jueves, 23 de diciembre de 2010

Amorcito de Chejov: Crónica de la niebla subjetiva o la metáfora de la vida que viene. Por Ignacio Castro Rey


La perversión del final, la perversión de esta mujer, es la perversión de todo el cuento y de todo Chejov. Como se decía antes, los personajes de Chejov viven sin cobertura. Toda su temática, en cierto modo, es el drama de una vida sin cobertura. No hay Historia, ni Estado, ni función pública, privada o profesional que cubra, que sujete esas vidas. El tema de Chejov es la irrupción vital que no tiene metalenguaje, incluso para el propio protagonista, que querría –como todos nosotros- reconocerse en un modelo seguro. Sea hombre o mujer, siempre surgen variaciones, declinaciones fuera del modelo que uno tiene de sí mismo.

Conozco una “prima hermana” de Amorcito en la vida real a la que, por falta del autoritarismo necesario en el período de crecimiento, del autoritarismo necesario para tomar una opción, había crecido con una especie de incapacidad para el no, con un sí perpetuo que le hacía llenarse de todo lo que le venía encima. La frase final insinúa lo que es obvio, y que está en todo el cuento: la perversión. Oleñka no puede soñar más que con un Otro que la salve, no de sí misma, sino de ese vacío que ocupa buena parte de su personalidad.

Toda Rusia, por lo demás, gira misteriosamente en torno a una especie de crónica de la niebla, crónica de la nieve que es el sujeto moderno. Cuando digo toda Rusia quiero decir que si uno ve películas de Zvyagintsev, de Sokurov, Tarkovski o de Loznitsa, el tema es el mismo. Si uno lee a Tolstoi, “enemigo” político de Chejov -o viceversa-, a Dostovievski, el tema es parecido, con declinaciones diversas, a saber: una existencia que nunca encuentra un tipo de identificación que la sujete.

Esto explica que Chejov, quizá más particularmente que Dostoievski y Tolstoi, haya asombrado a la Inglaterra de comienzos del s. XX y cambiado el teatro norteamericano. Gran parte de la literatura actual siga obsesionada con esta temática que no tiene tema. Si recordáis Ojos negros de Nikita Mikhalkov, basado en otro cuento precioso de Chejov, el protagonista también tenía una incapacidad patológica y peligrosísima para el no. Al personaje encarnado por Mastroianni todo se le pegaba. Era mentiroso por generosidad, ya que no había ningún dique típico de la identificación, la especialización moderna que le permitiese liberarse de nada.

En ese sentido, Chejov es el profeta de la vida que viene, abocada a declinaciones y registros que no se detienen en ninguna identificación fija. No me parece que sea casual que un autor especialmente ejemplar de finales del Siglo XX, como es Sokurov esté obsesionado por este modelo que no tiene molde.

2º Comentario
Creo que nosotros también somos víctimas de la crónica de la niebla que Chejov casi siempre pone en marcha. En el sentido de que parece que, en esta tertulia, se puede decir cualquier cosa y todas suenan verosímiles. Este extraño país, en el que Chejov es un personaje central de la segunda mitad del XIX, lleva un siglo y medio oscilando entre la melancolía de la estepa, la crónica de la niebla, y la violencia histórica y militar, ambos extremos para mi gusto muy interesantes, si no admirables. Un siglo antes, con Pedro I El Grande, le demuestra a los suecos que Occidente son ellos. En cierto modo, toda la literatura rusa, también Dostovievski, es la cara b, morbosa, irregular, profundamente sentimental, de una potencia geométrica, arquitectónica, militar y científica considerable, tanto en los tiempos de Chejov como antes de él. Uno viaja a San Petersburgo, una de las ciudades más impresionantes que he visto en mi vida, y de repente entiende cómo todo el laberinto de Dostovievski es el intento desesperado de buscar la alteridad, las esquinas de la vida que se esconden en una geometría nacional implacable; tanto como la que más, ya que rebasan a Francia y Alemania en la pasión por la geometría. Chejov sería alguien que nos cuenta la otra cara de la geometría, es decir, los laberintos de una sentimentalidad que en cierto modo es la única arma de destrucción masiva de la nación rusa. O de defensa masiva que posee un sujeto que no tiene ataduras identitarias, a pesar de tantas ofertas que le rodean.

Hay un texto precioso que siempre recomiendo, Teoría del Bloom, un pequeño libro que sería digno de un curso entero. Bloom es Oleñka sin esta fidelidad que ella tiene, bastante impresionante, al desamparo. Porque, si de una cosa tiene memoria Oleñka, es del desamparo. Memoria del desamparo, fidelidad al desamparo. No sé si “mata” a sus maridos, pero sí expulsa con una fuerza centrípeta a lo que le rodea. Teoría del Bloom, decía, es una crónica de la niebla de este sujeto instalado en el estado larvario. También acerca del beneficio del estado larvario --todos sabemos algo en esta sala aunque estemos disimulando--, de alguna manera, Oleñka está con un pie en esta flexibilidad cadavérica del sujeto moderno, flexible para defenderse de las ofertas, de las agresiones que le rodean en forma de amantes, obligaciones profesionales o genéricas, y otro pie en una sentimentalidad que es el eje de la literatura rusa. Creo que esta oscilación, este dilema y la propuesta política existencial de por dónde salga -por una honda sentimentalidad que pueda encontrar un suelo en la niebla del sujeto o por el lado de nuevas identificaciones-, creo que es lo que sigue haciendo moderna a la literatura rusa y quizá a Chejov en primer lugar.

Un pequeño apunte más. Pensad que antes y después de Chejov, esta literatura excelente que nos resulta tan actual convive con una propuesta de terapia, una propuesta conductista de superar la niebla con el esfuerzo titánico, nuclear y militar, de la gran Rusia, antes y después de la URSS. No está lejos lo que nos cuenta Chejov: la crudeza de un sujeto disuelto que quiere todo lo que le rodea, que está a punto de ser despedazado como un hombre de la Edad Media. Esto no está lejos de esta voluntad de hierro de los líderes rusos -sea en la versión de los Zares, de Stalin o del Putin actual-, a todos en Occidente nos asusta. Sin embargo, Chejov toma de frente su otra cara, ese vértigo en el que se abisma el sujeto.
Ignacio Castro Rey

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