“... poeta,
que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza”. (Cervantes,
El Quijote).
Este cuento de Yukio Mishima parece sugerente
para reflexionar acerca del lugar esencial y problemático del que brota la
poesía y para formular la pregunta qué significa nombrarse como poeta, de tal
manera que podamos distinguir categóricamente entre versificar y poetizar, o lo
que es lo mismo, diferenciar entre hacer jueguecitos pueriles con la lengua o
sentirse concernido por la enfermedad de la propia carne, es decir, por la
imposibilidad, por la ausencia que la palabra poética cobija. Quien caiga en la
poesía, quien tropiece con ella, sin duda ha de tener que sobrevivir en esos
límites donde la palabra difícilmente alcanza a sostenerse en su función de
nombrar.
Por eso diría que nada
hay más extraño a la poesía que la idea del fluir y, por supuesto, la facilidad
del fluir con la que el protagonista del relato llena cuadernos enteros de
versos. Todo lo contrario. En poesía no se trata de palabras bellas y
equilibradas que se suceden en un tiempo cronológico más o menos amplio, ni de
palabras que se pueden encontrar en cualquier diccionario, como insinúa el muchacho. Eso es un simple ejercicio
gimnástico. Las palabras poéticas no pertenecen a los diccionarios. Las
palabras de la poesía llevan la marca inextinguible de lo que no cesa de no
escribirse, es decir, de lo que no cesa de no fluir. La palabra poética nos
arroja, como un lamento sublime, el eco de lo que no se puede nombrar. Es lo
que sugiere, por ejemplo, el verso, éste sí auténtico, del maestro Leopoldo
María Panero:
“Porque lo que soy yo solo lo sabe el verso
que va a morir en tus labios” (P. 440)
… o qué decir del verso de Quevedo:
“Polvo
serán, más polvo enamorado"
¿Qué fluir encontramos
en estos versos de pura poesía si no es el de lo que no puede decirse? ¿Qué
fluir encontramos si no es la finitud real del ser y la imposibilidad de
nombrarlo? ¿Qué fluir encontramos si no es, recordando a Rilke, el de una
belleza que presagia lo terrible? Si acaso, podríamos estar de acuerdo en que
lo sugerido por el auténtico poema, más que la belleza, es la perfección simbólica…
pero con vuelta de hoja: el abismo.
Qué decir, entonces, ya
no del fluir, sino también del sonido que nos arroja la palabra “posible”, el sonido que nos ofrece el “sí” rotundo en el segundo párrafo del
relato que, en sintonía con el fluir, parece sugerir el dominio de la voluntad
sobre el verso. Lo cierto es que nadie puede dominar el verso, ni siquiera el
poeta. Porque si bien lo miramos en esos auténticos versos que acabamos de
citar, allí el poeta es siempre un exiliado muy singular, pues es un exiliado
sin patria a la que regresar. Para darle un cariz más absoluto a esta
hipótesis, diría que el poeta es alguien exiliado de una patria que es la suya,
pero en la que nunca estuvo.
Desde estas premisas,
qué extraño resulta el sonido ampuloso de palabras como “antología”, o el sonido de la palabta genio, tal como las
escuchamos en el contexto del primer párrafo. Profusión, exceso, exuberancia,
palabras propicias para el engreimiento y la vanidad, sustantivos, sin embargo,
insustanciales para una verdadera poética. El
muchacho nos hace recordar, en "su-posición poética"”, la pose de ese lenguaje romántico engolado que pretende nombrar una
naturaleza presumida, coqueta, resaltando su fragancia y los brillos
resplandecientes de un cosmos feliz, tranquilo y armónico. Nada en esa
naturaleza se fractura, nada se divide, sólo recoge las palabras para trasmitir
su felicidad. Demasiada adjetivación y ornamento como para pensar que ahí
residiría la esencia de lo poético. Esas palabras parecen, en efecto, los
anhelos de un soñador débil en el sentido que lo toma Fernando Pessoa cuando
rebate, en el Libro del desasosiego,
la frase de Amiel: “Un paisaje es un
estado del alma”. El poeta portugués responde que más valdría decir:
“Un
estado del alma es un paisaje”
Porque un poeta no transita desde el
paisaje hasta el alma. Su exilio implica la imposibilidad de habitar y recrear
cualquier realidad que se pretenda real. Un soñador débil como El muchacho cree en la cosa como se cree
en un ídolo, y la viste con diccionarios. Vive instalado en el “no saber”,
distanciado del cuerpo enfermo, de las “sensaciones
físicas de asco”, y distanciado del alma. Cuerpo y alma velados. Su poesía
ofrece el carácter pusilánime de una belleza cándida que, como pantalla, arroja
sombra sobre la verdad. ¿Cobardía? No es fácil saber y aceptar que se vive un
exilio perenne. Es más fácil ilusionarse con bonitos cuadros de lenguaje
llamando verso a esa supuesta identidad entre palabra y cosa.
Si traje a colación a Fernando
Pessoa y Amiel, es porque veo, en esas frases opuestas, diferentes direcciones
de la palabra. Aunque parezca lo contrario por su querencia hacia los
diccionarios, el muchacho no cree en las palabras. Para él no son siquiera
metáforas, sino monolitos de significado, vestimentas adecuadas –ni más ni
menos— que consiguen nombrar la cosa. La auténtica felicidad. En efecto, no
puede haber desarmonía, el muchacho cree en la cosa para la que hay una palabra
inequívoca, como en la frase de Amiel: “Un
paisaje es un estado del alma”.
Pero un paisaje simplemente “es”, y
ello independientemente de cualquier estado del alma. En realidad, la poesía
consuena más con la propuesta de Pessoa: “Un
estado del alma es un paisaje”. Ahí sí está presente la metáfora. Desde la
palabra, único recurso que se le ofrece al poeta, transita éste, no hacia la
cosa, sino hacia un paisaje singular que no puede acceder a la cosa, sino
simplemente evocar la imposibilidad que mora en esa misma palabra. Es lo que
resuena como eco en el verso de Panero o en el de Quevedo. La palabra poética
es ligera, en el sentido de volátil, porque no pueden encadenarse a ninguna
cosa concreta. La palabra poética, de forma irremediable, es morada excelente
de la ausencia.
Siguiendo este mismo camino, resulta
curioso el tratamiento que El muchacho
hace de la belleza. Podemos remitirnos nuevamente a momentos concretos de la
literatura romántica. Recuerdo, por ejemplo, a Dorian Gray aproximándose a su
retrato, que pretendía representar su infinita belleza, e inmediatamente sentir
celos de su propia imagen, esa que no envejecerá nunca en la pintura, mientras
él siente el terror, la fealdad de la inexorable finitud de su imagen física.
Pero si el retrato de Dorian Gray en su misma belleza lleva la marca de la finitud,
y posteriormente irá reflejando el estado terrible y corrupto del alma del
modelo, El muchacho del relato de
Mishima es más débil y simple que Dorian
Gray. Ni siquiera sentirá la verdad. También para el protagonista del relato de
Mishima, la belleza es delicadeza, refinamiento, juventud, etc., pero ninguna
división subjetiva parecía concernirle desde ella:
“... su propia fealdad no había empezado a
molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La
poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el
arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo
el día estudiaba el diccionario”
Nada que ver con la gran poesía,
sólo estamos ante una concepción trivial de la belleza que con facilidad nos
contamina. ¿Se trata de belleza en poesía? No necesariamente. Quizá de
perfección, como sostenía Borges y sugerimos nosotros anteriormente.
Igualmente, Mishima nos hace pensar que la belleza no es una condición
necesaria de la poesía cuando pone en boca de El muchacho la cita anterior sugiriendo algo de la fealdad y del
asco que mantiene a distancia. Como decíamos anteriormente, si la belleza
aparece en la poesía, como en el cuadro de Dorian Gray, o como en cualquier
arte, sólo puede comparecer como subsidiaria de la crudeza que porta la verdad
humana. Pues de eso se trata en poesía, no tanto de belleza, sino de verdad.
Como sugeríamos en la cita con la
que abríamos la reflexión, la poesía no es ningún jueguecito, sino algo más grave,
es “enfermedad incurable” para el
poeta. Por eso, a falta de patria, a falta de suelo consistente que pisar, y
solo con el sustento de la palabra:
“El
poeta tiene que crear el medio que lo comprenda" (Wordsworth)
Para hacer una diferenciación más o
menos categórica, podríamos concluir esta reflexión contestando a la pregunta
que planteábamos al comienzo. ¿Cuál es la diferencia entre un versificador y un
poeta? El versificador conserva, se conserva e imita; el poeta destruye, se
destruye y crea.
En eso consiste, no su juego, sino
su saber hacer con una enfermedad incurable: Poesía.
Miguel Ángel
Alonso
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