viernes, 18 de noviembre de 2011

Lo Inevitable; un comentario de Alberto Estévez sobre el relato de Dickens; "Confesión encontrada en una prisión en la época de Carlos II"


Lo que les propongo hoy es que concentren su atención en una frase del texto, una frase que encierra un misterio; el misterio viene dado por el hecho de que se trata de una pregunta y el autor nos escamotea la respuesta, no nos la sirve de manera explícita. Me incliné por esa frase porque, para mí, encierra la esencia de este cuento magistral, mi valoración fue in crescendo a cada lectura nueva que hacía.


Seguro que recuerdan el momento en el que los investigadores deciden visitar la casa del asesino, y él los recibe sentado justo encima de donde ha cavado la fosa en la que enterró el cadáver de su sobrino. Por cierto, ¿observaron que esta palabra no aparece en el texto? El niño, que es la palabra que se repite incesantemente, con la que esta narración en primera persona se refiere a él, el niño, es hijo de su hermano, por tanto es sobrino directo si puede decirse así. Pero pienso que de manera intencionada, el narrador, que es y no es Dickens, este el efecto que consiguen las narraciones en primera persona, en este caso acentuado además por el hecho de ser una confesión escrita. Bien, el autor de ésta, no puede darle ese rango familiar al niño, no puede situarlo en el lugar de hijo, porque aún siéndolo biológicamente de su hermano, la mujer lo adopta como propio, y él consiente a ello, quedando en el lugar de padre, pero es un lugar del que no sería suficiente decir que nuestro protagonista no lo puede encarnar, es que no hace alusión a dicho lugar de padre, como si ni siquiera lo pudiera imaginar, como si esa consecuencia lógica para él no lo fuera en absoluto, algo del orden de una imposibilidad. Es muy fino este relato, no le hace falta explicitarnos, prefiere insinuar, y nosotros vamos entresacando, por eso tiene tanta riqueza, uno no cesa de descubrir.

Considero central esta puntualización respecto de lo que creo que es una imposibilidad para asumir la función paterna en la persona del asesino, pero estábamos en ese momento de la visita de los representantes de la ley, que Dickens decide que sean hermanos, y quería revelarles la frase que me inquietó, que es el momento en el que se dirigen a él y le dicen: ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño? Pues bien, ahí el texto enmudece, y en realidad hace bien, porque será nuestra tarea deducirlo; eso es en mi opinión lo que propone Dickens, y que les traslado, quiero plantearles ¿qué gana este hombre asesinando al chiquillo?

Bueno, no es cierto que no haya respuesta alguna, Dickens hace un formato de respuesta que no se dirige a los investigadores, sino a nosotros, y dice: Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un escalofrío. Con este formato de respuesta nos ha pasado el testigo a nosotros, nos hemos convertido en los investigadores, y somos los responsables de deducir, con los elementos de los que disponemos, qué gana este hombre haciendo desaparecer al muchacho.

Contrariamente a lo que se piensa, Freud no descubrió el complejo de Edipo a partir del amor, sino a partir del odio, es decir, no se trata tanto del amor del hijo a la madre cuanto del odio al padre. Debiéramos estar ya acostumbrados los lectores de Freud, porque muchas de sus enseñanzas no van exentas de cierta polémica, pero parece que con él no hay forma de estar prevenido o vacunado contra la perplejidad. Por ejemplo, cuando nos habla del duelo por una persona amada, él percibe un odio inconsciente en la persona que lo padece, un odio hacia el difunto.

Luego tienen esa relación de las mujeres con sus madres, que es seguro que vamos a poder analizar a lo largo de este curso. Una relación que contiene elementos de una pasión y de otra, es decir, en el mismo vínculo podemos constatar la presencia de amor y odio. Freud dice que este odio es inconsciente, yo creo que en algunos casos no lo es tanto, incluso diría que resulta bien visible. Pero fíjense cómo opera Freud, por eso les decía que no hay posibilidad de que su pensamiento resulte predecible; no se trata de que obtengamos las pruebas de ese odio de la hija hacia la madre en las escenas de gritos y en los enfados que se saldan colgando el teléfono, no, para él, en las reacciones en las que observa un exceso de ternura, o en las que se confiesa la presencia de la culpabilidad hacia la madre o hacia un surrogado de ella, ahí tenemos la prueba de la presencia de este odio inconsciente.

Los hombres que forman pareja estable con las mujeres conocen perfectamente la salida que suele tomar este odio, y los que además de tener una pareja estable, leen a Freud, saben que ellos son los herederos de ese odio de la hija hacia la madre, y aquí volvemos a sorprendernos, porque siempre se ha tendido a pensar que el marido es el heredero del vínculo de la mujer con su padre, y Freud nos contradice afirmando que en realidad están mucho más presentes las actitudes con la madre, y que con el hombre se tiende a reeditar las coordenadas del vínculo maternal.

Trato de hacerles notar algo que nos va a servir para pensar los relatos que este año versen sobre el amor y el odio, el del otro día de McCullers y el de hoy de Dickens, y es que ambas pasiones son inseparables, odio y amor están juntos siempre, y allí donde perciban la presencia de uno, el otro no anda lejos. Y una de las pistas que podemos tomar de la mano de Freud es observar el exceso, cuando hay un amor excesivo, ya estamos prevenidos, hay un odio inconsciente muy activo, y la sobrecompensación amorosa trata de mantenerlo a raya. Lo dice muy bien uno de mis autores preferidos, al igual que Freud, resulta revelador, pero en el terreno literario, cuando en su obra “La Mujer Justa” Sándor Márai nos revela: No se puede amar tanto, no se debe amar tanto a nadie, ni siquiera a los propios hijos.

Ahora volvamos al relato, tenemos un sujeto de naturaleza desconfiada y que confiesa estar poseído por un espíritu maligno. Sin lazo social, es alguien que no experimenta el lazo fraternal como vínculo alguno, si acaso lo interpreta como algo amenazador, y esto no es algo que se quede en un proceso interno, más típico del neurótico, sino que resulta bien visible a los demás, la cuñada lo escruta con la mirada porque lo teme, y el hermano, en su lecho de muerte lamenta la distancia que los ha separado, pero se encarga de dejar todo bien atado, y la herencia del niño, si le sucediese algo, será para su cuñada, en ningún caso para nuestro protagonista. ¿Qué significa si le sucediese algo? Son otros tiempos, de elevada mortalidad infantil, se pueden buscar causas para ese supuesto que no apunten al protagonista del relato, pero reconocerán que habrá que hacer un esfuerzo para desvincularlo, porque todos saben que el niño corre peligro con el tío que le ha tocado. Hasta el protagonista, en las últimas horas de su vida, horas de confesión, nos dice algo que contesta esta cuestión. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. ¿Y qué canta el pobre pequeño inocente camino del lago y de su terrible muerte? Cecea una cancioncilla titulada “Que Dios se apiade de mí”

No soy tan lector de Dickens como para saber si el pensamiento que mueve al autor en este relato es algo del lado del determinismo, de lo inevitable, de que da igual cómo situemos las piezas, finalmente se ordenarán en un único sentido, pero sí es cierto que el cuento deja una cierta sensación de que las situaciones fuesen confluyendo unas con otras hasta el fatal desenlace.

Volviendo a la pregunta que les formulé; ¿Este posible determinismo podría contestarla? ¿Nos daría las claves que permiten conocer qué gana él asesinando al pobre niño? Porque si hubiera sido evidente que hay una temática de celos, que el niño amenaza con la pérdida de las atenciones de la mujer hacia él, la pérdida en suma del ser amado, estaríamos en una dimensión mucho más abierta a la circunstancia, menos determinista, pero por el contrario, aquí lo que tenemos es la mirada, ojos que miran, incluso ojos de fuego, y no rivalidad neurótica.

Por tanto, respecto de las formas de odio de las que les hablé, debiéramos distinguir otro odio más, el odio paranoico, un odio delirante que resulta ser respuesta a la vivencia del otro como enemigo y amenaza, y de esta manera, se constata el odio en esos ojos que miran, y que a su vez hacen surgir el propio. Es este un terreno mucho más determinista, en el que la certeza fulmina cualquier libertad de posibilidades, quizás en esto podamos encontrar una diferencia con el amor, que suele encarnar una pasión mucho más contingente, inprecisa y vacilante; en suma, una pasión caprichosa.


Alberto Estévez

No hay comentarios: