jueves, 15 de mayo de 2014

En memoria de Paulina, de Bioy Casares. Comentario de Graciela Kasanetz

Uno de los libros que más me ha gustado es La invención de Morel, de Bioy Casares. Cuando leí este cuento, encontré la realidad paralela de la que se viene hablando, esa realidad tan impactante en La invención de Morel. El cuento, sin embargo, me gustó un poquito, es decir, no me pareció que estuviese a la altura del saber hacer de Bioy Casares. Yo leí algunas cosas de Silvina Ocampo, entre ellas un libro de cuentos que se llama Historias inmorales. Y todas las historias amorosas, allí, se dan entre tres, como poco. Siempre está de la mirada de otro para que algo sea posible, para que la relación sexual exista. En este cuento, me parece que Bioy Casares tiene –y aquí discrepo con Luis Seguí— tiene una ignorancia que no tienen Freud ni Lacan respeto de lo femenino. Porque el tratamiento que hace Bioy aquí, acerca del enigma, acerca de lo que él no conocía de Paulina, lo sitúa entre su versión, la del narrador, y la de Montero. Y cree que la verdad de lo femenino está dividida entre el amor y el deseo, según la manera masculina. Es decir, entre ellos dos, el narrador y Montero, entre las dos perspectivas, aparecería la mujer que sería Paulina. Es lo femenino desde la perspectiva masculina, con una medida que los psicoanalistas llamamos fálica.

Pero la mujer tiene otro goce del cual, dice Lacan, nada puede decir salvo que lo siente. El “sin medida” de lo femenino  hace obstáculo a la relación sexual. Y es lo que no aparece en este texto. Y me parece que en un autor de la talla de Bioy Casares no pudo verlo. Creo que aquí aparece algo que, supongo yo, compartía con Borges, este desconocimiento de lo femenino, lo indecible, aunque hubiera tenido montones de mujeres.

Yo desconocía la historia con Silvina Ocampo, cuando al final le muestra un amor fraternal en el cuidado. Es la peor ofensa que se puede hacer a una mujer como mujer. Además, Silvina Ocampo no necesitaba la fortuna de Bioy Casares, porque los Ocampos eran una de las familias de terratenientes más rica de Argentina, con lo cual era como un recochineo que pusiera él a los cuidadores.

Quiero resaltar un aspecto interesante del relato. Cuando dice: “Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente”. Cree que a través de Montero los ha conocido. Y dice: “Es la convicción de que al tomarla de la mano…” – por lo menos un contacto físico— “… en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas”. Daba a entender, cuando ella le decía dame la mano, que se lo llevaba al dormitorio, no para leerle poemas. Y aquí dice: “en el supuesto momento de la unión de nuestras almas”. De los cuerpos sólo tomados de la manita.

Yo estoy de acuerdo con que este era un hombre que estaba muerto, y que tenía en la amada una muerta. Es de lo que no pudo enterarse. Y eso parece totalmente lógico, no me parece para nada un recurso fantástico, pues un hombre así no se quiere enterar de nada. Y tranquilamente no se entera de la muerte de esta persona ni aunque viva en la casa de al lado, precisamente porque no puede hacer un duelo. Lacan dice que no se puede hacer el duelo si no es por alguien de quien uno fue su falta. Y aquí, claramente, él no fue el amor de ella. Por lo tanto, obviamente, no puede hacer el duelo, porque él no fue su falta.

De todos modos, él piensa que esta imagen que construye, precisamente para apaciguar el caballito encabritado, esta imagen entre él y Montero, construye a uno que sí hubiera podido ser la falta de ella. En ese punto digo que es una visión absolutamente masculina del deseo de la mujer y del goce femenino, que no solamente se divide entre amor y deseo. 

Graciela Kasanetz

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