jueves, 5 de julio de 2012

Silvia Lagouarde introduce la reunión que despide el cuarto curso de LITER-a-TULIA con el relato "La Espina", de Ferdinand von Schirach

Resumen del relato





Nuestro protagonista, llamado Feldmayer, había tenido muchos trabajos en su vida: cartero, camarero, fotógrafo, pizzero, herrero. Pero sólo hasta los 35 años. A esa edad encontró “el trabajo de su vida” en el Museo de Arte Antiguo de la ciudad de Berlín como vigilante en la última de las 12 salas de un ala del museo. Debía vigilar una sola estatua: El Espinario; la figura de mármol era una estilización romana del original griego. No era especialmente valiosa pues existen numerosas copias. Por error administrativo estaría 23 años en esa función. 

La sala que Feldmayer debía custodiar tenía 150 metros cuadrados y estaba casi vacía, el vigilante más cercano estaba cuatro salas más allá. Feldmayer estaba ansioso, debía buscarse una ocupación. Medir el espacio pareció una buena opción para pasar las horas muertas. Con la sola ayuda de una regla anotaba en el cuadernillo todos sus cálculos: de las paredes, del techo, medía los huecos de los pestillos, contaba los visitantes, cómo iban vestidos, contaba las moscas y trataba de comprender el secreto de sus vuelos. 

Con el transcurso del tiempo y el olvido burocrático (nunca entró en las rotaciones) el museo cambia a nuestro protagonista. Su casa se convierte en una sala de museo, se levanta todos los días a las seis, cruza el parque de la ciudad de Berlín contando sus pasos: 5.400. Todos los domingos come en un restaurante. Deja de salir con chicas porque hacen mucho ruido, hablan alto y hacen preguntas a las que no sabe responder. Habla regularmente con su madre, la visita cada tres semanas. Cuando ella murió, dio de baja el teléfono y se quedó sin familia. 

Feldmayer nunca se quejó. No es ni feliz ni infeliz hasta que después de ocho años de trabajar en el museo ve por primera vez a la escultura: un muchacho desnudo en una roca sentado, con la mano izquierda coge el empeine del pie izquierdo mientras con la derecha se saca la espina del pie. Le comienza a obstinar la idea de si el muchacho encontró la espina. Pronto comenzó a sentir que la espina estaba en su cerebro y sentía su ruido y le raspaba el cráneo, debía liberar al muchacho y liberarse él, fue cuando se le ocurrió lo de las chinchetas. Compró las más pequeñas y las esparció por la ciudad, zapaterías, piscinas, parques. Las personas se hacían daño y el gozaba de placer cuando se las extraían. Y así pasan 15 años. A sus 58 años decide acabar definitivamente con el sufrimiento del muchacho. Cogió del pedestal la estatua y la arrojó al suelo con todas sus fuerzas. Gritó como nunca lo había hecho en su vida, la sangre de sus venas cambia de color y se ve iluminado y finalmente ve a la espina hasta su desaparición. Se le fueron todos los dolores. La policía lo lleva a su piso y ven que en toda la casa, paredes, techos, estaban pegadas miles y miles de fotografías, todas mostraban el mismo motivo, hombres, mujeres, niños, todos sacándose del pie una chincheta amarilla. 


Comentarios sobre el relato

Sorprende en este relato la “trágica” conjunción de: un olvido administrativo institucional y el hecho de que la persona perjudicada por dicho olvido, el señor Feldmayer nunca se quejara. 

El haber sido olvidado unido a su imposibilidad de tomar la palabra ante las autoridades del museo reclamando por ejemplo otro destino, nos llevan a pensar que este sujeto carece de los recursos simbólicos necesarios para dirigirse al Otro, no sabe invocarlo, adaptándose con total resignación a ese designio. La psicosis del protagonista comienza a manifestarse a partir de ese olvido, en ese haber sido barrido de las rotaciones de la gente de las que se beneficiaban sus otros compañeros. Hundido en su silencio pasará sus horas muertas midiendo todo, haciendo estadísticas. Despojándose de todo su ser convierte su casa en otra sala de museo, no soporta los ruidos, sí el silencio. 

Una rutina prolija y ordenada: levantarse a las 6, cruzar el parque de la ciudad, contar los pasos 5.400, ir todos los domingos al mismo restaurante, dejar de salir con las mujeres. Se sostiene en un lazo social que es ese trabajo pero él va desapareciendo como persona. En esa rutina nada lo agita, no es feliz ni infeliz. Y así se sostiene durante ocho años. A los 43 años descubre al Espinario. La escultura de pronto cobra presencia, considero que las cosas se mantendrán así hasta la muerte de la madre. 

Con el fallecimiento de su madre la estatua se convierte en una presencia real. Y la espina lo único que está fuera de todo cálculo. Esto es su locura. No puede soportar esa incógnita ¿dónde está la espina? Cuando la espina se localiza en su cabeza todo se derrumba siente su ruido y que le raspa el cráneo. Todo es un caos de pinchos y púas. Decide liberar al muchacho para liberarse a sí mismo y se le ocurre lo de las chinchetas. Traslada el problema sin solución: el sufrimiento propio al sufrimiento real de sus víctimas. 

Se pasará 15 años pinchando y fotografiando el sufrimiento y la liberación de sus víctimas. Sacándose las chinchetas. Resumiendo: si la modalidad de goce de los primeros ocho resultaba de mediaciones y cálculos llevados hasta la extenuación, tras la introducción alucinatoria de la espina en su cabeza, la idea delirante de las chinchetas y el pasaje al acto consiguiente trajo calma a su espíritu durante esos 15 años. 

A los 58 años decide terminar con todo. No puede más con la mirada de reproche de sufrimiento del muchacho, y decide romper la estatua. Otra alucinación y finalmente ve la espina. Grito desesperado y risa interminable. Considero que con este pasaje al acto se instala la posibilidad del diálogo con el abogado. Dialogo con el defensor: este ordenamiento subjetivo que le permite contar su historia, nuestro protagonista quizás tome la palabra. Y ganando el juicio es la victima del olvido. La ley le restituye algo, hay una restitución simbólica. Feldmayer sale absuelto, conservó el derecho a recibir una pensión y nunca más volvió a tener una chincheta en la mano. 



Conversación con el autor




Entrevistadora: Si la literatura es ficción y este texto se basa en hechos reales ¿su libro “Crímenes”, ¿es un testimonio de su trayectoria judicial? ¿qué hay de literatura en él? 


F.V.S: (respondió con seguridad y contundencia) Todo es literatura, aunque solo sea por el hecho de que un caso de homicidio ocupa 15 carpetas y mi relato unas pocas hojas. Las carpetas son la realidad y lo otro es literatura. 

Entrevistadora: Bien, vamos a lo que a usted más le importaba de nuestra conversación, recuerdo su inquietud y sorpresa al leer, después de publicar “Crímenes” algunos textos que lo acercaban como jurista a ciertos conceptos elaborados por Lacan… 

F.V.S: (Me interrumpe) efectivamente, insistí mucho en todas mis entrevistas en que el tema fundamental de mi libro es la verdad. En un juicio la verdad que hay reconstruirla con testigos, huellas, pruebas etc. y sólo se llega a un acercamiento. Porque las cosas no son ni blancas ni negras es por lo que para los delitos no hay un castigo fijo. El juez tiene que encontrar la medida de la culpabilidad. Es parte de la condición humana sentirnos culpables de algo, todos decimos mentiras, engañamos. Somos crueles. La culpa forma parte del ser humano. La verdad que hay detrás de la sentencia de un tribunal opera bajo los mismos mecanismos que la verdad literaria y aquí viene mi pregunta ¿Podría hablarme del concepto de verdad en Lacan, creo haber leído que también él asegura que la verdad está estructurada como ficción. 

Entrevistadora: El término “verdad” es uno de los más complejos del discurso de Lacan. Hay algunos puntos básicos claros y constantes en la concepción lacaniana de la verdad. La verdad es siempre la verdad sobre el deseo, sobre el deseo inconsciente. Pero no se puede decir toda la verdad. Hay una imposibilidad estructural de hacerlo. Como usted bien ha observado todos nos sentimos culpables de algo. El deseo es abyecto y desde el inconsciente todos somos culpables. 

Entre la verdad jurídica a la que usted aspira, y la verdad sobre el deseo a la que aspira la cura psicoanalítica, y retomando su intuición de que la verdad que hay detrás de la sentencia de un tribunal opera bajo los mismos mecanismos de la ficción, quiero nombrar una diferencia, la verdad para un sujeto en análisis no es necesariamente ni bella ni beneficiosa, saber cómo “se transgredió la ley” en psicoanálisis no implica más que un culpable y será responsabilidad de ese sujeto liberarse de la culpa. La inocencia en una cura no existe. La verdad jurídica toca en cambio “lo bello de la verdad” cuando es justa, que es lo que intenta hacer usted en todos sus relatos. El escabino como figura jurídica sería aquel que intenta ver la ficción literaria de la verdad, el analista también reconstruye y lleva al sujeto a saber sobre la verdad de su deseo para que su vida sea “menos enferma” o “más bella”. Lo que no descarta el crimen en lo real como usted muy bien interpreta en el relato primero de su libro, “Fahner”. Saber al Señor Fahner, la verdad de su deseo lo llevó a descuartizar a su mujer…

Silvia Lagouarde

miércoles, 4 de julio de 2012

La Espina, de Ferdinand Von Schirach. Un relato muy alemán. Por Gustavo Dessal

El título original del libro no es Crímenes sino Rupturas. Me parece un título menos vulgar, mucho más interesante, porque tiene una capacidad más abarcativa de los casos que nos ocupan. Pero supongo que los editores españoles consideraron que Rupturas era un título menos comercial.



También quiero señalar que, al menos este cuento, La espina, introduce una cuestión importante: es un cuento muy alemán. Pero todo el espíritu del libro plantea esta vertiente. Diría que, aún siendo el propio autor muy alemán, no es seguro que sea un propósito consciente por su parte.


En las primeras frases recrea ya un mundo que es consustancial a la idiosincrasia alemana. Un mundo caracterizado por un orden donde todo está contabilizado, fichado. El tema de las fichas es muy interesante, podría haber hablado de computadoras, pero habla de fichas, término que para los alemanes es muy evocador. Por otro lado, tenemos los tres uniformes grises y la camisa que le entregan al protagonista. Unos sencillos detalles que evocan la eficacia.

Sólo un golpe de viento, una imagen del azar, podía producir el cambio y la dislocación que de ello resulta en ese universo programado.

Y me parece muy interesante el consentimiento que el protagonista otorga a la situación a la que se ve sometido, el silencio absoluto, el hecho de que no eleve la más mínima protesta. Esto tiene un peso en la atmósfera del cuento, en el sentido de que sigue siendo una cuestión muy alemana. Como sigue siendo una cuestión muy alemana el debate que se abre respecto de la comisión del mal, si el hecho protagonizado por Feldmayer es un crimen o una ruptura.

¿Cualquier persona es capaz de cualquier cosa? Esta es una problemática muy alemana, y aún no resuelta. Yo basé mi última novela en un ensayo de Harald Weltzer que se titula Los ejecutores. Personas corrientes convertidos en asesinos de masas. Hay toda una literatura sobre esto. No cualquiera hace cualquier cosa, pero cuando sesenta millones de personas hacen la misma cosa, eso introduce al menos un problema.

Imagino que la formación intelectual de un hombre como Von Schirach no debe desconocer que hay una leyenda muy importante, centroeuropea y de la Edad Media, que es el mito de la piedra de la locura. Se creía en ciertas regiones del norte de Alemania y Flandes que la locura era una piedra que estaba alojada en la cabeza, y la curación de la locura consistía en la extracción de la piedra que la provocaba. Los españoles tenemos la fortuna de contar, en el Museo del Prado, nada menos que con la obra más importante sobre esta temática, La extracción de la piedra de la locura de El Bosco. Hay otro cuadro sobre esta temática del pintor Van Hemessen. Se consideran las dos obras más importantes sobre esta temática, sobre todo la de El Bosco, por la cantidad de simbolismos que contiene.

La otra cuestión que me parece interesante del cuento es el tema. La espina, más allá de su temática grecolatina, contiene un simbolismo crístico muy importante. En determinado momento el protagonista va a pasar a la acción, va a pasar al acto con las chinchetas. Y lo hace para redimir. Esta palabra me parece muy importante. Redimir a la estatua de su dolor. Y el hecho de tomar sobre sí la carga de redimir a ese ser del dolor, creo que añade otra temática al relato.

Por eso creo que el cuento tiene una carga de profundidad muy grande. Trabaja simultáneamente con fuentes semánticas, y con toda una simbología que combina la antigüedad y la Edad Media, todo lo cual lo hace muy interesante. Y la problemática de que la locura tenga que ver con algo que no se consigue extirpar del cuerpo –la espina— está muy bien captada por el autor.

También aparece en el relato una reflexión sobre la cuestión del tiempo. Porque la locura tiene mucho que ver con la cuestión de la infinitud. Feldmayer, a partir del momento en que ingresa en el museo, entra en la eternidad. Como ya no puede rotar, queda flotando en la eternidad.

La eternidad es una dimensión del tiempo que, a la vez, nos introduce en la paradoja de que anula el tiempo. Y para poder recobrar su localización en el tiempo, el protagonista necesita objetivar algo en el espacio. Es una cuestión estrictamente físico matemática. La única manera, eso lo demuestra Einstein, de que podamos tener una cierta objetivación del tiempo, es el espacio-tiempo. El tiempo es una cosa absolutamente subjetiva, mientras que el espacio no lo es. Por tanto, es mediante el espacio como podemos tener una cierta dimensión de lo que es el tiempo.

Lo interesante es cómo consigue este hombre recobrar la dimensión del tiempo. En ese sentido, me parece extraordinario el relato. Esto forma parte de la condición de todos. En cierta realidad, todos, si sólo estuviésemos hechos de palabras, estaríamos prometidos a la eternidad. Lo que nos hace verdaderamente partícipes de la vida es el hecho de tener un cuerpo y de poder tener alguna vivencia respecto al cuerpo. En este caso es una vivencia que pasa fundamentalmente por el dolor, no solamente en relación a la locura. Por eso me parece que la temática crística es muy importante, porque la religión cristiana es la primera en la historia del monoteísmo en introducir la dimensión del cuerpo en la forma del dolor.  

Gustavo Dessal

miércoles, 20 de junio de 2012

Breve apunte a la inminente publicación del libro de relatos "Demasiado Rojo", del escritor Gustavo Dessal

El último libro de cuentos de Gustavo Dessal, Demasiado rojo, nos presenta una intensa variedad de situaciones, profundamente humanas, paradójicamente humanas, en tanto cada una de ellas deja la marca  del estremecimiento en un pensamiento demasiado fascinado por el orden, la belleza, la bondad de la vida, sus tics salvadores, incluso demasiado fascinado por la felicidad. En contraposición, otras demasías, rojas, resplandecientes, sombrías, excluyentes, dibujan territorios que lindan o se extienden paralelos a inminencias que, por demasiado reales, nos trasmiten las más altas cotas de inquietud. 

Gustavo recrea trece situaciones –nada menos que trece, y toco madera— en pocas líneas, pero diseminando por ellas una tensión en estado creciente, tensión que sólo encuentra un paradójico exutorio en un silencio final que nos deja perplejos, en una página blanca que nos toma tras la lectura de cada relato para insinuar que, por realmente humana, ella contiene el color de cualquier demasía. 



Miguel Ángel Alonso

martes, 19 de junio de 2012

La sonrisa del buda; comentario de Alberto Estévez al relato "La Espina" de Ferdinand von Schirach

Nuestra última reunión del curso va a concluirlo con el tema de la locura. Comprenderán que este tema a los que nos dedicamos a la clínica nos convoca muy especialmente, más cuando la redacción del cuento se presta de esta manera ofreciendo un caso clínico para analizar. Bueno, creo que este año en más de una ocasión ya nos hemos prodigado en este tipo de comentarios y como psicoanalista voy a tratar de abstenerme en lo posible, aunque la tentación es grande; en fin, comprenderán que no les prometa nada. 




Feldmayer es el tercer loco al que convocamos a nuestras reuniones de este curso, es muy probable que otros personajes se hayan librado de este diagnóstico simplemente porque sus relatos quedaron dentro de otros epígrafes que no el de la locura. Feldmayer, además, establece un hilo coincidente con sus dos predecesores, la Emily de Faulkner y Ned Merryl, nuestro nadador insaciable; los tres tienen un nombre. No es tan frecuente, recuerden el Desvelo de Stoicescu, que por cierto hoy ha decidido acompañarnos de nuevo, su protagonista no tenía nombre. Menciono esto porque la cuestión del nombre es importante en este cuento, es su ficha con su nombre la que la contingencia elige para que dicho nombre no aparezca en el fichero de rotaciones y caiga por tanto en el olvido. 

“Su nombre no fue incluido…” nos dice el texto, por tanto podríamos acordar que queda excluido por no estar incluido donde lo están el resto de compañeros, donde están todos. Paradójicamente, su exclusión refuerza el vínculo que conecta a Feldmayer con Emily y Ned, porque esta exclusión remite a un lugar de excepción, recordarán la importancia que dimos en Emily al lugar que tenía la excepción, aquella mujer era una excepción, su casa, su exención de impuestos, etc., y nuestro nadador favorito, Ned Merryl también representaba la excepción, en este caso haciendo redoblar el tambor de la exclusión, sus circunstancias actuales lo dejaban fuera de aquel que fue un día su grupo social de pertenencia. 

La excepción lo que viene a decir es que existe uno para el que no, lo saca del para todos. Para todos las rotaciones, para Feldmayer no. Una parte de la belleza del relato reside en hacernos creer que esa excepción es consecuencia del azar, de un golpe de viento, pero esa excepción Feldmayer la hace suya anulando así el componente azaroso. La hace suya porque él ya estaba excluido del para todos antes de que la srta. Truckau, del departamento de personal, olvidase cerrar la ventana. 

Veremos que el escritor refuerza este efecto de exclusión cuando relega a Feldmayer a la última de las 12 salas del museo, la más alejada de todas. La figura del castaño solitario es una personificación como lo vimos con la casa de Emily, y a eso sumamos la distancia física con los otros vigilantes y la presencia del silencio como elemento reforzador de su soledad. 

Digamos que son unas condiciones de aislamiento tal que superan el umbral de exclusión de Feldmayer, y ahí situamos el primer asomo de su inquietud, y su primera tentativa de solución, medir la sala. No es una medición normal, es una medición obsesiva en grado superlativo, que contempla huecos y vacíos, esto es fundamental, su tentativa busca frenar la absorción que ese vacío podría estar haciendo de él, y resuelve llenando de números y medidas dicho vacío, es su intento de cernirlo, de configurar sus límites para alejar el sentimiento de amenaza que lo posee intentando convertir el vacío en agujero, que no es lo mismo. Lo que no sabe el pobre Feldmayer, y lo que no sabemos todavía nosotros es que dicho vacío ya lo ha apresado. 

Eso empezamos a sospecharlo cuando hay que inventar nuevas tentativas para aplacar su inquietud que no cede, la siguiente la constituyen los visitantes, con los que hace nuevos recuentos, contabilidades, e incluso estadísticas. Grupos estadísticos harto curiosos; hay uno que podríamos llamar de caracteres genéticos (color de pelo, ojos y piel), otro que sería el grupo estadístico de complementos (bufandas, bolsos y cinturones), y un tercer grupo que no sé cómo bautizar: ¿el grupo curioso?, compuesto por calvas, barbas y ¡anillos de boda! Bueno, no los animaré a que imiten este comportamiento, pero sí pueden imaginar de qué estamos hablando si alguno de ustedes se ve tentado a realizar la estadística de cualquiera de estos grupos con los asistentes de esta reunión, se darán cuenta más aproximada de qué nos están hablando. 

Y entonces, el narrador omnisciente nos da la primera afirmación de peso, ha dejado de relatar como mero observador y toma partido de manera clara: “El museo cambió a Feldmayer”. ¿Por qué nos dice esto? Si recuerdan el texto es ese momento en el que empieza a describirnos todo lo que ha cambiado su vida, regala la TV, tira los cuadros, arranca el empapelado y blanquea las paredes, dejan de interesarle las chicas, perfectamente podríamos llegar a esa conclusión por nosotros mismos, aparentemente de manera generosa el narrador nos la entrega pero los hechos de su vida son evidentes. Mi idea es que no quiere que el lector piense en Feldmayer como un loco antes de su entrada en el museo, lo que pretende es que nos demos cuenta cuán frágil puede ser nuestra supuesta cordura, nuestro imperturbable equilibrio mental quizás no lo soporte todo; un tipo que llevaba una vida ordenada, sin estridencias, sufre un desequilibrio inesperado pero de proporciones mayúsculas y su vida se derrumba. Nos confirma que el vacío lo apresó, no pudo contenerlo y el propio vacío provocó un efecto de vaciado en su vida en el que los objetos salen de la escena, todos menos uno, otra excepción, su Leica, su cámara fotográfica, lo cual nos hace pensar que ese instrumento creado para captar imágenes tiene un efecto reparador. 

Cuando tuve ocasión de volver sobre el relato tras mi primera lectura, me llamó la atención lo tarde que entra en escena la escultura, es casi a la mitad del relato, hasta ese momento no sabemos qué obra artística contiene la sala que guarda Feldmayer con su presencia, sí, una escultura, pero de qué se trata. Hemos por tanto de admitir que sus diferentes tentativas para solucionar su inquietud tuvieron cierto éxito, hasta nos llegan a decir que estaba satisfecho con su vida. Ocuparse de la escultura es equivalente al desencadenamiento de un malestar más allá de la inquietud, este malestar no va a dejarse atemperar tan fácilmente y las cosas empiezan a ir de mal en peor, comienzan las alucinaciones y la presencia de fenómenos corporales propios del diagnóstico de una psicosis. 

Contamos con el delirio del enfermo, la historia que inventa sobre la estatua, una carrera en la que el muchacho pisa una espina y tiene que parar a extraérsela, mientras los demás siguen, él debe detenerse, y no podrá seguir corriendo hasta que no la extraiga; él, Feldmayer es el espinario, incapaz de reanudar su vida hasta que no encuentre esa espina. Digamos que las chinchetas redimen su dolor, hacen detenerse a los demás corredores y le devuelven la sensación de no encontrarse tan parado, casi congelado, y además le permiten albergar la fantasía de que esa espina podrá extraerse, esta vez será uno más entre todos y la encontrará como ha hecho el resto con la chincheta. 

Pero no, no la encuentra, y ya saben lo que se ve llevado a hacer, y lo extraño que resulta ese momento en el que revienta la estatua contra el suelo y él siente cambiar el color de la sangre que corre por sus venas, que nos recuerda a aquellos pasajes que Coetzee tan magistralmente nos narró en su ópera prima que trabajamos aquí hace ya dos años. Verdaderamente es una satisfacción personal encontrar estas muestras de sabiduría sobre la naturaleza humana en un escritor de tan altísima talla como Coetzee, de nuevo una ópera prima, en esta caso la de von Schirach que parece prometer una gran pluma en el panorama literario actual. 

Creo ver a este gran escritor en el final del cuento de hoy, un final añadido a la historia que es imposible le conste al autor, es un final literario de un cuento que también lo es aunque relate un caso clínico-penal. De nuevo una ventana abierta por la que ahora, en lugar de la brisa, entra el calor de la primavera, y de nuevo una mujer, pero ya no se trata de las fichas de los vigilantes, ahora la tarea es recomponer múltiples fragmentos mientras fuma su cigarrillo. Son dos ventanas y dos mujeres; les aseguro que no ha dejado de interrogarme esta cuestión, no creo en la teoría narrativa de la repetición casual, creo que la estructura del relato viene marcada por estas coincidencias de inicio y fin, una mujer introduce la contingencia, otra mujer restaura el destrozo que dicha contingencia provocó. 

¿Acaso es esta coincidencia lo que hace sonreír al buda? ¿No estaría él sonriendo, desde el saber que la antigüedad le otorga, por algo que nosotros no podemos comprender, una casualidad que no podemos interpretar? Al igual que Feldmayer, yo también tengo mi propio delirio, y creo que el buda se ríe porque algo entiende en ese efecto de paréntesis que hacen esas dos mujeres, paréntesis que encierra entre medias la acción del relato, se ríe porque lleva muchos años dedicado a contemplar la condición humana, y sabe que todos tenemos clavada una espina, y que debemos vivir con ella. No se trata tanto de una verdad oculta, la espina es más bien un resto incurable. Y el buda sonríe porque sabe que lo mejor es no intentar estirparla. 

Alberto Estévez

lunes, 18 de junio de 2012

Las manzanas de Ferdinand Von Schirach o, El artista transforma su experiencia en símbolos. Por Sara Veiras

El primer libro del abogado berlinés Ferdinand Von Schirach, cuyo título Verbrechen (crimen, delito, delincuencia), nos ofrece Ediciones Salamandra como "Crímenes"; transcurre entre dos paréntesis. 




Cierra el libro una referencia a René Magritte “Ceci n`est pas une pomme”. Y lo abre una cita de Werner K. Heisenberg: “La realidad de la que podemos hablar jamás es la realidad en sí”. 

Como René Magritte pretendía cambiar la percepción preconcebida de la realidad, Von Schirach busca llamar la atención sobre el grado de acercamiento a la verdad que se puede esperar de la justicia. Todo ello montado sobre una pieza angular: Su tío juez -al que Ferdinand aún hoy echa de menos, todos los días-, decía: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”. 

Y así como su tío juez les contaba, a él y a sus amigos, casos que pudieran entender, así Von Schirach nos cuenta en un tono ameno, estremecedor, divertido, romántico, reflexivo, y, por sobre todo, en un tono ligado al amor; casos que despliegan situaciones complicadas, donde siempre está presente la pomme como un objeto que señala la fina frontera entre el bien y el mal, con sus variados matices, colores, y transformaciones (páginas 16/22, 30, 51, 63, 79, 86, 114, 144, 150, 161, 168). 

Claro que me divertí leyendo de esta manera, pero de ello hablaré más tarde. 

Por ahora corresponde decir que igualmente me sorprendió, y mucho -no conozco el carácter alemán, ni su idioma, pero se oye por aquí, me refiero a la zona latina del mundo, hablar de la frialdad alemana-, encontrar tanto calor en Von Schirach. 

Calor acompañado de precisión, bien decir, puntuación, espacio. Un manejo del aire en la escritura que permite respirar lo atroz con el corazón encogido, aunque sin ahogarse. Leo aquí mucho mérito. 

Con respecto a sus compatriotas transcribo unas palabras del autor: 

”...los grandes discursos son cosas de los siglos pasados. A los alemanes ya no les gusta la grandilocuencia, han tenido demasiada. 

A veces, sin embargo, uno puede permitirse una breve escenificación...” 

Pero volvamos a las manzanas de Von Schirach. 


Empezamos con la compra de una finca con un pequeño parque donde hay 40 manzanos. ¿Qué pasa entre la adquisición de este campo pagado con una herencia -destaco este hecho porque hay diferencia entre pagar con dinero heredado y, pagar con el trabajo; resulta obvio que entre medias, en el primer caso, está la muerte-; y, “Vendían las manzanas de su jardín”? 

Entre esos dos momentos hay una luz intensa y cegadora que deslumbra, un descuartizamiento, un reguero de sangre, y hambre. 

Más tarde se nos cuenta que “Este año las manzanas son muy buenas”. 

II 

Las buenas manzanas puestas a la venta echan a rodar. 

Alguien, más allá, un cuñado que regenta una pastelería de la ciudad, las corta en rodajas y las sofríe con miel en grasa muy caliente; hace los mejores balli elmalar, dulces turcos que le encantan a otro heredero; el obeso y salvaje Pocol. Quien demuestra que comer manzanas en rodajas resulta peligroso. 

III 

También son peligrosas las manzanas que caen al suelo. 

La camioneta que transportaba la cosecha perdió una, casi redonda. Bajo el sol del mediodía se interpuso delante de una vespa y tres ricos herederos, Leonhard, Theresa, y el pobre Tackler, salen de escena en el preludio de la primera sonata. 

IV 

El verde manzana, como una cruz de ceniza, delata a uno de los hermanos Fataris del Líbano. Hermanos incapaces de comprender el mensaje en amarillo fosforescente que la sociedad pretende inscribir sobre su pecho: Obligados a trabajar. 

“Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una muy importante”. Jueces y fiscales ya podían ser zorros..., pero ellos, los hermanos, eran herederos de una larga tradición de delincuentes, y uno de los hermanos sabía muy bien una cosa, que él era un erizo, y que domina su arte. 


Cuando llegamos a “Suerte” y a esa manzana que un joven chutó y mandó al otro lado de la calzada, mientras Kalle grita “No soy ningún asesino”, nos encontramos con el amor. 

Dos faltas abrazadas sobre el hielo, que sólo heredan la suerte, se encuentran con ese hermoso regalo. 

Ocurre a veces, dice el autor en el prólogo: Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ése es el momento que me interesa. 

“Si tenemos suerte”, no ocurre nada. Si tenemos suerte. 

VI 

Abbas robó una manzana en un puesto de frutas de Beirut. Tenía por entonces siete años. 

_ En nuestra familia no somos delincuentes _había dicho su padre. 

Había regresado donde el frutero y pagado la manzana. 

Summertime está ubicado en el centro del libro, dividiéndolo en dos bloques de cinco relatos cada uno. ¿Es esto una casualidad? 

Es el cuento más resbaladizo de todos. Donde el hielo parece afinarse hasta el punto de dejar caer al cliente. 

Así resume el autor el carácter de Boheim, el primer sospechoso del crimen: “Si ella se acercaba demasiado, él pondría fin al asunto”. “Boheim no era de los que se andan con rodeos”. 

“Pese a que todas las pruebas apuntaban lo contrario, Boheim se mantuvo fiel a su visión de los hechos. Y aun a pesar de las pésimas perspectivas, no perdió la calma ni el buen humor”. 

Comenta también que había heredado de su padre la mayoría accionarial de una empresa de componentes de automóviles. 

Era un millonario. Y gracias a un margen de sesenta minutos, Boheim sale absuelto. 

¿Se trata de suerte en esta ocasión, de la suerte sonriendo a Boheim? 

¿Representa Summertime la excepción a la regla de Von Schirach, un hombre que no depende de la suerte porque construye la suya propia? 

¿De aquí que el nombre de este relato aparezca en cursiva, y en el centro del libro? 

VII 

El hombre sacó la manzana del bolsillo y la limpió; tras un momento, el cabeza rapada se la quita de un manotazo y la aplasta, mientras la pulpa salpica sus botas militares. 

Poco después el cabeza rapada no se dio cuenta de que se estaba muriendo. 

VIII 

_ Si no mato a las ovejas, sus ojos quemarán la tierra. Los globos oculares son los pecados, las manzanas del árbol del bien y del mal, que lo destruirán todo. 

Philipp se echó a llorar como un niño... 

Philipp veía números en todas las cosas. Los números lo enloquecían. 

_ Nunca me has preguntado qué número soy _ le dijo a su abogado. 

_ ¿Qué número eres? 

_Verde. 

IX 

Feldmayer tenía algunas litografías, entre ellas Manzanas... Cuando el museo cambió a Feldmayer, Feldmayer descolgó los cuadros y los bajó a la basura. 


En la mesilla de noche estaba la navaja suiza, con ella había cortado la manzana que se había comido. 

Patrik es el único personaje del libro que come la manzana. Patrik se ve empujado a engullir por amor. 

XI 

El hombre... miraba fijamente la manzana que se estaba pudriendo a su lado. Observaba las hormigas, que arrancaban trocitos a mordiscos y los transportaban a otra parte. 

Su vida había comenzado como una fábula terrible. Michalka fue abandonado. Michalka fue recogido. Y, después de atravesar todos las vicisitudes impuestas por una vida difícil, llegó a Etiopía; la tierra donde empezó la vida del hombre. 

Víctima de la malaria cae inconsciente, pero antes sentencia: “Todo esto ha sido una mierda”. 

Lo cuidan los desheredados del mundo. Una mujer, un médico, y muchos desconocidos, todos negros. 

En los cinco últimos relatos, después de la bisagra constituida por Summertime, donde se insinúa la trampa que tienden los listos a la justicia; Von Schirach abre la puerta a los desheredados que caminan sobre su propia suerte, tentando con su peso, sin salvavidas, al hielo que se puede romper. 

Así vive Michalka, el más desheredado de todos. Un hombre que se construye a sí mismo a partir de una palangana de plástico verde. 

Michalka camina, hasta que se convierte en una persona apacible y serena. Pero... Un día las autoridades se fijaron en él. Querían ver su pasaporte. 

Las cosas volvieron a ponerse mal para Michalka. 

El pasado vuelve a cobrase su deuda. 

La cárcel. 

Un intento de huida. 

Nuevo atraco a un banco. 

Un abogado ideal entra en escena. ¿El sueño de Ferdinand Von Schirach? 

Después la justicia se pone de fiesta. 

La humanidad florece con esplendor. 

Llantos y risa. 

La escena es cualquier cosa menos la típica de un tribunal. 

Como decía el tío juez de Von Schirach, la culpabilidad es un asunto peliagudo. En la Edad Media era más sencillo, a un ladrón se le cortaba la mano. No importaba que hubiera robado por codicia o por hambre. 

Demostrada la bondad de Michalka y un trastorno asociado a la separación de sus seres queridos, salió un año después, las escabinas hicieron una colecta y le pagaron el pasaje. Michalka volvió a Etiopía. 

El hombre, en Etiopía, cultiva café, tiene hijos, y es feliz. El sueño bucólico se realiza después de la descomposición del objeto sobre un fondo verde. 

Así terminan estos relatos de Von Schirach, donde con respeto, cariño, y optimismo, nos habla de la lucha entre el bien y el mal; un combate peliagudo. Las cosas son complicadas, y cuando no hay suerte, se puede morir. 


Carta a Ferdinand Von Schirach 

Estimado Ferdinand, me gustó su libro. 

Disfruté tirando del hilo conductor de esa pomme, que a veces es verde, y va acompasando el pecado. 

Me gustó el comienzo. Un parque de manzanos heredado, donde estalla la sangre, poniendo en circulación un objeto que encierra muchas significaciones. 

Quién la come en rodajas, muere. Quien la encuentra a su paso y cree que ella es la causa, se equivoca. Quién la exhibe por ignorancia, es descubierto. Quién la tira lejos, ama. 

Quién la roba y paga su deuda, se salva. 

Quien la lleva en el bolsillo, puede con un cabeza rapada, incluso con dos y hasta con tres. 

Las manzanas del árbol de la ciencia del bien y del mal lo destruirán todo, si se interpretan con el entendimiento de un niño trastornado por la mitología religiosa. 

Cuando el hombre se vacía, la representación de ese mismo objeto va a parar a la basura. 

Comer la fruta prohibida, o dejar que se pudra bajo muestra mirada, ¿he aquí la cuestión? 

El autor arriesga su respuesta. Sólo en el segundo caso, y si la suerte acompaña, el hombre conseguirá ser feliz. 

Así lo he leído, Von Schirach. Me gusta la metáfora. Considero que nos ofrece una satisfacción. La realidad en sí, con su resistencia, abre una puerta a la libertad que se nutre de ese juego con el objeto que nos permite decir: Ceci n`est pas une pomme. 

Frente a ese cuadro podemos reír mientras lloramos, o, viceversa; aunque sea durante los breves minutos abrazados por esos dos corchetes que son el Verano y el Otoño. 

Sara Veiras

Beatriz Schlieper nos obsequia con su comentario del relato "La Espina", de Ferdinand von Schirach.

El cuento comienza desde la perspectiva de un narrador con una descripción de los distintos avatares personales del personaje, de sus estados anímicos y sus conductas cada vez más bizarras. Así el autor va desplegando los acontecimientos de los que Feldmayer, el personaje, es actor. Lo que permite construir el hilo de una trama que se va complejizando tornándose insoportable para el personaje del cuento. Luego del quiebre, del estruendo de una catástrofe con un final a toda orquesta, el autor hace un viraje. Situándose desde otra escena hace apreciaciones asumiéndose como parte de la historia en lo concerniente a lo justo y equitativo en relación a la responsabilidad del sujeto o del museo en este episodio tan grave. 




El cuento muestra el desarrollo sordo de la locura hasta su eclosión donde toma estado público. Es notable como el autor ha captado la dinámica de la locura. Y en ese aspecto nos recuerda a Maupassant que también muestra en El Horla, como diariamente se van produciendo nuevas intrusiones que llevan al personaje a la angustia del doble innominado y a la desesperación sideral. El alivio allí, solo se obtiene también en un acto violento, aunque más grave, ya que en el incendio mueren los sirvientes del personaje. También allí se van produciendo pequeños actos cotidianos como intentos para neutralizar lo que viene de lo real. En ambos cuentos del mismo modo que sucede en la clínica estos episodios de violencia catalogados como pasajes al acto se desarrollan en una secuencia enigmática cuyo proceso va in crescendo hacia el derrumbe final. 

Este cuento de la espina es una creación literaria superior aun a la de El horla cuyos fenómenos intrusivos de algún modo son más esperables. Aquí, en cambio es alguien cuyo tormento consiste en la idea de que la escultura desde hace siglos está padeciendo el dolor de la espina en su pie. Es un saber sobre el dolor que se le impone a Feldmayer luego de veintitrés años de encierro con ella. Esta riqueza imaginativa da cuenta de una capacidad creativa extraordinaria por parte del autor. 

Es notable cómo el autor describe el proceso de deterioro desde una simple inquietud inicial en una persona que había sostenido varios trabajos a lo largo de su vida y que frente a su nuevo trabajo en la soledad de la sala de un museo ocupada por él y la estatua, rápidamente encuentra la solución obsesiva de medir y contar todo lo que resulta factible en la sala del museo. 

Luego lo insoportable de lo real aprehende los sonidos y los colores de los que le urge desprenderse. Durante unos años todavía la ritualización de su vida le permite mantener las cosas mínimamente bajo control, aunque ya no sale con mujeres y su retraimiento lo lleva incluso a liberarse del teléfono al morir su madre. 

Alrededor de los 7 u 8 años de trabajo en el museo se precipitan los trastornos en torno a la idea de, si el joven se habría podido sacar la espina. La ansiedad y el desasosiego hacen presa de él y cuando las cosas ya se precipitan al vacío empiezan los problemas cenestésicos de sudor, palpitaciones, dificultad para dormir y la idea delirante de tener una espina en su cráneo que le raspa el cerebro. Allí la solución que inventa es el redimirlo de su tortura con pequeños pasajes al acto de clavarle él una espina en el pie a gente desconocida y tomar fotos del hecho, lo que le produce una satisfacción del orden del éxtasis. 

Han pasado veintitrés años. Muchos años, ¡demasiados! la diminuta espina de la estatua se le ha clavado literalmente en su cabeza. ¡Todo terminaría en cuestión de minutos! El tiempo para comprender se ha agotado, las soluciones intentadas no alcanzan. Si bien ha hecho justicia por su propia mano, retardando la decisión última ya el tiempo expiró. Pero en el momento de concluir, la irrupción pulsional lo fuerza a la precipitación para acabar con el tormento. Levantando la estatua por encima de su cabeza la hace añicos. Inmediatamente ocurren percepciones extrañas sobre el cambio de color de su sangre que sale de su estomago hacia sus manos y pies iluminándolo por dentro. Por unos instantes ve la espina iluminada que luego desaparece. Esto desencadena en Feldmayer una risa interminable. El psiquiatra forense reflexiona adecuadamente sobre las dos caras del problema: parece haber sufrido una psicosis y por otro lado parece haberse curado con este acto violento. Oposición que no deja de ser cierta en tanto le da al sujeto un punto de amarre a su dispersión. 

Luego del pasaje al acto el autor mismo parece aliviarse. El giro por parte de éste le da al cuento otro sesgo, el de finalmente estar en un remanso. El cuento se desliza dentro del discurso corriente donde todos hablan y se entienden, el juez, el fiscal, el psiquiatra y el autor, ahora uno más en la escena de quienes deben decidir finalmente si es válido o no declarar la ininmputabilidad de Feldmayer. Si bien finalmente el museo levantó la denuncia contra él para no verse comprometido. 

No falta en sus observaciones la ironía atribuida al comentario del director del museo durante un almuerzo, quien dijo: ¡menos mal que no estaba en la sala de la Salomé!

Beatriz Schlieper

jueves, 14 de junio de 2012

jueves, 7 de junio de 2012

Philip Roth, Príncipe de las Letras

El novelista Philip Roth ha obtenido el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012.


Primeras declaraciones del autor estadounidense tras recibir la noticia de la concesión del premio, con un emotivo recuerdo a su amigo recientemente fallecido, el escritor mejicano Carlos Fuentes:

miércoles, 6 de junio de 2012

Fallece Ray Bradbury, creador de Fahrenheit 451

Hoy, día 6 de Junio de 2012 ha fallecido el escritor estadounidense Ray Bradbury en la ciudad de Los Ángeles a la edad de 91 años.



Pinchando el enlace se accede a la noticia en el suplemento de Cultura de ABC.es

lunes, 4 de junio de 2012

Mª José Martínez firma ejemplares de su última obra "Yo, Venus. Una bomba para un Rey"

Nuestra querida colaboradora, Mª José Martínez firmará ejemplares de su última obra 

"Yo, Venus. Una Bomba para un Rey" 


en la Feria del libro de Madrid

Jueves 7 de Junio
Caseta 283; Latorre Literaria
de 19 a 21 horas

jueves, 31 de mayo de 2012

Mª José Martínez reseña el cuento "La Espina", de Ferdinand von Schirach

Feldmayer era un hombre que, después de ejercer muchos trabajos amenos y siguiendo la atracción de lo que duele, consiguió el trabajo que definitivamente iba a desatar su locura. En esa búsqueda tardó 35 años, pero lo encontró, porque esas cosas se buscan y se encuentran. Cuando llegó a ser cuidador de museo, cuando por un vuelo se perdió su ficha y quedó recluido en una sala, de lo que nunca se quejó, cuando tuvo la ocasión de repetir cada día la misma rutina, fue cuando pudo, al fin, dormir placidamente. Eso ocurría, nos cuenta el penalista de Berlín en un relato totalmente impersonal, después de pulir y repulir el suelo de su casa, al terminar con las tareas domésticas, realizando así un movimiento mecánico, circular y rítmico, que lo mantenía dichoso, ocupado en nada y completamente liberado. 

No necesitó más de la TV, ni de las chicas que preguntaban demasiadas cosas a las que él no podría contestar. Ni siquiera podía hablarles de su trabajo ni de nada que no fuese el aburrido y riguroso orden interno que había conseguido, esa parálisis del alma en la que hasta los cuadros y todas las cosas vivas que lo rodaban de colores le molestaban. Así fue que vació su casa y su cabeza, y así vivía feliz, como anestesiado, mirando el vuelo de las moscas, hasta que llegó el día en que vio al otro, el día en que se fijó y se ocupó del otro, pero de un otro muy particular representado por la figura del muchacho de mármol llamada Spinario. 

Sobre las dimensiones del museo sabía todo y todo lo anotaba; igualmente hizo estadísticas sobre edades y modos de los visitantes, y cuando acabó ese recuento riguroso, cuando todo era perfecto y ni siquiera tenía ya que visitar a su madre y pudo deshacerse del teléfono, cuando ya la soledad, el silencio y el vacío le permitieron mirar hacia otro lado, fue cuando empezó no a ver, sino a mirar al muchacho. Él imaginó que la espina invisible que el chico buscaba en el pie, desde hacía tanto tiempo, se la habría clavado en una de tantas carreras que se hacían en Grecia; el sabía de eso e imaginó que, ser humano, al fin, la herida le dolería. Y es que las representaciones de lo humano gritan, es el misterio del Arte, es la manera en que ese sufrimiento propio, hasta cierto punto ignorado, se hace presente. De nuestra propia locura normalmente no somos conscientes, ni de la verdad buscada, esa verdad que no se explica porque no tiene explicación. Y así fue que nuestro hombre empezó a no poder conciliar el sueño de tanta ansiedad que le causaba aquel sufrimiento bien intuido, bien conocido, el sufrimiento del otro que, al fin, era como si fuese cosa suya. ¿ Habría encontrado la espina el muchacho? Feldmayer empezó a buscarla entre sus dedos y por el suelo, pero volver de carne una estatua es algo muy difícil; y la preocupación y la espina crecieron en su cabeza, la preocupación llenándolo todo y la espina como un aguijón que le raspaba y hasta oía, como un clavo imposible del que no se podía desprender. Las cosas empeoraron. Ojalá no hubiera sido consciente de aquel problema. El hombre estaba muy enfermo. 

Y aquí empieza el extraño giro del relato. 

A la vista de tanta desgracia ajena, Feldemayer abandona su aislamiento para poder solucionar el problema. Y para mi modo de ver, esto es lo más curioso: observar como se le ocurre reproducir una escena similar fuera de él, en otros, pero ya no en un personaje de mármol, si no en personajes reales de carne y hueso. Y esto lo hace simplemente para ver algo en lo que otras veces no había reparado y poder aprender, para poder imaginarse cómo sería la escena de librarse del dolor de una espina clavada desde siempre. Entonces compra una caja de chinchetas amarillas, bien visibles, y parece ser, según se deduce del relato, que las fue repartiendo por la ciudad para ver la reacción de los ciudadanos que se pinchan los pies y a los que fotografía en mil posturas desesperadas sacándose de sus pies una chincheta amarilla. (Luego redecora su casa). 

Pero aquella reacción de los personajes que saltan, gritan y se quitan la chincheta, fue lo que le emocionó, lo que le alteró llenándole de felicidad. Todos son felices: hasta el Spinario le guiña un ojo. Las cosas se hicieron carne y aquello se estaba arreglando. Y yo me pregunto: ¿Es que él no era humano, es que no sufría? Pues parece que no, parece que su aislamiento lo hubiera hecho insensible o que él mismo había escogido esa insensibilidad para sí. 

Y en medio del delirio se produjo el milagro. 

Como el muchacho le reprocha su falta de ayuda y visto lo que había que hacer, Feldemayer reacciona, coge la estatua, la levanta con gran esfuerzo sobre su cabeza, sobre su locura, grita, se libera y la tira al suelo para romperla en mil pedazos de entre los que verá salir por el aire a la espina iluminada que se diluye. Al fin se echa a reír. Ya es otro, la sangre circula por sus venas, y él la ve diferente, tal vez más ligera. Ya no le duele nada y el hombre siente el calor de la primavera en su cara; pero han tenido que pasar 23 años. 

¿De donde habría nacido aquella empatía enfermiza con un chico de mármol, que fue el único que en su silencio le conmovió ? Me llama la atención observar que fue precisamente cuando nadie se movía, cuando nadie le preguntaba nada, cuando entabla una relación en la que él ya puede llevar la iniciativa. 

Y puestos a preguntarnos cosas, ¿desde cuándo habría tenido él aquel rígido aguijón ordenancista en su cerebro qué tanto daño le hacía? Seguramente desde mucho antes de entrar a trabajar en el famoso museo de Arte Antiguo de su ciudad en donde había encontrado su añorado espacio, absurdo y solitario, del que tanto trabajo le costó salir. 

Cuando después de muchos procedimientos judiciales y de varias opiniones psiquiátricas fue apartado del trabajo, sin condena alguna, nos dice el autor, sagaz hasta la médula, que jamás volvió a tener una chincheta en la mano. 

La paciencia y el silencio del Spinario lo habían salvado. 

La estatua, hecha añicos, fue llevada al recoleto taller de restauración donde habitaba desde hacía mucho tiempo la restauradora oficial que desde ese día ya tuvo el trabajo asegurado y que pasaría muchísimos años entretenida en recomponer la famosa estatua. Había silencio, quietud y tiempo de sobra para hacerlo, para clasificar, analizar, medir y recuperar la forma original a partir de tanto añico, con la luz y la humedad media, bien calculada, mientras que allí, desde una mesa cercana, una cabeza de un Buda de madera muy antigua, con una brecha en la frente, la miraba. 

¿Cómo se habría hecho eso? ¿Le dolería la cabeza a ese ser humano? ¿Podría ella aliviarle ese dolor? 

El Buda sonreía. 

Los museos son lugares muy peligrosos.

lunes, 28 de mayo de 2012

Última reunión del 4º curso de LITER-a-TULIA

LITER-a-TULIA

9ª Reunión

Este viernes, día 1 de Junio despedimos el 4ºcurso de LITER-a-TULIA; el argumento de esta cita será la locura, nos la ofrece el cuento del escritor y abogado penalista Ferdinand von Schirach titulado "La Espina", perteneciente a la serie de relatos que componen su primera obra literaria llamada "Crímenes" (Ediciones Salamandra 2011) disponible en librerías.

La cita tendrá lugar en el restaurante Este o Este, en la calle Manuela Malasaña nº9, y comenzaremos como habitualmente a las 18 horas..


Como ya os comunicamos en la convocatoria anterior, una vez acabada la reunión despediremos el curso tomando algo en el mismo Este o Este y compartiremos un buen rato con aquellos a los que apetezca quedarse.


El blog  www.liter-a-tulia.blogspot.com  ya tiene publicadas las principales intervenciones que pudimos recoger de la animada última reunión.




(Insistimos conscientes de la fuerza que tiene la costumbre: 
esta última cita es este primer viernes, día 1no el segundo)

Hasta el viernes!
LITER-a-TULIA

lunes, 21 de mayo de 2012

Desvelamos la verdadera autoría del relato; por cortesía de su autor, publicamos el texto completo del cuento "Desvelo" de Gustavo Dessal

DESVELO


Sus pasos en la escalera acaban de despertarme. No sé qué hora es, pero no quiero encender la luz para no verla. Para que no me vea.

Sé que es ella, porque reconozco esos pasos, el modo lento de hacer gemir la madera de los escalones, el roce imperceptible de su mano aferrándose a la barandilla. Podría hacerme el dormido, pero no serviría de nada. Ella va a entrar de todos modos, siempre lo hace. Busca una excusa cualquiera, el pretexto de una rendija de luz que se escapa por la puerta de mi dormitorio, por ejemplo, y eso le basta para hacerme una visita. Se sienta a un lado de la cama y me pregunta qué he hecho durante el día. Primero fuerza una sonrisa para simular que su presencia es bienvenida, y que su pregunta tiene algún interés para mí, incluso que tiene algún interés para ella. Dime qué has hecho hoy, vamos, cuéntamelo, como si no supiese de sobra lo que hago todos los días. Pero eso no es lo peor que me sucede. Lo que en verdad me desespera es no poder evitar responderle. Ella me pregunta, y yo le respondo. Me hace siempre la misma pregunta, y yo le doy siempre la misma respuesta, como si fuese la primera vez que tiene lugar este diálogo, oh, le digo, he ido a trabajar, y me pongo la máscara de sonrisa tierna, y enciendo la voz de entusiasmo. No es difícil, porque tengo ya muchos años de práctica. Ella entra en la habitación, me sonríe, le sonrío, mi cerebro activa rápidamente la opción entusiasmo, y ya está. A veces, si estoy un poco inspirado, le doy a la tecla felicidad, y el resultado es increíble, tan increíble que casi llegamos a creérnoslo. Ella también se ha vuelto una experta. Uno de sus mejores papeles es fingir que no finge. Con eso todavía consigue asombrarme, lo cual tiene su mérito, y es tal vez la razón por la que le sigo el juego, aunque esté convencido de que ella va a ganar.

Más allá de las palabras que nos dirigimos, está el silencio. En el silencio se libra otra batalla, una lidia de miradas imperturbables y afiladas. Yo le arranco un trozo de vida, ella me arranca otro a mí. No es fácil acabar con nosotros. Somos terriblemente fuertes. Ella lo es, yo lo soy. Todavía vamos a durar mucho tiempo. Es como si hubiésemos firmado un acuerdo de sangre, en el que nos hemos prometido extender el duelo todo lo posible. Por eso somos discretos, y medimos nuestras fuerzas. Al ser nuestra batalla tan antigua, el odio se ha convertido en un gesto de reverencia, en una señal de reconocimiento y de respeto. Si ella se rindiese se volvería definitivamente despreciable, lo que supondría un descenso definitivo en la estima de mi odio. Si acaso fuese yo el rendido, ella me devoraría con su amor, que mata más lejos que todo mi resentimiento.

Estoy seguro de que ella va a ganar. Siempre lo he sabido. Es una partida que está decidida desde el inicio, pero ignorarlo forma parte del juego. No puedo negar que en algunas ocasiones hacemos un esfuerzo por querernos, quizá por perdonarnos. Sucede de vez en cuando, y aunque por supuesto no conseguimos nada, al menos nos damos el breve respiro de aliviar nuestras conciencias. Es muy saludable aliviar la conciencia, una variante bienintencionada del cinismo. Hasta somos capaces de emocionarnos con nuestra propia representación. Ah, somos bastante buenos. Ella me ha enseñado, claro, y yo he sido su discípulo aplicado. No tengo ningún inconveniente en reconocer que todo se lo debo a ella. Mi crueldad no llega al extremo de restarle méritos a su infinita capacidad para hacer daño, ni a su paciente empeño por transmitirme esa incomparable virtud. Nos hemos convertido en dos artistas de una farsa letal, que se prolonga como una agonía, un movimiento de ballet en el que cada uno conoce el paso que dará el otro, porque la coreografía está dibujada con el lápiz inmutable del destino.

Está subiendo. Le gusta ser silenciosa, apenas una discreta sombra, pero las maderas también están viejas, y no puede evitar que su menguado peso las haga crujir en la quietud definitiva de la noche. Ya está en el pasillo, y ahora va a quedarse allí unos instantes, aguzando el oído para tratar de captar la más tenue señal que revele que estoy despierto. Permanezco inmóvil en la oscuridad, sentado en la cama, con los ojos cerrados, la respiración contenida, pero es inútil. Ella lo sabe, siempre sabe cuando estoy despierto. Es como esos animales que en la oscuridad más absoluta se guían por el olfato, o son capaces de percibir a su víctima por la temperatura corporal.

Me ha detectado, y ahora va a golpear la puerta, unos golpes suaves y discretos, porque ella es siempre suave y discreta, jamás pretende molestar, no dirá nunca nada para entrometerse en mi vida, sólo preguntar qué tal me ha ido hoy.

Casi siempre me anticipo. Esos segundos que anteceden a sus ligeros golpes en la puerta se amontonan en mi garganta, y me oprimen la respiración. Prefiero adelantarme, acelerar el momento inevitable, el reinicio de nuestro acostumbrado ritual de medianoche.

Todavía estoy despierto, puedes pasar. Ah, será sólo un momento, no quiero interrumpirte. He bajado a la cocina a prepararme un té, porque estaba desvelada.

Enciendo la luz de la mesilla, y ella se sienta al borde de mi cama. Sostiene la taza de té con ambas manos, dándose calor. Qué suerte que todavía estás despierto. Cuéntame qué tal ha ido el día, qué has hecho, he trabajado todo el día, oh, has trabajado, sí, he trabajado, qué otra cosa podría haber hecho, claro, has trabajado, sí, he trabajado, yo no podía dormirme, ya sabes, son los recuerdos, sí, los recuerdos, pero no quiero cargarte con eso, ya tienes suficiente con tanto trabajo, no importa, no estoy cansado todavía, háblame de los recuerdos. Falta por mi parte una frase más que la anime a seguir hablando. Es un cálculo sutil que ambos llevamos con rigor matemático, ella no sigue hasta que no quede establecido que he sido yo quien le pide que me cuente. Entonces, siendo así, ella me dará el gusto de hablar. Algunas noches me divierto demorando un poco esa invitación. Ella vacila, pasea su mirada por el cuarto, y espera sumisa a que yo redondee la oferta. Deja que transcurra un tiempo prudencial, y si aún así me mantengo callado, ella suspira una o dos veces y encuentra el modo de retomar el hilo.

Tú sabes que nunca consigo olvidarlo. En ocasiones, durante el día, sucede algo extraño. Es como si las cadenas de la memoria se soltasen y me dejaran marchar. Entonces avanzo unos pasos, extiendo las manos, y siento que palpo los relieves de la vida. De niña me gustaba caminar con los ojos cerrados, y reconocer los objetos por el tacto, la caja de lápices, cada una de mis muñecas, los cojines de mi cama, mis vestidos colgados del armario. Es algo parecido. Pero por la noche, cuando creo que ya soy libre, que puedo andar ligera, las cadenas vuelven a tirar de mí, y me oprimen el pecho, se enredan en mis tobillos, y me obligan a seguir arrastrando el peso del tiempo. Es curioso que algo invisible sea tan difícil de cargar.

Lo mismo sucede con la culpa, digo como al pasar, y ella se queda unos segundos en silencio. Sólo es necesario sentirla, agrego aprovechando su pausa, pero ella abre grandes los ojos y me observa con expresión de sorpresa, parando el golpe con un diestro movimiento de palabras. Vamos, de qué podrías sentirte tú culpable, como si acaso no siguieses siempre el dictado de tus deberes. Puedes estar muy tranquilo con tu conciencia.

Gracias, pero quizás no pensaba en mí cuando lo decía, pensabas en la gente, sí, pensaba en la gente. Ah, la gente, sí, la gente que se siente culpable. Seguro que nunca has reparado en que la culpa es una manifestación de la decencia.

Pausa. Veo el movimiento de sus labios, que repiten mis últimas palabras en un murmullo casi inaudible, como si las saborease, les diese vueltas en la boca para distinguir mejor su significado. Por fin sonríe, y en sus ojos adivino el furtivo destello de la astucia. Sí, la decencia, me gusta escucharlo de ti, es lo que siempre te hemos inculcado. Él era siempre el primero en dar el ejemplo. Me viene a la memoria una vez, no se si tú podrás recordarlo, eras un niño, y estábamos en el parque. De pronto apareciste con un juguete en la mano, un coche o algo así, y dijiste que lo habías encontrado entre la arena de los columpios. Seguramente era cierto, no obstante él te tomó de la mano, y fueron dando una vuelta, preguntando entre los niños, hasta que dieron con el dueño. Tú soltaste el juguete de mala gana, pero él te explicó que así había que proceder en la vida, y te dejaste enseñar. Él era la viva representación del hombre decente, y eso fue una razón más para sentirme orgullosa a su lado.

Claro. Sí, supongo que todavía conservo algunas luces de ese recuerdo. De todas maneras, tu memoria ha sido siempre superior a la mía, lo reconozco. Por eso mismo me asombra que algunos años después hubieses olvidado esa anécdota cuando intentaron sobornarlo, y tú le reprochaste no tener agallas para prosperar. Me acuerdo que te burlabas de esa misma decencia de la que te sientes orgullosa, como si de verdad hubieses contribuido a forjarla.

La miro directamente a los ojos, y me detengo a observar su reacción, el modo apenas visible en que todos los músculos de su rostro se preparan para el contraataque o la retirada temporal, según convenga a la táctica del lance.

No puedo negar que en aquella ocasión fui injusta con él. Pero tú no llegaste a saber nunca de las penurias que atravesábamos por aquella época, porque yo las disimulaba, evitaba que te alcanzasen, que te sintieras amenazado por la incertidumbre.

Oh, la incertidumbre. Siempre ha sido tu tema favorito, verdad, el espantajo que has agitado toda la vida para justificar lo que fuese necesario. Más tarde, cuando lo que tú llamas prosperidad vino por fin, te encargabas de recordarle cada día lo importante que era para ti la seguridad, y te mostrabas especialmente afectuosa cuando el cazador volvía a casa trayéndote la presa del día. La seguridad fue uno de tus grandes clásicos. Siempre he admirado tu incomparable virtuosismo para administrar el sentido común. Seguridad, elevación social, autosuperación, sólo los necios serían capaces de ignorar la importancia de estos valores, no es cierto, porque en el fondo tú has querido lo que todo el mundo quiere, un sitio caliente, a salvo del pasado, mejor aún si defiende contra el futuro. Tu mérito es haberlo conseguido a cambio de nada.

Es eso lo que piensas, crees que todo fue a cambio de nada. Déjame decirte una cosa, y después podrás seguir creyendo lo que te plazca. Tú no sabes nada de mi vida, nada de lo que tuve que soportar. La vida es como un río que todo lo arrastra, agua limpia, fresca, pero también desechos, la porquería que los demás echan sin importarles un comino, porque es más fácil deshacerse de la propia inmundicia arrojándosela a los otros, como pretendes tú hacer ahora conmigo. Qué sabrás tú para juzgarme. No dudas en dictar tu sentencia, cuando no has visto ni la mitad de las pruebas, ni te ha sido expuesta una mínima parte de los hechos.

Ahora es ella, ella de verdad. No es que se haya despojado de su máscara, o arrancado la piel de su disfraz, y sacado a la luz la imagen auténtica que se ocultaba detrás. No, la máscara es el único rostro que puede enseñar, su talento para la representación, su astucia de comediante, el transformismo de sus palabras, su maestría para disimular que detrás de todo aquello no hay nada. Casi sin darme cuenta la he dejado avanzar demasiado. Puedo verlo en el fondo de sus ojos, que ahora exhiben el orgullo de la víctima. Sus manos siguen abrazadas a la taza de té, y su figura, apenas iluminada por la tenue luz de la mesilla, parece aún más frágil, más reducida. Permanecemos un rato sin hablar, y tengo la impresión de que cada una de las palabras sigue flotando en el silencio, como partículas de polvo suspendidas en el aire.

Tal vez todo esté bien así, le digo para sorprenderla, qué quieres decir, que yo tampoco hice todo lo que hubiera podido. Ella abre la boca para replicar, pero continúo. A veces me daba cuenta de que él quería hablarme, era como una súplica, pero no se atrevía a expresarla. Yo me escudaba en su pudor, me hacía el distraído, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda, de que me necesitase, de que me contagiase su agonía. Yo entonces sólo pensaba en vivir, tenía planes, no estaba dispuesto a que nada me estropease el presente, y en cierto modo lo abandoné, me desentendí de su dolor, de su soledad, de su mirada perdida en algún lugar de su desesperanza.

Se lleva la taza a la boca, tan despacio que parece que no va a llegar nunca, y bebe de a poco, dando sorbos con extremo cuidado, como si se asomase al borde de un pozo cuyo fondo no pudiera divisarse.

A veces se sentaba junto a la ventana, y permanecía inmóvil, en silencio, ajeno a mí, a todo. Tú no lo veías porque ya te habías marchado, prosigue. Cuando venías de visita se esforzaba un poco, hacía intentos por mantener una conversación. Pero una vez que te ibas, regresaba a su mutismo, a la isla remota de su pensamiento, y me dejaba sola. A veces creo que se había desprendido de la vida mucho tiempo antes, y que sólo quedaba de él una sombra pesarosa, un espectro intangible, consumido por la desdicha.

El malabarismo de tus versiones siempre ha sido de alta escuela. Sólo tú eres capaz de esos trucos de volatinero, grandes giros mortales en el aire de la memoria, para acabar de pie, por supuesto, sin sufrir un sólo rasguño. Lo lamento. Te juro que siento no poder conservar los mismos recuerdos de las mismas cosas. Es probable que todavía mantenga esa manía infantil de contrariarte, pero por más que me esfuerzo sólo veo tu abandono, tu hastío, la repugnancia que te producía tener que ocuparte por primera vez en tu vida de alguien, la urgencia por que todo acabase pronto, para recobrar tu molicie, esa indiferencia con la que observas la trabajosa miseria de los que se ven obligados a esforzarse para vivir. Te repito que lo siento, porque de verdad querría ver el mundo como tú lo percibes, seguramente dormiría mejor, o tal vez no, da igual, de todas maneras ya no importa.

Oh, se me había olvidado, llamaron esta tarde del taller, dijeron que podías pasar cuando quisieses. Ya ves, últimamente tengo que anotarlo todo, porque de lo contrario se me va de la cabeza. No te he preguntado si quieres tú también una taza de té, he comprado ayer una marca nueva.

Niego con la cabeza.

Creo que voy a acostarme. Tú también estarás cansado.

Entonces se pone de pie, despacio, y se desliza fuera de la habitación. Apago la luz, y trato de quedarme dormido. Sólo se escucha el latido mecánico del despertador. Un rato después, me parece oír un grito ahogado, que se rompe en pedazos, pero es probable que se trate de mi imaginación. Sí, debe ser mi imaginación, porque ya no escucho más nada.

Gustavo Dessal