, el relato que propusimos hoy, y que redobla la temática de este curso, que queda, les propongo, marcado por este significante de la supervivencia

Hablar de naturaleza humana es cuando menos controvertido sin hacer algunas precisiones, Porque si hay un cuerpo entre todas las especies que habitan la tierra donde no existe la completud natural ese es el cuerpo del ser humano. ¿Por qué no existe, a quién echamos la culpa de esta merma biológica en nuestros cuerpos? A lo que hemos llamado la materia prima de la literatura y del psicoanálisis, la culpa es de la palabra. La palabra es responsable de que nuestra vida sea una vida simbólica, que pervierte la evidencia de que también somos materia viva. La palabra tiene la culpa, no hay duda, de que el protagonista de Jack London muera congelado en la nieve. Es por culpa de estar dotados de la razón y no por las palabras que se dicen en el relato, es un relato prácticamente mudo, sino por el hecho de ser seres de palabras, estar constituidos por palabras, las palabras son nuestra particular biología que nos aleja de la naturaleza, me gusta mucho la manera que eligió Mº José, nuestra compañera, para expresarlo en su reseña, naturaleza entendida como un mundo sideral totalmente indiferente a nuestro antropocentrismo. Y el relato por un momento también abre esa brecha, poniendo en relación de continuidad la bomba sanguínea que aminora el ritmo en el organismo de nuestro insensato, con el frío del espacio que cae sin clemencia sobre la corteza terrestre.

Esta es la brecha, el mérito de este relato es justamente situarse ahí, entre los dos cuerpos de nuestro protagonista, su organismo y la imagen narcisista que lo recubre. Y esa brecha está sellada para este necio. Qué listo London porque para marcar el contraste utiliza a un animal como compañero, no otro sujeto, sino un perro, porque en el perro, como en todos los animales exceptuando a los animales palabreros, en el perro hay un solo cuerpo, no hay grieta ni brecha, ni dos cuerpos en relación ni en oposición. Y es seguro que el perro no sabe que en ese espacio sideral hay otras masas que reciben el nombre de planetas, ni siquiera sabe que gracias a la razón, esos planetas responden a un nombre, y es seguro que tampoco le importa un bledo, lo que le importa es el saber de su instinto, no el esfuerzo de sublimación cultural. Y ese saber instintual sí tiene conexión directa con lo biológico, la sangre era algo vivo como el perro dice el texto, equiparando sangre y perro en el dominio de lo vivo, ahí no hay brecha, no podemos hablar de interferencia, el animal es su propio cuerpo. Cabría pensar si podemos extraer de esa comparación que hace el autor la consecuencia de que nosotros no somos algo vivo. Sin duda lo somos, pero nosotros acarreamos con un cuerpo a través de un desierto helado despreciando la inconveniencia de permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso.

Los humanos no podemos decir que nuestra vida no tenga relación con el saber. Afortunadamente el saber nos ha permitido llegar hasta donde hoy estamos, los logros del hombre en la historia pasan por la conquista de un saber, pero no un saber del instinto, no es un saber que se hereda genéticamente, es un saber hecho de palabras y éstas se traducen en consecuencias directas para la vida humana. Cuando Freud se ve enfrentado al cuerpo de las histéricas en la Salpetriêre constata un cuerpo desobediente -y por cierto, extrae un saber de ello-, que no se rige por leyes naturales, y cuando el protagonista del relato ignora cuán insignificante es su materia orgánica en un paraje de temperaturas inferiores a 50º bajo cero, rechazando acatar lo que la autoconservación le ordena, nos damos cuenta de cómo el cuerpo no forma unidad con el sujeto, el cuerpo desobedece las leyes de la medicina, el cuerpo está aquejado de síntomas de los que el saber médico no puede dar cuenta, y la pregunta por la causa de dichos síntomas obtendrá una respuesta u otra dependiendo de la posición ética del sujeto en la persona del médico.

Creo que podemos caer en la tentación de atribuir a nuestro personaje cierta dosis de masoquismo, un gusto por el sufrimiento mal dosificado, se le habría ido la mano y la sobredosis de sufrimiento se lo llevó por delante, atribuyéndole así una intención mortífera que aligeraría un poco el drama: mira, pues él se lo ha buscado, ganas de sufrir. Lo verdaderamente dramático reside en el hecho de pensarlo por fuera de su intencionalidad, como algo que lo sorprende y que hace vanos sus esfuerzos cuando ya es demasiado tarde, una estúpida manera de encontrar la muerte cuando el sujeto no quería morir. En este sentido cabría diferenciar al menos dos estatutos de la angustia en el personaje de London, la angustia como señal, como miedo ante la precipitación cada vez más irreversible de los acontecimientos, presente en la parte central del relato, y la angustia como real, que está presente hacia el final y se desliza en esas imágenes de su propio cuerpo como no perteneciéndole, no le responde, el enamoramiento cegador de la propia imagen cae y el sujeto se ve reducido a su propio cuerpo, porque la naturaleza es inexorable en ese sentido y siempre vence la batalla contra la palabra.

Somos una paradoja, y de esta me serví hoy para tratar de mostrarles que en el ser humano la pérdida irreparable de la brújula que ofrecería el instinto es por culpa de las palabras que nos constituyen, pero a la vez, son ellas las responsables de que defendamos una posibilidad de supervivencia para el ser humano ante las implacables leyes de una naturaleza que nos amenaza con toda su potencia mortífera.

En realidad nos han repetido aquello de la verdad os hará libres, lo que no nos contaron es que estamos presos en ella, presos de una verdad hecha de palabras, hasta el fin de nuestros días.

Alberto Estévez

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