sábado, 25 de mayo de 2013

Austerlitz, de W. G. Sebald. Comentario de Miguel Ángel Alonso

Austerlitz es la magistral puesta en escena de una concepción nada usual sobre el emplazamiento de un ser humano por su origen, por su verdad y sobre el desafío que supone afrontar los pormenores del camino que conduce a ella.     

Para comenzar, las primeras descripciones que W. G. Sebald realiza acerca de las fortificaciones, las defensas, los afanes de poder, el monumentalismo, etc., me provocaron, de inmediato, una reflexión paralela, pues tenía la intuición de que esas descripciones eran una proyección, a la vida militar, de las defensas que el ser humano construye en su psiquismo. La reflexión es la siguiente: siempre, ante la verdad del origen, la capciosa, la artificiosa conciencia construye una fortaleza colosal: el olvido. Su aspecto es macizo y compacto, pero su sombra ya predice, bien su propia catástrofe, bien la del ser encerrado en ese olvido.

El olvido, en general, es una construcción humillante para el ser, pues lo despoja de sus recuerdos y de su verdad. Pero a la vez, de forma ineludible, concita la atención de enemigos bien poderosos, el deseo y la angustia. No es poca cosa. Entre estos elementos juega Austerlitz la partida de la vida, pues la novela lo muestra acorazado, atrincherado involuntariamente en el olvido de sí mismo, paralizado en la rutina del tiempo lineal, pensante y razonante, y proyectado por su deseo hacia una confusión enigmática y angustiosa de lenguas en la que, paradójicamente, podrá encontrar alguna luz. Estamos, pues, en la lucha entre el recato de la conciencia y el deseo decidido de Austerlitz.

Dijo Austerlitz que, en algún lugar de su ser, el tiempo perdió su privilegiada posición de omnipotencia:

Para mí fue realmente como si el tiempo se hubiese detenido desde el día de mi primera partida de Praga(222)

Esta detención le impidió armonizar sus pasos al tic-tac del mundo. Austerlitz es un hombre que no existe, alojado en un agujero simbólico. No sabe cuál es el tiempo ni la lengua ni la realidad que le concierne. Y además de estar emplazado por una verdad enigmática, escurridiza y opaca, se siente compelido a cuestionar los discursos prefabricados que intuye que no son suyos. Ante su perentoria decisión –que es una decisión ética— Austerlitz se instala en la escucha de un saber que no sabe, un saber que, sin embargo, presiente que le pertenece, pues le insiste de una forma muy singular.   

¿Cómo escucha Austerlitz el discurso de su verdad?       
             
De forma irremediable, se desplaza por una estructura lingüística esencialmente temporal –esa planicie metonímica que es el texto de W. G. Sebald— deambula por la infinitud de un lenguaje con solo dos puntos y aparte, atestado de contigüidades, de encadenamientos, de digresiones que, en ese insistente “Dijo Austerlitz”, pareciera querer sostener y amarrar la esencia perdida de su vida, pareciera querer taponar compulsivamente su agujero simbólico.
Pero en esa estructura lingüística encontramos también algunas repeticiones, como las cúpulas, las estaciones ferroviarias, elementos del discurso que sitúan a Austerlitz ante una realidad concreta, evocadora y, por ello, enigmática, lo cual logra detenerlo, contenerlo, puntuarlo y sosegar su fatiga discursiva. No son menores otras repeticiones, como las fortificaciones, pues, como resistencias obstinadas, actúan como un reclamo que parece inquietarlo y convocarlo a algún desciframiento.

Pero también juega la partida en otra estructura lingüística, ésta sí atemporal, no situada en la profundidad, sino en la misma superficie de lo que Austerlitz dice. Pues escucha, en eso que dice, algunas palabras que le suenan distintas, algunas palabras que le traen significaciones distantes, y es captado por algunos lugares y objetos que intuye pintados también en otros sitios ignotos y longincuos. No son más que los testimonios afectivos de una verdad difícilmente accesible para Austerlitz en relación a su origen.

Una de las singularidades de la novela es que Austerlitz, en su tortuoso viaje, comprueba que la verdad no se ve ni se toca, sino que se reconstruye con los retales ofrecidos por esos testimonios. Ellos se significan como las únicas vías que permiten abrigar la esperanza de llegada a algún horizonte vital. Pero tiene una intuición fuera de lo común, y es que para arribar a ese horizonte no vale el pensamiento, no valen los libros, ni vale la razón. Dice en la página 280:
Los libros, inútiles para producir el encuentro con los orígenes
Curiosa observación. Cuando se trata de la verdad, cuando se trata del ser, cuando se trata del deseo, resulta que el pensamiento y el conocimiento aparecen como marginales, no resultan aliados para iniciar el camino ni para llegar a su fin. Austerlitz privilegia el encuentro casual con esos testimonios en los que se posaron ciertos afectos por los que se siente conmovido. Esto recuerda la inversión del cogito cartesiano producida por J. Lacan:

No soy allí donde soy el juguete de mi pensamiento; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar

Para abundar en esta posición, dice Austerlitz en las páginas 142 y 143 que el conocimiento que había acumulado no era más que una memoria sustitutiva y compensatoria. Es decir, sitúa al pensamiento y al conocimiento como velos de su verdad.

Separado de su conciencia y del tic-tac del tiempo, Austerlitz siente la preocupación por encontrar las leyes que rigen el retorno del pasado. Y el caso es que las pone a la vista magistralmente. Su cita con la verdad no tiene que ver con un tiempo lineal. En su discurso, los muertos pueden estar más vivos que los propios vivos, y las fracturas son el terreno firme para atisbar esa verdad. Cuando se trata del origen, Austerlitz sólo le da poder a esos “reflejos de reconocimiento” que se lastran, de forma ilógica, de forma extraña, con afectos que Austerlitz presiente que no pertenecen a ellos:

Por qué determinados timbres, oscurecimientos de tono o síncopas lo afectan tanto a uno, a alguien como yo, básicamente poco musical… pero hoy, en retrospectiva, me parece que el misterio de que entonces me sintiera conmovido se encierra en la imagen del ganso blanco como la nieve que permaneció inmóvil y rígido entre los actores, mientras tocaban(273)

Austerlitz, atento a los afectos que marcan su discurso y su cuerpo como única posibilidad de sentirse vivo, encuentra el camino hacia la producción de su nacimiento simbólico, de su reencuentro con la lengua materna, o lo que es lo mismo, el reencuentro con alguno de los aromas de su patria, de su infancia, de su origen.

Reencuentro, por otra parte, lleno de paradojas. Decía Baudelaire que nuestra patria es la infancia. Pero lo
cierto es que, de una u otra forma, la infancia, para Austerlitz, así como para muchos de nosotros, sino para todos, se convierte en una tierra muy lejana, hasta el punto de hacernos sentir la vida como un destierro. En realidad, ese destierro es eterno, porque lo es de una palabra jamás pronunciada. Austerlitz lo muestra de una forma radical, pero todos tenemos un agujero simbólico en el origen. Porque finalmente, como le ocurre al protagonista, no se puede conquistar la infancia, porque, finalmente, no hay verdad ni origen ni patria que se puedan ver ni tocar. En la vida nos movemos por la ética contenida en una decisión fundamental, o vivir atrincherados siempre en el olvido, caminando la fatiga de los pasos quietos, o volviendo siempre, por caminos inexistentes, hacia una palabra jamás pronunciada, arrastrando con nosotros la mácula de un infinito querer.

Miguel Ángel Alonso  

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