“La palabra es la
que instaura la mentira en la realidad. Precisamente porque introduce lo que no
es, puede también introducir lo que es. Antes de la palabra nada es ni no es.
Sin duda, todo está siempre allí, pero sólo con la palabra hay cosas que son
―que son verdaderas o falsas, es decir, que son― y cosas que no son. Solo con
la dimensión de la palabra se cava el surco de la verdad en lo real”. (Seminario
1. Los escritos técnicos de Freud, página 333-334. Jacques Lacan
Harold Bloom nombra su
ensayo sobre la obra de Shakespeare con el título La invención de lo humano, lo cual me sugiere, en principio, la
excepcionalidad de este conjunto dramático en tanto fue capaz de tocar las
teclas del ser. Pero el término invención es demasiado potente como para
merecer, al menos, una mínima demora. Es indudable que el ser de lo humano
estuvo siempre ahí, atravesando las épocas de forma invariable, al menos en su
imposibilidad última de escritura, sólo cambiando las formas que esconden o enmascaran
su inconsistencia fundamental. Pero de lo que no cabe duda es que con sus
dramas, Shakespeare entra en esa lista de privilegiados que consigue que algo
de ese ser cese de no escribirse, es decir, consigue añadir legibilidad, y
quizá más que nadie, a la verdad trágica de lo humano que ya el mundo clásico
había puesto en escena, por ejemplo, con Sófocles.
Si tuviéramos que
establecer un criterio general, podríamos decir que en Shakespeare encontrarnos
lo humano y su condición trágica –conciencia mortal, dividida, contradictoria—
expresada a través de la dramatización del deseo –sus vicisitudes, su
parálisis, su incoherencia, su mendicidad, su insatisfacción, su imposibilidad
de vincularse, de forma inequívoca, a un objeto, etc.— un deseo que se inscribe de forma transversal
en las pasiones del amor, de los celos, odios, venganzas, etc. Encontramos
también un cuestionamiento de lo humano en tanto es despojado de los lugares de
excepción es decir, de su identificación plena con ciertas funciones simbólicas
de autoridad como pueden ser el Padre, El Rey, los Mitos, los Héroes, etc., para
rescatar su aspecto desgarrado y mortal. Y algo muy importante, encontramos los
dramas shakesperianos sosteniéndose en las singulares características de un
lenguaje que toma por completo a sus protagonistas, que los hace prisioneros,
hecho del cual Otelo puede dar fe, pero además, un lenguaje que William
Shakespeare maneja con una sutileza y un saber verdaderamente impresionantes.
Esas serían las perspectivas desde las que leí Otelo, desde el cuestionamiento del
lugar del héroe excepcional en el que se situaba Otelo en el comienzo de la
obra para rescatarlo en lo común de su desgarro y de su ser mortal; en segundo
lugar, lo leí desde la indefensión que sufre Otelo respecto de un lenguaje que,
en la estrategia de Yago, y a pesar de la mentira, va cavando el surco determinista
que arrastra a todos hacia la tragedia; y en tercer lugar, lo leí desde el
deseo que mueve a Otelo, incluyendo aquí tanto las particularidades del deseo
hacia Desdémona, como el tormento que sufre por no saber nada acerca del deseo
de aquélla, o lo que es lo mismo, no saber acerca del deseo de lo femenino.
En relación al personaje del héroe y al lenguaje, si Otelo plantea un comienzo en el cual el protagonista encarnaba una identificación
con el héroe clásico en sus hazañas como guerreo todopoderoso, invencible,
inmortal, y como tal héroe consigue a Desdémona, la mujer amada llena de
virtudes que se sentía completada con ese amor, Shakespeare viene a introducir,
en esa completitud, la cuña del lenguaje, la palabra, para envenenarlo todo. Pero
no cualquier palabra, la de Yago y sus peculiaridades, para hacernos ver que,
por mor del lenguaje, ni siquiera el héroe Otelo puede escapar a su esencia
fragmentaria y mortal. Pero también introduce la palabra para señalar el
carácter efímero de la contingencia amorosa, pues en un visto y no visto, esa
palabra de Yago diluye el ensueño del amor para restituir la visión directa de
la inconsistencia, de la penuria, del horror de lo humano.
“Maldita palabra”, podría haber dicho Otelo en el juicio si su honor
no lo empujase al suicidio; o podía haber pedido prestadas las palabras de Noche de Reyes cuando plantea: “las palabras han llegado a ser tan ruines que siento repugnancia
de razonar con ellas...”. ¿Por qué podemos decir que las palabras son ruines?
Sabemos que la palabra hace
presente “lo que es”, es decir, “lo que es” verdadero y “lo que es” falso. Y ello porque la
palabra arrastra significaciones, no significados ni objetos. La palabra nunca
es objetiva. Y Otelo de Shakespeare muestra perfectamente esta característica.
Pero lo más importante es que, introduciendo “lo que es” falso, esa palabra es capaz de cavar un surco en el que
se escribe algo relativo a la verdad, al deseo y a la pulsión. Es decir, deseos
vagabundos y pulsiones desatadas que, para satisfacerse, no tienen reparo en
agarrarse, en Otelo, no a objetos,
sino a auténticas naderías.
“Esta es tu obra”, le dice Emilia a Yago en la escena final cuando
ya se produjo todo el desastre. Resulta angustioso asistir al desarrollo de esta obra en donde la
imbricación entre palabra, deseo y pulsión, tiene la capacidad de provocar un
auténtico conflicto en el lector que está viendo con sus propios ojos todo el
abismo de vacuidad. Pues la arquitectura
que pone en juego Yago es una auténtica obra de arte construida sobre nada.
Ninguna de sus palabras tiene significado, quiero decir, no hacen referencia a
ninguna situación objetiva. Sin embargo, esa palabra, como tal, cava un surco
de determinismo que introduce a Otelo en las vicisitudes mortíferas de un deseo
que vaga perdido y de una pulsión de muerte desatada.
¿Cómo es posible que unas
palabras sin significado, vacías de objeto, puedan construir la solidez de una
tragedia? Precisamente porque está en su estructura que la palabra no tiene
identidad con el objeto. Si los significados, teóricamente, tendrían la capacidad
de retenernos en el objeto y no deambular más allá de ellos, las
significaciones, por el contrario, nos remiten a otras significaciones poniendo
en juego la dimensión del deseo, su movimiento continuo, su metonimia. Por esa
metonimia hace Yago circular a todos los protagonistas del drama shakesperiano.
Y eso es posible porque las ficciones siempre contienen la inconsistencia.
Insisto, ellas se construyen con “lo que
es”, sea verdad o mentira, pero también introducen “lo que no es”, la inconsistencia de lo humano. Con la palabra, lo
que adviene es una significación entre tantas que puede tener la palabra. Por
eso Otelo podría haber sido más cauteloso y haberse preguntado:
“Yago me habla del amor entre Casio y Desdémona, pero ¿qué quiere decir?”:
En Noche de
Reyes plantea:
“Una frase no es más que un guante de cabritillo para un ingenio agudo.
¡Con qué facilidad puede volverse del revés!...
Con esta concepción
está jugando Shakespeare en Otelo,
encarnando esta singularidad del lenguaje en la palabra de Yago. Es “El deseo puesto en el movimiento sin fin de las infinitas significaciones”.
Allí se encuentran atrapados todos, Yago, Casio, Otelo, Desdémona, Rodrigo,
etc. De esta manera, la palabra es capaz de expulsar a la razón de la escena y
convertirla en una impedida, en una incapacitada para contrapesar el ardor de
los sentidos, de las pasiones, pero también impedida para hablarnos sobre ese
terrible vacío que siente Otelo, “lo que no
es”, cuando dice no saber nada acerca del deseo de Desdémona:
“Qué podamos
llamarnos dueños de esas frágiles criaturas y no de su deseo” (Otelo, 134)
Hablábamos de la
arquitectura perfecta que Yago había construido. Si por un lado nos sitúa en el
deambular infinito de las significaciones haciendo circular la pulsión hacia su
satisfacción, por otro lado, en el final de su construcción sitúa la guinda, es
decir, un signo de punto final. Es el pañuelo que Otelo regaló a Desdémona. Es
el objeto fetiche que detiene las frases, las significaciones, los deseos de
todos. Es el punto final que produce la conjunción mortal del drama, haciendo
coincidir el fin de la errancia del deseo con la satisfacción de esa pulsión de
muerte que desata la tragedia definitiva.
Los celos
Creo que en Otelo
podemos encontrar singularidades muy precisas de ciertos paradigmas celopáticos,
pero también de elección del objeto amoroso. Al respecto, encontramos tres
circunstancias dignas de señalar. En primer lugar, el Padre, como personaje
tercero de la escena queda afectado en la elección de Desdémona por Otelo; en
segundo lugar, Desdémona es el objeto amoroso que pasa a encarnar la máxima
virtud; en tercer lugar, Otelo viene a salvarla, a rescatarla de la tiranía del
Padre legal.
Es frecuente que los
hombres elijan como objeto de amor a una mujer a la que se niega la libertad.
En este caso, Desdémona está sometida a la tiranía del padre, que es quien
ostenta los “derechos legales” sobre ella. En este sentido, el padre siente el
perjuicio que le ocasiona la elección de Otelo por Desdémona, pues deja de ser
su dueño, su amo. Se produce aquí un quebrantamiento de la ley de propiedad que
ejercía el Padre. Una cuestión que se solventa fácilmente desde la posición de
Otelo y de Desdémona, pero no por parte de ese Padre legal.
Lo importante me
parece una mutación que realiza Otelo respecto de Desdémona. Para dar
consistencia a sus celos convierte a su virtuosa mujer en una mujer ligera,
frívola, voluble. Cuestión importante dentro de la estructura de los celos.
¿Cómo es posible? Aquí, Yago cumple una función primordial, es el encargado de
construir el escenario para que esa trasmutación se pueda producir. Como dije
anteriormente, lo hace apoyándose en la estructura de la palabra, convierte las
significaciones en signos, en significados a los que se agarra Otelo para ir
descubriendo su verdad. Pero lo importante es que esta construcción permite la aparición
de otra cuestión importante: el no saber acerca del deseo de la mujer:
“Qué podamos
llamarnos dueños de esas frágiles criaturas y no de su deseo” (Otelo, 134)
Desde este punto de vista, Otelo se siente sobrepasado
por el enigma que para él supone el deseo de Desdémona. No puede hacerse dueño
de él. Y dentro de la escena que trae a colación esa característica estructural
del deseo, Casio representa al hombre viril que posee aquello que lo capacita
para regular ese enigma acerca del deseo, el que lograría acotarlo, limitarlo,
reducirlo. Casio representaría al hombre total en contraposición a Otelo, poco
viril, incapaz e impotente para regular ese deseo que le excede.
Miguel
Ángel Alonso
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