jueves, 18 de febrero de 2010

Comentario de Miguel Ángel Alonso sobre el relato de J.M. Coetzee, El proyecto Vietnam, incluido en su novela Tierras de poniente.

Soy el súbdito de un cuerpo en rebelión

Cuanto más arraigado y universal sea un mito, más difícil de combatir resulta

Tierras de ponienteEstamos ante un texto erudito y lúcido. Es mucho lo que enseña acerca de ciertas esencias que estructuran la subjetividad. Es asombrosa la puesta en escena de tantos y tan precisos resortes que operan esa estructura, lo cual sugiere, de parte del autor, un conocimiento que no puede adscribirse únicamente a lo intuitivo, lo cual, por otra parte, constituye una forma privilegiada de encuentro con nuestra verdad. Desde luego, parece imposible disponer del saber que enseña Tierras de Poniente, si no tiene que ver con algún tipo de experiencia particular y profunda que el autor sabe trasladar a la ficción con indudable maestría. El hecho mismo de situarse en el texto como interlocutor del otro, solicita, al menos, la “aventura” de un comentario mínimo. Digo aventura porque no es seguro que ese Coetzee sea el propio autor. Y es que la misma estructura del relato sugiere una división subjetiva y la consiguiente confrontación entre diferentes espacios de la subjetividad. Coetzee es nombrado en tercera persona, como autoridad y como conciencia moral del protagonista Eugene, supeditado de forma extrema e inamovible a sus juicios y a sus exigencias, y atrapado en las redes de la obediencia suprema, y de un cierto masoquismo moral.

El trayecto está jalonado, además, por otros elementos tales como el poder del lenguaje, la potencia del mito, la ambivalencia en la relación con el padre –representado aquí, de forma simbólica, por la autoridad de Coetzee—, y la puesta en escena del orden y la obediencia en un continuo hostigamiento por parte de esa feroz conciencia moral que, por un lado, impone la ley obligando a la renuncia, pero a la vez, se satisface en el protagonista con su insaciabilidad, exigiendo más y más renuncia. Así lo experimenta Eugene Dawn.

Las primeras palabras del relato son: “Me llamo Eugene Dawn. No puedo hacer nada al respecto”. Creo que muestran, de entrada, una esencia del relato: su determinismo ineludible, y el carácter marginal de la conciencia. Antes de ese principio no hay otra cosa que un inescrutable silencio, el protagonista nada posee que le pertenezca, todo es del Otro. En el principio no hay decisión, el deseo del Otro –encarnado en los padres— se impone en el mismo momento en que lo nombran. También podríamos decir que en el final, “tengo grandes esperanzas de averiguar de quién soy culpa” tampoco hay decisión, sólo puede invocar difusas esperanzas en la aridez de un secreto que no se le revela.

Ese sería el escenario donde se juega la partida de una existencia, la de Eugene Dawn, que sólo puede sostenerse en el marco del orden y la obediencia, instalado en un cuerpo que no responde a su voluntad, porque está signado, de una forma muy singular, por un deseo que no puede comprender.

Es importante el tratamiento que hace del cuerpo. Lo diferencia con claridad precisa del organismo. El cuerpo es algo construido, sintomático, que dentro de su patología le traiciona, es un enemigo que no hace caso de las disciplinas que se le quieren imponer, ni hace caso a ningún tipo de psicología del gesto. Aquellos síntomas a los que la psicología pretende hacer entrar por la puerta del cuarto oscuro, los descubrimos prestos saliendo hacia la claridad por la ventana. Lo dice de forma emocionante: “soy el súbdito de un cuerpo en rebelión”. Un cuerpo que no responde al pensamiento, a la estrategia que Eugene desea imponerle para luchar contra la autoridad insensata. Podemos ver, entonces, cómo en el ser humano, el cuerpo no es lo mismo que el organismo. El organismo sería una parte natural, biológica, por lo tanto, no sintomática, esos órganos que responden a sus funciones naturales: “Solamente los órganos de mi abdomen conservan su libertad ciega: el hígado, el páncreas, las tripas y por supuesto el corazón, chapoteando apiñados como octillizos no nacidos”. Habría que añadir que, muchas veces, ni las vísceras se libran de ser cuerpo.

Como decía, la conciencia es, en este relato, algo marginal. Ella sólo puede registrar una proyección patológica, el extremado afán de orden, de obediencia, y de evitar el conflicto con los superiores por parte de Eugene, sin que ningún elemento simbólico pueda rescatarlo de la inmovilidad férrea de su posición subjetiva. Estamos, por tanto, en el interior de un intrincado laberinto, de una historia personal atormentada, atrapada en un destino trágico, condenada, y sin posibilidad de conciliarse con ninguna identidad.

Creo pertinente hacer una referencia al extraordinario tratamiento que hace del lenguaje en el encuentro con Coetzee. Las primeras palabras que Eugene pronuncia en relación con él, son impecables, tanto en su forma como en el fondo, tienen tal plasticidad, tal fuerza expresiva, que nos arrastran en su narración agitada, a la vez que trasmiten la esencia de la relación. Respecto a la forma, son palabras que van de aquí para allá, en un catálogo de frases cortas, aforísticas, como sentencias que tratan de vestirse con una verdad que no encuentra nunca el lugar donde posarse, lo cual va conformando su fondo, un flujo de pensamiento, un monólogo interior que nos ofrece emociones, afectos, sentimientos, sospechas, fantasmas, estrategias, razones, cargado todo de tal dramatismo, que nos hace sentir en la superficie de esas palabras la intimidad de un sujeto atormentado por un conflicto de ambivalencia, amor/odio respecto a la autoridad.

Podemos localizar a continuación lo que el texto nos hace sentir como la profundidad de una nueva determinación del lenguaje, el poder de la ficción mitológica, en una escritura que fluye densa y plena de reflexión. La ficción pura de la primera parte del relato se muda en ensayo para articularse, como anillo al dedo, al drama vital de Eugene Dawn. Resulta difícil sostenerse a flote ante tamaña erudición mitológica que nos muestra los fundamentos de los lazos sociales en la vida pasada, pero que nos hace dudar de la vida futura. No es seguro que, tras la batalla entre las mitologías tradicionales y las nuevas, éstas últimas garanticen la vida de los seres humanos. Las nuevas mitologías, más que preocuparse por anudar y hacer consistentes los lazos sociales, tal como hacían las tradicionales, parecen destinadas a vehicular el mal.

La techné clásica, esa inteligencia creadora, tradicionalmente empleada para relacionarse con lo ente y encontrar una conciliación del sujeto con el mundo, es tomada de forma perversa por la tecnología para satisfacer las exigencias del mal, es decir, llevar a cabo el sometimiento del mundo y la destrucción de las mitologías tradicionales para sustituirlas por la nueva y abyecta “mitología” del poder: la voz del mal sin culpa, es decir, del padre omnipotente que no se somete a ninguna ley.

La tecnología sería el soporte material de esa nueva y analfabeta mitología, la que impone la obediencia plena e incondicional a una autoridad infalible que no tiene que convencer, sino simplemente ordenar. Mitología que, de forma casi total, es asumida por los herederos de la contienda de Vietnam, los que conformamos el mundo actual.

Esta es una lección que podemos extraer del relato, una lección que nos puede permitir posicionarnos para evitar que se apoderen, de forma definitiva, de todo pensamiento, de nuestra capacidad para crear ficciones y sostener en ellas los lazos sociales. Creo que, más que nunca, se hace precisa una nueva ficción, para ello hay que encontrar la vulnerabilidad, el Talón de Aquiles del padre omnipotente para asesinarlo, aunque tengamos que soportar por ello una culpa indeleble. Si no es así, sus determinaciones nos conducirán a una derrota final, de la cual nos ilustra también el relato.

La enfermedad mental decanta el devenir del protagonista hacia un casi fatal desenlace, muy revelador en relación a la inconsciencia, a la falta de sentido último de nuestros actos, para los cuales, las interpretaciones psicológicas de tipo fenomenológico que se construyen para dar sentido a la acción subjetiva, son simplezas que no tienen la más mínima relevancia, y no pueden llevar a cabo ninguna rectificación subjetiva porque son incapaces de acceder al secreto que ella encierra.

El conflicto real que surge con la autoridad, borra a Eugene como sujeto, ya no puede sostenerse en esa construcción mitológica de la obediencia que lo sostiene en el mundo. Todo su entramado simbólico sobre la obediencia se viene abajo, y acomete una acción inconsciente que lo sitúa en los límites del crimen.

Eugene acepta finalmente el orden impuesto de la institución mental. Está conforme en ese escenario que le permite reencontrarse con un orden vital que le resulta imprescindible para sostenerse. Aquí se revela el carácter analfabeto de la nueva mitología que llega a abarcar, no sólo el espacio de la tierra madre, sino también el de la enfermedad mental, el de las instituciones mentales. Todo lo que ocurre en el ser humano, la locura, los síntomas, la enfermedad mental, las angustias, las divisiones, todo lo refieren a lo fenomenológico, lo cual no puede llevar más que a que reconozcan su impotencia porque lo fenomenológico les dice poco. Es decir, la psicosis de Eugene, dice poco. Están desorientados. Todo su malestar lo suponen consecuencia de su relación con la guerra. Es la deriva simplista y fácil del padre omnipotente, siempre dispuesto a dotar a la institución mental de la pastilla que silencie lo que el sujeto sabe.

¿No estamos permitiendo que este analfabetismo ponga el punto final a la historia del ser humano?

Miguel Ángel Alonso

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