Uno de los libros que más me ha gustado es La invención de Morel, de Bioy Casares.
Cuando leí este cuento, encontré la realidad paralela de la que se viene
hablando, esa realidad tan impactante en La
invención de Morel. El cuento, sin embargo, me gustó un poquito, es decir, no
me pareció que estuviese a la altura del saber hacer de Bioy Casares. Yo leí
algunas cosas de Silvina Ocampo, entre ellas un libro de cuentos que se llama Historias inmorales. Y todas las
historias amorosas, allí, se dan entre tres, como poco. Siempre está de la
mirada de otro para que algo sea posible, para que la relación sexual exista. En
este cuento, me parece que Bioy Casares tiene –y aquí discrepo con Luis Seguí—
tiene una ignorancia que no tienen Freud ni Lacan respeto de lo femenino. Porque
el tratamiento que hace Bioy aquí, acerca del enigma, acerca de lo que él no
conocía de Paulina, lo sitúa entre su versión, la del narrador, y la de Montero.
Y cree que la verdad de lo femenino está dividida entre el amor y el deseo, según
la manera masculina. Es decir, entre ellos dos, el narrador y Montero, entre
las dos perspectivas, aparecería la mujer que sería Paulina. Es lo femenino
desde la perspectiva masculina, con una medida que los psicoanalistas llamamos
fálica.
Pero la mujer tiene otro goce del cual, dice Lacan,
nada puede decir salvo que lo siente. El “sin medida” de lo femenino hace obstáculo a la relación sexual. Y es lo
que no aparece en este texto. Y me parece que en un autor de la talla de Bioy
Casares no pudo verlo. Creo que aquí aparece algo que, supongo yo, compartía
con Borges, este desconocimiento de lo femenino, lo indecible, aunque hubiera
tenido montones de mujeres.
Yo desconocía la historia con Silvina Ocampo, cuando al
final le muestra un amor fraternal en el cuidado. Es la peor ofensa que se
puede hacer a una mujer como mujer. Además, Silvina Ocampo no necesitaba la
fortuna de Bioy Casares, porque los Ocampos eran una de las familias de terratenientes
más rica de Argentina, con lo cual era como un recochineo que pusiera él a los
cuidadores.
Quiero resaltar un aspecto interesante del relato. Cuando
dice: “Es la convicción de que Montero no
ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente”. Cree que
a través de Montero los ha conocido. Y dice: “Es la convicción de que al tomarla de la mano…” – por lo menos un
contacto físico— “… en el supuesto
momento de la reunión de nuestras almas”. Daba a entender, cuando ella le
decía dame la mano, que se lo llevaba al dormitorio, no para leerle poemas. Y
aquí dice: “en el supuesto momento de la
unión de nuestras almas”. De los cuerpos sólo tomados de la manita.
Yo estoy de acuerdo con que este era un hombre que
estaba muerto, y que tenía en la amada una muerta. Es de lo que no pudo
enterarse. Y eso parece totalmente lógico, no me parece para nada un recurso
fantástico, pues un hombre así no se quiere enterar de nada. Y tranquilamente
no se entera de la muerte de esta persona ni aunque viva en la casa de al lado,
precisamente porque no puede hacer un duelo. Lacan dice que no se puede hacer
el duelo si no es por alguien de quien uno fue su falta. Y aquí, claramente, él
no fue el amor de ella. Por lo tanto, obviamente, no puede hacer el duelo,
porque él no fue su falta.
De todos modos, él piensa que esta imagen que
construye, precisamente para apaciguar el caballito encabritado, esta imagen
entre él y Montero, construye a uno que sí hubiera podido ser la falta de ella.
En ese punto digo que es una visión absolutamente masculina del deseo de la
mujer y del goce femenino, que no solamente se divide entre amor y deseo.
Graciela Kasanetz
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