domingo, 11 de abril de 2010

Bartleby en anamorfosis; comentario de Ana Crespo sobre el relato de Melville

Como la Odisea de Homero, como la Divina comedia de Dante, como los evangelios, o tantos otros textos sagrados, la escritura de Melville, más en concreto la de “Bartleby el escribiente” que nos ocupa o preocupa en esta ocasión, nos llega mediada, asediada por infinitas interpretaciones, exégesis miles tan apasionantes como inabarcables, todas necesarias e imprescindibles, ay… Desde las del “romanticismo oscuro” (de Poe, Hawthorne o Melville), opuestas al trascendentalismo norteamericano inmediatamente anterior, con su fe en la divina providencia y perfectibilidad humanas; hasta las versiones existencialistas de la literatura del absurdo; metafísicas de toda laya; materialimos de todo cuño; hermenéuticas contemporáneas de todo signo; además de contextualidades históricas varias a tener en cuenta, como la del utilitarismo… En fin, Camus, Borges, Deleuze, Agamben, y hasta Vila-Matas, nuestros contemporáneos como lectores, pero también no olvidar a Bentham, Stuart Mill o Spencer, Emerson o Thoreau (su “deobediencia civil”, su idea de “resistencia pasiva” que Bartleby encarna tan fantasmagóricamente)... Por no hablar de la genealogía literaria en la que Bartleby figura como pavoroso precursor, la de Kafka, Emily Dickinson, Walser, Musil o Beckett… y tantos antihéroes sin origen, filiación o biografía, cuya siniestra, excasa y demasiado humana anti-odisea anuncian el juicio final de la literatura, pues paradójicamente apenas dejan nada que decir, esto es: nos dejan (como al abogado narrador) literalmente “sin habla”, fulminados por el rayo; tan solo el asombro de una nada tan anonadante como especular y proliferante de sentido, en una metonimia abierta al infinito, pasmosamente resonante… pero al borde mismo del silencio, o de lo “incurable”. Ya que de lo incurable, inexplicable e indecible se trata desde entonces, ay Bartleby, ay Humanidad…



Esta introducción no está hecha sino para señalar una impotencia, esto es, aquello incalculable de lo que lo no osaré hablar, pues exigiría una biblioteca entera, que por otra parte ya existe en algún lugar ideal. Entonces, si hubiera algo que añadir osada y personalmente a todo esto, pasaría por alguna observación pronunciada desde la ingenuidad de una lectura tan pretendidamente directa como espontánea del texto en cuestión. Con vistas a una significación original, tan imposible o mítica, por otra parte, como fabulosa es la selva de sentidos sobre sentidos que envuelve y aleja el escrito de Melville hasta lo inalcanzable.



Parto entonces de una simple y humilde intuición. Sabiendo que Bartleby encarna la cifra abismal de una alegoría descomunal, la del sujeto contemporáneo barrido por el primer vendaval capitalista, burocrático, funcionalista o utilitarista, reducido a cumplir con su obligación de letra muerta del sistema. Ningún mensaje, ninguna supuesta lengua original y vivificante, sobrevive a esa nadificación de lenguajes institucionales y altamente codificados, copia sobre copia, o letra muerta, cartas, o vidas, que nunca llegarán a su destino. El lenguaje desprovisto de vida es el aquel que carece de referente, y también aquel que ya no constituye más un acto de habla. Esto es: el lenguaje institucional o burocrático, aquel en el que ningún “yo” puede hablar efectivamente a ningún “tú”. El hombre puramente funcional, tan carente de origen como de identidad o destino, esto es, desprovisto incurablemente de sentido, mero cumplir de una siniestra obligación, de un oscuro mandato repetitivo, el del ciego funcionamiento de la maquinaría burocrática y capitalista, que, sabido es, funciona sola, en ausencia de toda subjetividad o singularidad, ya que estaría improductivamente como “de más”… etcétera.



Regresar entonces a una presunta pregunta original consiste quizá no en otra cosa que leer y releer el texto hasta el punto en que empiece ingenuamente a hablar por sí solo. Un ejercicio se impone así humildemente: ¿quién habla ahí? y ¿por qué habla?



No es Bartleby quien habla, puesto que nada tiene que decir, cifra lo suficientemente abstracta y vacía de referencia para funcionar como mero lugar especular. Espejismo, es la palabra que surge en primer lugar, extraña, milagrosa fulminación, rayo de una extraña y fulminante visión, o extraño goce…, anamorfosis, vanitas vital o mortal… ¿Para quién este signo de interrogación, esta vana palabra mortal y contingente, esta calavera como indicio pavoroso, que señal para qué o para quién?



Cortina de humo astutamente alzada, este Bartleby diminutivo, esta pequeña nada, para ocultar la nada del narrador, verdadero protagonista del relato, una vez que el lector se distancia de la voz narradora y deja de ver con sus propios ojos la centralidad en el relato de Bartleby, o de identificarse con él. El caso es que el narrador habla, ¿por qué? Porque hay alguien que no habla, Bartleby: ausencia de palabra o de sentido insoportable que lo devolverá a sí mismo, esto es: a su insoportable nada o “verdad”. Una vez que él se habrá tragado esta “nada”, como en anamorfosis, a posteriori, pues uno es el tiempo de ver o del suceso en cuestión, y otro el tiempo del narrador, el de saber y concluir a duras penas, aquel lugar último desde el que se habla por fin, siempre por alguna oscura razón… o rendición de cuentas, y siempre “demasiado tarde”. Precaria “redención” siempre la de la escritura, siempre a destiempo, respecto de la “traición” inevitable de vivir en el instante del suceso inexplicable, siempre demasiado “pronto” a la hora de presenciarlo y ya demasiado “tarde” para enmendarlo a la hora de relatarlo…



La pregunta se torna entonces: ¿quién es hablado por esta palabra y en qué momento? Vale decir: ¿hay alguien que es atravesado, narrado por el acto de contar y por un cuento del que no puede sino asombrase, desconfiar, renegar, para finalmente arrepentirse?



¿Qué habrá sucedido entretanto?



Sabemos que al comienzo mismo del relato habla un hombre cuya primera frase es: “Soy un hombre de cierta edad”. Pues bien, todo lo que viene a continuación, pienso, no será sino el despliegue de todo lo que este miedo y esta aprensión encierra. Esto es: ¿qué vejez me espera? ¿No será su destino, él que se había tomado por un amo, el equivalente de Bartleby? En un sistema que deshecha todo lo no utilizable, el amo envejecido vale lo mismo que el joven, perfectamente sustituible, contingente e itinerante empleado; esto es: lo mismo que un “despojo en medio del océano Atlántico”. Exactamente lo mismo. Su empleado Turkey se lo dice, apelando justamente a su talón de Aquiles, en petición de clemencia: “Los dos estamos envejeciendo”…



El narrador lo dice en las dos primeras páginas. Hay algo de su situación personal que él debe explicar al lector antes de la exposición de lo que vieron sus asombrados ojos respecto al inefable caso de su empleado. Entendemos entonces que él disfrutaba de una vida fácil, que nada en su vida había venido jamás a alterarlo, ninguna ofensa personal, ninguna indignación, injusticia o abuso:



“Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.”

Esto basta para llamar nuestra atención, aquello dejado al margen en el relato, aquello no dicho, de lo que no se quiere hablar, pero en lugar de lo cual inevitablemente se hablará, a través de Bartleby, y en su propio “nombre” o lugar, que es, lo sabemos, “Nadie”. En definitiva: ¿por qué el narrador nos cuenta esta historia y no otra cualquiera, incluida la de su propia nadificación? Sin duda, porque hay algo en todo ello que, como el sol, no puede ser mirado de frente. Esto es: su propia castración, para decirlo técnicamente, o bien su propia nada. Ay Bartelby, ay anamorfosis…

Descreer de su convicción fundamental, la del sentido común que encuentra toda razón de existir en la moral y la obligación del trabajo, no es algo de lo que finalmente Bartleby despoje al narrador en el presente del suceso. Eso no sucederá sino a posteriori de los hechos, en el tiempo “después” del relato.

En la duda del hombre religioso, piadoso y caritativo (en la tradición universalista del protestantismo y del calvinismo) él hubiera querido proveer a Bartleby de un auxilio, amparo o salvación. Hay un momento en que incluso se rinde y considera el caso como el envío mismo de la Providencia, su misión en el mundo ya no sería otra que la de proveer a Bartleby de una oficina en la que podría paradójicamente vivir sin desempeñar ningún empleo, pues ese era su misterioso designio, quién sabe a esa altura del relato si legítimo... Pero la vanidad, la presunción de su reputación como seguro y confiable profesional, único deseo especular y alienante para el que él había vivido, alertado por las observaciones de sus clientes y amistades, lo inclinaran finalmente por la dejación y la traición… postergando el estudio del problema que se le escapa infinitamente “a futuros ocios”.

Pues bien, el relato habrá sido escrito finalmente desde este futuro ocio, una vez cesado de su cargo, una vez despedido él mismo, y habiendo preferido “la fría tranquilidad de un cómodo aislamiento”, como Bartleby, disponer porque sí de un lugar fijo o vitalicio, de honestidad y de confianza, desconociendo la orfandad, la miseria, la soledad y la pobreza que el mismo supuesto estado de bienestar capitalista promueven. Aquí lo sublime del relato, la abrumadora melancolía, la elevación del despojo a la dignidad de la Cosa: “desolado Mario meditando entre las ruinas de Cartago”, eso es Bartleby en medio del desierto domingo de Wal Street, o muerto a los pies del muro de la prisión, tal como un esclavo egipcio en el interior de una pirámide. El esclavo del amo antiguo tal vez sabía lo que quería, hasta la muerte. El amo del esclavo moderno sabe tan poco como él, o más bien nada. Bartleby y el narrador: los dos igualados por la ruina como solamente “hijos de Adán”.

A lo lejos, demasiado a lo lejos, brillan en el relato por un breve lapso la insensata actividad de las luces felices de Broadway.

Ana Crespo

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