viernes, 16 de diciembre de 2011

La locura con minúsculas: Alberto Estévez comenta "El Nadador", de John Cheever.


   Llegamos hoy a la 30ª tertulia y entramos en el tercer gran epígrafe con el que decidimos vertebrar este curso, La Locura.
  
  Podemos considerar la locura hermana de la literatura, o al menos como pariente próximo. Son innumerables los ejemplos de obras literarias, de todos los tiempos y épocas, que han investigado la locura humana. Porque además de constituirse como un enigma, es un significante que como tantos otros tiene un sentido equívoco, si puede decirse así, y para el caso de hoy, nos interesa pensar si hablamos de la locura con mayúsculas o con minúsculas, ver si entre todos podemos delimitar esta frontera.

 Podemos hablar de la locura en su noción más clásica y referirnos con esta denominación al padecimiento del loco. Pero eso inmediatamente nos abre la pregunta que en algún momento nos hemos hecho cada uno: ¿no estamos todos un poco locos? ¿Quién no hace alguna locura, quién puede decir que no hay huella en su vida de algo absurdo que no responde a una lógica común, y sin embargo, visto en otro, podría hacernos dudar de la posibilidad de que estuviera en cierta medida enajenado?

  Este relato está continuamente transitando esta frontera; Ned, tan pronto se viste con el traje de un sujeto como cualquier otro, uno más, deportista, seductor, amigo de sus vecinos y querido por muchos de ellos, quizá un poco inmaduro, pero no nos costaría trabajo identificar, con estos rasgos, muchos sujetos como él, con su parte un poco loca. Es imposible no estar un poco loco si la vida que hay que vivir es una vida humana.
  
   Y luego está el otro Ned, el que no somos tan capaces de inscribir en el conjunto de la norma, el que se nos sale de ahí, y circula por los caminos más difíciles y menos transitados. Es el sujeto en el que percibimos que la negación se obstina no permitiendo concluir que la represión sea el mecanismo encargado de apartar lo doloroso; la sensación que nos deja es que hay algo más que opera en él, o que falta, algo del estilo de una especie de freno de seguridad que lo resguarda de la colisión fatal.

  Impresionado por este relato, además me ha descubierto a un autor que no conocía, del que me he convertido en incondicional. Me ha gustado tanto que me ha hecho pensar qué importante es para obtener un buen relato disponer de una buena historia que lo sustente. Aquí, no se trata de nada muy elaborado ni enrevesado, una situación que en algún momento de nuestras vidas algunos hemos tenido que atravesar, una ruina económica; lo particular del caso no lo encontramos en las amargas consecuencias que sufre el arruinado, aquí más bien parece que la ruina económica ha desencadenado una ruina subjetiva.

  Crear un personaje que se resista a afrontar la realidad no sólo es el reflejo de cualquiera de nosotros, es parte de nuestra condición. El encanto, la genialidad de Cheever está en la forma que se elige para mostrarlo; esto es lo exquisito, esto es la ocurrencia maravillosa, y lo que sin lugar a dudas a catapultado a este relato a la cima del reconocimiento mundial que merecidamente ha obtenido; si además le sumamos esa buena historia tan potente que subyace, entenderemos que se decidiera realizar su adaptación al cine, en la que Burt Lancaster como Ned Merryl defiende una interpretación sobresaliente en una lograda película.

  El protagonista huye de la realidad pero emprende un viaje, y este viaje que podrá pensarse como una puesta en acto de esa huída, en realidad le da de bruces con ella, un viaje que le costará el descenso a sus propios infiernos tras haber surcado el río que constituye el torrente de la pulsión.

 Esto es lo que descubre a un escritor, alguien que tiene en su cabeza un pensamiento con el que explicar lo que nos ocurre mientras estamos vivos, y querer transmitirlo, y contar con la habilidad de hacerlo pasar por un relato. Luego, todo esto se aliña además con elementos que rodean la trama principal, fundamentalmente, ya lo hemos visto en el caso de otros autores norteamericanos que hemos trabajado, me viene ahora el recuerdo del genio de Richard Yates, una crítica feroz contra la sociedad americana, apuntando a su falta de valores, denunciando el morbo de su actitud exhibicionista en la carrera por convertirse en el que más tiene, el mundo de las apariencias en el que la identidad equivale al tener, y por tanto el soy es igual al tengo, o si prefieren el manido: tanto tienes tanto vales; en suma, una crítica que funciona como interpretación de la vacuidad de dicha sociedad, de la que ya estaban siendo avisados por sus propios autores muchos años antes de que George W. Bush alcanzara la presidencia del gobierno de la nación, incluso bastante antes de que lo hiciera el inefable Ronald Reagan.

 Esta crítica ya la tenemos en los primeros párrafos, cuando a propósito del “anoche bebí demasiado”, Cheever delata el cinismo de la doble moral y muestra su radical desencuentro con la sociedad que le tocó vivir. Es una frase que pone en boca de los feligreses saliendo de misa, expiando así su alma de excesos y culpas, pero es también la frase del propio sacerdote, que tampoco posee recursos “divinos” para impedir la seducción que sobre él opera dicho exceso, incluso el jefe del grupo ecologista. Nadie se salva, todos bebemos, y mejor no contradecir al autor, porque los que no beben seguro que harán algo peor, así que algo que parte de nosotros mismos y nos excede forma parte de nuestra naturaleza, y nos aproxima a Ned Merryl. Abajo los semblantes como imposturas de pureza y de bondad, hay algo oscuro en cada uno de nosotros, mal que nos pese también somos eso, y en cuanto bajemos la guardia y nos descuidemos, nuestra parte más sombría amenaza con delatarse. Tratar de aplastarla y hacerla desaparecer provoca su retorno más cruel, mejor inventar la manera cada cual para integrarla pacíficamente.

  A este respecto, les cuento una curiosidad que viene al caso; el cartel promocional de la película reza la siguiente inscripción: “When you talk about the swimmer, will you talk about yourself?”,  que traducido viene a decir: “Cuando hablas de El Nadador, ¿estarás hablando de ti mismo?”.
  
 Personalmente, encuentro el mejor tramo del relato a partir de que se desencadena la tormenta. Este elemento cargado de simbolismo encuentra una posible traducción como manifestación de la terrible realidad de Ned, que empuja las puertas y ventanas y hace apropiado y urgente cerrarlas para que el recuerdo amenazante no entre en la casa de la memoria. Pero no diría que la tormenta es el punto que marca el antes y el después del viaje. La maestría de Cheever reside en utilizar recursos que funcionan como anuncio de ese punto sin retorno del viaje, la tormenta es uno de ellos, el otro, la pista de caballos descuidada, comprobamos el desconcierto que provoca en él, pero el punto que marca el “no hay” en la cadena de júbilo que reinaba hasta ese momento, el eslabón que falta en ésta y que cambia el tono del viaje es el encuentro con la piscina vacía, la piscina que no tiene agua de la casa que está deshabitada, es la anticipación del vacío que lo espera al final del viaje, esa casa cerrada amenaza con hacer retornar a su recuerdo la imagen de su propia casa cerrada y vacía. Esta imagen es de una crudeza extrema en el film.
  
   A partir de ahí, Ned Merryl ya no levanta cabeza, su despliegue megalómano de tintes legendarios arría sus velas dando paso al pobre loco, y con un aspecto lamentable porque su armazón imaginario poco a poco se le desintegra, la gesta cambia de signo y cobra gravedad, y cubre la longitud de las siguientes piscinas a duras penas, recurriendo a las últimas fuerzas de su cuerpo atlético, que sin embargo no le amparan ante la cada vez más evidente pérdida de la propia identidad.
   
   Es un relato muy rico en la profusión de detalles, desde que comienza hasta que acaba. En ese sentido me hizo acordar de Salinger, que los coloca como si fuesen mojones del camino, indicaciones visibles pero no evidentes, pero sobre todo recordé a Nobokov, para mí como para muchos, el rey del detalle, recomendaba a sus alumnos que acariciasen los detalles, los divinos detalles decía él.
   
   Son muy numerosos en el relato de hoy, pero para mí, desde mi propia locura, hubo una imagen que me cautivó, esa que ocurre cuando abandona la piscina de la amante y una tenaz fragancia otoñal lo embriaga, la que desprenden los crisantemos y caléndulas del jardín que atraviesa. Investigué acerca del simbolismo del crisantemo, seguramente llevado porque esta flor aquí en España está muy asociada con los difuntos, parece que el motivo debemos buscarlo en que su floración coincide con la festividad de Todos los Santos y por ello las vemos depositadas en muchas tumbas. Pero curiosamente no es así en todos lados, y en USA, la patria de Cheever, es significada como alegría, y en Japón llegamos al extremo opuesto de España: además de ser la flor nacional del país, el crisantemo en Japón significa la vida eterna, y les agrego que la caléndula allí, en la cultura oriental se asocia con la longevidad, así que en oriente crisantemo y caléndula comparten simbolismo.
 
  Desconozco si Cheever quiso decirnos algo de este estilo, lo que no caduca, lo que no se deteriora, lo que no muere, a través de una fragancia que envuelve y que es típicamente otoñal, la estación por cierto de la caída de la hoja, la estación de la nostalgia, la de la pena que invade a Ned hasta hacer brotar sus lágrimas al darse cuenta de la ausencia, al tomar conciencia del vacío, de cómo finalmente se impone la brecha que interrumpe una sucesión, y que éstas, sus lágrimas, las hacemos nuestras, cuando en ese pequeño resquicio que fugazmente nos ofrece el muro de la negación, nos introducimos temerosos; para entonces ya resulta inevitable sentir el dolor por lo que hemos perdido. Bueno, tal vez palmear el bronceado trasero de Afrodita ayude a sobrellevarlo.

Alberto Estévez

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