jueves, 11 de septiembre de 2014

María José Martínez comenta No solo en Navidad, el relato de Heinrich Böll, para la tertulia 54

El alemán Heinrrich Böll, nacido en 1917, premio Nobel de Literatura en 1972 y escritor de la posguerra, nos cuenta con total inocencia fingida, y con toda naturalidad, la trágica historia de una familia alemana que a lo largo de su vida ve como se pierde la honorabilidad de su linaje.
En realidad, la familia es la propia Alemania, la antigua Alemania que en buena parte se había nutrido de un pensamiento filosófíco muy particular, pero que también estaba compuesta por una población de individuos a los que Ortega llamaba filisteos, dándole a esta palabra la acepción de personas de poca finura espiritual, aunque esto sería muy difícil de concretar en cada caso. Creo que en la narración, a este tipo de individuos los representa el padre de familia. Se trata de aquellos comerciantes que tras la primera guerra mundial se dispusieron a comerciar desde la industria general y la pesada en particular, para acumular dinero y prepararse para una próxima guerra, ya que el reparto de poderes y territorios de la primera los había dejado insatisfechos.

Visto el planteamiento y según Böll, esta familia alemana tiene dos hijos: uno de ellos es Franz, el boxeador que se dedicará a repartir golpes, y el otro, el que parecía ser más sensato, se hace comunista. Esa fue la división que sufrió la sociedad alemana representada por los hijos de la familia del honrado comerciante al que, vista la desafección de sus hijos para con las fiestas navideñas, y que animado por el sufrimiento de su mujer, la tía Mila, no le quedó más remedio que celebrar las fiestas sin ellos. Y así fue realmente, porque a aquellos honrados comerciantes y empresarios dueños de las grandes industrias del acero y armamento, les venía muy bien que hubiese unos nazis para que se llevaran por delante a unos pocos comunistas que ya estaban fastidiando demasiado en sus fábricas con la manía de organizar huelgas. Al fin, unos pocos judíos, unos pocos comunistas menos… esa mezcla oportunista que detectaron como peligrosísima para el desarrollo de su propia industria tan necesitada de crecimiento. Todo estaba bien, todo se podía admitir, todo, inclusive que sus hijos no formaran parte de la liturgia navideña en tanto en su casa se siguiera poniendo para disfrute de su mujer, aquel precioso abeto de Navidad adornado de colores, luces y enanitos movibles que bailaban al son que tocaban. Así las cosas, la tía Mila vivió feliz en su casa durante la Segunda Guerra Mundial, guerra en la que Boll fue movilizado por la Wehrmascht y apresado luego por las fuerzas norteamericanas, aquella guerra de los horrores en la que murió tantísima gente, mientras que a ella sólo le preocupaba que no le faltase el abeto. Y podríamos preguntarnos ¿por qué ellos no sufrieron ningún destrozo a pesar de los terribles bombardeos que padeció Alemania? Pues es que esta es una historia que sólo habla del árbol de Navidad, pero que debajo tiene la historia comercial de aquella Alemania en la que algunos buenos comerciantes surtieron al ejército de materiales y pertrechos para la guerra, recuperando así la hegemonía perdida tras la Primera Guerra Mundial y aumentando su patrimonio. 



La tía Mila es la causa inmediata de esta historia donde la inocencia se usa como cubierta de aquel diabólico entramado, porque ¿quién puede despotricar contra la inocencia y la buena intención de la Sra. Mila que sólo tiene la “debilidad inofensiva” de querer celebrar la Navidad con sus hijos? Nadie. Y creo que para eso está hecha la narración, pera decirnos que no hay mejor tapadera que oculte cualquier cosa, como el calor del hogar, los rezos, los cánticos, y toda esa corte de dulzuras y adornos navideños para justificarlo todo, para ocultar la hipocresía de quienes sabían perfectamente lo que hacían y lo que estaba pasando, porque los festejos navideños son el semblante que mejor cubre la cara más fea de la sociedad. 


Volviendo a la narración, en la casa de la tía Mila veremos unos enanitos que hacían un “tintineo dulce y suave” y un ángel de rojas mejillas que susurraba “paz, paz”. Y así constantemente, pues la tía no quería dejar de tener allí el árbol, porque si se lo quitaban, gritaba. Pero un día, las bombas cayeron muy cerca y sucedió lo “terrible”, pues el dichoso ángel cayó al suelo violentamente y se rompió. Todos se condolieron con la tía que era una mujer encantadora, a la que eso fue lo único que le afectó de la guerra ya que su marido y sus hijos hicieron todo lo posible por ocultarle la terrible destrucción de Alemania en la que ciertamente estaban implicados. Los hijos, estratégicamente situados, tampoco sufrieron nada. Y la señora quiso seguir de fiesta con su árbol y su ángel, no sólo en Navidad, sino todo el año, pues quería que todo fuese como antes, decía, y todos se preguntaban: ¿cómo quitarle a una anciana tan encantadora esa ilusión? 

Hasta el año 46 no fue posible prepararlo todo de nuevo, y en el 47, cuando se le volvieron a caer los adornos, la tía volvió a gritar y nadie conseguía que se callase. Después de intentarlo dándole pastillas, su hijo el boxeador sugiere que le hagan un exorcismo, porque ¿quién podía ser el responsable de tantos gritos y tanto desorden? Pues el demonio, otra institución muy útil. Y sin hacerle caso al hijo, su bondadoso marido decidió volver a poner el árbol fuese como fuese. Los niños comían dulces y rompían figuritas, y entonces los mayores pensaron que sólo su generación había servido para algo. 

Al llegar el Carnaval, la tía volvió a gritar, ahora, contra todo lo que significase diversión. Se buscó a un sustituto del párroco, porque al actual ya le decían “proletario con sotana”, y mediante las influencias del tío, se intentó procesar al coadjutor y al párroco, porque no había nada más peligroso que ser proletario. La Iglesia, pues, estaba siendo manipulada y condenada si no se dejase manipular. Este es el muy valioso juego de la utilidad donde unos son útiles para otros y todos están contentos ya que además, toda aquella parafernalia de la Navidad, también era algo muy útil para favorecer el comercio mediante las importaciones que el buen señor hacía. 

Pero la tía Mila no era del todo feliz. Ella necesitaba tener segura la fiesta diaria, y para eso necesitaba que todo el mundo disfrutase con ella de aquel aroma y de aquel encanto de luces y de velas, al mismo tiempo que ella, con su tirita morada recogiéndole las arrugas del cuello, seguía siendo encantadora. No hay nada en la vida como El discreto encanto de la burguesía, aunque otros intenten estropearlo. Y eso es lo que ella no quería, porque el disfrute de ciertas cosas, para que sea completo, ha de ser un disfrute colectivo, de tal forma, que nadie se atreva a ponerlo en duda con su disidencia. Pero si no era Navidad, la tía no veía que otras personas disfrutaran como ella, y eso la ponía enferma hasta que llegaba de nuevo, la “auténtica Navidad”. 

Lo que pasó luego es que el cuerpo del bondadoso industrial se cansó de tanta velita y tanto aburrimiento, y como la tía seguía enferma, el hombre adquirió unos hábitos inmorales calificados como adulterio, al mismo tiempo que los dos sacerdotes antes acusados fueron absueltos. Ya eran otros tiempos y los hijos, que también se habían cansado de tanta celebración navideña, contrataron a un cómico. Yo creo que aquí el mismísimo Boll, suelta la carcajada cuando nos dice que la tía descubre en la cama la identidad del personaje. Y el comerciante cristiano dejó de parecerlo, y hasta contrató a una compañía de actores que también salieron ganando, aunque por causas económicas hubiera que rebajarles el sueldo. Esos fueron, tal vez, los únicos efectos malos de aquella situación, ya que las guerras proporcionan trabajo a mucha gente. 

El relato es francamente largo porque Böll no quiso dejarse nada en el tintero. 

La tía Mila y el prelado permanecieron inamovibles, cosa lógica en Iglesia y tradición. 

El boxeador acabó arruinado y de monje contemplativo, los nazis filosofaban. 

Lucie y Karl se fueron a Hispanoamérica, como tantos otros. 

El hijo comunista se quedó en su ciudad organizando su distrito, y el honrado comerciante, cansado de tan ridícula historia, acabó harto sin ni siquiera quitar el polvo a las figuras de cera que habían terminado por sustituir a sus nietos. 

Y eso fueron los efectos, algunos impredecibles, de haber mantenido por tanto tiempo una ficción absurda que solamente les sirvió a ellos durante un tiempo, y a Böll, para hablarnos de Alemania. 

La vida siguió y la tradición, tal vez, cambió de rumbo. 

Ojalá


Mª José Martínez 
   


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