martes, 20 de mayo de 2014

Mª José Martínez reseña "El muchacho que escribía poesía", de Yukio Mishima

Tenemos ante nosotros un relato de juventud del gran Mishima, cuyo nombre significa “lugar desde donde se contempla la nieve”. Pienso que tal vez su nombre determinó, en parte, su manera de situarse en la vida, ya que de él se dice, además de otras cosas, que fue un idealista pendiente de la pureza y que siempre amó fríamente el arte, incluso el arte de morir.

Lo que más me sorprendió en este relato, es la contraposición que hace el protagonista entre masturbación y poesía, como algo físico enfrentado a lo espiritual. Pero cuando al final nos habla de su amigo R que se enamora, nos comenta que de eso puede salvarse haciendo un buen poema. Es curioso ver como en este caso contrapone el enamoramiento con poesía. Así pues para él, enamoramiento era similar a masturbación. Es fácil ver que con estas ideas, con esa “forma” de verlo o, más bien, con esa “sin forma” de ver el amor, el chico no lo entendiese.

La primera parte del relato se ocupa de la descripción del protagonista, de sus ideas y de su manera de vivir, rechazando la visión de todo lo real que él no pudiese transformar en poesía, una forma de vida de lo más original, por no decir otra cosa. Parece ser que él sólo era feliz si las cosas tomaban, a través de sus palabras, la forma poética deseada, la belleza más pura y sin duda la más peligrosa: la belleza incontaminada por cualquier forma material. He de apuntar aquí que la belleza o la poesía, cuando tienen algo corporal que las inspira, no son tan amenazantes como esta belleza a la que aspiraba Mishima. La poesía pues, tal como él la concebía y la plasmaba, era todo su goce, a pesar de saber que la poesía era sobre todo “decir mentiras”, tal como era su caso. Así pues, él ya vislumbraba que con aquella obsesión por la poesía, mentía.

Pero el relato no deja dudas de que la poesía era lo mejor para él, pues su goce solitario lo ponía feo y anémico; pero como él vivía en su mundo interior, cosa bellísima para él, que se consideraba “un genio”, pensaba que quien hacía esas poesías tan bellas no podía ser feo, aunque nadie le había dado ninguna opinión al respecto. Vemos, pues, a un personaje encerrado en sí mismo, que imaginaba poder vivir todas las emociones experimentando con la realidad de las palabras, que no de las personas, para así no tener que enfrentarse con la realidad de su cuerpo. Así es que huyendo de toda relación personal, huyendo de esa incapacidad que tenía para relacionarse con los demás y que no reconoce, no se le ocurre otra cosa que echar mano de la palabra poética para preservar la armonía de su alma, esa alma que veía amenazada, además de calmar con ella las alteraciones propias de su edad. Seguramente era eso lo que quitaba la tranquilidad a su espíritu.

La segunda parte del relato narra los hechos ocurridos a su amigo R que se ha enamorado. En esta ocasión su amigo lleva un uniforme, pero con caspa. Es muy cómico ver como este autor, heredero de la más rancia tradición militarista japonesa, que adora los uniformes y la disciplina, lo mancilla en este caso con algo tan vulgar como la caspa. Pero esto no es en vano, pues lo vulgar ocurre cuando el amigo cuenta al chico sus penas de amor. “El espectáculo era desagradable”, nos dice, porque él, que se sentía al margen de tales hechos, hace una constante huída desde la realidad a la espiritualidad poética más absurda. Y cuando el amigo le dice que él no comprende nada, se siente tan herido que se quiere vengar. Luego discuten sobre Goethe que escribiendo el Werther se salvó del suicidio, y aquí vemos la tercera contraposición que nos hace en el relato, escritura contra suicidio. Pero tal cosa no le convence, piensa el chico, porque a Goethe nada le podrá salvar, y lo único que le queda es suicidarse. Pero si el suicidio y la poesía se ven aquí como cosas que no salvan, ¿cómo sobrevivió el alemán? Y la respuesta que nos da es que Goethe era un genio y da la casualidad que él también se sentía así, y así es como quiere salvarse. El hecho tan cotidiano y tan posible como es enamorarse a su edad, es para él algo extravagante y entonces piensa, vengativamente, que Goethe era egoísta y que su amigo no es un verdadero genio, ya que se deja llevar por esa clase de amor impropia de los genios.

Pero al final del relato aparece la realidad, la forma. El amigo le dice que le enseñará una foto de su amada, dando así un paso hacia lo real y lo corporal, pero tal cosa no sucede. Mishima no lo hace, lo deja pasar, porque tal vez en su relato no sabría cómo tratar la foto de la amada. El amigo también le cuenta que su novia lo ve a él con una frente preciosa, y ahí aparece el detalle que ya le vale a Mishima, la frente, a través de la cual el chico tiene una revelación. Hemos de destacar que casi no se ha nombrado nada del cuerpo, sino sólo un trozo de frente que es, precisamente, la parte que aloja el cerebro y por extensión, el pensamiento. Pero a él le llega, porque ha visto una impureza material infiltrada en el sentimiento, ese trozo cuerpo que ya tiene para él una cierta y mágica dimensión, un trozo de frente cecijunta que él también posee. Así es como llega a la convicción de que lo cecijunto es bello, siempre a su través, a su idea. Y es que el pobre chico no sabe cómo hacer para salvarse. Con esa idea, con esa imagen, con esa pequeña forma de su cuerpo es como el protagonista cierra la brecha y consigue la noción de su totalidad, al transformar la forma “vulgar” de su frente, en algo valioso y bello que forma parte de él. Ahora se ha visto y se ha reconocido.

Así termina Mishima este relato, con el chico oyendo, por fin, algo ajeno a él, el sonido exterior, de la pelota golpeada por el bate, pues él careció, hasta entonces, de la facultad de asomarse a otros mundos que no fueran el suyo. El protagonista de 15 años, que según parece nunca fue poeta y que no se suicidó por negligencia, dice que algún día, tal vez, él deje de escribir poesía. Y es que seguramente ya no la necesita.

La “forma” del cuerpo que él despreciaba por vulgar, ha tomado en su mente forma de belleza, y esto era su ideal, lo que él más amaba, la falsa belleza más pura, aquello por lo que, sin saberlo sacrificaba su vida..

Pero ¿es que todo el mundo necesita de la belleza de una forma tan descabellada? Imposible. La belleza en el arte, siempre, o casi siempre, ha estado inspirada por algo material.

Cosas de Mishima, aquel chico que sólo quería ver la nieve.

Un verdadero caso clínico.

Mª José Martínez

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