martes, 20 de mayo de 2014

Inma Marcos nos ofrece su comentario sobre "El muchacho que escribía poesía", relato de Yukio Mishima

Amigos de LITER-a-TULIA.

Aunque no nos conocemos soy una asidua lectora de vuestro blog y por esto me permito hacer un comentario y ofrecerlo a vuestra lectura, sobre este relato de Mishima, El muchacho que escribía poesía.

Quiero comenzar haciendo un juego (una pequeña trampa poética) con la parte del texto en que Mishima nos dice las metáforas que concurren en el éxtasis creativo del muchacho. El juego consiste en cambiar el tiempo verbal y pasarlo a presente y en cambiar un "como" por un "es":

La oruga hace encajes con las hojas del cerezo

Un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos vuela hacia el mar

Los duraznos se maquillan suavemente entre el zumbido de insectos dorados

[...]

El cuerpo de una muchacha sentada junto a un horno es una rosa ardiente

Él se acerca a la ventana y descubre que es una flor artificial

Su piel, en carne de gallina, se convierte en el gastado pétalo

de una flor de terciopelo.

Luego volveré a estos versos. Ahora quiero contar lo que a mí me cuenta Mishima.

Un muchacho que tiene quince años y no tiene nombre, escribe poesía. Parece que no lo hace mal. Un poema suyo, que a él le da pena, no me parece tan malo:

Así como el borde transparente de este vidrio

tiene un fulgor azul,
 
así tus límpidos ojos pueden

esconder un destello de amor

La poesía, sin duda, le visita, casi diría que como Pedro por su casa. Le regala poemas que no puede dejar de escribir, se asombra. Si es verdad que la poesía florece por florecer podríamos decir que en él ocurre y concurre, incluso en algunos momentos con la osadía de los quince años, aventurando en el lenguaje, nombrando a la gallina en el poema y poniendo los árboles patas arriba.

Él lo llama "genio", y bien parece el maligno genio de Descartes soñándole y haciéndole vivir en un sueño hecho de palabras. El genio que se encargará de su vida y de su muerte. Sí, las palabras tejen el sueño que es la vida del muchacho. La poesía en su materia prima.

Y parece, en un primer momento, que estas también le traen las cosas pues en las palabras y por ellas cree conocer las emociones: la alegría del amor, el sufrimiento, la tristeza, el desamor... Cuando al final del relato el amigo le cuenta sus penas, él reconoce todos esos sentimientos porque los ha leído. Sabemos que en la lectura vivimos. Pero él no llora y dice súplica sin emoción como solo puede hacerlo quien nunca ha suplicado. Y aunque sabe "mentalmente" que un poema nace de la tristeza, no es su caso. Difícil ser un poeta romántico, como él quiere, preferiblemente joven, cuando la muerte, en todas sus expresiones, está tan lejos de uno como sólo de un muchacho de quince años puede estarlo. Por ello, y cosa muy natural en la poesía, aprende a mentir "sutilmente": Nunca ha amado y escribe poemas de amor. Ya Platón quería echar a los poetas de la República por mentirosos y creo que hay algo de verdad en esto pero no sé si es relevante pues tampoco sé si al poema le importa si miente.

Y vive en las palabras, sobre todo si son de las bellas, con el afán de quien quiere separarse años luz de su cuerpo, que parece le da algunos problemas, pero esto en un muchacho de quince años no me parece raro, el cuerpo a esa edad es una cosa extraña, luego uno se hace a su cuerpo y su cuerpo se hace a uno y se sobrellevan. Él no quiere nada con las cosas y menos con esa. Sólo hay para él poesía en las palabras. Si un objeto le llama la atención y no se convierte inmediatamente en imagen, lo abandona. Pero sí parece intuir que uno se inscribe en el mundo por el lenguaje y sabe que las palabras, aún la misma, son siempre distintas. El muchacho construye para sí un infinito caleidoscopio poético.

Y es feliz cuando el mundo adopta la forma de su deseo que es la forma de la poesía, las ideas . Entonces su felicidad es inmensa y hay algo en ella insólito, absolutamente propio y necesario para la poesía, el goce de escribirla. Nunca habría reconocido como sí hizo otro, este sí, grandísimo poeta, haber cometido el peor de los pecados que puede cometer un hombre: no haber sido feliz. Pero... quién sabe.

El muchacho tiene un amigo, un otro (con minúscula, el Otro creo que es él mismo), y me parece que solo es aceptado porque se ha desgañitado alabándole su talento, y en el que reconoce un algo, un dolor, una sombra que nunca caerá sobre él. Este amigo que viene acompañado de la palabra fiebre y habla con pasión, que sí tiene nombre, o más bien letra —R—, que sí sufre (—Sufro —dice) por un amor imposible, que tiene cuerpo pues se ensucia las manos, que tiene dos protuberancias por frente que el amor ha hecho hermosa, y una nariz donde parece habitar la angustia, que "adorna sus miserias".... Este amigo aparece atravesado por un saber (Tú no comprendes todavía) que es el saber que produce la letra de la palabra amor, o de la palabra muerte o de cualquier otra, al atravesar el cuerpo y dejarlo herido para siempre.

Y ahí el muchacho tiene una revelación que viene precedida de un sueño, en color, como sueñan los poetas. Un inmenso pavo real verde atado a la cadena que un hombre arrastra y que le hace formular una pregunta simpática: ¿Qué querrá decir un pavo real verde para Freud? Luego ve el amor por primera vez con sus ojos en el rostro del amigo aunque no es para él un bello espectáculo y entonces, con una sonrisa en su rostro que aparece por primera vez en el relato, esboza una duda que es otra pregunta porque una duda casi siempre es una pregunta: Algún día, tal vez yo, también dejaré de escribir.

Y volviendo entonces al juego del poema y a los últimos versos, donde no alcanzo a entrever si la flor artificial es la muchacha o es el muchacho la flor artificial, pero en todo caso la flor es artificial, y una flor de terciopelo no es una flor.

Tal vez entonces comprendió que a la flor de su poema le faltaba la sangre y la carne y también el color que es lo que da la experiencia, me dice Mishima, y que las palabras que tan dichosamente llegaban no se quedaban a vivir en él, y que aún no sabía ser feliz, y que el como era el es, y que tan sólo nombraba y no tenía nombre... y que la sombra había caído definitivamente sobre él.

Y que también podría no ser un Schiller o un Goethe, sino un Holderlïn, que en el último tiempo de su vida, cuando ya era viejo y loco, firmaba con un nombre que él mismo se había dado (Scardanelli), y terminaba todos sus poemas con el mismo verso:

Humildemente.

Inma Marcos

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