martes, 4 de noviembre de 2014

Otelo, de Shakespeare. Comentario de Miguel Alonso

La palabra es la que instaura la mentira en la realidad. Precisamente porque introduce lo que no es, puede también introducir lo que es. Antes de la palabra nada es ni no es. Sin duda, todo está siempre allí, pero sólo con la palabra hay cosas que son ―que son verdaderas o falsas, es decir, que son― y cosas que no son. Solo con la dimensión de la palabra se cava el surco de la verdad en lo real”. (Seminario 1. Los escritos técnicos de Freud, página 333-334.  Jacques Lacan


Harold Bloom nombra su ensayo sobre la obra de Shakespeare con el título La invención de lo humano, lo cual me sugiere, en principio, la excepcionalidad de este conjunto dramático en tanto fue capaz de tocar las teclas del ser. Pero el término invención es demasiado potente como para merecer, al menos, una mínima demora. Es indudable que el ser de lo humano estuvo siempre ahí, atravesando las épocas de forma invariable, al menos en su imposibilidad última de escritura, sólo cambiando las formas que esconden o enmascaran su inconsistencia fundamental. Pero de lo que no cabe duda es que con sus dramas, Shakespeare entra en esa lista de privilegiados que consigue que algo de ese ser cese de no escribirse, es decir, consigue añadir legibilidad, y quizá más que nadie, a la verdad trágica de lo humano que ya el mundo clásico había puesto en escena, por ejemplo, con Sófocles.

Si tuviéramos que establecer un criterio general, podríamos decir que en Shakespeare encontrarnos lo humano y su condición trágica –conciencia mortal, dividida, contradictoria— expresada a través de la dramatización del deseo –sus vicisitudes, su parálisis, su incoherencia, su mendicidad, su insatisfacción, su imposibilidad de vincularse, de forma inequívoca, a un objeto, etc.—  un deseo que se inscribe de forma transversal en las pasiones del amor, de los celos, odios, venganzas, etc. Encontramos también un cuestionamiento de lo humano en tanto es despojado de los lugares de excepción es decir, de su identificación plena con ciertas funciones simbólicas de autoridad como pueden ser el Padre, El Rey, los Mitos, los Héroes, etc., para rescatar su aspecto desgarrado y mortal. Y algo muy importante, encontramos los dramas shakesperianos sosteniéndose en las singulares características de un lenguaje que toma por completo a sus protagonistas, que los hace prisioneros, hecho del cual Otelo puede dar fe, pero además, un lenguaje que William Shakespeare maneja con una sutileza y un saber verdaderamente impresionantes.
  
Esas serían las perspectivas desde las que leí Otelo, desde el cuestionamiento del lugar del héroe excepcional en el que se situaba Otelo en el comienzo de la obra para rescatarlo en lo común de su desgarro y de su ser mortal; en segundo lugar, lo leí desde la indefensión que sufre Otelo respecto de un lenguaje que, en la estrategia de Yago, y a pesar de la mentira, va cavando el surco determinista que arrastra a todos hacia la tragedia; y en tercer lugar, lo leí desde el deseo que mueve a Otelo, incluyendo aquí tanto las particularidades del deseo hacia Desdémona, como el tormento que sufre por no saber nada acerca del deseo de aquélla, o lo que es lo mismo, no saber acerca del deseo de lo femenino.   

En relación al personaje del héroe y al lenguaje, si Otelo plantea un comienzo en el cual el protagonista encarnaba una identificación con el héroe clásico en sus hazañas como guerreo todopoderoso, invencible, inmortal, y como tal héroe consigue a Desdémona, la mujer amada llena de virtudes que se sentía completada con ese amor, Shakespeare viene a introducir, en esa completitud, la cuña del lenguaje, la palabra, para envenenarlo todo. Pero no cualquier palabra, la de Yago y sus peculiaridades, para hacernos ver que, por mor del lenguaje, ni siquiera el héroe Otelo puede escapar a su esencia fragmentaria y mortal. Pero también introduce la palabra para señalar el carácter efímero de la contingencia amorosa, pues en un visto y no visto, esa palabra de Yago diluye el ensueño del amor para restituir la visión directa de la inconsistencia, de la penuria, del horror de lo humano.

Maldita palabra”, podría haber dicho Otelo en el juicio si su honor no lo empujase al suicidio; o podía haber pedido prestadas las palabras de Noche de Reyes cuando plantea: “las palabras han llegado a ser tan ruines que siento repugnancia de razonar con ellas...”. ¿Por qué podemos decir que las palabras son ruines?

Sabemos que la palabra hace presente “lo que es”, es decir, “lo que es” verdadero y “lo que es” falso. Y ello porque la palabra arrastra significaciones, no significados ni objetos. La palabra nunca es objetiva. Y Otelo de Shakespeare muestra perfectamente esta característica. Pero lo más importante es que, introduciendo “lo que es” falso, esa palabra es capaz de cavar un surco en el que se escribe algo relativo a la verdad, al deseo y a la pulsión. Es decir, deseos vagabundos y pulsiones desatadas que, para satisfacerse, no tienen reparo en agarrarse, en Otelo, no a objetos, sino a auténticas naderías. 

Esta es tu obra”, le dice Emilia a Yago en la escena final cuando ya se produjo todo el desastre. Resulta angustioso asistir al desarrollo de esta obra en donde la imbricación entre palabra, deseo y pulsión, tiene la capacidad de provocar un auténtico conflicto en el lector que está viendo con sus propios ojos todo el abismo de vacuidad. Pues la arquitectura que pone en juego Yago es una auténtica obra de arte construida sobre nada. Ninguna de sus palabras tiene significado, quiero decir, no hacen referencia a ninguna situación objetiva. Sin embargo, esa palabra, como tal, cava un surco de determinismo que introduce a Otelo en las vicisitudes mortíferas de un deseo que vaga perdido y de una pulsión de muerte desatada.

¿Cómo es posible que unas palabras sin significado, vacías de objeto, puedan construir la solidez de una tragedia? Precisamente porque está en su estructura que la palabra no tiene identidad con el objeto. Si los significados, teóricamente, tendrían la capacidad de retenernos en el objeto y no deambular más allá de ellos, las significaciones, por el contrario, nos remiten a otras significaciones poniendo en juego la dimensión del deseo, su movimiento continuo, su metonimia. Por esa metonimia hace Yago circular a todos los protagonistas del drama shakesperiano. Y eso es posible porque las ficciones siempre contienen la inconsistencia. Insisto, ellas se construyen con “lo que es”, sea verdad o mentira, pero también introducen “lo que no es”, la inconsistencia de lo humano. Con la palabra, lo que adviene es una significación entre tantas que puede tener la palabra. Por eso Otelo podría haber sido más cauteloso y haberse preguntado:

Yago me habla del amor entre Casio y Desdémona, pero ¿qué quiere decir?”:

En Noche de Reyes plantea:

Una frase no es más que un guante de cabritillo para un ingenio agudo. ¡Con qué facilidad puede volverse del revés!...

Con esta concepción está jugando Shakespeare en Otelo, encarnando esta singularidad del lenguaje en la palabra de Yago. Es “El deseo puesto en el movimiento sin fin de las infinitas significaciones”. Allí se encuentran atrapados todos, Yago, Casio, Otelo, Desdémona, Rodrigo, etc. De esta manera, la palabra es capaz de expulsar a la razón de la escena y convertirla en una impedida, en una incapacitada para contrapesar el ardor de los sentidos, de las pasiones, pero también impedida para hablarnos sobre ese terrible vacío que siente Otelo, “lo que no es”, cuando dice no saber nada acerca del deseo de Desdémona:

Qué podamos llamarnos dueños de esas frágiles criaturas y no de su deseo(Otelo, 134)

Hablábamos de la arquitectura perfecta que Yago había construido. Si por un lado nos sitúa en el deambular infinito de las significaciones haciendo circular la pulsión hacia su satisfacción, por otro lado, en el final de su construcción sitúa la guinda, es decir, un signo de punto final. Es el pañuelo que Otelo regaló a Desdémona. Es el objeto fetiche que detiene las frases, las significaciones, los deseos de todos. Es el punto final que produce la conjunción mortal del drama, haciendo coincidir el fin de la errancia del deseo con la satisfacción de esa pulsión de muerte que desata la tragedia definitiva.    

Los celos

Creo que en Otelo podemos encontrar singularidades muy precisas de ciertos paradigmas celopáticos, pero también de elección del objeto amoroso. Al respecto, encontramos tres circunstancias dignas de señalar. En primer lugar, el Padre, como personaje tercero de la escena queda afectado en la elección de Desdémona por Otelo; en segundo lugar, Desdémona es el objeto amoroso que pasa a encarnar la máxima virtud; en tercer lugar, Otelo viene a salvarla, a rescatarla de la tiranía del Padre legal.

Es frecuente que los hombres elijan como objeto de amor a una mujer a la que se niega la libertad. En este caso, Desdémona está sometida a la tiranía del padre, que es quien ostenta los “derechos legales” sobre ella. En este sentido, el padre siente el perjuicio que le ocasiona la elección de Otelo por Desdémona, pues deja de ser su dueño, su amo. Se produce aquí un quebrantamiento de la ley de propiedad que ejercía el Padre. Una cuestión que se solventa fácilmente desde la posición de Otelo y de Desdémona, pero no por parte de ese Padre legal.

Lo importante me parece una mutación que realiza Otelo respecto de Desdémona. Para dar consistencia a sus celos convierte a su virtuosa mujer en una mujer ligera, frívola, voluble. Cuestión importante dentro de la estructura de los celos. ¿Cómo es posible? Aquí, Yago cumple una función primordial, es el encargado de construir el escenario para que esa trasmutación se pueda producir. Como dije anteriormente, lo hace apoyándose en la estructura de la palabra, convierte las significaciones en signos, en significados a los que se agarra Otelo para ir descubriendo su verdad. Pero lo importante es que esta construcción permite la aparición de otra cuestión importante: el no saber acerca del deseo de la mujer:

Qué podamos llamarnos dueños de esas frágiles criaturas y no de su deseo(Otelo, 134)

Desde este punto de vista, Otelo se siente sobrepasado por el enigma que para él supone el deseo de Desdémona. No puede hacerse dueño de él. Y dentro de la escena que trae a colación esa característica estructural del deseo, Casio representa al hombre viril que posee aquello que lo capacita para regular ese enigma acerca del deseo, el que lograría acotarlo, limitarlo, reducirlo. Casio representaría al hombre total en contraposición a Otelo, poco viril, incapaz e impotente para regular ese deseo que le excede.


Miguel Ángel Alonso

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