Lo
que les propongo hoy es que concentren su atención en una frase del texto, una
frase que encierra un misterio; el misterio viene dado por el hecho de que se
trata de una pregunta y el autor nos escamotea la respuesta, no nos la sirve de
manera explícita. Me incliné por esa frase porque, para mí, encierra la esencia
de este cuento magistral, mi valoración fue in crescendo a cada lectura nueva
que hacía.
Seguro
que recuerdan el momento en el que los investigadores deciden visitar la casa
del asesino, y él los recibe sentado justo encima de donde ha cavado la fosa en
la que enterró el cadáver de su sobrino. Por cierto, ¿observaron que esta
palabra no aparece en el texto? El niño, que es la palabra que se repite
incesantemente, con la que esta narración en primera persona se refiere a él,
el niño, es hijo de su hermano, por tanto es sobrino directo si puede decirse
así. Pero pienso que de manera intencionada, el narrador, que es y no es
Dickens, este el efecto que consiguen las narraciones en primera persona, en
este caso acentuado además por el hecho de ser una confesión escrita. Bien, el
autor de ésta, no puede darle ese rango familiar al niño, no puede situarlo en
el lugar de hijo, porque aún siéndolo biológicamente de su hermano, la mujer lo
adopta como propio, y él consiente a ello, quedando en el lugar de padre, pero
es un lugar del que no sería suficiente decir que nuestro protagonista no lo
puede encarnar, es que no hace alusión a dicho lugar de padre, como si ni
siquiera lo pudiera imaginar, como si esa consecuencia lógica para él no lo
fuera en absoluto, algo del orden de una imposibilidad. Es muy fino este
relato, no le hace falta explicitarnos, prefiere insinuar, y nosotros vamos
entresacando, por eso tiene tanta riqueza, uno no cesa de descubrir.
Considero
central esta puntualización respecto de lo que creo que es una imposibilidad
para asumir la función paterna en la persona del asesino, pero estábamos en ese
momento de la visita de los representantes de la ley, que Dickens decide que
sean hermanos, y quería revelarles la frase que me inquietó, que es el momento
en el que se dirigen a él y le dicen: ¿Qué
puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño? Pues bien, ahí el texto
enmudece, y en realidad hace bien, porque será nuestra tarea deducirlo; eso es
en mi opinión lo que propone Dickens, y que les traslado, quiero plantearles
¿qué gana este hombre asesinando al chiquillo?
Bueno,
no es cierto que no haya respuesta alguna, Dickens hace un formato de respuesta
que no se dirige a los investigadores, sino a nosotros, y dice: Yo podía contestarle mejor que nadie lo que
podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me
recorrió un escalofrío. Con este formato de respuesta nos ha pasado el
testigo a nosotros, nos hemos convertido en los investigadores, y somos los
responsables de deducir, con los elementos de los que disponemos, qué gana este
hombre haciendo desaparecer al muchacho.
Contrariamente
a lo que se piensa, Freud no descubrió el complejo de Edipo a partir del amor,
sino a partir del odio, es decir, no se trata tanto del amor del hijo a la
madre cuanto del odio al padre. Debiéramos estar ya acostumbrados los lectores
de Freud, porque muchas de sus enseñanzas no van exentas de cierta polémica,
pero parece que con él no hay forma de estar prevenido o vacunado contra la
perplejidad. Por ejemplo, cuando nos habla del duelo por una persona amada, él
percibe un odio inconsciente en la persona que lo padece, un odio hacia el
difunto.
Luego
tienen esa relación de las mujeres con sus madres, que es seguro que vamos a
poder analizar a lo largo de este curso. Una relación que contiene elementos de
una pasión y de otra, es decir, en el mismo vínculo podemos constatar la
presencia de amor y odio. Freud dice que este odio es inconsciente, yo creo que
en algunos casos no lo es tanto, incluso diría que resulta bien visible. Pero
fíjense cómo opera Freud, por eso les decía que no hay posibilidad de que su
pensamiento resulte predecible; no se trata de que obtengamos las pruebas de
ese odio de la hija hacia la madre en las escenas de gritos y en los enfados
que se saldan colgando el teléfono, no, para él, en las reacciones en las que
observa un exceso de ternura, o en las que se confiesa la presencia de la
culpabilidad hacia la madre o hacia un surrogado de ella, ahí tenemos la prueba
de la presencia de este odio inconsciente.
Los
hombres que forman pareja estable con las mujeres conocen perfectamente la
salida que suele tomar este odio, y los que además de tener una pareja estable,
leen a Freud, saben que ellos son los herederos de ese odio de la hija hacia la
madre, y aquí volvemos a sorprendernos, porque siempre se ha tendido a pensar
que el marido es el heredero del vínculo de la mujer con su padre, y Freud nos
contradice afirmando que en realidad están mucho más presentes las actitudes
con la madre, y que con el hombre se tiende a reeditar las coordenadas del
vínculo maternal.
Trato
de hacerles notar algo que nos va a servir para pensar los relatos que este año
versen sobre el amor y el odio, el del otro día de McCullers y el de hoy de
Dickens, y es que ambas pasiones son inseparables, odio y amor están juntos
siempre, y allí donde perciban la presencia de uno, el otro no anda lejos. Y
una de las pistas que podemos tomar de la mano de Freud es observar el exceso,
cuando hay un amor excesivo, ya estamos prevenidos, hay un odio inconsciente
muy activo, y la sobrecompensación amorosa trata de mantenerlo a raya. Lo dice
muy bien uno de mis autores preferidos, al igual que Freud, resulta revelador,
pero en el terreno literario, cuando en su obra “La Mujer Justa” Sándor Márai
nos revela: No se puede amar tanto, no se
debe amar tanto a nadie, ni siquiera a los propios hijos.
Ahora
volvamos al relato, tenemos un sujeto de naturaleza desconfiada y que confiesa
estar poseído por un espíritu maligno. Sin lazo social, es alguien que no
experimenta el lazo fraternal como vínculo alguno, si acaso lo interpreta como
algo amenazador, y esto no es algo que se quede en un proceso interno, más
típico del neurótico, sino que resulta bien visible a los demás, la cuñada lo
escruta con la mirada porque lo teme, y el hermano, en su lecho de muerte
lamenta la distancia que los ha separado, pero se encarga de dejar todo bien
atado, y la herencia del niño, si le sucediese algo, será para su cuñada, en
ningún caso para nuestro protagonista. ¿Qué significa si le sucediese algo? Son
otros tiempos, de elevada mortalidad infantil, se pueden buscar causas para ese
supuesto que no apunten al protagonista del relato, pero reconocerán que habrá
que hacer un esfuerzo para desvincularlo, porque todos saben que el niño corre
peligro con el tío que le ha tocado. Hasta el protagonista, en las últimas
horas de su vida, horas de confesión, nos dice algo que contesta esta cuestión.
Tengo ahora la sensación de que era como
si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de
lo que ha sucedido desde entonces. ¿Y qué canta el pobre pequeño inocente
camino del lago y de su terrible muerte? Cecea una cancioncilla titulada “Que
Dios se apiade de mí”
No
soy tan lector de Dickens como para saber si el pensamiento que mueve al autor
en este relato es algo del lado del determinismo, de lo inevitable, de que da
igual cómo situemos las piezas, finalmente se ordenarán en un único sentido,
pero sí es cierto que el cuento deja una cierta sensación de que las
situaciones fuesen confluyendo unas con otras hasta el fatal desenlace.
Volviendo
a la pregunta que les formulé; ¿Este posible determinismo podría contestarla?
¿Nos daría las claves que permiten conocer qué gana él asesinando al pobre
niño? Porque si hubiera sido evidente que hay una temática de celos, que el
niño amenaza con la pérdida de las atenciones de la mujer hacia él, la pérdida
en suma del ser amado, estaríamos en una dimensión mucho más abierta a la
circunstancia, menos determinista, pero por el contrario, aquí lo que tenemos
es la mirada, ojos que miran, incluso ojos de fuego, y no rivalidad neurótica.
Por
tanto, respecto de las formas de odio de las que les hablé, debiéramos
distinguir otro odio más, el odio paranoico, un odio delirante que resulta ser
respuesta a la vivencia del otro como enemigo y amenaza, y de esta manera, se
constata el odio en esos ojos que miran, y que a su vez hacen surgir el propio.
Es este un terreno mucho más determinista, en el que la certeza fulmina
cualquier libertad de posibilidades, quizás en esto podamos encontrar una
diferencia con el amor, que suele encarnar una pasión mucho más contingente,
inprecisa y vacilante; en suma, una pasión caprichosa.
Alberto Estévez
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