Buenas
tardes. Un conocido candidato político argentino, aspirante a la Presidencia
del Gobierno, iniciaba sus discursos con estas palabras: “Y para concluir…”, lo
cual resultaba alentador para sus oyentes. Otro conferencista decía: “No me importa si mi público comienza a mirar
el reloj. Lo que me preocupa realmente es cuando comienzan a sacudirlo para
asegurarse que sigue funcionando”. Espero no tener que usar demasiado
precozmente aquella inicial expresión esta noche y que el reloj no nos haga una
mala jugada y me permita desarrollar lo más plausible de este texto.
Cuando
comencé a pergeñar esta conferencia pensé: debo hacerla amena. Busqué en el
Diccionario Espasa, ameno, y decía, divertido, interesante. Entonces busqué
divertido, decía ameno, interesante. Por fin busqué interesante, decía ameno,
divertido. Como es evidente, a Kafka no lo inventaron los checos.
Nunca
las cosas son como uno las espera. Esto podría llamarse una conferencia con
serpentinas porque, más que coherencia y organicidad, tendrá un poco de todo,
bailoteando entre súbitos pensamientos y secuencias traídas vaya a saber de
dónde. Y como esta noche se trata de celos, les amenizo con un chiste al
respecto:
“Una señora le dice a su empleada doméstica:
-Fíjate que acabo de enterarme que mi
marido sale todos los días con su secretaria.
-¡No lo creo, señora! Usted me lo dice
para darme celos”.
U
otro que conozco:
“La esposa le dice al marido: “Estoy harta de
tus celos. ¿Es que acaso te crees que no me he dado cuenta de que últimamente me
sigue un detective alto, rubio, con ojos verdes, muy agradable y un poco tímido
al comienzo?”.
Permítanme,
antes de comenzar con mi libre asociación sobre el tema prometido, que les lea
un conjunto de citas que enmarca mi lectura de esta noche y que inicio con un
pensamiento príncipe de Malebranche: “el
raciocinio que prescinde de los sentidos es pura irracionalidad”.
Pensamiento
1: El amor no siempre es ciego. Puede ver justo lo necesario como para
preferir la oscuridad. Ronald Laing
Pensamiento
2: ¿Saben lo que hacía Eva cuando Adán regresaba de trabajar? Cuando Adán
estaba durmiendo le contaba las costillas.
Pensamiento
3:
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso.
No hallar fuera del bien, centro y
reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde,
altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso.
Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño,
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor: quien lo probó lo sabe.
Lope de Vega
Pensamiento
4: La ópera se ha impuesto en la configuración de la cultura occidental
como el lugar por excelencia donde se expresan las pasiones y los deseos, donde
se desarrollan los sueños y los fantasmas, y esto es esencialmente porque el
canto ha acompañado a la humanidad desde su nacimiento hasta nuestros días y seguirá
acompañándolo.
Diana
Voronovsky (Cuando la voz se presta a la
pasión)
Pensamiento
5: Desde el siglo XIX y con el triunfo de la subjetividad individual, la
ópera va a ofrecer al inconsciente de cada espectador un espejo reflectante de
sus propios fantasmas. De esta suerte el oyente es invitado a una regresión
onírica. Estefanía
Romano
(Del romanticismo a la ópera)
Pensamiento
6: La tragedia no surge por la lucha entre las verdades esenciales y la
represión social, sino por el descubrimiento de las mentiras que suelen
esconderse bajo nuestras verdades esenciales. Friedrich Nietzsche
Pensamiento
7: Todo está bañado de luz, de una luz afectiva, radiante y enigmática,
resultado de una explosiva mezcla entre las visiones en profundidad del ser
humano de Shakespeare en el siglo XVI, el estallido de la razón revolucionaria
de Mozart en el XVIII, las pasiones del corazón del propio Verdi en el XIX y un
cierto adelantamiento a la obra de arte abierta del XX. Juan Ángel Vela del Campo
(Sobre Falstaff de Verdi en su libro Música, imagínense)
Pensamiento
8: El que es celoso no es nunca celoso por lo que ve: con lo que se
imagina basta. Jacinto
Benavente
Pensamiento
9: Amar es sentirse rehén de una ausencia. Alain
Finkielkraut
William
Shakespeare –uno de los protagonistas de mis reflexiones de esta tarde- expresa
ambivalentemente lo mejor de la doctrina cristiana, a la vez que transmite el
desdén desengañado de todo hombre lúcido hacia las intransigencias morales y
hacia las compensaciones redentoras del cielo. Tekvie, personaje entrañable de
una película memorable y encantadora, El
violinista en el tejado, resolvía con dulzura contradicciones similares
atrapado entre el respeto a la tradición y el amor a sus hijas: en una animada
discusión en la plaza alguien afirma que cada uno debe ocuparse de sus asuntos
y que nada debe importarle de cuanto pase en otras partes del mundo. “Tiene razón”, dice Tekvie, y añade: “El que escupe al cielo en la cara le cae”;
pero cuando un joven revolucionario
responde a los aldeanos de Anatevka que es necesario preocuparse por lo que le
pasa a otras personas en otras partes, Tekvie asiente: “Tiene razón”, dice. Enseguida un parroquiano se percata de su
contradicción: “¿Cómo – dice
asombrado- éste tiene razón y éste
también? ¡No pueden tener razón los dos!”, entonces Tekvie arruga el
entrecejo, un poco confundido, y responde: “¿Sabes?
¡Tú también tienes razón!”.
Estas
palabras previas tienen como finalidad confesar que esta lectura no se apoya en
certidumbres congeladas ni en afirmaciones absolutistas o presuntuosas, sino en
el amor que un compositor como Giuseppe Verdi puede despertar en un melómano y
psicoanalista como yo –no se puede ser perfecto, soy de la raza que cree aún
que todas las enfermedades pueden curarse con una aplicación semanal de los
viejos mitos griegos a nuestros asuntos privados—, o, como a veces me defino,
no soy un musicólogo sino un musicóloco.
Como Tekvie, he transitado diversas respuestas a ciertos interrogantes y creo
que todas tienen algo de razón. Por eso les anticipo que leeré como si supiera,
pero ustedes no me hagan caso; sé mucho menos de lo que surge de esta lectura.
Para mí –alumno del maestro Freud- la tierra prometida no conoce fronteras ni
patria. No está rodeada de murallas ni tiene necesidad de alambradas para
afirmar su soberanía. En la interioridad del hombre, en la interioridad de cada
una de nuestras conciencias, el mundo interno está tejido con fantasías y
escenas trágicas: Edipo en Tebas, Hamlet en Elsinor, el Quijote en la Mancha,
Otello en Chipre. Desearía, sin embargo, satisfacer vuestras expectativas, pero
a condición que ustedes no esperen una fotografía realista sino un retrato
impresionista. No se trata de la enésima biografía de Verdi ni del enésimo
comentario sobre Otello (que cualquiera puede obtener consultando su
enciclopedia o al mago Google en su casa: al fin de cuentas hace 500 años que
Shakespeare escribió Otelo, es decir
500 años que se escribe sobre él), sino de darle a esta obra la significación
que tiene a la hora de citar los valores morales sobre los que se fundamente
nuestra civilización y las características de personalidad del autor de La Traviata.
Una
conferencia, siempre lo digo, trata siempre de alguien que dice que no a unos
oyentes que dicen que tampoco. Siempre recuerdo un diálogo en Moscú entre un
periodista y una mujer de campo. “Señora,
¿qué piensa usted de la situación actual?” y ella responde: “Yo me identifico con la opinión del Pravda
sobre la situación actual”. “¿Y qué
piensa de la política del gobierno?” y ella responde: “Yo me identifico con la opinión del Isveztia sobre la política del
gobierno”. “Señora, lo que yo le pido
es su opinión” y ella responde: “Yo
no me identifico con mi opinión”.
Pero
debo cumplir con mi cometido: yo les digo lo que a mí me parece y ustedes se lo
creen o no, que allá cada cual y todos somos libres, gracias a Dios. Me imagino
este diálogo: “Caramba, Dr. Liberman,
está usted muy cambiado”. “Es que yo
no soy el Dr Liberman”. “Pues más a
mi favor”.
Claro
que al fin de cuentas se trata del huevo de Colón. Muchos de ustedes sabrán lo
que era en España la revista humorístico-política “La codorniz”. Una vez
publicaron el dibujo de un huevo a toda página con el título de “El huevo de Colón” y en el número
siguiente otro huevo igual bajo el título de “El otro huevo de Colón”, lo que le valió a la revista el cierre por
varios meses. Claro que como psicoanalista actualizado vinculo el deseo con la
falta, pero ¿no suena razonable que si uno quiere tener algo es porque no lo
tiene? Y, esencialmente, muchas veces lo que uno no tiene y desea, lo digo sin
énfasis, es el amor. Permítanme unos minutos muy breves de psicoanálisis
pedestre. Abandonar el refugio paradisíaco del útero significa adquirir dos
ansiedades básicas (como las llamó Melanie Klein): el miedo al ataque y el
miedo a la pérdida. El niño desarrolla igualmente un vínculo idílico con la
madre, que él cree que es totalmente suya hasta que descubre que hay otro macho
que los separa y que tiene más poder que él sobre ella: el padre, ese gigante
que cada tanto se lleva a la madre a la otra habitación. Y no pasa mucho tiempo
hasta que ve prendido de la teta de su madre a otro intruso más, su hermanito.
Y piensa: yo sé que mamá tiene dos tetas pero yo quería las dos para mí. Allí
aprende que no hay garantías de exclusividad y desde ese mismo momento necesita
terapia. Yo pertenezco, como psicoanalista, a la escuela inglesa, sobre la base
de las teorías de Melanie Klein (algunos sabrán que se trata de la teoría del
pecho bueno y el pecho malo) y quiero contarles en relación con el amor, el
pecho bueno y nuestras necesidades emocionales lo siguiente (esta historieta la
escuché por primera vez en la Tavistock Clinic de Londres). En un concurso
internacional de vacas lecheras (“cuál
es la vaca que da más leche”): unos ganaderos argentinos, que poseían una vaca
que daba cualquier cantidad de leche, la anotan en el concurso. La vaca hasta
ese momento da decenas de litros y litros de leche, pero el día anterior al
concurso, comienza a disminuir su cantidad de leche y poco antes de comenzar la
competencia, deja de dar leche. Los campesinos se desesperan y llaman a un veterinario,
que no consigue que la vaca reaccione; entonces llaman a un especialista en
vías lácteas de vacas, el que también fracasa; llaman, ya impotentes, a un
homeópata, a un esotérico, a un acupuntor, a un neurólogo, y todos fracasan en
el intento. Entonces, ya en las últimas, llaman a un psicoanalista. El
psicoanalista ve a la vaca, pide a los campesinos que lo dejen solo con ella y
luego de algunos minutos sale y dice “¡Ya está!”. La vaca comienza a dar leche
como por un grifo gigante y gana el concurso internacional “Cuál es la vaca que
da más leche”. Los campesinos –felices de cobrar el suculento y crematístico
premio del concurso- pagan al psicoanalista con creces pero le piden que
explique lo sucedido. El psicoanalista responde: “es muy simple, la vieron el
veterinario, el especialista en vías lácteas, el homeópata, el esotérico, el
acupuntor, el neurólogo, pero nadie le dijo que la quería”.
Y
es de estas emociones que se alimenta el corazón humano. Si las virtudes se
alcanzan por medio de las pasiones –como decía Descartes- la excitación de
éstas ha de ser el medio y el fin de la música. Las pasiones dignas de alabanza
tienen que desplegarse y exhibirse porque “sin ellas la música no es nada ni
hace nada ni es digna de nada”, como decía un antiguo musicólogo. De ahí que
Verdi supiera que una familiaridad perfecta con la emoción era la condición sin qua non de sus dramas y fueron su
gran fuerza en el tratamiento vocal, y sus personajes hechos de pasión los que
sirvieron para electrizar los espíritus de sus compatriotas. El corazón tiene
una inteligencia al margen de las palabras y si algo llega al corazón, éste lo
comprende perfectamente. Y pese a que Nietzsche dudaba, en El nacimiento de la tragedia, que la emoción fuera capaz de crear
alguna vez algo artístico, todos sabemos que es ella quien produce nuestros
latidos más auténticos y nuestros estremecimientos más hondos. En nuestra
profesión sabemos bien que son las emociones auténticas el camino hacia nuestro
yo más profundo. Pero es cierto que allí se llega también con palabras. En la
interioridad del ser humano, en lo íntimo de su conciencia, es con palabras que
está tejida lo que podríamos llamar la tierra prometida, pero muchas veces
incluso con palabras trágicas y con fantasías trágicas: el Otelo de
Shakespeare, el propio Hamlet o mi compañero de consulta: el Edipo de Tebas.
Y
hablando de psicoanalista siempre recuerdo aquel diálogo de Woody Allen:
-¿Por eso te acostaste con tu
psicoanalista? –dijo por fin.
-Eso fue terapia –repuso ella fríamente-
Según Freud el sexo es el camino real al inconsciente.
-Yo creo que lo que Freud dijo es que
los sueños eran el camino real al inconsciente.
-Sexo, sueños… ¿Te la vas a dar de
purista conmigo?
Pese
a que vivo de esta profesión, siempre tengo presente aquellas significativas
palabras de Rainer María Rilke: “Tengo
miedo al psicoanálisis. Me parece seguro que si expulsaran mis demonios,
también mis ángeles se llevarían un disgusto”.
Serpentina I
Los
pensamientos que intentaré desarrollar esta tarde, que denominaré serpentinas
por su carácter ondulante, no forman parte de un conjunto del todo cerrado, no
son –como diría Sartre- plenos como un huevo. La alternancia súbita de temas no
obedece a una prioridad intelectual que nace de la reflexión desapasionada sino
al azaroso deambular de un tema apasionante. Reflexiones fugaces y pensamientos
espontáneos enmarcan estas vivencias y estos señalamientos que tienen como
único límite el hecho de que están dibujados para ustedes y con la finalidad de
abordar el tema prometido. Con esta introducción ya vale: el que avisa no es
traidor. “Otelo: un psicoanalista en el diván de Verdi” es el título de esta
lectura y claro, hablar de Otelo no es sólo hablar de la más fiel adaptación
que hicieron Verdi y Boito de esta obra maestra sino que es, automáticamente,
pensar en los celos y la envidia. Y pensar en los celos y la envidia es pensar
en las parejas y la sombra de un tercero, en el momento en que un sentimiento
inapelable de amor se transforma, cuando Yago manipula el pañuelo, en pulsión
destructiva. Siempre recuerdo aquel pensamiento de Woody Allen: Algunos
matrimonios acaban bien, otros duran toda la vida.
El
período que media entre la adolescencia de Giuseppe Verdi y su muerte se
encuentra caracterizado en el terreno cultural, musical y artístico por la
frustración de las ilusiones depositadas en las revoluciones de 1848, que
generó un repliegue de los artistas sobre sí mismos, explicitado en la
expresión el arte por el arte, y la
apertura de la conciencia de crisis que preludia el estallido de un mundo
convulso que había depositado muchos de sus intereses y deseos en expectativas
abiertas por la Revolución Francesa, y que finalizó en el plano cultural en esa
decadente y milagrosa Viena de fin de siglo. Las esperanzas de esos años se
fueron agotando progresivamente y surgieron la aparición de rupturas y
rebeldías, ejemplificadas, si ustedes quieren,
en la poesía imposible de un
Sthefane Mallarmé, el grito agónico de Edward Munch, la locura final de
Friedrich Nietzsche, que más que anunciar la muerte de Dios había anunciado la
muerte del hombre nacido con la Modernidad. Rupturas que darían lugar, más
tarde, al surgimiento de las vanguardias
artísticas del siglo XX, vanguardias que eran a la vez el canto del cisne de
una civilización que había quedado exhausta y apenas autocomplaciente con lo ya
realizado. En ese mundo Verdi gestó su
obra. A los caracteres heroicos de los personajes de Wagner del ciclo de los
nibelungos (ya veremos esto si hay tiempo) Verdi opuso la realidad de la vida,
con sus miserias y grandezas. No sintió la necesidad de construir un gran
retablo épico en el cual fundar el ideal de la nación; su gran fuerza en el
tratamiento vocal y en al impulso emocional de sus personajes sirvió para
galvanizar el espíritu de su pueblo. Sus personajes están hechos de pasiones y
sentimientos, amor, honor, pasión política y sus vicisitudes opuestas: odio,
maldad, traición. Por ejemplo, el coro de Nabuco no habla de la lejana Mesopotamia
(los esclavos judíos clamando por el regreso a la tierra prometida) sino de los
sentimientos de la Italia del Risorgimiento, tema en ese momento de intensa
actualidad. Ya veremos, en este sentido y al final, un video que ha hecho
historia.
Serpentina II
Antes
de hablar de los celos –uno de los temas de esta tarde porque es esencial en
esta ópera que hoy nos ocupa- quiero hacerles una breve síntesis muy lineal y
esquemática de la obra para aquellos que puedan no conocerla: Otello de Giuseppe Verdi consta de
cuatro actos en lugar de los cinco del drama de Shakespeare. La acción se
desarrolla en Chipre, a finales de siglo XV. Otello es un moro de cierta edad,
militar al servicio de la República de Venecia (del Dux), que se casa
secretamente con Desdémona, que pertenece a la nobleza veneciana y a quien su
padre Brabantio no da su consentimiento. Su alférez, Yago, que odia a Otello
porque éste ha nombrado capitán lugarteniente a Cassio y no a él, consciente
que ser lugarteniente del moro es ser su mano derecha, comienza a maquinar su
venganza y apoyado en sus atributos casi diabólicos, su manejo tramposo de la
palabra, su apariencia de mejor amigo, va induciendo a su jefe que sospeche de
la fidelidad de su mujer hasta conseguir que el moro, que arrastra
inconcientemente algún complejo de inferioridad, tanto social como racial, crea
que ella es amante de Cassio. Para ello Yago hace que Otelo –que había regalado
un pañuelo a Desdémona- lo encuentre en manos de la mujer de Casio. Cegado por
los celos y ante el temor de perder lo que más ama, Otello estrangula a su
esposa y luego, enterado de que Desdémona es inocente, se suicida. Otelo en
ningún momento duda de Yago ni imagina que éste podría estar movido por
siniestras motivaciones. Es como si subyacentemente Otelo sintiera que la
infidelidad de Desdémona es absolutamente posible y quizá esperada e
inevitable. Otello se convence de la culpabilidad de Desdémona porque necesita,
por pulsión masoquista, que sus sospechas sean probadas. No tolera el dolor
fragmentario de la incertidumbre: prefiere el dolor absoluto de la certeza,
cualquiera que ella sea.
Pero
si la historia de Otelo sigue conservando su fuerza, su universalidad, su
aceptación permanente al paso de los años, es porque su verdadera sinopsis debe
ser otra: un marido celoso que mata a su mujer (¡vaya la novedad!) es historia
común y en España aparecen en los periódicos o en la tele dos o tres Otelos por
semana. Lo que Otelo nos cuenta de verdad es la historia de cómo el corazón del
hombre que vive en paz puede ser deliberadamente envenenado por sus enemigos
haciéndose pasar por amigos. Eso pasaba entonces y sigue pasando hoy. Más allá
de las circunstancias puntuales, el tema de la pérdida de la paz interior, del
derrumbe de nuestra seguridad afectiva y de nuestra confianza prójima, sigue
siendo un tema vivo. En el caso de Otello
surge que frente a las inquisiciones de la conciencia el amor no es nada,
que no existe o que no es más que su propia ilusión. Es necesario haber amado
para comprender que no se puede esperar del amor lo que el amor no puede dar,
para saber que el amor sólo nos arranca efímeramente de nuestra soledad y que
excepcionalmente es sereno y plácido (ven? apareció Plácido, quizá el más
notable intérprete que ha tenido Otelo y asociado a él les digo de cuando
llegué a España una significativa sentencia: es mejor un plácido domingo que un
jodido lunes).
Serpentina III
Un
paréntesis breve para una reflexión sobre el amor, supuesto que algo concreto
se pueda decir de él. ¿Qué es lo que llamamos amor? ¿Un operador semántico que
todo lo nombra? ¿Una necesidad básica sin la cual la vida es incompletud? ¿Una
entrega que hace desaparecer nuestro yo confundiéndolo con la necesidad del
otro? ¿Un padecimiento en el que cada uno sufre por sus propias incapacidades?
En esencia, ¿de qué va el amor? ¿Es la ambigüedad de una historia -¿de dónde
viene?- y de una profecía -¿adónde va? ¿Es el sentido mismo de la vida, la
aspiración a la unidad, la obcecada necesidad de certidumbre, la garantía de un
abrigo estable y de un vínculo simétrico? ¿Qué sucede, entonces, cuando ese
sentido se pierde, esa unidad se resquebraja, esa certidumbre se esfuma, ese
abrigo se enfría y esa simetría se rompe? Los griegos llamaban al hijo de
Afrodita, Eros, el dios del amor, el más antiguo de los dioses en la Teogonía
de Hesíodo. Eros interviene en las cosas humanas, actúa en el mundo de los
sentimientos, opera cotidianamente en todas las gradaciones de la existencia.
Si el amor (ese proceso psíquico que se manifiesta en el cuerpo) tiene una lógica, ésta seguramente consiste en la
tendencia a convertir lo múltiple, lo diverso, lo variado, en lo Uno. La misión
del amor es aglutinar, confundir (en el sentido de fundir conmigo), reunir los
diversos fragmentos de aquellas mitades esféricas que se mencionan en El Banquete de Platón. Siempre he dicho
que los celos en dosis normales son los vigilantes tensos de esa amenaza.
Al
amor se le opone el odio (es decir, la discordia, la envidia, la hostilidad).
Su tendencia es a disgregar, a separar, a enemistar, y llegado el momento, a
destruir. El odio está asociado a Tanatos, el dios griego de la muerte, que
tiende a transformar lo animado en lo inanimado. Yago es el representante
perfecto de aquel proverbio que dice: “Cuídate de las aguas bravas, pero de las
aguas mansas que te proteja Dios”.
Los
celos, entonces, son sentimientos poderosos y universales (y algunas veces
catastróficos) que muchas veces no estamos preparados a manejar con prudencia y
sabiduría cuando, súbita e irracionalmente, sin previo aviso, nos atacan por la
espalda. Este sentimiento puede llegar a destruir el vínculo más profundo y
sólido en apariencia. El más mínimo detalle (en el caso de esta ópera, un pañuelo)
es capaz de transformarse en el eje de un drama humano de consecuencias
insospechadas e inesperadas: Medea asesina a sus hijos por celos y se los sirve
en banquete a su marido Jasón, y Otelo
mata lo que más ama, sacrificando sus propios sentimientos. Las crónicas
policiales de todos los días nos traen en sus titulares Medeas y Otelos en
cualquier esquina del mundo. Cuenta la historia griega que Atreo –padre de
Menelao, el de Troya- tomó venganza de su hermano (que habia seducido a su
mujer) y le sirvió un opíparo banquete, que Atreo disfrutó hasta la saciedad,
sin saber que estaba devorando la carne de sus propios hijos. En Bodas de sangre de Federico García
Lorca, se narra, esencialmente, una historia llamada de celos entre un hombre
casado y el amante de su mujer. Les señalo –para vuestro juicio- que éstos no
son exactamente celos porque hay un tercero real en el triángulo. Sí son celos
los que desarrollan desde Mozart -a
través del Conde de Las Bodas de Fígaro-
hasta el novelista argentino Ernesto Sábato en El túnel, la historia de un primo hermano de Otelo (les leo un
fragmento fascinante de cómo funciona el psiquismo de un celoso patológico:
pág. 84 de El amor y los celos, el mío).
Los
celos no se definen por la condición social del celoso ni por su nivel
intelectual ni por su poderío económico ni por su educación familiar. Claro
está, entonces, que cualquiera puede ser víctima de este descontrol emocional
que, en ocasiones se vuelve patológico. La naturaleza psicopatológica de los
celos, desde el punto de vista afectivo, procede del temor: el temor a perder
algo que nos pertenece (quizá la fusión con la amada, cuando creemos ser Uno
con el Otro: la madre), mientras que desde el punto de vista cognitivo es más bien
una obligada tarea: la inversión de tiempo y recursos que dedicamos para que
esto no suceda. Si en el inconsciente prima la fantasía materna, la angustia y
la desesperación del celoso surgen del querer inútilmente controlarlo todo y la
impotencia que sufre al sentir que es imposible, que siempre hay terceros
posibles en la vida y que su presencia es absolutamente normal. Los celos
masculinos y femeninos no son de igual procedencia: el temor del hombre es
hacia la infidelidad de su pareja, a que le metan los cuernos. Mientras que el
temor de la mujer es el de ser abandonada y desplazada por otra hembra, no
tanto por la infidelidad ocasional del marido (algo que en mi consulta veo casi
siempre como tolerable) sino por el temor a que su pareja acabe por dejarla
abandonada. Porque los celos son hijos de la dependencia afectiva y siempre se
sustentan en una fantasía triangular, es decir, siempre existe la sombra de un
tercero aunque este pensamiento sea pura fantasía. El ser amado se transforma
así en un objeto persecutorio, en alguien que puede dañarnos profundamente. Los
celos son siempre, esencialmente, deseos: siempre hay un deseo en juego. Y
ustedes deben saber que los psicoanalistas franceses lo dicen así: el deseo es
el deseo del otro.
Pero
no siempre los celos son expresión de patología y descontrol. Muchas veces
ayudan –cuando son normales, cuando se producen en dosis útiles (como digo yo)- a sentir y a pensar, a adquirir la
percepción necesaria para apreciar de verdad y en profundidad lo que tenemos a
nuestro lado: las personas amadas. Los celos útiles nos permiten chequear
nuestra mutua relación y cuidar de nuestro vínculo. Ya lo decía San Agustín:
“Aquel que no está celoso no está enamorado”. El mismo Freud ya habló de celos
normales y mórbidos. En efecto, creía que no había persona libre de celos
(concientes o inconscientes). Mi experiencia psicoanalítica me dice lo mismo.
Lo que sucede es que quizá Lope tenga razón cuando dice:
“Son celos cierto temor / tan delgado y tan
sutil / que si no fuera tan vil / podría llamarse amor”.
Los
celos son afectos constitutivos de nuestras más pequeñas células narcisistas y
no hay ser viviente que en alguno de los ámbitos de su existencia no los haya
sentido alguna vez; son sentimientos que habitan en el origen de la vida y en
la concepción mítica del mundo que los propios hombres escribieron en los
relatos religiosos y en los artísticos. En nuestro pasado lejano hay un Caín
que mata a Abel, o un Yago que induce a Otelo a asesinar a quien ama o una
madrastra que inútilmente pregunta “espejito, espejito: ¿quién es la más linda
del reino?” y, ante la respuesta, brota la idea de regalar a su rival una
manzana envenenada.
Nadie
puede realmente comprender el dolor que a través de los celos expresa un ser
prójimo hasta que no es víctima de ellos. Aunque sepamos que nuestros
sentimientos celotípicos carecen de fundamento, son los que dominan la escena.
Cervantes narra con maestría los celos infundados que llevan a la infidelidad
de la esposa en su novela ejemplar “El celoso
extremeño” y cómo el celoso, por probar la virtud de Leonora, su esposa
reciente, llega a perderla realmente y morir de amargura. “Marido deshonrado,
más que hombre, es una bestia, un monstruo”, dice Otelo. En esta ópera verán
como Yago –habilísimo en el conocimiento de la vulnerabilidad psíquica y que
tiene entre manos una presa frágil- instrumenta su perfidia haciendo de Otelo
una víctima más de la llamada “locura de los celos”. Yago, un arribista con don
de la oportunidad, utiliza a los otros como un psicópata habilísimo urdidor de
calumnias y creador de cercos psíquicos. Solamente lo que es útil a su plan es
instrumentado momento a momento. La idea de que el individuo celoso se destruye
solamente desde su propio mundo interno constituye una parte de la verdad; la
otra es que muchas veces buscamos culpables, agredimos al supuesto responsable
de nuestro dolor, inventamos inconscientemente estrategias para probar nuestras
razones, asumimos papeles de mártires o buscamos la venganza que nos devuelva nuestra
propia imagen recuperada e inocente. Nadie elige ser celoso, naturalmente: eso
sólo sucede. Los celos nos roban nuestra racionalidad. Desde ellos comenzamos a
sentir nuestra autoestima (es decir, lo que se piensa y se siente sobre uno
mismo) dañada, que no valemos nada; perdemos nuestro sentido de la dignidad,
nos paralizamos en nuestra historia, llegamos virtual o verdaderamente a
enloquecer. “¡Quédate así cuando yo te mate, que muerta y todo te he de amar!
Otro beso, el último. Nunca lo hubo más delicioso y más fatal: lloremos. Mi
llanto es feroz y mi ira es como la de Dios, que hiere donde más ama”, proclama
Otelo en la escena final. Nuestro propio control, nuestra propia imagen social,
nuestra seguridad, nuestro orgullo y hasta nuestras posesiones, todo es puesto
en cuestión. Por eso la palabra “celos” deriva del latín zelus, que quiere decir que una posesión valiosa se encuentra en
peligro, y derivada de zeo, que
significa “yo hiervo”. André Comte-Sponville lo dice así: “El envidioso querría
poseer lo que no tiene y otro posee; el celoso quiere poseer él sólo lo que
cree que le pertenece”. Amar es poseer y aceptar el amor de un celoso o celosa
es someterse a su posesividad (al “vicio de la posesión”, como la llama Jacques
Cardonne). Esa posesión para Otelo es, naturalmente, Desdémona, quien nos hace
sentir –con su dulzura y honestidad- lo que realmente los celos son: un delirio
sin sentido, un confuso, paralizador y obsesivo sentimiento de pérdida. Si los
celos están justificados (la presencia de un tercero real y no fantasmático en
la pareja), entonces, reitero, ya no se trata de celos sino de verdades
comprobables, y eso ya es otra historia. Los celos que carcomen son los
absolutamente imaginarios: es lo que llaman el celo alucinación, el celo alarma,
el celo inseguridad. “Al hombre que tú más quieras, pídele celos, mujer”, dice
la copla. Porque los celos pueden ser un sentimiento natural y necesario y,
reitero, todo el que ama cela, sea o no consciente de ello. Lo importante es
saber en qué momentos y por qué se pueden transformar en denigrantes y
destructivos. Gendarmes válidos y sutiles del amor o monstruos que todo lo
consumen: de esa opción se trata. No quiero extenderme mucho sobre este
apasionante tema: sólo agregar algunos elementos más,
La
gente tiende a usar los términos de celos y envidia indistintamente.
Esquemáticamente: la envidia se refiere a algo que uno quiere y no tiene,
mientras que los celos se refieren a algo que uno tiene y no quiere perder.
Nuestra cultura engendra y condena los celos y la envidia y encomiamos mucho la
confianza, la sinceridad y la honestidad. Pero muchas veces despreciamos la
confianza, la honestidad y la sinceridad considerándolos hijos del infantilismo
y la tontería. Y muchas veces admiramos secretamente la manipulación, la
duplicidad, la astucia y la suspicacia (y a veces incluso votamos por ellas).
Quizá todo ello sea fruto del temor y consecuencia del miedo y del miedo al
miedo. Por eso somos ambivalentes y
todos estos rasgos existen en cada uno de nosotros. No sólo tenemos
sentimientos ambivalentes sino que a menudo somos ambivalentes respecto de cada
uno de los sentimientos que tenemos. Esta pertenencia es característica del
género humano.
Por
eso el personaje príncipe de esta ópera es Yago, envidioso de Casio, que ha
sido ascendido a capitán, reitero, por méritos propios y a costa suya. Es Yago,
que usa de los celos para convencer a Otelo que Desdémona y Casio lo engañan.
Otelo, el general moro y musulmán, al servicio del Dux de Venecia, recién
casado con Desdémona, es instigado por esa síntesis de perversión y envidia que
es Yago. De allí que debamos saber que Otelo es el celoso cuya alma se siembra
de sombras, y Yago el envidioso y el psicópata por antonomasia.
Es
también necesario señalar que en tiempos de la literatura inglesa contemporánea
a Shakespeare se describía a los moros u otros pueblos de piel oscura como
villanos. Shakespeare evita cualquier discusión respecto del Islam en la obra,
pero la reina Isabel I proclamó en 1601
–dos años antes de Otello- un edicto mediante el cual “mostraba su gran
descontento de saber que un gran número de negros y moros estaban siendo
ingresados a su reino e impartía una orden especial de que dicha clase de gente
fuera expulsada con toda celeridad del territorio de Su Majestad”. Esto no es
muy distinto de lo que está pasando hoy en Europa, en Suecia, en Noruega, en
Dinamarca, en otros países. Vale la pena reproducir un fragmento del credo de
Yago frente al crucifijo, una de las escenas más logradas de la ópera (comienzo
del II acto) y que no figura en Shakespeare: su autor es totalmente obra de
Arrigo Boito, el lúcido libretista que transforma el sombrío monólogo en una
verdadera mística del infierno, como dice Barraud.
“Creo en
un Dios cruel que me ha creado / símil a sí mismo y a quien nombro en mi ira /
De la vileza de un germen o un átomo / vil he nacido / Soy depravado porque soy
hombre y siento el fango originario en mí / Sí, ésta es mi fe! (…) Y creo al hombre / juego de un destino
inicuo /del germen de la cuna / al gusano de la tumba”. Y finaliza: “después de tanta irrisión viene la Muerte /
¿Y luego? ¿Y luego? La Muerte es la Nada / y el cielo una vieja locura”.
Lo
que yo creo que es lo verdaderamente torturante de los celos no es sólo el dato
ilusorio (aquello que dispara nuestros sentimientos) sino la infidelidad
probable o posible, es decir, la fantasmática (según la escuela alemana
sinónimo de imaginación y de los productos contenidos en ese mundo imaginario),
el juego de la fábula interna (el “puede ser” transformado en “ser”), las
vicisitudes de un pensamiento alejado de la realidad –a veces mágico y
omnipotente- y la lucha interior que vive el celoso como expresión de sus
propias dificultades. Por eso el mundo del celoso es tan rico en matices y
gradaciones. Por eso el celoso tiene miedo a ser despojado, a ser abandonado
por el objeto de su amor, porque en el fondo sabe (en la piel, visceralmente)
de las ambivalencias reales y secretas de todo ser humano. Escribe Joan
Riviére: “La desdicha, la culpa, la expiación por el remordimiento, las
lágrimas y la absolución final muestran claramente que tras ese proceso
familiar de la riña se encuentra el sentimiento inconsciente de no merecer
amor”. El amor es siempre una exploración de lo posible. El amor es –lo he
dicho en varios de mis libros con una tenacidad que hace honor a mi coté romántico- la medida de todas las
cosas. Y este pensamiento, aunque recurrente, no es banal. Cada uno espera del
otro lo que no posee y necesita de ese ser para sentir la vida trascendente.
Por eso el amor es siempre- concientemente o no- la necesidad del gesto o la
palabra que confirme esa posesión y esa exclusividad. Yago, en Otello, es un profundo conocedor no sólo
de las intrigas necesarias para que surjan esas necesidades sino un ser
capacitado totalmente para manipularlas. Quizá sea él, reitero, el protagonista
príncipe de esta historia y por eso Verdi inicialmente llamó a esta ópera Yago (en su intimidad la llamaba chocolate). Él sabe que somos una
especie de papiro en el que está dibujado una enmarañada historia de asombros,
expectativas, intensidades y torpezas que sobrellevan, conjuntamente, la imagen
del hombre en sus aspectos más esenciales y en sus interrogantes más hondos. Escribe
el notable psicoanalista Ronald Laing a su esposa: “Nunca imaginé que harías el
amor conmigo. Nunca soñé vivir y saborear semejante vino. Pero ahora mi gozo se
ha transformado en agonía y amargura. Porque soy tuyo pero tú no eres mía. Nada
quiero saber de tus pecados pero por favor conserva la paz en mi mente. Sé
discreta”. Como han visto en los epígrafes, Lope de Vega transita semejantes
caminos que Laing: todo se puede desvanecer y estamos sometidos a esa
posibilidad que nos atemoriza y nos crea inseguridad. Los franceses lo llaman
“el tigre” (jaloux comme un tigre,
dicen), popularmente nosotros lo llamamos pelusa,
pero esta posibilidad nos habita permanentemente, se cierne sobre nuestra
seguridad y pone en peligro nuestra propia autoestima. Por eso podemos llegar a
la rabia y a la agresión, cuando no al odio. Otello pasa por todas esas etapas,
que tan minuciosamente y tan diabólicamente, va tejiendo Yago en su corazón. A
lo que hay que sumar que cuando nuestra autoestima sufre (Otello no puede
mirarse al espejo) y proyectamos en el otro, en el ser que amamos, nuestra
desconfianza y nuestra sospecha, en realidad lo que estamos haciendo es evitar
mirarnos a nosotros mismos y mirarnos al espejo. Esa huída de nosotros mismos
se encamina a la acusación “tú no me quieres” y a atribuir al otro esos
sentimientos de desamor que en realidad uno siente de sí mismo. “Sólo yo no
puedo huir de mí. Ese cruel pensamiento. Esto me entristece”, le dice Otello a
Yago. Y Yago piensa: “Mi veneno hace efecto”. En el fondo de los celos subyace,
reitero, el sentimiento inconsciente de que uno no merece amor. Quizá es
obligado reiterar que Otello es negro, representa lo otro de la sociedad, “algo
diferente de lo humano e incluso, en ocasiones, maléfico”, como lo define el
mismo Shakespeare. Debido a su raza, color y origen, Otello tiene una
connotación negativa. Roderigo habla de “el lascivo moro” como “un vagabundo
sin raíces y sin patria” o, como dice el mismo Yago, “un monstruo civilizado”.
Mientras Desdémona es joven y blanca y pertenece al más alto linaje veneciano,
Otello, entrando ya en el “valle de su vejez”, es totalmente negro. Yago
remarca este contraste en diversas oportunidades: “ese vagabundo moro y la
veneciana astuta por mil artes y con la ayuda del mismo Lucifer”, dice.
Otello
comienza a sentirse conscientemente inseguro respecto del lugar que ocupa en la
sociedad veneciana (inseguridad que a nivel inconsciente seguramente existe
desde el primer momento: es la inquietud del desclasado entre ricos, pero más
aún es la sensación de que su piel lo excluye de ser ciudadano de primer
orden, como dicen los judíos de sí
mismos): la historia de Otelo es, entre otras cosas, la del derrumbamiento de
una identidad. Otelo no termina de ser europeo ni africano, musulmán ni cristiano,
negro ni blanco. ¿Qué más contradicción que estas palabras suyas: “Contad
también que en una ocasión, en Aleppo, donde un malvado turco envuelto en un
turbante ofendió a un veneciano e insultó al Estado, cogí de la garganta al
perro circuncidado y le atravesé así” (hace el gesto de apuñalarse).
Además,
enfrentar el amor que en su imaginación siente Desdémona por un hombre blanco
más joven es demasiado para él. Yago potencia estos sentimientos. “Porque mi
piel es negra, porque me falta el don de conversar como los cortesanos / ella
me traicionó, me abandonó”, dice Otello. Y su autoestima cae inexorablemente:
“Mi nombre era limpio como la faz de la propia Diana. / ¡Sucio y negro es ahora
tal como mi rostro!”, dice Otelo. El padre de Desdémona, cuando maldice la
unión de su hija con Otelo lo hace porque “Otelo es un hombre de otra raza”.
Otelo claudica aquí, como cualquier excluido, frente a su propia imagen, que
siente que siempre está bajo mirada de inventario y que sus méritos deben
demostrarse para estar a la altura de su joven esposa. En estas instancias y
vaivenes construyen Boito y Verdi la trama de esta ópera, compuesta después de
16 años de silencio operístico y trece de silencio total.
Serpentina IV
Decir
algunas palabras sobre Giuseppe Verdi conlleva irremediablemente decir algunas
palabras sobre Richard Wagner, porque ambos –nacidos muy cercanos uno del otro,
en el mismo año de 1813, el mismo año en que nacerían también George Büchner
(el dramaturgo y joven autor de Wozzeck),
y Sören Kierkegaard, el filósofo existencial y melómano- son en la historia de
la ópera, Verdi y Wagner digo, los dos eternos competidores y los dos más
grandes compositores de ópera del siglo XIX (Verdi reverenciando a Wagner el
día de su muerte pese a que consideraba que su música era “bella pero aburrida
y pesada”, y Wagner ninguneando al italiano en todo momento: “En la noche del Réquiem de Verdi acerca del cual sería
mejor no decir nada”, escribe Cósima en su diario) y a la vez son los dos
compositores de óperas más notables del siglo XIX, competencia que supongo que
aquí, en el país vasco, sucede lo mismo cuando esa competencia es emocional -lo
digo humorísticamente- como por ejemplo entre el Athletic y la Real Sociedad. Wagner burlándose del “oropel italiano” (como
lo llamaba él) y Verdi, el dramaturgo de las pasiones humanas, luchando por
darle jerarquía musical, rompiendo con la tradición y eliminando el estilo
vocal florido tan grato a los italianos e introduciendo con más fuerza el
elemento dramático, representaron los dos senderos por los que transitaría la
segunda mitad del siglo XIX, ambos interesados profundamente en las respectivas
unidades de Alemania e Italia (ésta bajo la casa de Saboya), las dos naciones
que no pudieron organizarse en Estado en el siglo XVI, como sí lo hicieron España, Inglaterra y Francia. Europa
experimenta en esos años revoluciones, guerras, movimientos nacionales de
liberación y de unificación y tanto Verdi como Wagner son protagonistas
privilegiados de estos acontecimientos. Tanto Verdi en el Risorgimiento italiano como Wagner en la revolución de 1848,
luchando en las barricadas en Dresden de las que tuvo que huir perseguido,
están al pié del cañón ideológico con su inmenso talento, su fuerza creadora y
sus notables recursos espirituales. Pero las bases ideológicas de cada uno de
ellos era muy distinta. Para metaforizar este tradicional enfrentamiento les
cuento algo.
Durante
las oraciones en una antigua sinagoga de Israel (podría haber sucedido también
en la Universidad Rabínica de Busseto), justo cuando la oración estaba siendo
recitada, la mitad de la congregación se puso de pié y la otra mitad permaneció
sentada. La mitad que se quedó sentada comenzó a gritarle a los que se pusieron
de pié para que se sentaran, y la mitad a pié comenzó a gritarle a los otros
para que se levantaran. El joven rabino
no sabía qué hacer. La congregación le sugirió consultar a un sabio de 98 años,
que era uno de los viejos rabinos de la sinagoga. Entonces se dirigió al asilo
donde el viejo rabino se encontraba acompañado de un representante de cada
facción. Cuando se encontraron en la habitación del viejo, el representante de
los que se pusieron de pié le preguntó si la tradición ordenaba ponerse de pié
cuando se reza una oración: “No. Esa no
es la tradición”, respondió. El representante de los que habían quedado
sentados esgrimiendo una sonrisa victoriosa en los labios, afirmó que la
tradición era permanecer sentados. “No.
Esa no es la tradición”, volvió a decir el viejo rabino.
Entonces el rabino joven le dijo al hombre
sabio: “Pero, es que son constantes los enfrentamientos: los que se ponen de
pié les gritan a los que permanecen sentados y viceversa y eso… El sabio
interrumpe al rabino antes de que termine y exclama: “¿Ves? Esa es la tradición”.
Menciono
fugazmente una diferencia esencial de las personalidades de Wagner y Verdi.
Wagner edificó en Bayreuth el teatro-templo de su culto, expresión de sus
ambiciones y contradicciones más hondas (vivía protegido por un monarca al
estilo del más genuino Antiguo Régimen). Él mismo puso la piedra fundamental
acompañado por Nietzsche. Un recinto moderno, dotado de las últimas conquistas
técnicas (incluido el “abismo místico”), una contribución alemana al moderno
misticismo, capaz de satisfacer las complicadas exigencias de El anillo de los nibelungos Y lo rodeó
de connotaciones rituales, casi religiosas: un templo más que un lugar de
esparcimiento. Él consideraba que la injusticia del mundo lo autorizaba a
considerarse para siempre acreedor de una deuda impaga. Pero su introducción de
la tonalidad fluctuante y el cromatismo fue el punto de partida de una deuda
que la II Escuela de Viena mantuvo siempre con él. Allí, en Bayreuth, está enterrado.
Verdi
modestamente y en silencio edificó una Casa de Reposo (llamada actualmente Casa
Verdi), un lugar para cantantes desvalidos, que allí encuentran, hoy todavía,
refugio y despensa. La injusticia del mundo lo llevaba a acercarse a los
necesitados y menesterosos. Allí está enterrado.
Algunas
deducciones podemos sacar de estas circunstancias, aunque junto a las
diferencias hay algunas coincidencias singulares. Verdi era un romántico liberal, imbuido tanto de la idea
de libertad individual pero también- como sabemos- de la unidad nacional. El
llamado Risorgimiento no fue solo un
movimiento nacional sino también republicano y democrático. Sus militantes
fueron en los comienzos organizaciones clandestinas de tipo masónico, como los
carbonarios. Luchaban contra el absolutismo y la intolerancia religiosa. Y es
en este aspecto que nos encontramos con que él y Wagner coincidían en lo
profundo (en la significación del arte como mediador del pensamiento que
anhelaba la autenticidad de la búsqueda de raíces propias). Wagner era un
protagonista de sí mismo y un testigo de su tiempo y llevó a una altura
inimaginable inclinaciones ya presentes en el pentagrama, la poesía y la
filosofía alemanas y en la especulación filológica. Verdi era más sabiamente
elemental, su sinceridad y su intensidad creativa eran su pasaporte hacia la
eternidad. Uno era el enorme esplendor, el otro el estremecimiento telúrico.
Wagner era un verdadero caracterópata y a la vez un auténtico visionario y
Verdi un músico cabal y un hombre sincero. Wagner componía para un santuario,
Verdi para el corazón humano. Wagner era el egocentro del universo, Verdi un
sencillo marginal. El sentimiento nacional era muy fuerte en ciertos artistas,
algunos de ellos músicos que llegaron a ser símbolos populares. Chopin en
Polonia, Liszt en Alemania y Verdi en Italia. Los autores románticos en su
mayoría concebían la noción de pueblo como el campesinado y el artesanado pre-industrial, que con sus virtudes de
sencillez, modestia y lealtad representaban lo más auténtico de la nación. Es
la época de la recuperación de los poemas épicos, de las canciones y cuentos
populares. La misma expresión folklore
data de aquella época. Por eso señala Bernard Williams que, por extraño que
pueda parecer, Verdi se encuentra con el Wagner de Los maestros cantores. Es importante señalar que Wagner
inicialmente tenía la esencial preocupación en evitar que música y literatura
siguieran reglas propias, lo cual –según él-conducía a mutuas limitaciones.
Ambas debían servir a una idea común: el drama. Según el lapidario diagnóstico
con que comienza su libro “Opera y drama”,
la primacía de la música era el mal de la ópera de su tiempo. Dice “El error en
el género artístico de la ópera consiste en que un medio (la música) se
convirtió en el fin y que el fin de la expresión (el drama) se ha convertido en
el medio”. Con su particular concepción, Wagner señalaba que sólo el amor daba
la correcta articulación entre texto y música (en este caso, el amor hacia la
idea dramática que ambos compartían). En el amor – dice Wagner- “desaparecen
recíprocamente el uno en el otro en el sacrificio ofrecido de su más alta
potencia, y así el drama nace en su máxima plenitud”. Poco más tarde Wagner
descubriría el pensamiento de Schopenhauer y cambiaría su concepto:”La música,
por su carácter abstracto, goza de superioridad, la música al trascender las
ideas es totalmente independiente del mundo fenoménico, lo ignora absolutamente
y, en cierto modo, podría existir aunque el mundo no existiera”. Desde entonces
la música adquirió en Wagner un protagonismo esencial y el drama surgía de la
esencia de la propia música. Estas palabras definirán su pensamiento final y
otra de sus diferencias con Verdi: “La unión de la música y la poesía, en
consecuencia, ha de concluir siempre en la subordinación de esta última”. Pero
sigamos nuestro itinerario.
Serpentina V
La
característica más notoria de dicha competencia es el amplio registro musical
que impone a sus intérpretes. Naturalmente que la lengua germánica, con su
sonido áspero, su belleza meticulosa (como dice Daniel Alejandro Gómez), no es
muy apta para el cantábile. La lengua
italiana, con la cálida y meridional dulzura de lo latino, con su flexibilidad
lírica, es más apta para la lengua y la vocalidad. Sin embargo, el lenguaje
germánico, en su áspera belleza nórdica de un Walhalla inaccesible, encontrará
en Wagner un intérprete genial. Algunos en su momento llegaron a criticarle a
Verdi notables influencias wagnerianas, principalmente en la orquestación, que
abandona su papel de complemento del canto para configurarse como un elemento
expresivo y narrativo propio, como nunca antes se había escuchado en la ópera
italiana.
Tanto
Verdi como Wagner exigen del cantante el diagrama vocal más amplio que
imaginarse pueda. “La parola escénica” –como la llamaba Verdi- es, en esencia,
un proceso poético que se transforma en devenir dramático. Wagner señalaba para
su escenario casi el mismo concepto (si no, el mismo) a través de lo que él
llamaba el “musik-drama”, sin mucha convicción, porque prefería el nombre de Schauspiel (obra para ver o que se
muestra) o “ersichtlich gewordene Thaten der Musik” (hechos musicales devenidos
visibles) y que los italianos llamaron
“dramma per musica”. Estos nombres se acuñaron como presuntos nuevos géneros
artísticos. Asimismo Wagner llamó al Festival de Bayreuth “Bühnenfestspiel” (Festival escénico). Es interesante reproducir
estas palabras suyas: “Quizá deberíamos decir drama auténtico puesto en música. El énfasis mental recae en
consecuencia sobre el concepto drama, de acuerdo a una concepción muy distinta
respecto de la del antiguo libreto de ópera, y la diferencia radica en que
ahora el esquema dramático no está destinado a servir a las necesidades de la
música de ópera tradicional, sino que es la estructura musical misma la que
debe recibir su conformación a partir de las exigencias propias de un drama
real, efectivo. Pero si el drama va a constituir el asunto principal, este
término es el que debería ir colocado delante, puesto que según esta concepción
la música le debe estar subordinada, y por tanto, en parecido caso a los de Tanzmusik (música de baile) o Tafelmusik (música para acompañar un
banquete), tendríamos que decir Dramamusik
(música dramática). En medio de todos estas vueltas, nadie pareció sin embargo
darse cuenta conscientemente de lo siguiente: por muchas vueltas que se le dé a
la denominación, la música permanece siempre como lo realmente encumbrado”.
Las
ideas que Wagner impondrá en la forma de representación determinarán no sólo a
la ópera sino a las artes escénicas en general. Creó un nuevo teatro, una nueva
cuerda en la tesitura de los cantantes, nuevos instrumentos y, por supuesto,
nuevas óperas. Esto, como consecuencia lógica, exigirá un nuevo espectador, una
nueva forma de escuchar, un operómano distinto. Además sus conceptos musicales
influirán profundamente en la música del siglo XX y la ópera alemana que siguió
después de él, desde Richard Strauss a Alban Berg. La idea de esta unidad de
espectáculo, de incluir al espectador en la oscuridad de la representación, de
crear un foso de orquesta para que esté fuera del campo visual del público, así
como el hecho de involucrarlo en todos los sentidos, son aportaciones que
afectarán a todas las demás artes escénicas, y que con respecto a la ópera
cambiarán para siempre su manera de representarse, es decir, emergerá una nueva
manera de ver y escuchar el drama cantado. Algunos han denunciado la
incapacidad de la ópera para registrar la verosimilitud, pero el público tiene
la última palabra y renueva siempre sus ilusiones y emociones ante las
conocidas y repetidas vicisitudes de los héroes operísticos señalando con su
actitud que la ópera no debe aspirar a la verosimilitud sino a la verdad
dramática que lo transporta al plano superior de la realidad artística.
Una vez, en un recital de Lieders del Teatro La Zarzuela de Madrid le dije a un amigo que
había comenzado a escribir un libro sobre Richard Wagner, y mi amigo me
respondió gritando en medio de la sala: “¡Viva Verdi!”. Y otro me dijo ante
igual comentario: “¿Tú conoces el poema de García Lorca que comienza Verdi que te quiero verdi?”. Hasta este
cariz entrañable toma aún hoy la rivalidad entre estos dos genios.
Como
es conocido, los dos músicos habitaron el siglo XIX, pero su sentido del arte,
su concepción estética, su visión política y hasta su idiosincrasia y conducta
en el vivir fueron distintas. Como dice Paul Henry Lang, Verdi se aferró a la
idea de que la melodía es un medio esencial de expresión dramática en la ópera
y que la proyección del dramatismo en el teatro lírico es principalmente
cometido de los cantantes, no de la orquesta. Lang lo expresa con una frase
elocuente: “A sus libretistas les pedía “temas osados y personajes únicos”
porque quería hacer una cosa mucho más grande que contar una historia: quería
crear auténticos seres humanos con la canción”.
Wagner
sometió estas ideas –instrumentando las historias mitológicas- a la dictadura
de la orquesta, componiendo pentagramas habitados de intensidad sinfónica y de pasión instrumental, con lo que logró
uno de los sonidos más personales, penetrantes y fogosos de la historia de la
música. Verdi, por el contrario, fue el
músico del melodrama teatral al que llevó a sus últimos límites expresivos por
un proceso de transmutación que hizo de la voz la esencia misma del arte
operístico, porque la voz era para Verdi la belleza de la melodía, su canto
sublime, que transformaría en un continuum
musical alejado de arias y cabalettas sustancialmente en sus dos últimas
óperas: Otello (1887) y Falstaff (1893), ambas basadas en obras
de William Shakespeare, a quien Verdi amaba profundamente y de quien tenía un
retrato en los muros de su alcoba: “el más influyente de todos los autores en
los últimos cuatro siglos”, proclamaba Harold Bloom. Es cierto: pocos han
transitado los caminos desolados de la miseria humana como él y también pocos
los del perdón y la misericordia. Él llevó el cuestionamiento humano hasta el
nivel de lo posible. Decía Verdi: “Es mi poeta predilecto. Sus libros siempre
han estado en mi mesita de noche o sobre mi estudio. Los he leído y releído
cientos de veces. ¡Ah, Shakespeare, el gran maestro del corazón humano! ¡Jamás
podré igualarme a él! ¡El progreso, la ciencia, el verismo! Él era verista
aunque no lo sabía, lo era por inspiración. Nosotros somos veristas porque así
lo hemos proyectado, por cálculo”. Y en otra ocasión reiteraba: “Que no haya
sabido expresar perfectamente el espíritu de Macbeth, pase; pero que no conozco
ni comprendo a Shakespeare, ¡eso no, líbreme Dios, eso no! Es uno de mis poetas
preferidos, lo he leído y releído constantemente desde mi más tierna infancia”.
Evidentemente Verdi admiraba al dramaturgo de Stratford, cuya soberana
inspiración, su caudal expresivo y su conocimiento hondo del alma humana le
entusiasmaban y, a la vez, se sentía impotente para reflejar en sus pentagramas
la grandiosidad del drama shakespeareano.
Freud
señaló alguna vez que los poetas siempre se anticipaban a los pensadores en
profundizar las motivaciones humanas y recurrió con frecuencia a las obras de
Shakespeare para algo más que ilustrar sus hallazgos de caracteres psicológicos
en la práctica clínica. Los análisis de Freud de personajes literarios poseen
una cualidad probatoria, implícitamente fundada en su convicción de que los
grandes poetas como Shakespeare eran “profundos conocedores del alma humana”.
Víctor Hugo dirá: “Pocos poetas superan a Shakespeare en investigaciones
psíquicas y en hacer notar las más extrañas particularidades del alma humana
(…) Shakespeare nos enseña a pensar en cualquier verdad que se pueda soportar
sin perecer”. Jorge Luis Borges escribió un cuento extraordinario sobre
Shakespeare, Everithing and Nothing y en él dice: “Acosado, dió
en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así mientras el cuerpo
cumplía su destino de cuerpo en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo
habitaba era César, que desoye la admonición del augur, Julieta, que aborrece a
la alondra, y Macbeth. Nunca nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a
semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser”. Para
Borges fue el Yago de Shakespeare quién inventó el nihilismo europeo.
Quiero
señalar que Shakespeare fue el escritor que mayor número de óperas o
pentagramas ha inspirado en la historia (ha servido como fuente de inspiración
a Purcell, Beethoven, Mendelssohn, Rossini, Tchaikowsy, Berlioz, Gounod, Prokofiev, Britten, Wagner
y, naturalmente, Verdi: al menos quince de sus obras han sido adaptadas al
lenguaje operístico). Recuerdo en este
momento haberle oído contar en Buenos Aires al notable poeta ruso Evgueni
Evtushenko que había estado en Mauritania y le dijo un profesor universitario:
“Queremos decirle un secreto. Sabemos quién era Shakespeare. Era de nuestro
país. Él pintó un símbolo de la pasión y el amor tan grande como Otelo. Por eso
es un compatriota: su verdadero nombre es Sheikn Al Sadir. Yo no quería
discutir –agregó el poeta- porque Shakespeare es universal”.
Lo
evidente es que el vínculo de Verdi con el teatro de Shakespeare es casi de
identificación ideológica, en un símil casi exacto de los interrogantes
filosóficos y grandes problemáticas del
autor inglés: la batalla del individuo contra el saber congelado y solemne de
los prejuicios sociales, la presencia inexorable del mal en el mundo interno de
los individuos y su relación con la lucha por el poder. Verdi aprendió con
Shakespeare que una ópera no es sólo colorear con pentagramas los hechos que se
suceden y dibujar algunas escenas culminantes en logradas efusiones líricas,
sino que ópera es drama auténtico, diseño de personajes verosímiles, “inventar
lo verdadero” (como decía el mismo Verdi).
El
primer contacto de Verdi con el dramaturgo inglés fue su ópera Macbeth (aquí Verdi ya enfrenta las
convenciones impuestas por el melodrama belcantista, introduce
predominantemente el elemento dramático y profundiza en la psicología de los
personajes de una manera inédita: algunos consideran que es aquí que nace el
drama musical). Además nace en Verdi el leit-motiv verdiano, que nada tiene que
ver con el wagneriano. El leit motiv
–lo digo por si alguien duda- es una melodía o secuencia musical breve,
recurrente a lo largo de la obra. Una especie de tarjeta de presentación. Por
asociación se le identifica con un determinado contenido poético o un personaje
determinado y hace referencia a él cada vez que aparece. Así, una determinada
melodía puede simbolizar a un personaje,
un objeto, una idea o un sentimiento.
Verdi soñó en repetidas ocasiones – en permanente postergación- ponerle música
a El Rey Lear. Con Otello y Falstaff, y ya en la década de los 80 años, cumplió sus sueños más shakesperianos. George Bernard Shaw dijo
alguna vez refiriéndose al Otello de
Verdi: “Otello no es una ópera italiana escrita al estilo de Shakespeare , sino
una obra escrita por Shakespeare al estilo de la ópera italiana”.
Serpentina VI
Verdi
fue, por todos los conceptos, por creador y músico, por su sentido del civismo,
por su expresión de la solidaridad, por sus pulsiones éticas y sus conductas
afines, uno de los artistas que honran al género humano en su paso por la
tierra. Nació en la zona de Busetto, en la llanura del Pó, en un lugar que
muchos de ustedes reconocerán porque allí Don Camilo y Peppone desarrollaron su
diálogo profético: se trata de La Roncole, una minúscula aldea a 5 kms de
Busetto. Vió la luz el 10 de octubre de 1813 y viviría 88 años. Verdi hizo del
canto melódico típicamente italiano una radiografía absolutamente convincente
del mundo psicológico de sus personajes, que alcanzaron una humanidad, un
temblor, una palpitación, una emoción, difícilmente igualables en la historia
del melodrama, es decir, de la ópera de su país. Este empedernido romántico,
que a la vez sabía de contención y precauciones, tenía como grandes temas el
amor, la libertad, la naturaleza, la mujer, la patria. Su amor a Italia y su
espíritu libertario se hacen corcheas en muchas de sus óperas. Ustedes ya
sabrán seguramente que al grito de “¡Viva Verdi!” (el acróstico Verdi es Victor Emmanuele Rey de Italia)
los italianos proclamaban su nacionalismo sano y soberano, lo que otorgaba al
músico imagen popular como símbolo del amor patrio. Su obra siempre toma en
consideración el dolor de los perseguidos y discriminados y siempre simpatizó
con los marginales: a orillas del Éufrates los judíos en Nabucco simbolizando no sólo
el dolor semita añorando su tierra perdida (“patria si bella e perduta”) capaz
de transformar el padecimiento en valor, sino cualquier pueblo en similares
condiciones, incluido propiamente el italiano, identificado con los judíos en
esos años de una Italia sometida al poder de Austria, al extremo de que algunos
musicólogos llamaron a Nabucco una
ópera “sionista”, que transcurre en Jerusalén y Babilonia y cada uno de los
cuatro actos se introduce con versículos de distintos capítulos del libro del
profeta Jeremías que anuncian la destrucción de Babilonia. El texto de Nabucco abunda en proclamas de que “¡No
descansará el extranjero sobre las ruinas de Sión!” o “¡El año que viene en
Jerusalem!” (el momento coral de Va
Pensiero, incorporando al pueblo como protagonista lírico, es casi un himno en la Italia de las aspiraciones
independentistas y con él fue enterrado el músico en un coro formado
espontáneamente por los asistentes:
“¡Vuela pensamiento con alas doradas,
pósate en las praderas y en las cimas donde exhala su suave fragancia el aire
dulce de la tierra natal. Saluda a las orillas del Jordán, ¡ay, mi patria tan
bella y abandonada! ¡Ay, recuerdo tan grato y fatal!”.
¡Cómo
no iba a establecerse un vínculo de cercanía y afecto entre judíos e italianos!
No hay más que leer a Franz Werfel, último esposo de Alma Mahler, traductor al
alemán de Simón Boccanegra, La forza del destino y Don Carlos, para ratificar este
pensamiento: Va pensiero es el espejo
de un pueblo a la búsqueda de su
identidad) Antes de pasar Va pensiero quiero decirles que el último 12 de marzo
Silvio Berlusconi debió enfrentar estas circunstancias el día que Italia
festejaba el 150 aniversario de su unificación.
En Italia, este canto es el símbolo de la búsqueda de libertad de su
pueblo que a fines del siglo XIX –época en que se escribió la ópera- estaba
oprimido por el imperio de los Habsburgo, al que combatió hasta la creación de
la Italia unificada. Cuenta Riccardo Muti de aquel día: “Gianni Alemanno, Alcalde de Roma y miembro
del partido gobernante, denunció los recortes al presupuesto de cultura. Al
principio hubo una gran ovación en el público. Luego comenzamos con la ópera.
Se desarrolló muy bien hasta que llegamos al aria de Va pensiero e inmediatamente sentí que la atmósfera se tensaba en
el público. Hay cosas que no se pueden
describir pero uno las siente. Era el silencio del público que se hacía sentir.
Pero en el momento en que la gente se dio cuenta que comenzaba el Va pensiero, el silencio se llenó de
verdadero fervor. Se podía sentir la
reacción visceral del público ante el lamento de los esclavos que cantan: “Oh,
patria mía, tan bella y perdida”. Cuando el coro llegaba a su fin ya se oían en
el público varios pedidos de bis. El público comenzó a gritar “¡Viva Italia!,
¡Viva Verdi! ¡Larga vida a Italia!” Yo no quería simplemente hacer un bis”.
Y
dándose vuelta Muti exclamó, mirando a Berlusconi y al público: “¡Sí, estoy de
acuerdo con esto. ¡Larga vida a Italia!..Pero ya no tengo más 30 años y he
vivido mi vida, pero recorrí mucho el mundo y hoy tengo vergüenza de lo que
sucede en mi país. Entonces accedo a vuestro pedido de bis. No es sólo por la
dicha patriótica que siento, sino porque esta noche, cuando dirigía el Coro que
cantó: “Ay, patria mía, tan bella y perdida!”, pensé que si seguimos así vamos
a matar la cultura sobre la cual se construyó la historia de Italia. En tal
caso nuestra patria estaría de verdad bella y perdida. Invito a todos ustedes a
cantar Va pensiero”. (pasar el Va pensiero). ¿Final?
Aprovecho para decir que hay dos hechos más de
casi igual significación: cuando en el estreno de I lombardi (el 11 de febrero de 1843). Los lombardos, que iban a
liberar Jerusalem, fueron identificados con los italianos en general y los
sarracenos representaban a los opresores austríacos. En el último acto el tenor grita “¡La tierra santa será nuestra
hoy!” la gente del teatro coreó el aria con gritos de entusiasmo: “¡Sí, guerra,
guerra!”, identificándose con los lombardos y, sobre todo, en Attila, cuando el general romano canta
“Puedes poseer el universo pero deja que Italia permanezca conmigo”, provocó
gritos de “Italia a noi, l´Italia a noi” haciéndose inmediatamente célebre.
Desde el comienzo de su carrera Verdi luchó por estos ideales republicanos del
Risorgimento promulgado por Manzini y llevado a la literatura por Alejandro
Manzini, Silvio Pellico y Giácomo Leopardi.
Sigo
señalando otros aspectos de este humanismo verdiano: los acosados por la injusticia (Ernani, su primera producción con
Francesco María Piave), los moros negros y mulatos como símbolos de la
alteridad (Otello, Ulrico, Don Alvaro),
el dolido y rencoroso portador de una deformidad humana (Rigoletto), los gitanos (Il
trovatore), la noble prostituta (La
traviata), los corales esclavos (Aída),
los viejos y sublimados gordos, irónicos
y risibles, con la desdicha de tener la barriga de un obeso y los
apetitos de un Don Juan (Falstaff),
la inocencia violada (Gilda), la
soledad y las vicisitudes del poder (Boccanegra,
Felipe II), la amistad como don único (Don
Carlos, Un ballo in maschera), la
presencia del amor más allá de las diferencias clasistas (La traviata, Otello), el amor de diferentes razas que desatan el
infortunio (La forza del destino, Otello),
el conflicto con la autoridad del padre generalmente a partir de la prohibición
del amor, constante en la ópera verdiana
(Rigoletto y Gilda en Rigoletto, Giorgio y Alfredo Germont en La traviata, Felipe y Carlos en Don Carlos, Calatrava y Leonora en La forza del destino, Monforte y Arrigo
en Vespri siciliani) todo es en Verdi humanidad, proximidad
militante, ternura y preocupación por el sufrimiento humano, y aunque a Verdi
no sé si le gustaría el término, caridad cristiana. Él podría decir, como
Terencio, “nada de lo humano me es ajeno”. Una vez escribió Verdi: “Jamás he
pedido a un periodista una crítica favorable, ni he molestado a ningún amigo ni
he adulado a ningún hombre rico. Amo en el arte todo lo bello, lo gracioso, lo
serio, lo pequeño y lo formidable, pero con tal de que sea auténtico”. Sólo en
una ópera (Don Carlos) Verdi se
asemeja a Wagner en la actitud psicológica, instalando la ambigüedad, la
ambivalencia, la falta de identificación del personaje con lo que está
haciendo, situación dramática que es siempre mucho más evidente en Wagner. Ese
tipo de neblina es muy poco frecuente en los libretos de Verdi, porque él -como
escribe Boito- odiaba la pereza, los enigmas y las dudas. Su concepción del mal
era –premisa de todas sus óperas- que podía ser evitado si la buena gente
hubiera conocido la verdad con anterioridad o hubiese podido tomar determinada
actitud para que el mal nunca sobreviniese. Y si la acción puede lograr este
resultado, entonces todo justifica hacerlo sin titubear. Quizá su mentalidad de
campesino y su temperamento democrático lo impulsaba a abordar los temas
vigorosos en los cuales los personajes luchan por cambiar su propio destino,
aunque muchas veces éste estuviera determinado por circunstancias adversas. Lo
cierto es que en el caso de Verdi el desastre siempre llega, pese a sus buenas
intenciones. ¿Qué mejor ejemplo que el mismo Otelo, noble, solitario y
apasionado, que caerá inexorablemente en la telaraña que Yago irá tejiendo a su
alrededor hasta hundirlo en una espiral irreflexiva e incontrolable? Al fin de
cuentas, pienso yo, Verdi es un trágico: las angustias de vivir, la perplejidad
frente a la precariedad de la vida, la vanidad de las expectativas humanas, el
inexorable destino, la vulnerabilidad del espíritu, lo incontrolable de
nuestras pulsiones (dolor, piedad, desgracias), todo en Verdi es tragedia, el
contenido patético, el incanjeable final infeliz, el drama fatal de sus
personajes. Escribe Alberto Luque: “¿Por qué motivo deben padecer los hombres?
¿Por qué razón están eternamente condenados a luchar entre los polos
inconciliables de la libertad y la necesidad, la verdad y el error, Dios y el
Diablo? ¿Son la justicia y la felicidad tan elusivas por mor de una culpa
innata o acaso son lastimosas entelequias?”. “¿Hay alguna causa en la
Naturaleza para producir esos corazones tan duros?”, pregunta el Rey Lear al
ver la perfidia de sus hijas. Muchas cuestiones de todo tipo (psicológico,
filosófico, ético) se desarrollan en estos dramas shakesperianos. Por ejemplo,
la presencia del amor. El romántico ama el amor por el amor mismo, y éste le
precipita a la muerte y se la hace desear, descubriendo en ella un principio de
vida y la posibilidad de convertir la muerte en vida: la muerte de amor es vida
y la vida sin amor es muerte. En el amor se encarna toda la rebeldía romántica.
“Todas las pasiones terminan en tragedia, todo lo que es limitado termina
muriendo, toda poesía tiene algo de trágico”, escribió Novalis. Dice Luque:
“Considerar a Shakespeare como el mayor de los filósofos no sería menos
apropiado que considerarlo el mayor de los poetas”. Pero regresemos a Verdi.
El
placer más notorio de nuestro músico - en lo esencial un campesino con ansias
de ilustración, un aldeano enamorado de la tierra- era mimar su jardín y
alternar con los habitantes de la aldea. Modesto y fervorosamente republicano,
rechazó un título de marqués y otros varios privilegios y siempre que lo
necesitaban no negaba su solidaridad y su compromiso social, constantes
habitantes de su mundo interno. Escribe Julian Budden: “Coros patrióticos
enardecidos o nostálgicos, figuran en la mayor parte de las óperas de Verdi, de
Nabucco a la Battaglia di Legnano. Por
ingenuos que sean, Verdi nunca se avergonzó de estos coros patrióticos. Fueron
escritos con el propósito más sincero. Para él el nacionalismo del Risorgimiento era el pórtico hacia una
concepción más amplia y grandiosa de la humanidad”. Es significativo citar que
Verdi leyó de joven un libro que influiría decididamente en sus ideas y
sensibilidad: “I promesi Sposi” (Los Novios) de Alejandro Manzoni, obra
básica en la construcción de la lengua y la identidad italianas. Manzoni
complementa la obra iniciada seis siglos antes por Dante Alighieri en la
costrucción de una lengua nacional, tratando de uniformar un lenguaje que era
la suma de diferentes dialectos regionales. Para Los Novios, Manzoni deliberadamente escoge el toscano, hablado en
la amada Firenze del Dante. Verdi queda adherido emocionalmente a los
personajes de dicha novela y al proyecto paralelo de una Italia unificada
liberada del imperio austrohúngaro.
Serpentina VII
Tengo plena conciencia que el protagonista de
esta conferencia es Otello pero
déjenme decir algunas otras cosas que en este momento me parecen necesarias.
Quien conocía de cerca los orígenes humildes de Verdi, nunca podría a llegar a
imaginar que aquel ser, hijo de padre semianalfabeto, con una hermana
disminuida mental (que murió a los 17 años y a la que Verdi amaba con ternura),
podría llegar a ser una de las figuras más notorias de la Italia de la
Unificación y en consecuencia, además de un excepcional músico, un héroe
nacional, como lo he comentado. Sus primeros intentos no fueron demasiado
jubilosos y especialmente Un giorno di
regno (que coincidió con la pérdida de su mujer y sus dos hijas) hizo que
pensara en abandonar la música. Escribe Verdi: “Un giorno di regno no gustó. Desde luego la música fue culpable en
parte, pero también la representación. Con el espíritu deshecho por desgracias
personales, el fracaso de mi ópera me llevó a la conclusión de que nunca
volvería a componer, ya que el arte no servía de consuelo alguno” (…) Verdi
respondía con un rotundo “no” a toda proposición de regresar a la composición.
No obstante, dice más adelante: “Me había desentendido de la Música pero una
tarde invernal, saliendo de la Galleria de Cristoforis, me topé con Merelli
(empresario de la Scala de Milán que obstinadamente confiaba en Verdi), que iba
en dirección al teatro. “Imagínate -me dijo- tengo un libreto estupendo,
formidable, original y efectivo de Solera
(Temistocles Solera, 1818-1878, uno de los libretistas más destacados de
Verdi, posteriormente autor de I Lombardi,
Giovanna di Arco y Attila, es decir, de los mejores
episodios políticos que se han llevado a la ópera), con tremendas situaciones
dramáticas y excelentes versos”(…) Y llevándolo casi forzado al teatro le
entregó el libreto de Solera:
- Mira, aquí está el libreto de
Solera.¡Lástima que haya que arrinconar un argumento tan excelente! Toma y
léelo.
-¿Por qué diablos tengo que leerlo? No
tengo el menor deseo de leer libretos.
-Éste no te hará ningún daño. Devuélmelo
después de leerlo.
Cuenta
Verdi: “introdujo entre mis manos a la
fuerza el manuscrito, el cual enrollé de mala gana y, cuando llegué a la
pensión, dominado por un malestar indefinible, una tristeza profunda, una
angustia terrible que se apoderó de mi corazón, lo arrojé con un ademán
violento. Al caer sobre la mesa, sin embargo, el manuscrito se abrió y mis ojos
se fijaron en una página que comenzaba con esta estrofa: Va pensiero, sull´ali
dorate. Conmovido seguí leyendo los versos. Primero un fragmento, luego otro.
Después, páginas enteras, tanto más cuanto que formaban casi una paráfrasis de
la Biblia, libro cuya lectura era muy importante para mí. No podía dormir. Leí
el libreto de Nabucco tantas veces que, al amanecer, me lo sabía de memoria, de
la primera letra hasta la ultima”. Así comenzó a nacer esta notable ópera.
El
tema patriótico, tan eficaz en las manos de Solera, será uno de los argumentos
decisivos para marcar un destino y poner a un creador en alas de un pueblo, el
suyo, que luchaba por una patria unificada. Verdi colaboró con fusiles, dinero
y su prestigio en dicha causa, años después fue diputado electo del primer
Parlamento del reino de Italia y después fue nombrado senador vitalicio. Habría
que pensar que a veces un verso, una sola circunstancia, decide de manera
definitiva el futuro y la significación de un creador. La Historia de la música
habrá de agradecer ese verso de Va pensiero, comienzo de un verdadero
cántico referido a la libertad y a la plenitud de la esperanza humana.
Otro
ejemplo: todos los estudiosos consideran a Edmund Rostand autor de un solo
soneto. Y pese a haber escrito una obra copiosa, es por ese solo soneto que
quedó en la historia de la poesía universal. Valga el súbito recuerdo. Nabucco consigue provocar nuestras lágrimas,
sobre todo cuando cantan Va pensiero,
y no porque sea exclusivamente emocionante encontrarse ante un sufrido pueblo
esclavo que ora ante la opresión babilónica llorando a su patria perdida, sino
porque nos encontramos ante un milagro coral que iniciala su eternidad en la
historia de la música operística decimonónica.
En
este momento recuerdo uno de los constituyentes de la personalidad de Verdi
desde muy joven. Pierre Petit cuenta que el joven ayudaba en misa pero
abstraído un día por los sonidos del órgano de la iglesia de Roncole, olvidó
presentar el agua y el vino del sacrificio al oficiante, Giácomo Masini. Verdi
había quedado extasiado por los sonidos del órgano. También hay que agregar que
el cura enfurecido le arreó una violenta patada en el culo que le hizo
descender las gradas del altar en un instante y que Verdi, lleno de rabia, le
gritó: “¡Mal rayo te parta!”. El músico escribiría muchos años más tarde: “Soy
un liberal en grado máximo sin ser un rojo. Respeto la libertad de los demás y
exijo que se respete la mía. La ciudad es cualquier cosa menos liberal (se
refería a Busseto). Finge serlo, quizá por miedo, pero es de tendencia clerical
(…) No puedo conciliar el Parlamento con el Colegio Cardenalicio, la libertad
de prensa con la Inquisición, el Código Civil con el plan de estudios. Papa y
Rey de Italia, no puedo verlos juntos ni siquiera sobre el papel de esta
carta”. Y agregaba en 1877: “Es algo extraño que en estos tiempos de libertad
nadie se sienta ya libre ni tenga el valor de decir la verdad”. Siete u ocho
años después de aquel suceso en la iglesia –Verdi tenía por entonces quince
años- yendo hacia la Madonna del Prati, a dos kilómetros de Roncole, una
tormenta lo obligó a detenerse en el camino. Giácomo Masini celebraba misa en
el santuario. Un rayo entró por la ventana y mató a seis personas, entre ellos
al sacerdote que él había maldecido de niño. El episodio marcó notablemente el
espíritu de Verdi en el tema de la maldición, que reaparecerá constantemente en
su obra: maldición divina en Nabucco,
maldición familiar en Don Carlo o en La forza del destino, la maldición que
golpea a Rigoletto y hasta el grito
de terror que resuena en el Réquiem,
todo remite a aquella circunstancia infantil. Originalmente Rigoletto se titulaba La maldizione y Otelo habla de la misma
execración.
Como
es evidente, Verdi admiraba la independencia, la soberanía, la inteligencia
pragmática, la franqueza y el sentido común, todas virtudes que matizaban el
pensamiento de los líderes de la italianidad, desde Giuseppe Mazzini a Giuseppe
Garibaldi y Camilo Benso conde de Cavour. Es interesante señalar que Giuseppe
Mazzini escribió en 1836 un panfleto virulento contra Rossini, Bellini y
Donizetti, a quienes hacía responsables de una ópera italiana dominada por el bel canto, el arte de los ornamentos y
las fiorituras, independiente de toda
verdad dramática. “Arte de esclavos, afeminado y vergonzoso”, escribía. No
comparto estas ideas denigratorias de los belcantistas, claro. En ellas Mazzini
clamaba por un espíritu viril capaz de expresar los fermentos patrióticos que
estremecían la península. Ese espíritu viril fue, sin dudas, Giuseppe Verdi.
Y
esto del espíritu viril me lleva a asociar con aquella singular definición de
ópera de George Bernard Shaw: una ópera es siempre la misma historia: una
soprano y un tenor quieren hacer el amor y un barítono se interpone. Como
sabemos es preciso interponer un obstáculo y ese obstáculo es siempre la
voluntad antagónica de un barítono o un bajo. Don Ruy Gómez entre Ernani y Elvira, Rigoletto entre el duque y Gilda, el conde de
Luna entre Leonora y Manrico, Felipe entre Carlo y Elisabetta, Yago entre
Otello y Desdémona. Para los psicoanalistas esto es bocato di cardinale. La
escena primaria, el triángulo amoroso, el voyeur, la insidia destructora, todo
tiene el tufillo de un Freud avant la
lettre. Y hablando de psicoanálisis, los celos patológicos están
determinados porque el celoso siente el impulso de ser él mismo infiel (si es
que ya no lo es) y proyecta en su pareja la tentación que a él lo persigue.
Quizá de esta manera lo que parece simplemente maldad y canallada se justifica
de forma más humana.
Es
importante también señalar que ya en el cuarteto de Rigoletto, Verdi había insinuado un conjunto vocal de nuevos
acentos y en Simón Boccanegra un discurso más continuo que
llega a su cenit en Falstaff. En Otello, si hay arias –y bienvenidas
sean- nunca interrumpen ni quiebran la
unidad musical, porque responden espontáneamente al curso de la acción. Con
esto Verdi, sin dejar de reconocer la mejor tradición peninsular, abrió caminos
a las formas musicales de la Nuova Scuola.
Él había dicho lo que sería en muchos momentos frase luminosa: “Torniamo
all¨antico é sará un progreso”. Kandinsky en Di Blaue Reiter escribía algo similar: “Hablar de lo recóndito a
través de lo recóndito”. Que me recuerda a un amigo que me contaba que en los
autobuses de Varsovia había un cartel en la entrada que decía: “Por favor,
avancen hacia atrás”. Verdi buscaba sus razones en el pasado y en consecuencia,
aún sin traicionar los rasgos más característicos de la tradición operística
italiana, sobre todo en lo concerniente al tipo de escritura vocal, consiguió
dar a sus pentagramas un rostro nuevo, más realista y enemigo de toda
convención no justificada. Ya en Aída
esta tendencia es evidente, pues en ella desaparecen las cabaletas, las arias se hacen más breves y cada vez más integradas
en un flujo musical sin puntos ni comas –que no se debe confundir, pese a
ciertas afirmaciones, con el tejido sinfónico propio del drama musical
wagneriano- y la instrumentación se hace más cuidadosa. Después de Aída (a finales de 1871) Verdi parece
apartarse voluntariamente del mundo de la escena sin que se sepa un motivo
concreto. Seguramente existieron una serie de factores: el agotamiento físico,
la difusión italiana de las óperas de Wagner, las críticas a sus propias
composiciones, la situación deficiente de los teatros italianos y, quizá, sobre
todo, la conciencia del cambio de los tiempos y de los estilos musicales. No
obstante en ese tiempo Verdi compone su Cuarteto
de cuerdas (1873), su conmovedor Réquiem (1874) y las revisiones de Simon Boccanegra y Don Carlo. Ya es evidente aquí que Verdi maneja una reflexión más
pausada sobre la relación entre música y palabra, el énfasis en la
instrumentación, y la génesis de un nuevo modelo melódico en el que la línea
musical nace directamente de la prosodia del texto, de las inflexiones de sus
acentos, de su entonación propia. A partir de estos años Verdi abandona las
convenciones operísticas tradicionales y avanza hacia una concepción integral
del melodrama y, como hemos dicho, un desarrollo contínuo de la línea musical,
que se contrae o se expande según las necesidades del texto. Así llegará a Otello y Falstaff en su ancianidad: milagro notable que aún hoy sobrecoge y
conmueve. Un viejecito genial regresando a Palestrina para encontrar el futuro.
La lucha que Verdi había librado toda su vida para llevar la expresión melódica
a una insólita ductilidad expresiva y dejando de lado el encorsetado esquema de
la forma cerrada, a lo que se suma una elaborada trama orquestal, hacen de Otello un logro renovado de la ópera
verdiana, donde los personajes ya no cantan simplemente sino que se expresan
con una sobria e inteligente concepción
del lenguaje teatral y dramático. Nuestro músico había dicho: “El artista debe
escrutar el futuro, ver en el caos de mundos nuevos; y si al fondo de la nueva
senda ve una lucecilla y no le
atemoriza la oscuridad que le rodea, debe caminar y si alguna vez tropieza y
cae, debe levantarse y seguir siempre hacia delante”.
Serpentina VIII
Anthony Barthelemy, profesor de literatura
inglesa de la Universidad de Miami, afirma, hablando de Otello: “La obra deshace lo que hace en un principio: transforma a
un moro heroico en un moro villano”. Lo que sí es cierto es que Shakespeare
brinda en muchas de las obras elegidas por Verdi una visión de la realidad
social de la Inglaterra Isabelina, testimoniando una sociedad xenófoba y
habitada de prejuicios donde un relación interracial era una trasgresión total
a las normas explícitas y tácitas de convivencia, pero es importante citar a
Ben Jonson: “Shakespeare no es de un siglo sino de todos los tiempos”. De allí
viene seguramente la atemporalidad y la universalidad de este inmenso
dramaturgo: su interés actual es su falta de historicidad, su no limitación a
circunstancias históricas concretas, que sólo forman el fondo, el decorado, el
contexto. Aquello que puede ser considerado como de interés actual es aquello
que no pertenece en propiedad a ninguna época sino a todas. Juan Angel Vela del
Campo dice en su libro “Música, imagínense”: “Verdi se mira en
Shakespeare como en un espejo”.
La
tragedia de Otello fue escrita a
principios del siglo XVII, entre 1603 y 1604, cuando Shakespeare tenía 52 años.
Es, pues, una obra de madurez, posterior a Hamlet pero anterior a Macbeth y al
Rey Lear. El dramaturgo se inspiró en una historieta de Giovanni Battista
Giraldo Cintio publicada en Italia en el final del siglo XV en la colección Los Hecatómitos (un soldado moro,
convencido de la infidelidad de su esposa, le pide a un camarada que le ayude a
asesinar a la desventurada mujer). En la obra de Cirilo se define así a Yago (y
que fue lo que atrajo a Shakespeare): “El Moro tenía a su servicio un alférez
con buena presencia pero con una naturaleza más malvada que la que pudiera
tener cualquier ser viviente. A esta persona el Moro la quería mucho pero
desconocía por completo su maldad. Escondía la malicia del corazón con palabras
hermosas y magnificentes, así como con su presencia, su aspecto exterior era
como el de Héctor o Aquiles”. Ni Shakespeare ni Verdi dan a Otello
justificación humana o moral ninguna pero sí justificación dramática: Yago no
obtiene el cargo de lugarteniente de Otello que sí le conceden a Cassio. Todo
su pandemonium psíquico nace de este narcisismo herido y de su absoluta falta
de conciencia moral. Escribe Boito: “El error más vulgar sería representar a Yago
como una especie de hombre-demonio, poner en su cara el guiño mefistofélico y
hacerle lanzar miradas satánicas. No se entendería ni a Shakespeare ni a la
ópera. Cada palabra de Yago es la de un hombre, un hombre perverso, pero un
hombre”. Aunque Benedetto Croce, afirma que “casi por una necesidad metafísica,
Yago es el mal por el mal”.
Tres
años antes de concebir Otello, Verdi
decía en una reunión de amigos: “Es posible que Papá – así llamaba Verdi a Shakespeare- haya encontrado algún
Falstaff, pero difícilmente podía haber encontrado un hombre perverso, tan
perverso como Yago, y nunca, nunca jamás, un ángel como Desdémona, ¡a pesar de
que son tan reales!”. No obstante la ópera tuvo muchas idas y venidas y sólo la
constancia de Giulio Ricordi –que a modo de recordatorio enviaba todos los años
por Navidad a Verdi un panettone
coronado por un negrito de chocolate-
logró su recompensa. Pocos años después Otello
había nacido.
Pero
¿cuáles son las motivaciones de Yago para su conducta si es que las hay? ¿Por
resentimiento? ¿Por competencia con Casio y ataque envidioso consiguiente? ¿La
sospecha de que el moro “ha hecho mi oficio entre mis sábanas” (como él dice),
es decir que se ha acostado con su mujer Emilia, cosa que Boito elimina de la
ópera? ¿Ninguna motivación salvo el impulso psicopático de hacer el mal por el
mal mismo? Lo cierto es que si Yago no descubriera sus auténticas motivaciones
en prolongados monólogos, probablemente no sospecharíamos que se trata de uno
de los personajes más malvados de la historia del teatro. Pese a que los
engaños a que somete a Otelo suenan obvios, el verdadero motivo se nos escapa.
Su reputación, además, parece absoluta y digna: los demás personajes lo
consideran noble y bueno. Hasta Otelo lo llama “el honesto Yago”. Sólo en sus
monólogos lo descubrimos de verdad. En semejanza con el personaje Edmundo de El rey Lear, su maldad es casi
metafísica, “un autodidacta de la maldad” (como lo llama José Carlos Somoza), y
apenas necesita aducir motivos reales para presentarse así ante nosotros. Lo
cierto es que cuando Yago se entera del nombramiento de Casio, exclama: “Al
moro, despiértalo, acósalo, envenena su placer, denúncialo en las calles, ponlo
a mal con los parientes de ella y si vive en un mundo delicioso inféstalo de moscas,
si grande es su dicha inventa ocasiones de amargársela”. La oscura y maléfica
actitud de Yago, capaz de controlar a su antojo acontecimientos como los de
esta ópera, capea en todo momento de la trama. Si aceptamos la impotencia
sexual de Yago, otra causa esencial se suma a su conducta. De inicios parece
evidente que las motivaciones príncipes son de envidia. Gracias a un simple
pañuelo, un simple fazzoletto, prende
en el corazón de Otello la sinrazón de los celos. El desenlace será inexorable
y dramático porque “el moro ya acusó el efecto de mi veneno. No hay nada peor
ni más fulminante que las palabras sutiles, inofensivas en principio al
paladar, pero mortales cuando llegan a la sangre”, dice Yago. El espíritu de
Otello es noble, ingenuo, solitario y apasionado, pero caerá irremediablemente
en la telaraña que Yago irá tejiendo a su alrededor cuando, gracias al pañuelo,
aquél consigue convencerlo que Desdémona lo engaña con Casio. Las adulaciones
de Casio y la inconsciente actitud de Desdémona buscando la absolución del
teniente, sólo sirven para confirmar los temores de Otello y convertir su amor
en odio. Si fuera esto insuficiente para justificar la conducta de Yago
recuerden la famosa fábula de la rana y el escorpión. El escorpión se ofrece a
cruzar el río sobre su lomo a la rana. Ésta le pregunta: ¿y si me clavas tu
aguijón? Entonces el escorpión dice que no haría eso jamás, pero la realidad es
que justo cuando atraviesa el río le clava el aguijón a la rana y cuando ésta
le pregunta por qué lo ha hecho, aquél responde: “porque es mi forma de ser”.
Lo
cierto es que Yago es de esos seres egocéntricos y malvados que le lleva a
negar, despreciar, odiar y aniquilar a quien no encaja en su concepción del
mundo. Aunque estas acciones parecen fruto de su pasión, Yago es esencialmente
amoral, sus actos son gratuitos y sólo tienden a su gratuita satisfacción
ulterior. Así como Macbeth obra de determinada manera porque no puede hacer
otra cosa, Yago, su polo opuesto, obra así como consecuencia de una falta absoluta
de conciencia moral. Uri Caine – el músico de las famosas relecturas y autor de
Otello Síndrome- escribe un poco
humorísticamente: “Los celos patológicos distorsionan la realidad y pueden
transformar el amor en odio, o sea algo similar a lo que ocurre en el
matrimonio. Por supuesto estoy generalizando y no refiriéndome específicamente
al feliz matrimonio, el cual está lleno de comprensión, alegría, comunión de
ideas, nobles sentimientos y pleno de seguridades, aun cuando usted no pueda
precisar con exactitud en dónde y con quién está su esposa en este momento. No
tiene mayor importancia… aunque yo en su lugar…”. Cuando Otelo descubre la
terrible verdad y las perversas motivaciones del “honesto Yago”, le pide a éste
una explicación y Yago ofrece una increíble respuesta: “No me demandes nada
más; lo que sabes, ya lo sabes. / A partir de este momento no diré ni una sola
palabra”. De esta manera tan insensible, tan impávida, Shakespeare firma el
retrato del que quizá sea su personaje más malvado. Porque realmente, a veces
la maldad es silencio.
Serpentina VIII
Máximo
Mila ha calificado Otello como la
manifestación más alta y madura del expresionismo verdiano. Supone la
culminación de un largo recorrido que ya en sus óperas anteriores había
demostrado tener inquietudes expresivas que le empujaban a romper con las
formas convencionales con las que se resolvía, en la ópera, la manifestación
musical de los sentimientos. Esta nueva concepción es lo que la crítica ha dado
en llamar “declamado melódico verdiano”, que es una nueva manera de concebir el
canto en donde se rompe el tradicional esquema aria-recitativo que durante
siglos había presidido y dominado todas las composiciones de ópera. La música y
la palabra se ponen al servicio de la situación dramática, fundiéndose en un continuum en el que los códigos de
comunicación desarrollan todas sus posibilidades. Señalemos especialmente que
por primera vez la orquesta no acompaña a los cantantes sino que dialoga con
ellos. El uso que Verdi y Boito hacen de todas estas posibilidades caracteriza
a Otello como un auténtico ejemplo de drama musical, sobre
todo en momentos en que –siguiendo la lección de Shakespeare-hay un deseo de
profundizar psicológicamente en el alma de los personajes, mostrando sus
sentimientos con toda intensidad y huyendo de todas las secuencias tópica y
típicamente operísticas. En esos momentos Lord Byron declaraba: “¿Poner música
al Othello de nuestro Shakespeare?¿Cómo puede haber alguien capaz de semejante
insensatez?”. De insensateces así está enriquecida la historia del arte. De esa
música decía Boito: “El ambiente destruido puede crearse de nuevo, ocho
compases bastan para hacer revivir un sentimiento, un ritmo puede recomponer un
carácter; la música es la más omnipresente de las artes, tiene su propia
lógica, más rápida, más liberada de la lógica del pensamiento hablado y mucho
más elocuente”. Como es evidente, en esto se acortan las diferencias entre
Verdi y Wagner.
Un
paréntesis: la controversia sobre la influencia de Wagner en el último Verdi no
es nueva y está habitada de una pléyade de tópicos muchas veces arbitrarios.
Los verdianos se suelen defender diciendo que Verdi no tuvo mucho conocimiento
de los pentagramas wagnerianos. Es ya uno de los tópicos la anécdota que relata
que Verdi escuchó la obertura de Tannhäuser
y le pareció “un disparate”. Cuando Verdi asistió a una representación de Lohengrin en Bolonia, el 19 de noviembre
de 1871, también se llevó una impresión negativa. Pero cuando Wagner murió,
nuestro músico comentó: “Ha muerto un hombre que deja tras de sí una profunda
huella en la historia”. Es curiosa esta real o aparente contradicción. ¿Eran
palabras que había que decir? ¿Representaban en realidad el júbilo de un
compositor que veía su camino expedito hacia una fama solitaria, sin
competidores? ¿Pasó algo entre 1875 y 1883 que cambió el sentimiento de Verdi o
su evaluación de la obra del autor de Tristán?
¿Su encuentro con Boito –apasionado wagneriano y que le habría mostrado partituras
de Wagner- mudó su manera de sentir? ¿Qué hay en Otello que pueda asociarse con Wagner? Señalemos algunos aspectos
simplemente para ser pensados. En el plano dramático musical es evidente que Otello supuso un enorme avance de Verdi
en la unión del drama y la música. El desarrollo dramático apenas se ve
interrumpido por números aislados (frecuente en otras óperas) pero, reitero,
este continuum (en algún sentido
semejante a la melodía infinita) no
es suficiente como para considerar a Verdi epígono de Wagner. Otro matiz es el
aspecto descriptivo de la música de Verdi en muchos momentos de Otello (como el mismo y tormentoso
comienzo) que no puede adscribirse a la influencia de Wagner porque ya Verdi en
Rigoletto había hecho estas
experiencias (por ej. el coro a boca cerrada que imita el viento). Aunque
algunos musicólogos se preguntan si el pedal de órgano que se alarga desde el
tormentoso comienzo de Otello durante
255 compases habría sido posible sin el osado precedente del pedal de mi bemol
de 157 compases con el que comienza El
oro del Rin. Otro detalle señalado es que el papel de Otello tiene unos requisitos vocales que se ajustan al canon
wagneriano: es de una extensión temible y exige una resistencia y matices
parecidos a los que puede acometer un heldentenor.
Nada de esto parece definitivo. En la partitura –especialidad en la que no me
siento capacitado para abordar, ya les he dicho que no soy un musicólogo sino
un musicóloco- dicen algunos estudiosos que sí hay influencias wagnerianas o
“más que coincidencias”, por ejemplo hablando del tema del beso en relación con el interludio orquestal de los Adioses de Wotan. O en La Valkiria, en el breve interludio
orquestal que se produce entre el momento en que Sieglinde sirve un vaso de
agua a Sigmund para que se recupere de la persecución que ha sufrido.
Seguramente para diluir estos enigmas habría que saber con exactitud las obras
de Wagner a las que Verdi asistió, así como una investigación más precisa de
las partituras wagnerianas que Boito puso a su disposición. Porque
indudablemente –como todos sabemos- la presencia de Boito en la vida de Verdi
fue providencial.
Dice Conchita Turina Gómez: el concepto
fundamental que domina la poética de Boito es el dualismo inherente a la propia
naturaleza humana y ese oscilar eterno del hombre será la constante que rija
sus manifestaciones. Para mí esta aseveración es fundamental porque es preciso
prevenir –y a veces hay que hacerlo- que los personajes no son psicológicamente
blanco o negro sino que todos, de una manera u otra, están habitados por la
ambivalencia, por una dualidad que es esencial al psiquismo del ser humano. “No
soy esto ni lo otro y sí soy esto y lo otro”, decía Robert Musil. Esa lucha
constante en el mundo interno de cualquiera de nosotros entre las dualidades
esenciales, el amor y el odio, el bien y el mal, el ángel y el demonio, el
cielo y el infierno, la vida y la muerte, en
Otello surgen con permanente frecuencia para conformar un tejido poético de
amplio registro que subyace en toda la obra y que es reflejo de su carácter
polémico e inquieto. Ambivalencia es un término incorporado por Sigmund Freud a
su vocabulario, pero que en su manifestación más absoluta nace en el principio
de los tiempos (ver texto sobre ambivalencia). Es ese “sí es no” del que habla
George Steiner. Ese sentimiento donde los opuestos conviven muchas veces
conflictivamente, es parte esencial de nuestra constitución de seres humanos.
Verdi odiaba las dudas y evitaba la ambigüedad pero el ser humano va más allá
que las buenas intenciones. Existe un pensamiento de Alexander Solzhenitsyn que
dice así: “¡Si todo fuera tan sencillo! Si en algún lugar existiesen personas
acechando para perpetrar iniquidades, bastaría con separarlas del resto de
nosotros y destruirlos. Pero la línea que divide el bien del mal pasa por el
centro mismo del corazón de todo ser humano. ¿Y quién está dispuesto a destruir
un solo fragmento de su propio corazón?”.
Verdi
siempre tuvo predilección por los temas literarios o históricos. Sus
libretistas –siempre en pugna con los censores (otra similitud con Wagner)-
dieron forma operística a lo que Verdi no sólo insinuaba sino que ordenaba,
participando activamente en la creación del libreto. El recitativo con
acompañamiento orquestal, las escenas de bel
canto, los conjuntos llenos de agitación apasionada, las grandes entradas
corales, los contrastantes cambios de escena y el final expansivo antes del
entreacto final, todo eso era Verdi de pura cepa. Con los estereotipos
predominantes: el héroe o la heroína tenían voces altas, los personajes atormentados y los villanos
estaban en tesitura de barítonos, las
villanas, los dignatarios y los padres eran contraltos y bajos, Verdi
intensificó el realismo de la pronunciación; hizo brotar, con su sentido
pesimista, el lado sombrío de la vida; insistió enérgicamente en la dicción
clara, fue derivando con confianza hacia el drama musical, pero siempre era, en
lo esencial, un italiano, y como tal estaba atado a la supremacía de la voz y
de la forma. Siguiendo a su ídolo
Shakespeare, se esforzó implacablemente por alcanzar la verosimilitud en el
lenguaje armónico expresivo y orquestal del romanticismo, pero mantuvo los pies
sobre el suelo operístico. Se dice que con
Otello, Verdi desafió el wagnerismo triunfante en aquellos momentos y
apostó por la renovación del arte lírico italiano, pero manteniéndose siempre
fiel a sus tradiciones, iniciado por Don
Carlos veinte años atrás. Que esa
evolución se desarrollara en forma paralela al sendero recorrido por Wagner no
significa que el compositor italiano tomara de modelo al alemán sino que pura y
simplemente partiendo de premisas diferentes, nutridos de una cultura musical
diferente, ambos llegaron a conclusiones análogas en cuanto a la relación entre
la melodía y la armonía. Wagner tuvo la ventaja de contar a su lado con un teórico del nivel excepcional de Friedrich
Nietzsche, un revulsivo contra lo que él consideraba como decadencia cultural.
Como dice un pensador, Nietzsche prefería el escéptico, andromorfo y mítico
Walhalla germánico antes que al muy crédulo Vaticano, al Londres anglicano o a
la severa Ginebra calvinista.
En
Otello, reitero, el discurso musical
es absolutamente original, no hay separación entre recitativos y arias, la
orquesta no sólo acompaña al canto sino que dialoga con los cantantes y dispone
de una autonomía que no tenía en obras anteriores. Quizá fue ésta la auténtica
manera de encontrarse Verdi y Wagner: en esa simbiosis música y canto que nos
emociona hondamente. No quiero dejar de mencionar, reitero, la significación de
Arrigo Boito en esta conjunción. Poeta, novelista, cronista, compositor y
teórico de la música, es conocido por la única ópera que logró finalizar: Mefistófeles. Otra de ellas, Nerone, fue casi finalizada y estrenada
por Arturo Toscanini. Era un wagneriano de pro y consideraba a la ópera como
una obra de arte total, según la concepción del autor de La Tetralogía. Escribió cuatro novelas, dos extensos poemas,
ensayos y sendos libretos para Amilcare Ponchieli (La Gioconda), Alfredo Catalani (La
Falace), Franco Faccio (Amleto) y
Giuseppe Verdi, además de los propios. Otello,
más que una lucidísima adaptación es casi un texto concebido desde el primer
momento para la lírica: para que algunos elementos argumentales relevantes se
comprendieran adecuadamente, Boito introdujo números inexistentes en el
original shakesperiano como son las escenas con coro y el hermoso dúo de amor
entre Otello y Desdémona del acto I, además del Credo. Es significativo realzar
que Yago no tiene parecido con el Mefistófeles de Boito como algunos aseguran.
Yago es, en su esencia, un ser humano perverso, su infamia lo es a la vez que
sus pulsiones. Es esbelto, atractivo, cordial y de apariencia tranquila y
honesta. Su mujer, Emilia, es quien más lo conoce en profundidad y quien
finalmente lo juzga. Como buen actor, Yago tiene la capacidad de adaptar su apariencia
y vestirse con la piel que requiera cada ocasión. Él se convierte en el espejo
en el que los demás se reflejan. Si me permiten el símil, es algo así como el Zelig de Woody Allen, que con los altos
era alto, con los bajos era bajo, con los gordos era gordo y así sucesivamente.
Cordial con Cassio, irónico con Rodrigo, respetuoso y humilde con Otello,
servil con Desdémona, son todos perfiles de un personaje macabro y de
inteligencia superior, alguien capaz de conocer en profundidad lo vulnerable de
cada ser y especialmente intuir a fondo las debilidades de Otello, con un
discurso que se adapta a sus necesidades y a las necesidades supuestas de su
interlocutor. Opera como una especie de catalizador para que lo subyacente se
torne ostensible. Lo que podríamos llamar la inteligencia suprema de la maldad.
Cada uno de los gestos de Yago es una gota más de veneno en las arterias de
Otello, porque Yago penetra como un labriego paciente y meticuloso y siembra
sospechas lúcidamente progresivas. Imagínense la complejidad de este sibilino
personaje: la sutileza de su veneno debe corresponderse con la sutileza del
cantante y su polimorfismo exige un diagrama de actuación de gran teatro. Su
importancia es pareja a la de Otello y su perfidia mucho mayor, claro. De allí
los permanentes cambios de humor de Otello que se suceden durante la obra: de
la fortaleza de un hombre ganador a la debilidad de un hombre temeroso de
perder lo amado, de la rectitud de un
jefe lúcido a la arbitrariedad de sentimientos incontrolables, de la salud
física y mental al deterioro psíquico y el cortocircuito emocional.
Otello
se estrenó el 5 de marzo de 1887 –Verdi contaba con 72 años- y constituyó
–todos coinciden en esto- su apoteosis. Había tanto público que fue necesario
instalar decenas de asientos suplementarios en el foso de la orquesta. Como
curiosidad les señalo que el segundo cello de dicha orquesta se llamaba Arturo
Toscanini. Estaba presente en la representación toda la élite de la ciudad, de
Italia y de toda Europa. Desde las primeras escenas la sala se vió arrastrada
por un huracán de entusiasmo con cataratas de aplausos. Verdi tuvo que salir a
escena en cada entreacto para recibir las aclamaciones del público y la última
caída de telón fue seguida de un auténtico delirio: la gente aplaudía a rabiar,
gritaba, agitaba sus pañuelos, lanzaba ramos de flores al escenario y Verdi
debió salir varias decenas de veces. Por un momento pareció que la gente no se
iría nunca de la sala y cuando finalmente lo hizo, se produjeron escenas verdaderamente
delirantes en el exterior: todos querían tocar a Verdi, hablarle o arrancarle
un pedazo de ropa. Tuvo que salir varias veces al balcón de su hotel para
seguir recibiendo las aclamaciones y la orquesta que participó en el evento
estuvo bajo el balcón del hotel haciendo música hasta las cinco de la mañana.
Para
concluir: Giuseppe Verdi falleció en el Gran Hotel de Milán el 27 de enero de
1901. Tenía 87 años. Desde el momento en que fue anunciada su muerte una
multitud se reunión en los aledaños del Hotel, los establecimientos comerciales
cerraron sus puertas durante tres días en señal de luto, los teatros hicieron
lo propio y los periódicos publicaron ediciones especiales. La procesión
fúnebre llegó a las 200.000 personas entre las que había no sólo habitantes del
lugar sino mucha gente venida de afuera para rendir su último homenaje a Verdi
(entre ellos estaban Puccini, Mascagni, Leoncavallo y Giordano, es decir, la
juventud creadora operística italiana).
Los restos de Verdi fueron temporalmente depositados junto a su esposa
Giuseppina Strepponi en el Cementerio Municipal. pero pronto se llevaron a la
Casa de Reposo que el mismo Verdi había creado para músicos retirados. Allí
Arturo Toscanini dirigió el coro de Va
pensiero de Nabucco y todos los asistentes cantaron al unísono. Verdi había
adquirido lo que quizá sea el sueño de todo creador: pertenecer a su pueblo
auténticamente y representarlo con sus obras. Otello es la primera obra maestra del expresionismo en el drama
musical. Luego vendrán Wozzeck y Lulú de Alban Berg para complementar
estas búsquedas desprejuiciadas del material sonoro, una sabiduría tímbrica que
viene de las inquietudes más hondas de un gran creador y el pesimismo cósmico –
dixit Máximo Mila- que ha sido siempre la constante de su pensamiento. Dice
Mila: “tanto Brahms como Mahler, el último Verdi abre la música a la crisis de
la civilización contemporánea, o sea, al doloroso asentamiento del hombre en el
seno de un universo sin mitos, obligado a aceptarlo virilmente, sin nostalgias
metafísicas por la certeza aseguradora de la totalidad y lo absoluto”. En fin,
un ser humano. Su socio mayor de toda su mejor y última producción, Arrigo
Boito, escribía estas palabras a la muerte de Verdi: “A lo largo de mi vida he
perdido a quienes idolatré. Pero nunca he experimentado tal sentimiento de odio
contra la muerte, de desprecio a ese poder misterioso, ciego, estúpido,
triunfante y cobarde. Necesitaba la muerte de este octogenario para despertar
en mí esos sentimientos. Él también la odiaba, porque él fue la creación más
poderosa de vida que es posible imaginar. La odiaba como odiaba la pereza, los
enigmas y las dudas”.
Arnoldo Liberman
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