Al igual que ocurrió con la novela que analizamos en la anterior tertulia, también aquí resulta complicado circunscribir este relato de Dickens a una sola cuestión, el odio. Cuando se elige un cuento, es evidente que no se trata de encontrar en él la pureza de un tema, eso no existe, se trata, más bien, de articular la cuestión que nos convoca con aquellos territorios que por su propia esencia se sitúan fronterizos con ella. Y en este cuento de Dickens, el odio, la envidia, el rencor, fluyen desde el condenado, para desparramarse por el campo de lo imaginario, es decir, por el campo de las relaciones con la imagen del cuerpo del otro, con el semejante, para regresar hacia ese mismo sujeto desde el territorio de lo real, desde el sinsentido, ya no como odio, sino trasformado en mirada como una alteridad poco concreta. Pero, además, ese flujo de odio y rencor desemboca en una presentación del sujeto al que la confesión sitúa ante su verdad.
Es decir, me interesa destacar del texto ciertas particularidades que están sustentando la fenomenología del odio. Respecto a la trama, podría decirse que es bastante clásica. Aparecen los otros como imágenes siempre fascinantes; a continuación surge el odio proyectado sucesivamente hacia esos otros, el hermano, la cuñada o el niño; para desembocar en la muerte supuestamente liberadora, sea natural o por asesinato, de esos otros especulares. Pero una de las circunstancias que me parece que otorga su indudable valor a este cuento es el surgimiento del condenado, no como reo, sino como sujeto ante su verdad subjetiva y ante la ley.
Y cuando digo sujeto, no me refiero a un yo de la conciencia dueño de sí mismo, todo lo contrario, me refiero a que el reo es una figura literaria que encarna la idea de división, de escisión, por sus conflictos. Conflictos que se desarrollan en su conciencia, el odio y el rencor que le provoca la imagen del otro, del semejante; también el conflicto como imposibilidad de fijar el momento y la causa que hacen surgir su acción delictiva; división entre la norma y el goce de las pasiones; y encarna el conflicto como sujeto pasivo de esa mirada omnipotente que lo vigila y sabe todo sobre él: “Hay ojos por todas partes”.
En este ámbito, creo necesario resaltar la relevancia y el carácter definido de la confesión, pues es ella la que tiene la función de iluminar al condenado como sujeto. La confesión no la hace para explicar el sentido del acto, para ofrecernos una comprensión razonable del mismo –aspecto que sería el deseable para la ley— sino para poner en juego su deseo, la satisfacción de sus pasiones, la precariedad de su verdad, y para ilustrar algo muy interesante, y es que en su acto, como en todo acto del sujeto, siempre hay una decisión que tiene algo de insondable.
“Todo aquello sucedía en mi interior”
Para ahondar en la división del sujeto, en la confesión hay también una reflexión implícita sobre la verdad. El condenado no puede establecer una linealidad que lo lleve desde la causa hasta el momento del asesinato. En ese sentido, sólo puede transitar discontinuidades. En ningún momento puede hacer coincidir la verdad con lo real. Y eso, como digo, es lo que ocurre en cualquier acto subjetivo. Esa sería la precariedad propia de una verdad subjetiva que nada tiene que ver con la legal. La diferencia entre estas dos verdades, más que expresarse, es sugerida en ese sonido seco y cortante del final del cuento. La verdad legal, a diferencia de la verdad subjetiva, suena categórica, sentenciosa, porque no contempla lo que de indecible hay en el acto del condenado.
“Caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado”.
Vuelve a confesar la verdad, la repite dando vueltas sobre algo que no se le revela, porque para un sujeto la verdad nunca es exactitud. Esa sería su posición como sujeto. Pero es juzgado por el crimen, por el acto, es otro plano, el de la ley. En la confesión observamos la distancia del acto delictivo y del sentido pleno, dejándonos ver al condenado en sus vicisitudes como sujeto ante la verdad y ante la ley que tipifica su acto como delito.
Pero el desconcierto del condenado en relación con la verdad se hace más evidente cuando la confesión nos enseña como por detrás de las palabras, y sin una precisa conciencia, aparece la sustancia de sus pensamientos, que, ¡oh sorpresa!, es el odio, el rencor, la envidia. Es decir, la satisfacción de esas pasiones dando consistencia al acto, parasitando el pensamiento, impidiendo el advenimiento de planteamientos morales y obligando a la satisfacción pulsional de pasiones como el odio:
Es decir, me interesa destacar del texto ciertas particularidades que están sustentando la fenomenología del odio. Respecto a la trama, podría decirse que es bastante clásica. Aparecen los otros como imágenes siempre fascinantes; a continuación surge el odio proyectado sucesivamente hacia esos otros, el hermano, la cuñada o el niño; para desembocar en la muerte supuestamente liberadora, sea natural o por asesinato, de esos otros especulares. Pero una de las circunstancias que me parece que otorga su indudable valor a este cuento es el surgimiento del condenado, no como reo, sino como sujeto ante su verdad subjetiva y ante la ley.
Y cuando digo sujeto, no me refiero a un yo de la conciencia dueño de sí mismo, todo lo contrario, me refiero a que el reo es una figura literaria que encarna la idea de división, de escisión, por sus conflictos. Conflictos que se desarrollan en su conciencia, el odio y el rencor que le provoca la imagen del otro, del semejante; también el conflicto como imposibilidad de fijar el momento y la causa que hacen surgir su acción delictiva; división entre la norma y el goce de las pasiones; y encarna el conflicto como sujeto pasivo de esa mirada omnipotente que lo vigila y sabe todo sobre él: “Hay ojos por todas partes”.
En este ámbito, creo necesario resaltar la relevancia y el carácter definido de la confesión, pues es ella la que tiene la función de iluminar al condenado como sujeto. La confesión no la hace para explicar el sentido del acto, para ofrecernos una comprensión razonable del mismo –aspecto que sería el deseable para la ley— sino para poner en juego su deseo, la satisfacción de sus pasiones, la precariedad de su verdad, y para ilustrar algo muy interesante, y es que en su acto, como en todo acto del sujeto, siempre hay una decisión que tiene algo de insondable.
“Todo aquello sucedía en mi interior”
Para ahondar en la división del sujeto, en la confesión hay también una reflexión implícita sobre la verdad. El condenado no puede establecer una linealidad que lo lleve desde la causa hasta el momento del asesinato. En ese sentido, sólo puede transitar discontinuidades. En ningún momento puede hacer coincidir la verdad con lo real. Y eso, como digo, es lo que ocurre en cualquier acto subjetivo. Esa sería la precariedad propia de una verdad subjetiva que nada tiene que ver con la legal. La diferencia entre estas dos verdades, más que expresarse, es sugerida en ese sonido seco y cortante del final del cuento. La verdad legal, a diferencia de la verdad subjetiva, suena categórica, sentenciosa, porque no contempla lo que de indecible hay en el acto del condenado.
“Caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado”.
Vuelve a confesar la verdad, la repite dando vueltas sobre algo que no se le revela, porque para un sujeto la verdad nunca es exactitud. Esa sería su posición como sujeto. Pero es juzgado por el crimen, por el acto, es otro plano, el de la ley. En la confesión observamos la distancia del acto delictivo y del sentido pleno, dejándonos ver al condenado en sus vicisitudes como sujeto ante la verdad y ante la ley que tipifica su acto como delito.
Pero el desconcierto del condenado en relación con la verdad se hace más evidente cuando la confesión nos enseña como por detrás de las palabras, y sin una precisa conciencia, aparece la sustancia de sus pensamientos, que, ¡oh sorpresa!, es el odio, el rencor, la envidia. Es decir, la satisfacción de esas pasiones dando consistencia al acto, parasitando el pensamiento, impidiendo el advenimiento de planteamientos morales y obligando a la satisfacción pulsional de pasiones como el odio:
“La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia… luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho”.
Y la idea de división se me presenta también entre la visión y la mirada. Si la visión es meridiana en el terreno de la conciencia, es decir, se ve al otro como imagen provista de ciertos caracteres que suscitan el odio y el rencor, la mirada, en cambio, surge como una certeza en un brillo que atrapa, que petrifica, pero es independiente de la visión de los ojos, pues también aparece en esa luciérnaga que brilla como si fuera el ojo de Dios, o surge desde la misma tierra que cubre el cadáver del niño, así como en el momento final en el que el prisionero redacta su confesión, cuando tanto él, como los otros imaginarios a los que se confrontó, están más que muertos.
Otro elemento de división, como turbación, como angustia, nos lo ofrecen los sueños del protagonista. Despertándose sobresaltado ante la repetición de las mismas pesadillas. Es la misma mirada que no hace sino detener el tiempo en la repetición de la culpa.
Este sería, fundamentalmente, el campo de la división que se encarna en la figura literaria del reo como un conflicto esencial que, de forma más o menos radical, soportamos todos los seres humanos. Y en ese conflicto lo que observamos es que el campo aparentemente consistente de la conciencia no puede sino someterse ante la consistencia, cuasi omnipotente, de los elementos inconscientes que, sin duda, rigen y determinan la acción del reo, como la de todos los seres humanos.
En definitiva, el cuento de Dickens me parece un gran texto, porque no se detiene en consideraciones psicológicas que justifiquen y nos hagan entender razonablemente el acto delictivo. La confesión lo sitúa como un texto claramente metapsicológico, que va más allá de la conciencia y de un yo cognitivo, para poner en juego el dinamismo de diferentes fuerzas en conflicto, así como el carácter insondable que, en último término, preside los actos determinantes de la vida de los sujetos.
Miguel Ángel Alonso
Miguel Ángel Alonso
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