Hacía mucho tiempo que no leía nada de Onetti. Y tengo que decir que el cuento me encantó. Porque encontré un lenguaje no menos barroco que en el cuento anterior, pero ceñido a las turbulencias de lo real, que en este caso son dos subjetividades que se reconocen en su soledad.
La hipótesis parisina, neoyorkina de la homosexualidad entre ellos me parece, en estos pagos, descartable por una razón. Nunca se puede descartar algo de eso, pero en este caso hay tal virilidad de los dos en la ruina, hay tal delectación, pero no de masoquismo de barrio que además vende su nocturnidad, sino verdaderamente una entrada, sobre todo por parte del narrador, en la ruina que es el tiempo, en la imposibilidad de amarrar algo en el tiempo.
El amor por Inés es una especie de espejismo. Se dice en un momento que la única decisión posible es casarse cuanto antes. Es el momento en que Bob comienza a ser más agresivo. Pero el respeto vergonzante del narrador por Bob, elimina de cuajo algo distinto a un profundo respeto por un ser hermano. Son dos hombres que reconocen su hombría en la ruina.
No he visto que sea un cuento sobre el odio, la palabra parece salpicarlo, pero es una narración sobre la sabiduría que emana del fracaso. Hay una frase de Pasolini en una entrevista donde dice que de la felicidad no emana nada. Sin embargo, en el tuteo con el fracaso en el tiempo, hay una profunda sabiduría.
Me parece un ejercicio excelente de literatura y de saber, en cuanto al hundimiento implícito al tiempo. Y en ese escenario tragicómico, dos hombres encuentran su altura, aunque es el narrador quien tiene ventaja en la ruina, que tiene que ver con una mezcla de pavor y piedad. Es la ruina a cámara lenta del otro, aunque los dos están a la altura, y diría que hay más amor y respeto que odio.
Rosa López: Respecto a la hipótesis parisina-neoyorkina de la homosexualidad, tengo una nota en la primera página:
“En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés, podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella”
Subrayé esto porque creía que aquí teníamos la cuestión del deseo homosexual reprimido. Quizá esté puesto como un señuelo. Pero, realmente, te querría plantear que el deseo homosexual no es contrario a la virilidad. En absoluto. Los homosexuales son extremadamente viriles.
Ignacio Castro: Después de la implacable juventud de él que, en cierto modo representa lo que el narrador ha sido, este narrador ve advenir a Bob con una mezcla de temor y esperanza, de que se corrompa o no se corrompa. Por una parte desearía que mantuviese lo que ha sido, por otra lo espera a la vuelta de la ruina. En todo caso, entre los dos, sobre todo por parte del narrador, se establece tal fraternidad, que el paso al acto sería algo así como un incesto. Sería penetrar en un templo que se mantiene digno de amor, digno de respeto, en la medida en que se mantiene inaccesible, como uno lo es para sí mismo.
Creo que la relación con lo trágico es lo que decide la virilidad entre ambos. Porque ya desde el comienzo, la juventud implacable de Bob aparece como algo soberbio, con lo cual es difícil meterse. El narrador, prácticamente no contesta a las insidias de Bob. Es como si éste le echara en cara al narrador que tuviese ilusiones en lo social, por ejemplo casarse, cuando él es un solitario admirable, amante de la música, lector, un trágico que infunde respeto. Lo trágico mantiene la fortaleza de Bob.
Finalmente, el narrador ha vuelto a lo trágico abandonando la relación fácil con Inés. Desde ahí mantiene la relación ambivalente de piedad y rencor con el Bob, que acaba de llegar al mundo de los arruinados. Pero, casualmente, Bob está pasando por una especie de crisis, aún tiene nostalgia de los tiempos juveniles, de lo que pudo y quiso ser, cuando el narrador tiene la sabiduría de no tener ya ni nostalgia. En ese sentido, la tragedia del narrador, que se sabe solo y desde ahí crea un mundo, espera la metamorfosis trágica de Bob convertido en Roberto.
En cierto modo, este Roberto somos todos nosotros. Hay una ironía, desde la sabiduría solitaria de Onetti, sobre todos nosotros, que somos, en cierto modo, el Roberto de los treinta años. E insisto, la virilidad de los dos, del narrador y del que llega, se decide por esa relación que no tiene tiempo con lo trágico.
Ignacio Castro
La hipótesis parisina, neoyorkina de la homosexualidad entre ellos me parece, en estos pagos, descartable por una razón. Nunca se puede descartar algo de eso, pero en este caso hay tal virilidad de los dos en la ruina, hay tal delectación, pero no de masoquismo de barrio que además vende su nocturnidad, sino verdaderamente una entrada, sobre todo por parte del narrador, en la ruina que es el tiempo, en la imposibilidad de amarrar algo en el tiempo.
El amor por Inés es una especie de espejismo. Se dice en un momento que la única decisión posible es casarse cuanto antes. Es el momento en que Bob comienza a ser más agresivo. Pero el respeto vergonzante del narrador por Bob, elimina de cuajo algo distinto a un profundo respeto por un ser hermano. Son dos hombres que reconocen su hombría en la ruina.
No he visto que sea un cuento sobre el odio, la palabra parece salpicarlo, pero es una narración sobre la sabiduría que emana del fracaso. Hay una frase de Pasolini en una entrevista donde dice que de la felicidad no emana nada. Sin embargo, en el tuteo con el fracaso en el tiempo, hay una profunda sabiduría.
Me parece un ejercicio excelente de literatura y de saber, en cuanto al hundimiento implícito al tiempo. Y en ese escenario tragicómico, dos hombres encuentran su altura, aunque es el narrador quien tiene ventaja en la ruina, que tiene que ver con una mezcla de pavor y piedad. Es la ruina a cámara lenta del otro, aunque los dos están a la altura, y diría que hay más amor y respeto que odio.
Rosa López: Respecto a la hipótesis parisina-neoyorkina de la homosexualidad, tengo una nota en la primera página:
“En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés, podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella”
Subrayé esto porque creía que aquí teníamos la cuestión del deseo homosexual reprimido. Quizá esté puesto como un señuelo. Pero, realmente, te querría plantear que el deseo homosexual no es contrario a la virilidad. En absoluto. Los homosexuales son extremadamente viriles.
Ignacio Castro: Después de la implacable juventud de él que, en cierto modo representa lo que el narrador ha sido, este narrador ve advenir a Bob con una mezcla de temor y esperanza, de que se corrompa o no se corrompa. Por una parte desearía que mantuviese lo que ha sido, por otra lo espera a la vuelta de la ruina. En todo caso, entre los dos, sobre todo por parte del narrador, se establece tal fraternidad, que el paso al acto sería algo así como un incesto. Sería penetrar en un templo que se mantiene digno de amor, digno de respeto, en la medida en que se mantiene inaccesible, como uno lo es para sí mismo.
Creo que la relación con lo trágico es lo que decide la virilidad entre ambos. Porque ya desde el comienzo, la juventud implacable de Bob aparece como algo soberbio, con lo cual es difícil meterse. El narrador, prácticamente no contesta a las insidias de Bob. Es como si éste le echara en cara al narrador que tuviese ilusiones en lo social, por ejemplo casarse, cuando él es un solitario admirable, amante de la música, lector, un trágico que infunde respeto. Lo trágico mantiene la fortaleza de Bob.
Finalmente, el narrador ha vuelto a lo trágico abandonando la relación fácil con Inés. Desde ahí mantiene la relación ambivalente de piedad y rencor con el Bob, que acaba de llegar al mundo de los arruinados. Pero, casualmente, Bob está pasando por una especie de crisis, aún tiene nostalgia de los tiempos juveniles, de lo que pudo y quiso ser, cuando el narrador tiene la sabiduría de no tener ya ni nostalgia. En ese sentido, la tragedia del narrador, que se sabe solo y desde ahí crea un mundo, espera la metamorfosis trágica de Bob convertido en Roberto.
En cierto modo, este Roberto somos todos nosotros. Hay una ironía, desde la sabiduría solitaria de Onetti, sobre todos nosotros, que somos, en cierto modo, el Roberto de los treinta años. E insisto, la virilidad de los dos, del narrador y del que llega, se decide por esa relación que no tiene tiempo con lo trágico.
Ignacio Castro
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