viernes, 9 de abril de 2010

Mª José Martínez Sánchez reseña Bartleby, el escribiente, de Herman Melville

En 1853, hablando por boca de su narrador y abogado, Melville, escritor norteamericano de familia de rico abolengo, nos contó, en nebuloso rumor, que Bartleby había trabajado en la oficina de Correos de Washington, en el Departamente de “Cartas muertas”. Aquel departamento se ocupaba de las cartas devueltas en su mayoría por no haberse encontrado al destinatario y que por tanto eran cartas destinadas a quemarse. Y aunque Melville no quiso darnos detalles de esta etapa, supongo que el pobre Bartleby pasó mucho tiempo metido es un oscuro sótano, ataviado con una bata gris, ordenando y clasificando aquellos sobres perdidos sin saber lo que dichos sobres contenían. Pero él lo habría intuido perfectamente pues sin duda la vida lo había preparado para ello: miles de destinatarios que habían esperado respuesta a sus preguntas, contestación a sus demandas, o una palabra de consuelo o de amor, en una carta, no la habían obtenido. Igual que él, se diría el escribiente allí destinado; porque a él, del que nada más sabemos, Melville lo hizo pulcro, decente y finalmente, desolado.

Así era el hombre que no supo defenderse de sí mismo.

Lógicamente, a ese Nueva York de Bartleby ya le quedaba lejos aquella Edad Media europea donde solamente se necesitaba del Cristianismo para tener la medida de las cosas, cuando el saber era sólo eso, “saber, justificación racional de un mundo que ya tenía” . Y así era que el hombre no necesitaba discurrir, sino creer, y sobre esos andamios trabajaba.. Pero parece que para el hombre esto de creer no fue suficiente, y dada su constitución racional necesitó pensar, pero no olvidemos que también necesitaba, “la parcialidad de la revelación para poder existir” .

En estas fechas ya tan alejadas, y en ese mundo cada vez más abierto a pensar y sentir, a Bartleby no le fue difícil llegar a la conclusión de que para el Universo que nos sobrecoge, para lo eterno inasible, para “el otro”, para lo que está “más allá”, a pesar de nuestros gritos y demandas más justificadas, no valemos absoluta¬¬mente nada y por lo tanto no se nos contesta, salvo a los que sobre eso tengas otras creencias que les proporcionan respuestas para todo. Así fue como cada una de aquellas cartas no hizo más que afianzarle en su convencimiento, y cuando ya estaba seguro de que su vida no le interesaba a nadie, ni era nada frente al Universo, lo echaron del trabajo. Luego, tal vez por rutina y por necesidad, Bartleby buscó otro empleo y lo encontró en un despacho de abogados, y es en esa primera parte del libro donde Melville nos cuenta la segunda parte de la vida de Bartleby. Pero como podemos comprender, esto de tener un segundo empleo fue un contratiempo para el escribiente, pues siendo hombre ordenado y serio se puso a trabajar. Y así estuvo varios días, desconcertado, hasta que encontró la manera de retomar el hilo que había perdido para ir llegando a su fin.

Bartleby hubo de meditar mucho para lograr que de sus labios fluyera sin esfuerzo ese “leit motiv” que Melville hizo famoso en el libro que nos ocupa y que enseguida llamó la atención. Esa frase de Bartleby fue la respuesta a todos los requerimientos de su jefe, que no lo presionó nunca, o que, lógicamente, por razones de estrategia literaria, le presionaba muy poco.

Así es como nos cuenta Melville la historia, para que tengamos en cuenta, primero, la total libertad de la que gozaba el escribiente, la misma de la que gozamos todos, desde luego, y que con esa frase expresaba. Pero hemos de tener en cuenta que en los casos en los que el silencio es la respuesta a todas las preguntas, la libertad es una broma.

Y el personaje se va haciendo más pasivo.

En aquella oficina empezaron a ocurrir cosas absurdas que hubieran encantado a Kafka, porque sobre Bartleby no se toman medidas lógicas, ni disciplinarias, solo se le recrimina ligeramente, ya que Melville, con la pluma entre los dedos, no puede hacerlo de otra manera. Así es como observamos que él nunca entabla relación con el otro, o sea, con su jefe, en este caso. Esto parece ser coherente con la acción de la primera parte de la historia, cuando el escribiente clasificaba cartas que para otros fueron una no respuesta. Y una vez instalado el absurdo, que va creciendo cada día, el existencialismo está servido: El hombre puede hacer lo que quiera dentro de un espacio del ser, sin límites precisos, en un cuerpo siempre dolorido, y desde un lugar en el que no se obtienen respuestas.

Tal vez por todas esas cosas se pensó que el libro es un antecedente de existencialismo. Pero yo creo que, siéndolo, la historia que se nos cuenta es una amarga crítica de esa filosofía como método posible, porque esa situación tan penosa no debería existir. Y no es que debamos volver a la Edad Media.

Pero, ¿cómo surge la filosofía de cada época entre un cierto grupo de personas? Pues porque cada uno de ellos sufren en sí mismo la interiorización máxima, casi con influencia biológica, del efecto causado por unos hechos reales y morales que avanzan en el tiempo sin que el pensamiento humano se pueda resistir. Y porque entre los seres humanos hay muchas historias tristes. Una persona feliz, no es existencialista ni nada parecido. Bartleby fue uno de esos seres y sintió la lógica de ese existencialismo, tan nítidamente, que avanzó hacia su centro sin dudarlo.
Y, ¿por qué digo que el libro es una crítica a esa tendencia? Pues porque Melville presintió el movimiento y en cierto modo lo vio exagerado. Lo vio exagerado porque lo que en Europa hervía, en América parecía no tener cabida. Y en cierto modo fue así: Al furioso existencialismo europeo, le siguió en América un existencialismo de élite y un desarrollo económico y social en una sociedad nueva, diferente y democrática. Todo un experimento. Y Bartleby no pertenecía a esa élite., pero sí es cierto que existía dentro de esa pujante sociedad.

Y existía porque la antigua tribu recibió unas tablillas para ayudarla a cruzar el desierto, y a no ser que se tome esta historia como símbolo, nunca ha recibido el hombre instrucciones para pensar su vida, ni se le aclaró el porqué del silencio, ni de otras muchas cosas, de las que a Bertleby le hubiera encantado oír una explicación.
El no contestar a lo que se pregunta puede ser algo muy dramático.

El misterio continuado, el silencio, el abandono, no son elementos constitutivos del ser, o tal vez la mayoría de las veces se construye la persona a partir de un cierto sin-sentido.


La novela de Melville usa de un absurdo continuado para hacer crecer en ella una tensión que luego se diluirá en la muerte por abandono de un hombre que dejo un lugar entre la multitud, si es que lo tuvo. Y entre todas estas consideraciones lo que lo que resulta evidente en la novela y en la vida de Bartleby es el vacío.

Es curioso ver como este libro es un relato sin personajes, concretamente sin ninguna mujer, sin madres ni padres, sin historia previa que seguramente Melville rehuyó, pues parece que él prefería en sus historias a personajes solitarios, y también, porque el hombre está y estará fundamentalmente solo. Y la famosa frase repetida “preferiria no hacerlo” o similar, desvincula a Bartleby del otro y de su entorno, del otro misterioso, del que le es ajeno, del que en la novela “casi” no le pide nada, pues observamos que los que se quejan y hacen el coro son los compañeros, por lo que “el otro” casi no existe.

La famosa frase repetida es una frase que no argumenta nada, una frase que no hay por donde cogerla, y solamente nos indica la escapada del ser hacia su interior, hacia el lugar en el que vive y habita, pero sin tomar ninguna decisión más que la de la inercia y el abandono. Bartleby no expresa nada mas, o casi nada más, variando la frase al mínimo, porque la ficción ha de seguir así, y porque el personaje ya no se queja, ya no necesita nada, ni casa, ni comida, ni amigos, ni nada, algo que Melville nos va diciendo poco a poco, pero que no explica. Esta es la conclusión a la que el protagonista ha llegado, es la nada donde habita, es la quietud que añora, es la muerte íntima que ya tiene, es la muerte física a la que se dirige.

Lamentablemente Bartleby muere antes de que su jefe, ese otro, vaya a verlo. Él ha sido otro de los muchos destinatarios sin respuesta a una serie de preguntas que hacía mucho tiempo había dejado de hacer. Por eso este es un relato sin historia donde solamente se cuenta un episodio repetido de un hombre que, seguramente, preferiría no haber nacido.

Melville quiso explicar en este libro, con un único personaje, la novedad de un pensamiento filosófico que mostraba los movimientos ocultos del espíritu buscador de un encuentro con el otro sin conseguirlo, porque el otro, si es que está, no contesta. Ya nos había dicho algo de esto aquel loco y solitario capitán Ahab, nombre bíblico del rey que deseaba tener un saber total de las cosas.

Creo que la dificultad de la historia estuvo en materializar la filosofía, en situarla en un despacho y en elaborar las mínimas preguntas y respuestas para construir una historia sin que estas llegaran a tomar formas concretas, para recrear literariamente un absurdo diálogo indispensable con un hombre que no llegó a tener color.

Tal vez como la bata gris oscura del hombre del sótano.

Mª José Martínez Sánchez

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