A vueltas con el amor
de nuevo, estamos aquí en este segundo asalto si vale decir, para el que hemos
elegido el relato de García Márquez, un cuento clásico que esperamos pueda
iluminarnos sobre el tema del amor, y quizá sobre alguna que otra cuestión más.
El psicoanálisis, que
es una práctica y una experiencia que tiene como eje el amor, utiliza una
definición, entre otras, para explicar de qué se trata cuando hablamos de amor,
y es ésta la definición a la que primeramente recurre un psicoanalista cuando
es convocado para explicar qué está en juego para un sujeto cuando el amor lo
alcanza. ¿Qué es el amor? ¿De qué se trata cuando hablamos de amar? Bien,
veremos si es posible acercarnos a este gran misterio: amar es dar lo que no se
tiene.
Imaginarán que los
grandes misterios no se resuelven en una frase de 6 palabras, pero este
enunciado, no obstante, permite ordenar la cuestión que nos reúne hoy, y
también orienta decididamente el magnífico relato que nos ocupa. Una primera
aproximación a este enunciado que acabo de darles pudiéramos hacerla
negativizando la frase, porque si el enigma permanece casi tan vivo como antes
de transmitírsela, probemos a proponer lo que no es el amor, y entonces si
decimos que en el amor se da lo que no se tiene, cuando se da lo que se tiene
no se trata necesariamente de amor. Pero, ¿cómo se hace para dar lo que uno no
tiene, si no lo tiene cómo puede darlo?
Una posibilidad, si
estamos transitando estos temas, si hablamos de no tener, podemos tomar cierta
distancia con el tener, con lo que pertenece al mundo de los objetos, al menos
de algunos objetos; los automóviles, los visones, las joyas, pueden ser muy
tentadores, pueden incluso hablar del grado de generosidad de alguien, pero no
necesariamente son signo de amor, porque si se trata de amor debemos salir del
registro de lo que se tiene, de lo que se atesora, de lo que podemos
apropiarnos, y pensar en otros términos. Pagar con dinero resulta mucho más
fácil que manejarse con lo que uno no tiene, con lo que a uno le falta, y esta
falta resulta determinante para que reflexionemos.
García Márquez nos
muestra magistralmente en el registro de la ficción literaria cómo esa falta se
encarna en el centro de la pareja y más allá, la falta como núcleo del relato.
Una falta que en forma de pequeña herida sangrante resulta imposible de
obturar, no hay tapón que consiga detener esa hemorragia, casi podemos decir
que al contrario, cuanto mayor es el empeño por cerrarla lo antes posible,
mayores también serán las consecuencias que la herida alcance interesando cada
vez más la vida del sujeto, hasta el extremo que nos muestra el relato;
consumirla absolutamente.
“Lo
hice adrede –dijo- para que se fijaran en mi anillo”
Esta es la frase que ella pronuncia cuando delante de las autoridades recibe el
ramo de magníficas rosas y se pincha levemente con una de ellas, y aquí el
autor sabe muy bien jugar con las piezas que le ofrece el relato, porque coloca
los objetos como tapones de esta herida,
esa es su dimensión verdadera; la mención del anillo, respecto del cual podemos
decir que la magnitud de los brillantes consigue esconder lo que acaba de
suceder, y una distracción más, esta vez el coche platinado nos hace girar la
cabeza en otra dirección, que en realidad es apartar la mirada de aquello que
angustia, que nos resulta intolerable, una marca de real imposible de soportar.
Puede confirmarse con
una lectura atenta que la herida que provoca el pinchazo con la espina de la
rosa no es en ningún caso la fulgurante aparición de esta dimensión de lo real
que habría permanecido oculta hasta ese momento de la narración, más bien todo
lo contrario, el enamoramiento comienza con el trauma, el de los dedos de él
estrellándose contra la pared, pero además tenemos descrita la podredumbre de
la bahía, el olor pestilente, el sonido del sapo, animal especialmente
repugnante, elementos en suma que rodean este amor desde sus inicios, y Gª
Márquez los aprovecha para mostrarnos el poder del amor, más allá de la
enajenación de sus protagonistas que permanecen al margen de esta realidad, su
poder en el sentido que consigue conjurar en ellos dos el efecto de todos estos
elementos desagradables. Es ahí donde esa tumba del jardín de la casa, que ha
perdido el nombre se convierte en lápida anónima, que podría ser la de
cualquiera, quién sabe si incluso, como fatalmente se confirmará, no estará
esperando a algún vivo, y la gota de agua golpeando sobre la losa encuentra su
eco en la gota de sangre manchando la nieve, marca inexorable del paso de lo
efímero.
Podemos pensarlo en
términos de equivalencia: gota de agua que golpea la tumba, gota de sangre que
tiñe la nieve, lo cual nos conduce directamente a indagar en el título, ella es
la autora, el rastro de mi sangre en la nieve dice bromeando, que puede ser
pensado como un llamado al Otro, porque un rastro es una señal, un signo para
ser interpretado, un indicio. Ella es la autora porque podemos dar fe de que al
menos en ella esta dimensión del Otro está presente, como dimensión simbólica,
hay un orden, un código que podrá ser descifrado por quien lo encuentre, al
igual que las notas escritas en un pentagrama pueden ser interpretadas, ella
podrá dejar un rastro que alguien pueda seguir y comprobar así cuán encarnizado
puede llegar a ser un amor.
Antes de terminar
podríamos recordar nuestro primer encuentro sobre el amor, cuando iniciamos
este curso, y planteábamos en el relato de McCullers el esquema de su teoría
amorosa; si algo nos mostró aquella reunión es que resulta en vano utilizar la
razón para tratar de explicarnos la elección amorosa de cada cual, algunos no
entendían que aquel enano ruin pudiera ser objeto del amor de nadie; en el
relato de hoy, hay algo que tienta de nuevo nuestros prejuicios. Que esta niña
angelical, que viene del encierro de un internado centroeuropeo, virgen, sea
capaz de lanzar un desafío como el de la escena de la caseta a un macarra
cadenero, ¿cómo se explica? Pareciera extraño además que ella le abra las
piernas incansablemente a este tipo, cuando hasta entonces ese gesto sólo se
producía para alojar el sexo, perdón, el saxofón. Un muchacho, más bien un niño
desvalido, con un sentimiento de desamparo tal que no entiende ni él mismo cómo
ha podido vivir sin el amor y la protección de su Nena, este hijo del desamor.
Este cuento,
entonces, también sirve para recordar que hay muchos tipos de heridas; aquellas
de las que sanamos, están también esas que acarreamos durante un tiempo hasta
que dejan de dar signos de su presencia, quizá porque el beneficioso
tratamiento de un deseo prendido en Eros consiguió desinfectarlas, y luego
están las otras, aquellas que desde el mismo momento en que se producen,
deciden acompañarnos, y seguirán con nosotros a lo largo del resto de nuestras
vidas.
Alberto Estévez
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