Quiero comenzar
subrayando lo extraordinario de la posición existencial desde la que habla el
protagonista, todavía entre los vivos, pero a punto de entrar en el mundo de
los muertos. Esa extraña zona entre la vida y la muerte, que hace que el sujeto
tome la palabra para confesar “Toda la verdad”, eso que se pide en los juicios
cuando se obliga a jurar sobre la Biblia que se va a decir: la verdad, toda la verdad
y nada más que la verdad. Solo que la verdad no puede decirse toda, aún cuando
esta sea la intención de un sujeto, que por otra parte ya no tiene nada que
perder. No puede decirse toda, ni puede decirse nada más que la verdad depurada
completamente de la dimensión del engaño. La verdad es mentirosa y parcial por
estructura. Seremos los lectores quienes recibamos esta confesión y tratemos de
comprender algo más con los pocos, pero esenciales, elementos que nos ofrece el
relato.
Tenemos al protagonista
que se define como un hombre cobarde, desconfiado y hosco y tenemos al hermano,
quien, por el contrario, atesora las virtudes que al él le faltan: generoso,
viril, de buen corazón, más guapo, vital y sobre todo amado. Ambos hermanos son
de naturaleza tan diferente que el mensaje que los otros le transmiten al protagonista cuando le conocen es que no
se puede comprender cómo tienen tan pocos puntos en común. La comparación
siempre es odiosa, sobre todo cuando uno sale tan mal parado frente a la imagen
del otro. El hermano encarna el ideal masculino, mientras que él es un ser
despreciable que nos confiesa, de entrada, dos sentimientos: la indiferencia
ante la muerte del hermano, probablemente tan deseada, y esa enconada envidia
que siempre sintió en su corazón. Creo
que tenemos aquí la clave de todo el drama. De la envidia feroz en la infancia,
pasando por el deseo de muerte del otro, hasta llegar al odio, que es el tema
de esta reunión.
Tanto la filosofía como
el psicoanalisis se han preguntado cuál es el sentimiento más arcaico del ser
humano, si el amor o el odio, llegando a la conclusión de que primero es el
odio y después el amor. Para el psicoanalisis el odio es precursor del amor y
constituye el vinculo primario con los otros. Más precisamente, lo que se
comprueba a través de la clinica, es que
el origen de las relaciones sociales se encuentra en los celos con el hermano.
En la fraternidad se dará el amor, sin duda, pero son los celos los que
constituyen el pivote al rededor del cual se conforma el destino de cada sujeto
en el registro de lo social. El reconocimiento en la infancia de la existencia
del hermano produce un fuerte sentimiento de intrusión. San Agustín en sus Confesiones nos ofrece una imagen
paradigmática de este drama inicial de la vida: “He visto con mis ojos y
observado a un pequeño dominado por los celos. Todavía no hablaba y no
podía mirar sin palidecer el espectáculo amargo de su hermano de leche”.
De esta encrucijada
vital se derivan dos caminos diferentes: o bien el sujeto se queda en el odio y la consecuente necesidad de
destruir al intruso, o comienza a amarlo y a identificarse con él. Generalmente
el odio y el amor se conjugan como las dos caras de una misma moneda, de manera
que el amor más fuerte puede bascular hacia el odio y viceversa.
El relato de Dikens
tiene una lógica implacable que muestra la sabiduría del escritor acerca del
funcionamiento del alma humana. El protagonista se casa, pero no con cualquier
mujer, sino precisamente con la hermana de la esposa de su hermano. Dos parejas
de hermanos de distinto sexo se dan cita en el texto para duplicar el efecto
del drama de la fraternidad. Este casamiento no le acerca más al hermano por la
vía del amor, sino que se desliza ya irremediablemente hacia el odio mediante
un desplazamiento del mismo sobre la figura de la cuñada. Creo, por otra parte,
que en la trama no vamos a encontrar la
ambivalencia común entre el amor y el odio. Decimos, sin equivocarnos, que no
hay amor sin odio, pero la frase no es reversible, pues muy bien puede suceder
que haya odio sin amor. Pienso que este es el caso de nuestro protagonista y es
lo que origina la gravedad de sus sentimientos y del acto que se deriva de los
mismos. Cuando el odio no está neutralizado por el amor, lo que se pone en
juego es la necesidad de destruir al otro, ese otro que se nos torna
insoportable, que nos persigue con su mirada, que conoce el núcleo miserable de
nuestro propio ser. La mirada del otro se hace omnipresente y atraviesa la
barrera del semblante hasta descubrir lo que hay detrás de las
apariencias. Si el amor se dirige
siempre al semblante, el odio apunta al ser del otro.
Cuando el odio cobra
este carácter extremo estamos, sin duda, en el campo de la enfermedad mental.
El enfermo experimenta la existencia del kakon
(palabra griega que significa “mal”). Ese espíritu maligno que lo amenaza desde
el exterior, pero que a la vez lo habita en lo más intimo. La experiencia es
tan insoportable que para liberarse de la misma el sujeto pasa al acto, en este
caso homicida, aunque podría haber sido suicida, porque en definitiva el
enfermo quiere asesinar en el otro el kakon
de su propio ser.
Volvamos a la historia;
parece que la fortuna hace que la cuñada muera, liberando al sujeto de su
mirada escrutadora y amenazante. Sin embargo, es imposible liberarse de algo
que se proyecta fuera estando a la vez dentro, por eso muerta la madre el mal
retorna bajo la figura del hijo como una replica de la muerta. El niño es
portador de una mirada que lo persigue con un propósito y un significado que el
sujeto dice saber.
Si pensamos este crimen
como los detectives que vemos en las peliculas empezaríamos preguntándonos por
el móvil del mismo. Quid pro quo? ¿A
quién beneficia? Me parece que el autor
nos lanza un falso señuelo al mostrar que la muerte del niño convertiría al
asesino en heredero y que el motivo pudiera ser el interés económico. Pretendo
demostrar que el pasaje al acto homicida está comandado por el odio en su
expresión más radical, depurado de todo sentimiento amoroso, un odio que solo
puede saldarse con la extinción del objeto que lo produce. Si seguimos las
pistas a la letra nos encontramos con la siguiente secuencia:
“Siempre que salía de
mis pensamientos melancólicos lo encontraba mirándome con fijeza”
Primero: el sujeto dice estar
inmerso en sus pensamientos melancólicos, es decir es presa de un mal que le
aproxima a la muerte, muy frecuentemente bajo la forma del suicidio. El
melancólico siente que su ser no es más que un deshecho que no merece seguir
vivo. Esto no es un dato exclusivamente clínico, desde hace siglos la
melancolía ha sido materia de la literatura y de la sabiduría popular y siempre
aparece ligada al suicidio.
Segundo: cuando sale del horror
interno de sus pensamientos lo que encuentra es el horror exterior de una
mirada acusatoria, que lo desprecia nuevamente como un ser indigno. Quiero
subrayar el carácter reversible del conflicto, lo insoportable se presenta
basculando del interior al exterior y su erradicación solo puede obtenerse
mediante el suicidio o el homicidio.
Tercero: de la mirada que viene del niño hacia
su persona se pasa progresivamente a la mirada de él sobre el niño. Lo miraba
durante horas, escondido detrás de un árbol, después miraba la escena del niño
con su esposa como si esta fuera una madre, o por las noches miraba como
dormía. No puede parar de mirarlo con una fascinación malsana que le hace
sentir como un “infeliz culpable” a punto de ser sorprendido por una mirada que
lo miraría mirando. Es su propia mirada la que va teniendo un propósito
aniquilatorio hacia el niño y al mismo tiempo proyecta ese sentimiento como una
amenaza que le viene del otro, por eso nos dice “sólo el diablo sabe con qué
terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se
aproximaba a la orilla de agua”
Quinto: en el momento del acto homicida se
produce un estado alucinatorio, retorna la mirada de la madre en los ojos del
niño y luego se multiplica por doquier, todo el universo se transforma en
mirada ante la que no hay ocultamiento posible y entonces, el cobarde y poco
hombre aniquila a aquel que provenía de una sangre valiente y varonil (la del
hermano).
Después queda preso de
la obsesión absoluta de ocultar su acto (todo lo demás no le importa), pero no
se puede esconder nada cuando la mirada amenaza por todas partes. Matas unos
ojos tratando de eliminar su mirada y está vuelve con más potencia. No hay
manera de ganarle la partida, es ya la mirada de Dios la que le observa, el ojo
de fuego sin soporte humano eliminable.
“Los trabajadores debieron
de pensar que estaba loco”. Es que efectivamente lo estaba, porque a fin de
cuentas mientras el mal estaba localizado en el niño el sujeto se sostenía en
el odio, ahora el mal está sin localizar y se arrepiente de haberlo matado no
tanto por compasión como por parar esta locura insufrible, el terror continuo
de que lo oculto se destape. Ya no puede dormir, ni comer, ni vivir,
porque el muerto puede salir de su
tumba.
La visita del conocido
y su compañero le hace perder lo poco que le quedaba de juicio. Sentado sobre
la tierra que oculta el cuerpo muerto, escucha la siguiente frase “¿Qué puede
ganar un hombre asesinando a un pobre niño?”. Él todavía mantiene cierta
tranquilidad, pero entonces, como viniendo de otro mundo surge la presencia de
dos perros sabuesos que descubren su presa a través del olfato. Es fantástico
este giro que encuentra Dikens pasando de la mirada al olfato, ese sentido que
se orienta sin ver y del que los humanos nos apartamos al hacernos bipedos.
El asesino es
descubierto por los dos perros y apresado por los dos hombres, en una escena en
la que definitivamente muestra su locura. Finalmente confiesa y pide el perdón.
Despues, en esas horas previas a la muerte, vuelve a confesar, sin compasión,
ni consuelo alguno, completamente solo respecto a cualquier compañía humana,
pero absolutamente acompañado por su espiritu maligno, ese kakon que trato de
eliminar en el otro y que no lo abandonara jamás.
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