Hay un cuento de John Cheever que se titula “¡Oh, juventud y belleza!”, en el que el protagonista, un tal Cash Bentley -un hombre al quenada le ha ido demasiado bien en la vida- quiere demostrarle a todos, y en especial a sí mismo, que las cosas van bien. Para ello, al final de cada reunión social en su casa repite un espectáculo que lo ha hecho famoso, y que consiste en poner en fila todos los muebles del salón e iniciar una carrera con salto de obstáculos. Año tras año, los problemas se van sumando, pero Cash es incombustible. No hay reunión en la que no siga causando la admiración de su auditorio con esa curiosa demostración de fuerza y juventud. Pero una nochealgo sale mal, y en el último salto resbala y se rompe una pierna. Un accidente sin demasiada importancia, pero que cambiará todo para él. Tendrá que aceptarlo, tendrá que asumir que no podrá volver a montar su numerito, pero Cash Bentley no es precisamente esa clase de persona capaz de reconocer las limitaciones de la realidad, ni el devenir del tiempo, ni el menguar de las fuerzas, ni el ineludible llamado de la muerte. Cash Bentley va a pagar muy cara su obstinada decisión de no querer saber sobre todo eso.
Neddy Merrill pertenece a esa misma raza de hombres, la de los Bentleys, hombres dispuestos a desafiar las leyes implacables de la realidad llevando a cabo una hazaña. Pero esa hazaña, lejos de constituir una prueba de superación impulsada por el reconocimiento de las carencias e infortunios de la vida, es en estos casos una carrera ciega hacia la nada, un salto vertiginoso y desesperado en el vacío. Porque el viaje de Neddy Merrill (con ese apellido que no por casualidad es casi idéntico al adjetivo “merry”, que en inglés significa “alegre”, “feliz”, “festivo”) es indudablemente una hazaña, el esfuerzo supremo de escapar al destino. Ha sucedido algo terrible, algo inconmensurable que se deja entrever. Ned, como el salmón, quiere volver al punto de partida, al punto cero, quiere remontar el río de la vida, empezar de nuevo. Ese sobrehumano esfuerzo por olvidar, esa férrea voluntad amnésica, requiere un método, un procedimiento: pasar al costado de los acontecimientos, rodearlos, bordearlos, atravesar los pedazos, los trozos de la existencia rota, deslizarse a contrapelo de la catástrofe, y nada mejor que viajar a través de las piscinas.
¿Por qué laspiscinas? John Cheever es el escritor americano que mejor ha sabido retratar la decadencia de una clase social que, por sobre todas las cosas, procuró mantenerse a flote en las traicioneras aguas de las apariencias. Cheever describe con extrema y sutil minuciosidad ese mundo atroz donde la vida es a cada instante un espectáculo mortal, un circo en el que los espectadores van a gozar viendo cómo una nueva víctima es engullida por el sumidero, mientras todos aguantan la respiración, se compadecen del pobre infeliz, y para sus adentros hacen cábalas sobre quién será el próximo en caer.
La piscina, la célebre piscina americana, es el símbolo perfecto, el espejo del alma de una clase, el reflejo de una buena familia. Para que luzca, hay que mantenerla limpia, quitarle las hojas, disimular sus impurezas, lograr que el líquido parezca claro y brillante.
La piscina y la copa de gin. La copa de gin es una variedad de la piscina, una piscina minúscula. Remojarse en ella es también sumergirse en el elixir de la juventud, porque la juventud -como el alcohol- es un ingrediente fundamental en la receta del olvido. Por eso Ned Merrill, nuestro pequeño Ulises, el héroe de Bullet Park (ese área residencial que constituye el mundo en el que sobrenadan muchos de los personajes de John Cheever) no sale jamás del agua usando la escalerilla, sino que se alza sobre el borde con su propio impulso, un gesto en apariencia trivial, pero que tiene toda su importancia, porque de lo que se trata es de plantarle cara al tiempo, de mostrarse joven y fuerte, incluso atlético.
“¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades, y que su amigo había estado enfermo?” Neddie no parece guardar ningún recuerdo de todo aquello, y en su singular peripecia observa su propia vida como si fuera la de otro, extrañado de encontrar un paisaje cada vez más ensombrecido por la ausencia, por el sol que se apaga, por la luz que se extingue, por el calor que escapa de su cuerpo junto con las últimas y obstinadas fuerzas. Al parecer, a alguien le ha ocurrido algo no muy bueno. Pero, ¿a quién? ¿A él? Las voces, ¿a quién señalan? ¿De quién hablan? ¿Y por qué, cuando al borde de la extenuación consigue llegar por fin a casa, no hay nadie para recibirlo? ¿No será que esa oscuridad y ese frío, esa desnudez despojada de la última capa de denodado optimismo, nos quieren dar a entender que en verdad Ned Merrill ya está muerto, solo que hace tanto tiempo de eso que él mismo ha acabado por olvidarlo?
Neddy Merrill pertenece a esa misma raza de hombres, la de los Bentleys, hombres dispuestos a desafiar las leyes implacables de la realidad llevando a cabo una hazaña. Pero esa hazaña, lejos de constituir una prueba de superación impulsada por el reconocimiento de las carencias e infortunios de la vida, es en estos casos una carrera ciega hacia la nada, un salto vertiginoso y desesperado en el vacío. Porque el viaje de Neddy Merrill (con ese apellido que no por casualidad es casi idéntico al adjetivo “merry”, que en inglés significa “alegre”, “feliz”, “festivo”) es indudablemente una hazaña, el esfuerzo supremo de escapar al destino. Ha sucedido algo terrible, algo inconmensurable que se deja entrever. Ned, como el salmón, quiere volver al punto de partida, al punto cero, quiere remontar el río de la vida, empezar de nuevo. Ese sobrehumano esfuerzo por olvidar, esa férrea voluntad amnésica, requiere un método, un procedimiento: pasar al costado de los acontecimientos, rodearlos, bordearlos, atravesar los pedazos, los trozos de la existencia rota, deslizarse a contrapelo de la catástrofe, y nada mejor que viajar a través de las piscinas.
¿Por qué laspiscinas? John Cheever es el escritor americano que mejor ha sabido retratar la decadencia de una clase social que, por sobre todas las cosas, procuró mantenerse a flote en las traicioneras aguas de las apariencias. Cheever describe con extrema y sutil minuciosidad ese mundo atroz donde la vida es a cada instante un espectáculo mortal, un circo en el que los espectadores van a gozar viendo cómo una nueva víctima es engullida por el sumidero, mientras todos aguantan la respiración, se compadecen del pobre infeliz, y para sus adentros hacen cábalas sobre quién será el próximo en caer.
La piscina, la célebre piscina americana, es el símbolo perfecto, el espejo del alma de una clase, el reflejo de una buena familia. Para que luzca, hay que mantenerla limpia, quitarle las hojas, disimular sus impurezas, lograr que el líquido parezca claro y brillante.
La piscina y la copa de gin. La copa de gin es una variedad de la piscina, una piscina minúscula. Remojarse en ella es también sumergirse en el elixir de la juventud, porque la juventud -como el alcohol- es un ingrediente fundamental en la receta del olvido. Por eso Ned Merrill, nuestro pequeño Ulises, el héroe de Bullet Park (ese área residencial que constituye el mundo en el que sobrenadan muchos de los personajes de John Cheever) no sale jamás del agua usando la escalerilla, sino que se alza sobre el borde con su propio impulso, un gesto en apariencia trivial, pero que tiene toda su importancia, porque de lo que se trata es de plantarle cara al tiempo, de mostrarse joven y fuerte, incluso atlético.
“¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades, y que su amigo había estado enfermo?” Neddie no parece guardar ningún recuerdo de todo aquello, y en su singular peripecia observa su propia vida como si fuera la de otro, extrañado de encontrar un paisaje cada vez más ensombrecido por la ausencia, por el sol que se apaga, por la luz que se extingue, por el calor que escapa de su cuerpo junto con las últimas y obstinadas fuerzas. Al parecer, a alguien le ha ocurrido algo no muy bueno. Pero, ¿a quién? ¿A él? Las voces, ¿a quién señalan? ¿De quién hablan? ¿Y por qué, cuando al borde de la extenuación consigue llegar por fin a casa, no hay nadie para recibirlo? ¿No será que esa oscuridad y ese frío, esa desnudez despojada de la última capa de denodado optimismo, nos quieren dar a entender que en verdad Ned Merrill ya está muerto, solo que hace tanto tiempo de eso que él mismo ha acabado por olvidarlo?
Gustavo Dessal
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