“En la
oscuridad no importaba amar a aquella joven y no a ella”
“Todo amor es
fantasía,
él inventa el
año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás”.
Antonio
Machado.
Tenemos ante nosotros una historia de Alessandro Baricco
ambientada en el s.XIX que, como dice el mismo autor, no es una historia de
amor sino de dolor y deseo. Y al hablar
de deseo se me ocurre la pregunta: ¿hay varios tipos de deseo, o éste es
único pero con ciertas variantes?
El relato en cuestión está cuajado de imagines
visuales donde el aire, el agua, la seda y los pájaros, nos señalan lo
evanescente, lo ligero, lo casi inmaterial que debiera no dejar huella o,
simplemente, en el caso de los pájaros, la libertad. Es un relato minimalista
de tramos breves y frases escuetas, tan escuetas como la vida que se había
planteado el protagonista, y con ciertas repeticiones que nos llevan volando
hasta el final, para luego tener que volver a leer lo que nos hemos dejado
atrás, que es mucho.
Hervé Joncour vive en Lavilledieu sin hijos y
felizmente casado con Helene, y desde esa atalaya contempla la vida que no vive
y “asiste a su propia vida, por considerar improcedente cualquier aspiración
a vivirla”, Y esto, que parecía
ser lo que Hervé deseaba, a la vista de lo que le ocurrió luego, nos lleva a
preguntarnos: ¿es que la imaginación tiene necesidades que se han de abastecer
para que el ser humano no languidezca? ¿Es que no se puede vivir siendo
solamente feliz, como parece que él era? Y finalmente ¿de donde nacen esas
necesidades que surgen en la vida de Hervé? Se me ocurre pensar que el deseo de
una vida tan sencilla y tranquila como la suya, no era todo su deseo y que él
desconocía lo que en su inconsciente deseaba.
En este delicioso relato, Baricco juega mucho. Juega
con la seda, juega con el aire y con el deseo, juega mezclando Oriente y
Occidente y finalmente juega con las palabras. Hervé viaja a Japón varias veces
y es curioso observar como el relato de la ruta que sigue se repite exactamente
en cada caso menos en una palabra, la palabra que en sus cuatro viajes sirve de
sobrenombre al lago Baikal. Yo me imaginaba a Baricco copiando una y otra vez
esa descripción, cuando me fijé que el sobrenombre del lago es diferente en
cada caso. En el primer viaje él se va tranquilo con su vida, y entonces los lugareños llaman “mar” al lago. En el
segundo viaje lo apodan “el demonio”, y Hervé regresa seducido y tentado por aquellos
ojos. En el tercer viaje lo denominan “el último” y él siente que aquella
tentación es como ir al último rincón del mundo, y en el cuarto viaje le llaman
“el santo”, sobrenombre que luego acaban atribuyéndole a él.
Pero ¿cuál es la causa del desasosiego de Hervé? Son
unos ojos, sencillamente unos ojos que no son orientales, lo raro dentro de lo
raro que ya era Japón, pero que eran los ojos de alguien de su entorno
occidental pero alejado, lo oculto tras una tela, el dominio de otro, lo que
nunca en su vida vio tan cerca precisamente por estar tan lejos, algo, en fin,
que le desquicia porque él, nos dice el autor, “no había vivido” y eso tal vez al final le pase factura. Esa mirada
va a ser para él promesa de muchas cosas, de tantas, como para hacerla una
mirada inolvidable. “Morir de nostalgia por algo que no vivirás jamás”, le dice
su amigo. Morir por el simple deseo de algo que no podrá comprobar si para él
es bueno o malo. Pero precisamente por eso, por no poder comprobar ni
materializar nada, ese deseo idealizado permanecerá en él para siempre.
Él guarda silencio, su mujer también vive en
silencio y en ese silencio se aman, ellos que solamente rompen esa ausencia de
vida cuando el autor los manda de vacaciones a algún balneario. La mujer, por tanto,
también parece vivir a la japonesa, mientras Baricco sigue jugando con nosotros
y lo hace muy bien, y justificadamente, para poder decirnos todo lo que nos
quiere decir.
Un día “ella”, la amada sólo ojos y promesa, deja en
sus manos una frase de tres palabras: “Regresad
o moriré”. Eso le traduce a su regreso Madame Blanche, que aunque le
advierte que eso que dice no pasará, la mezcla de mirada y frase lo confunden a
pesar de que quien la escribe es una occidental de la que no sabemos cómo ni
por qué esta en las manos del famoso Hara Kei. Ya en otro viaje, Hervé, vencida
su voluntad de llevar una vida apacible, se arriesga a devolver la nota a la
joven. Luego ella lo visita acompañado de una sirvienta y se marcha dejando que
se produzca un delicioso encuentro entre la criada y él. Este es uno de los
momentos más interesantes de la narración al hacer el autor la siguiente
afirmación: “en la oscuridad no
importaba amar a aquella joven y no a ella”. Y a partir de esa frase nos
podemos hacer otra pregunta: lo que verdaderamente enamora en las relaciones
personales ¿es el erotismo “per sé” o tal vez el erotismo anticipado? Tal vez
el erotismo sembrado de imaginación, porque a veces el amor tiene mucho de eso.
Esto le dice el tío al sobrino en El
pasillo de mi casa de Cuenca. Pero ahora volvemos a preguntarnos: ¿es
que cualquier persona puede suministrarnos ese erotismo?
Un día en un balneario, al ver a los veraneantes tan
felices, Hervé le dice a uno de ellos: “todos damos asco”, y ahí está renegando
de su cómoda vida. Luego hace un último viaje dispuesto llegar hasta el fin del
mundo y vivir la fantasía que llena su mente, pero allí se encuentra con la
destrucción y la guerra, y también con Hara Kei que le dice que no vuelva
jamás.
De regreso a su país recibe una carta escrita en
japonés que parece venir de Ostende. La
carta es un relato erótico cuya lectura hipnotiza, diciendo lo que la mujer
japonesa le diría y que parece haber escrito a modo de despedida. De nuevo el
autor ha jugado con nosotros al hacer confluir Oriente y Occidente en esta
preciosa historia.
“No nos
veremos más, señor. Lo que era para nosotros, lo hemos hecho, y vos lo sabéis”.
La carta contiene un relato erótico de lo más sutil,
es el relato de una ensoñación que no va a cumplirse, con la belleza añadida de
unas manos que acarician con la incertidumbre material de la seda, como el
delicado regalo de un beso que no se sabe donde se pondrá. Pero ¿qué más cosas
hay en esa carta? ¿Es tal vez la promesa de un amor o es el relato de un
verdadero recuerdo? Al final nos enteramos de que la carta la escribió su mujer
para evitar que él volviese a Japón con ella, porque tal como le dice Madame Blanche,
la celestina del anillo de flores, “ella
hubiera querido, más que nada en el mundo, ser aquella mujer”. Baldabiou se
lo había contado todo y Hervé no vuelve a marcharse. Seguirá viviendo con su
mujer y ya es un hombre sin necesidad de fantasías.
Cuando su mujer muere él vuelve al lago, ahora ya su
mar sereno, lo mira, y le parece ver el inexplicable espectáculo leve que había
sido su vida. Leve como la seda.
Sobre la tumba de su mujer “Hélas”, ¡Ay de mí.
El Amor, definitivamente.
María José Martínez
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