Llegamos
hoy a la 30ª tertulia y entramos en el tercer gran epígrafe con el que
decidimos vertebrar este curso, La Locura.
Podemos considerar la locura hermana de la
literatura, o al menos como pariente próximo. Son innumerables los ejemplos de
obras literarias, de todos los tiempos y épocas, que han investigado la locura
humana. Porque además de constituirse como un enigma, es un significante que
como tantos otros tiene un sentido equívoco, si puede decirse así, y para el
caso de hoy, nos interesa pensar si hablamos de la locura con mayúsculas o con
minúsculas, ver si entre todos podemos delimitar esta frontera.
Podemos hablar de la locura en su noción más
clásica y referirnos con esta denominación al padecimiento del loco. Pero eso
inmediatamente nos abre la pregunta que en algún momento nos hemos hecho cada
uno: ¿no estamos todos un poco locos? ¿Quién no hace alguna locura, quién puede
decir que no hay huella en su vida de algo absurdo que no responde a una lógica
común, y sin embargo, visto en otro, podría hacernos dudar de la posibilidad de
que estuviera en cierta medida enajenado?
Este relato está continuamente transitando
esta frontera; Ned, tan pronto se viste con el traje de un sujeto como
cualquier otro, uno más, deportista, seductor, amigo de sus vecinos y querido
por muchos de ellos, quizá un poco inmaduro, pero no nos costaría trabajo
identificar, con estos rasgos, muchos sujetos como él, con su parte un poco
loca. Es imposible no estar un poco loco si la vida que hay que vivir es una
vida humana.
Y luego está el otro Ned, el que no somos
tan capaces de inscribir en el conjunto de la norma, el que se nos sale de ahí,
y circula por los caminos más difíciles y menos transitados. Es el sujeto en el
que percibimos que la negación se obstina no permitiendo concluir que la
represión sea el mecanismo encargado de apartar lo doloroso; la sensación que
nos deja es que hay algo más que opera en él, o que falta, algo del estilo de una
especie de freno de seguridad que lo resguarda de la colisión fatal.
Impresionado por este relato, además me ha
descubierto a un autor que no conocía, del que me he convertido en
incondicional. Me ha gustado tanto que me ha hecho pensar qué importante es
para obtener un buen relato disponer de una buena historia que lo sustente.
Aquí, no se trata de nada muy elaborado ni enrevesado, una situación que en
algún momento de nuestras vidas algunos hemos tenido que atravesar, una ruina
económica; lo particular del caso no lo encontramos en las amargas
consecuencias que sufre el arruinado, aquí más bien parece que la ruina
económica ha desencadenado una ruina subjetiva.
Crear un personaje que se resista a afrontar
la realidad no sólo es el reflejo de cualquiera de nosotros, es parte de
nuestra condición. El encanto, la genialidad de Cheever está en la forma que se
elige para mostrarlo; esto es lo exquisito, esto es la ocurrencia maravillosa,
y lo que sin lugar a dudas a catapultado a este relato a la cima del
reconocimiento mundial que merecidamente ha obtenido; si además le sumamos esa
buena historia tan potente que subyace, entenderemos que se decidiera realizar
su adaptación al cine, en la que Burt Lancaster como Ned Merryl defiende una
interpretación sobresaliente en una lograda película.
El protagonista huye de la realidad pero
emprende un viaje, y este viaje que podrá pensarse como una puesta en acto de
esa huída, en realidad le da de bruces con ella, un viaje que le costará el
descenso a sus propios infiernos tras haber surcado el río que constituye el
torrente de la pulsión.
Esto es lo que descubre a un escritor,
alguien que tiene en su cabeza un pensamiento con el que explicar lo que nos
ocurre mientras estamos vivos, y querer transmitirlo, y contar con la habilidad
de hacerlo pasar por un relato. Luego, todo esto se aliña además con elementos
que rodean la trama principal, fundamentalmente, ya lo hemos visto en el caso
de otros autores norteamericanos que hemos trabajado, me viene ahora el recuerdo
del genio de Richard Yates, una crítica feroz contra la sociedad americana,
apuntando a su falta de valores, denunciando el morbo de su actitud
exhibicionista en la carrera por convertirse en el que más tiene, el mundo de
las apariencias en el que la identidad equivale al tener, y por tanto el soy es
igual al tengo, o si prefieren el manido: tanto tienes tanto vales; en suma,
una crítica que funciona como interpretación de la vacuidad de dicha sociedad,
de la que ya estaban siendo avisados por sus propios autores muchos años antes
de que George W. Bush alcanzara la presidencia del gobierno de la nación,
incluso bastante antes de que lo hiciera el inefable Ronald Reagan.
Esta crítica ya la tenemos en los primeros
párrafos, cuando a propósito del “anoche
bebí demasiado”, Cheever delata el cinismo de la doble moral y muestra su
radical desencuentro con la sociedad que le tocó vivir. Es una frase que pone
en boca de los feligreses saliendo de misa, expiando así su alma de excesos y culpas,
pero es también la frase del propio sacerdote, que tampoco posee recursos
“divinos” para impedir la seducción que sobre él opera dicho exceso, incluso el
jefe del grupo ecologista. Nadie se salva, todos bebemos, y mejor no
contradecir al autor, porque los que no beben seguro que harán algo peor, así
que algo que parte de nosotros mismos y nos excede forma parte de nuestra
naturaleza, y nos aproxima a Ned Merryl. Abajo los semblantes como imposturas
de pureza y de bondad, hay algo oscuro en cada uno de nosotros, mal que nos
pese también somos eso, y en cuanto bajemos la guardia y nos descuidemos,
nuestra parte más sombría amenaza con delatarse. Tratar de aplastarla y hacerla
desaparecer provoca su retorno más cruel, mejor inventar la manera cada cual
para integrarla pacíficamente.
A este respecto, les cuento una curiosidad
que viene al caso; el cartel promocional de la película reza la siguiente
inscripción: “When you talk about the
swimmer, will you talk about yourself?”,
que traducido viene a decir: “Cuando
hablas de El Nadador, ¿estarás hablando de ti mismo?”.
Personalmente, encuentro el mejor tramo del
relato a partir de que se desencadena la tormenta. Este elemento cargado de
simbolismo encuentra una posible traducción como manifestación de la terrible
realidad de Ned, que empuja las puertas y ventanas y hace apropiado y urgente
cerrarlas para que el recuerdo amenazante no entre en la casa de la memoria.
Pero no diría que la tormenta es el punto que marca el antes y el después del
viaje. La maestría de Cheever reside en utilizar recursos que funcionan como
anuncio de ese punto sin retorno del viaje, la tormenta es uno de ellos, el
otro, la pista de caballos descuidada, comprobamos el desconcierto que provoca
en él, pero el punto que marca el “no hay” en la cadena de júbilo que reinaba
hasta ese momento, el eslabón que falta en ésta y que cambia el tono del viaje
es el encuentro con la piscina vacía, la piscina que no tiene agua de la casa
que está deshabitada, es la anticipación del vacío que lo espera al final del
viaje, esa casa cerrada amenaza con hacer retornar a su recuerdo la imagen de
su propia casa cerrada y vacía. Esta imagen es de una crudeza extrema en el
film.
A partir de ahí, Ned Merryl ya no levanta
cabeza, su despliegue megalómano de tintes legendarios arría sus velas dando
paso al pobre loco, y con un aspecto lamentable porque su armazón imaginario
poco a poco se le desintegra, la gesta cambia de signo y cobra gravedad, y
cubre la longitud de las siguientes piscinas a duras penas, recurriendo a las
últimas fuerzas de su cuerpo atlético, que sin embargo no le amparan ante la
cada vez más evidente pérdida de la propia identidad.
Es un relato muy rico en la profusión de
detalles, desde que comienza hasta que acaba. En ese sentido me hizo acordar de
Salinger, que los coloca como si fuesen mojones del camino, indicaciones
visibles pero no evidentes, pero sobre todo recordé a Nobokov, para mí como
para muchos, el rey del detalle, recomendaba a sus alumnos que acariciasen los
detalles, los divinos detalles decía él.
Son muy numerosos en el relato de hoy, pero
para mí, desde mi propia locura, hubo una imagen que me cautivó, esa que ocurre
cuando abandona la piscina de la amante y una tenaz fragancia otoñal lo
embriaga, la que desprenden los crisantemos y caléndulas del jardín que
atraviesa. Investigué acerca del simbolismo del crisantemo, seguramente llevado
porque esta flor aquí en España está muy asociada con los difuntos, parece que
el motivo debemos buscarlo en que su floración coincide con la festividad de
Todos los Santos y por ello las vemos depositadas en muchas tumbas. Pero
curiosamente no es así en todos lados, y en USA, la patria de Cheever, es
significada como alegría, y en Japón llegamos al extremo opuesto de España:
además de ser la flor nacional del país, el crisantemo en Japón significa la
vida eterna, y les agrego que la caléndula allí, en la cultura oriental se
asocia con la longevidad, así que en oriente crisantemo y caléndula comparten
simbolismo.
Desconozco si Cheever quiso decirnos algo de
este estilo, lo que no caduca, lo que no se deteriora, lo que no muere, a
través de una fragancia que envuelve y que es típicamente otoñal, la estación
por cierto de la caída de la hoja, la estación de la nostalgia, la de la pena
que invade a Ned hasta hacer brotar sus lágrimas al darse cuenta de la
ausencia, al tomar conciencia del vacío, de cómo finalmente se impone la brecha
que interrumpe una sucesión, y que éstas, sus lágrimas, las hacemos nuestras,
cuando en ese pequeño resquicio que fugazmente nos ofrece el muro de la
negación, nos introducimos temerosos; para entonces ya resulta inevitable
sentir el dolor por lo que hemos perdido. Bueno, tal vez palmear el bronceado
trasero de Afrodita ayude a sobrellevarlo.
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