He releído, después de muchísimos años, esta tragedia
de Shakespeare. Pude constatar que sólo me había quedado en el recuerdo la
cuestión de la trama pasional entre los personajes, además de la enorme riqueza
que contiene en relación a la trama política. Pero al calor de lo que se está
hablando, precisaba Luis Teszkiewicz que se trata de una obra teatral. Y eso
implica poner en escena tiempos diferentes que se suceden en una cierta
incoherencia. Uno trata de determinar, por ejemplo, cuánto tiempo hace que
Otelo y Desdémona están casados, y vemos que hay una discrepancia muy grande entre
el tiempo de la acción dramática y el tiempo real del casamiento.
En la lectura que yo hice del drama, pensaba en los
tiempos lógicos de los que habla Jacques Lacan, el tiempo de ver, el tiempo de
comprender, el tiempo de concluir. Ese sería el tiempo del acto. Y hay una
precipitación en la obra teatral, y es que falta el tiempo de comprender casi
por completo. Hay un tiempo de ver, y todo se precipita en el tiempo de
concluir. Los personajes están poseídos por tales enredos, que no consiguen
entender lo que está pasando.
Quería decir algo respecto a la mujer. Porque hay un
desdoble en cada uno de los personajes, y es curioso que ninguna de las tres
mujeres que intervienen en la obra tenga una parte de lo que hace a la mujer, y
no a una mujer una por una. Y es que aquí la madre no existe, ni la de
Desdémona, ni la de Amelia. Son tres mujeres, en sus distintas facetas,
tratando de componer la mujer. La de Yago, degradada, pero la única que sabe de
la verdad de Yago; la cortesana enamorada de Casio; y el ideal representado por
Desdémona. Pero un ideal tramposo, pues ninguna mujer, ni siquiera Desdémona,
está a la altura del ideal. Porque lo que señala Shakespeare, con muchísima
pertinencia, es el agujero del hombre, la mujer, encarnado por cada una de las
mujeres. Es el agujero negro representado por el mismo Otelo. La elección de
Desdémona responde a esta perversidad intrínseca de la mujer, constitutiva de la
mujer, que desea algo que ella misma no puede nombrar, pero que está nombrado en
el drama en su perversidad, en su impureza, en la negritud de Otelo.
Y también quería decir algo respecto de Yago. Pienso
que Yago no es un personaje, sino que Shakespeare condensa en él una parte de cada uno. En este sentido,
es una especie de jeroglífico hecho con distintos trozos de las pasiones
humanas. Pienso que están presentes en él todos los personajes y todos los
personajes en Yago. El juego que pone en la mesa Shakespeare es el juego que
posibilita la verdad, la imposibilidad de decirla toda, la verdad como un medio
dicho. Yago encarnaría la aspiración humana de ser dueños de nuestras palabras
y de nuestros actos. Por momentos me preguntaba cómo pueden ser tan ingenuos los
otros personajes. Precisamente, Yago se vale de otros, sin embargo, a él nadie
lo pone en evidencia. Insisto, me parece que encarna esa aspiración de todos
los humanos de ser dueños de las palabras y de los actos.
Pero hay una cuestión. Yago pretende ser dueño,
aparecer como dueño, pero no como responsable. A Yago se le condena, no por sus
actos, sino por aquello por lo que nosotros no tenemos que hacernos
responsables ante los demás y constituye nuestra verdad más profunda, a saber, nuestras
intenciones. A Yago no se lo condena por las muertes que produce. Por el
contrario, a Otelo uno le tiene cierta pena como personaje, sin embargo, el
acto que produce es tremendo. Él ha sido arrastrado por una pasión humana, ha
sido engañado, y no se le pregunta por sus intenciones, se le va a juzgar por
sus actos. Las intenciones de Otelo, llevado por el amor y por los celos, no
aparecen en la tragedia como condenables a la misma altura que es condenable
toda la trama que urde Yago. Si no se hubieran descubierto sus intenciones,
quedaría sin ningún castigo. En este sentido digo que Yago sería el triunfo
imposible de este anhelo de todos, poder ser dueños de los actos y de las
palabras sin tener que responder de las intenciones.
Graciela Kasanetz
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