sábado, 10 de abril de 2010

Bartleby, el escribiente. Una frontera ineludible. Artículo de Miguel Ángel Alonso


Esta escritura, esta interpretación, es una ocasión para renovar el afecto que siento por este grandioso relato de Herman Melville. Grandioso porque Bartleby el escribiente se revela como una de las ficciones literarias que tienen la enorme fortuna de encontrar la universalidad en una formación típica de la estructura subjetiva. Muchas experiencias vitales podrían dar fe de esta universalidad.

Al finalizar la tertulia anterior, comentaba Gustavo Dessal que sobre la frase “preferiría no hacerlo”, y sobre este relato tan corto, se escribieron infinidad de páginas y de interpretaciones. Y parece lógico que así fuese, porque tomando las claves que nos ofrece la última página, en ella se hace evidente que Bartleby convoca el interés de toda la humanidad, y lo hace en un lugar muy concreto que no se justifica en ninguna metafísica abstracta, sino en algo operativo que moviliza, para bien y para mal, toda existencia. Metafóricamente, la humanidad no es otra cosa que el conjunto infinito de cartas de amor y de odio, filosóficas, sociológicas, matemáticas, científicas, religiosas, etc., que fueron dirigidas a un enigmático destinatario. Pero en lugar de ese destinatario, resulta que Bartleby las tiene todas en su mano, enseñándonos el lugar en el que estarían retenidas y su destino verdadero, poco o nada prometedor.

Puede parecer extraño el lugar en el que están retenidas: “Preferiría no hacerlo”. Porque no podemos asimilarlo a una frase, si por ello entendemos algo que se liga a un sentido y a otras frases. Se revela más bien como un lugar, una frontera, una marca identificatoria inmóvil refractaria a toda razón y a todo sentido, y que nos obliga a reconocernos en un trágico y obstinado: “tú eres eso”. “Preferiría no hacerlo” es una marca subjetiva determinante para el sujeto Bartleby en tanto está investida con el poder de una ley que lo empuja, de manera obscena, hacia el peor de los abismos. Obscena porque encuentra su sentido ejerciendo el sadismo más abyecto sobre ese cuerpo que la sustenta.

Me parece afortunado quien no recibió respuesta del destino, porque eso no es otra cosa que estar en la vida. Me parece, con seguridad, afortunado –paradójica fortuna— quien encuentra la carta devuelta al remitente una vez que ha pasado por las manos de Bartleby y recogido los afectos de haber estado en ese lugar. Posiblemente sea eso lo que hace más apasionante una vida, lo que hace que la intensidad sea en ella una cosa imprescindible porque sabe acerca de una verdad parcial. Pero me parece muy desafortunado ser el empleado en la oficina de “cartas muertas”, porque es imposible vivir de continuo en ese lugar fronterizo donde se comprende para siempre que el destino no sabe leer, que no entiende de palabras ni de sentido. Ahí no se puede vivir.

Abundando en lo anterior, puede decirse que Bartleby nos está enseñando el grado cero de la historia, el lugar del que parte, y el lugar al que se arriba si se quiere regresar desde ella. En ese intervalo se hace posible la existencia. La Historia parte desde cualquier experiencia o acontecimiento primero a partir del cual se escribe la correspondiente fundamentación del mismo. Esa fundamentación está conformada por la inconmensurabilidad de cartas escritas de las que hablábamos antes. Y en la parábola, Bartleby parece estar esperando, inmóvil, a la historia en su regreso para enseñarle el acontecimiento primero, decepcionante, que la fundó como humana. Podemos ver que Bartleby se desprende de su historia, de su novela familiar, de su acción, para quedar reducido a una frontera en el borde de todo sentido.

Una vez establecidas las características y cualidades físicas de la fórmula, pasamos a otro plano de interpretación. Dice en la página 11 del prólogo a Bartleby de la edición El club Diógenes, Valdemar:

Preferiría no hacerlo” es la cúspide de su mundo lingüístico. Descubrir que hay detrás de ello nos daría la clave del asunto”.

Pues bien, vamos a tratar de descubrirlo.

Si no nos dejamos engatusar por el halo conmovedor que envuelve el relato –es evidente que el texto desprende afectos equívocos que nos pueden desorientar— nos damos cuenta de que el sujeto Bartleby, que parece decidido en su voluntad, en realidad es un sujeto sin voluntad, dominado por una ley que en su formulación aparentemente educada y poco agresiva con el otro, seduce, pero en realidad no es más que un semblante último que esconde algo terrible, lo más diabólico que mora en el ser humano: La pulsión de muerte.

Tenemos la respuesta. Detrás de “preferiría no hacerlo” encontramos a la pulsión de muerte.

Asistimos al encuentro de esta pulsión con una frase contingente, “Preferiría no hacerlo”, adecuada para ser colonizada, y vestir de simbolismo a la pulsión, y encauzar la satisfacción mortífera en la que funda su sentido. También podemos llamarla superyó, goce, repetición, lo más perturbador en el ser humano, algo que lo aparta de la armonía de la vida y de las relaciones con el semejante. Es el centro éxtimo de nuestro ser, la causa de lo que repite para renovar, cada vez, su insaciabilidad, para mortificarnos, y en último término, si no se consigue hacer nada con ella, para matar al mismo sujeto.

En definitiva, podemos decir que Bartleby y la humanidad serían hijos de un acontecimiento que tiene la apariencia de una frase. Llegar a él sería dotar de un verdadero significado a una frase tan noble como “Conócete a ti mismo”. Y aún sería un conocimiento parcial pues quedaría sin aprehender el sinsentido. Desgraciadamente, la nobleza del “Conócete a ti mismo” está tan sobada que generalmente la encontramos siempre muy lejos del “tú eres eso”, detenida en cualquier formación fantasmática de cualquier historia.

Quiero darle a esta interpretación un soporte teórico con palabras de Sigmund Freud sacadas de su obra Más allá del principio del placer:

“Esta compulsión a la repetición, a pesar del displacer que provoca en el sujeto, nos hace pensar que en la vida anímica existe algo que va más allá del principio del placer. La obsesión de repetición parece ser más primitiva, elemental e instintiva que el principio del placer al que se sustituye”.

Como nos muestra este párrafo, no hay ninguna exageración en lo que presenta Bartleby, salvo la exageración propia de la misma vida. Su querencia por lo abismal se puede ubicar perfectamente en cualquier subjetividad siempre que no se insista en argumentos lógicos, como vemos que hace el razonable abogado. En ese plano, Bartleby resiste cualquier interpretación y todo sigue constituyendo un auténtico enigma. Ese tipo de interpretaciones se situarían en el plano del principio del placer, al que se pretende traer a escena con urgencia para establecer un límite en lo que se sufre como ilimitado. Bartleby no es otra cosa que el soporte fónico de una voz inmóvil que no responde a ningún sentido ni limitación. Pues bien, esa voz es el velo transparente que nos permite reconocer la presencia de eso que repite más allá del principio del placer: la pulsión de muerte.

Es lo que provoca la indignidad, la vileza y la locura de lo humano.

La ley y la obra de arte
Pero el relato enseña, de forma implícita, una de las grandes paradojas de lo humano. Ese lugar problemático también tiene su dignidad, desde él se construyen las excelencias más nobles de la existencia humana. Hay un concepto que, desde la misma escritura de Bartleby el escribiente, nos convoca: La sublimación.

Situaremos dos vertientes de la misma, una que afecta a lo universal de la existencia, y otra, sin duda, más específica y particular.

En primer lugar, vemos al abogado, jefe de Bartleby, habitando la zona amable de la ley, una forma de sublimación tradicional que sitúa a esa ley por encima de la obscena ley del superyó haciendo posible la vida. Es una sublimación que realiza una metáfora. Coloca, en el lugar de lo insoportable, algo diferente, una ley aceptada por todos para dignificar la existencia. En esta forma tradicional de habitar la ley, el ser humano se distancia de lo insoportable alejándose así de sus efectos ilimitadamente mortíferos.

Por otro lado, resulta imprescindible referirse a un concepto como la Cosa, esa entidad que reside en el centro de cualquier subjetividad, una entidad operativa que moviliza todo el aparato psíquico y que es el elemento central de la creación artística, central en tanto que lo artístico vela la Cosa, a la vez que la evoca y la convoca. Es decir, lo artístico tendría un compromiso ineludible con la verdad. Bartleby el escribiente, de Herman Melville, es un paradigma de la verdadera obra de arte, en este caso literaria.

Para situar esa entidad de la Cosa tomo la definición que encontramos en Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, pág. 38:

“La cosa en sí, es decir, lo que existe independientemente de nuestro conocimiento... ha de ser considerada como totalmente distinta de la representación... o sea, de la objetividad...”.

En Bartleby el escribiente es evidente el compromiso inequívoco con esa verdad insoportable que habita nuestro ser. No la elude, sino que la evoca de continuo.

Es lo esencial de la sublimación artística. En ella se trataría también de la metáfora, es decir, situar un objeto, una escritura en este caso, en el mismo lugar donde está instalada la Cosa. Es indudable que el relato en su conjunto conforma una entidad estética construida alrededor de la mortificación de Bartleby. Estética en el sentido de que hay todo un discurso rodeando su vacío, hasta el punto de que los sentimientos y afectos surgen sin esfuerzo, nos compadecemos del protagonista, nos preguntamos sobre la imposibilidad de expulsarlo de la empresa, nos llama la atención lo que el jefe soporta en relación a Bartleby, y nos conmueve su inevitable destino, etc. Esta estética está rodeando la Cosa, o lo que es lo mismo, toda esa pulsión de muerte traumática encerrada en la inmovilidad pétrea de una máscara que ya analizamos.

Y si referimos el relato a su extensión en el entramado literario universal, podríamos decir que la Cosa, como sugeríamos al principio de este escrito, al ser convocada en el relato en su vertiente mortífera, genera toda una fundamentación interpretativa a su alrededor, los miles y miles de escritos que tratan de atrapar la esencia del relato. Es la construcción de una historia que tiene en su centro la verdad de la insensatez que mora en el centro de lo humano.

Se puede resumir conceptualmente Bartleby el escribiente como un tratamiento de la Cosa, pues el relato se desliza suavemente por encima de esa presencia mortificante, con delicadeza incluso, conformando una estética que vela el vacío, pero a la vez no podemos dejar de sentirlo y evocarlo. Es la verdadera sublimación artística que se diferencia de la primera en la cuestión de la evocación, de la proximidad que mantiene con la Cosa.

Recogiendo las resonancias que proyecta la fórmula que Jacques Lacan da de la sublimación: “Elevar el objeto a la dignidad de la Cosa”, podemos concluir diciendo que Melville eleva lo insoportable y mortal de Bartleby, lo insoportable y mortal de la condición humana, a la dignidad de una obra literaria universal.

Miguel Ángel Alonso

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