viernes, 1 de agosto de 2014

16-Julio-2014. La recepción de Joyce en España. Ponencia de Carlos G. Santa Cecilia en el Ciclo de Enseñanza Lenguajes III* celebrado en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de Madrid

La recepción de Joyce en España es una perspectiva más de las varias que ustedes van estableciendo alrededor de esta figura poliédrica de James Joyce. Creo que no tiene sentido, en estas circunstancias y en este contexto, inundarlos de citas y referencias literarias que pueden encontrar publicadas en los libros. La recepción de Joyce en España es muy interesante hasta el año 1975- 76, cuando, con la traducción de José María Valverde, ya se puede dar por asumido a Joyce en las letras españoles. Hasta entonces, lo que va a ocurriendo en torno a nuestro autor es significativo, sintomático y, a la vez, muy interesante, porque se van viendo los diferentes caminos de la narrativa, de la novela, incluso de la creación artística.

He pensado, para esta ocasión, un planteamiento que trata de ser original, ameno y, tal vez, interesante, a saber, hablar de los españoles que conocieron y trataron a James Joyce. Vamos a ir desgranando la cuestión, porque todos ellos constituyen un testimonio directo, nos ofrecen recuerdos personales acerca de esta figura tan especial, cosa que no es fácil encontrar en el caso de Joyce. Es otra forma de acercarse al escritor irlandés a través de descripciones, de lo que llama la atención a cada uno de los cinco españoles que hemos elegido y que me he ocupado de rastrear. Creo que son los únicos que conocieron personalmente a Joyce y que dejaron un testimonio al respecto. Además, juntos, constituyen y dibujan la mejor panorámica de lo que ha sido la recepción de Joyce en España. No hay mejor forma de verlo que desde estos cinco personajes, porque ellos representan cinco vías de entrada, cinco tendencias literarias, cinco caminos que, de una u otra forma, encuentran a Joyce en el camino, lo rechazan, lo recuperan, etc. Este es el planteamiento que quiero llevar a cabo. Al respecto, publiqué un libro después de una tesis doctoral del año 1997, allí recojo este tipo de cuestiones. Vamos, entonces, hacia esos testimonios personales tan interesantes, que recogen las opiniones de la gente acerca de este hombre, James Joyce, todo un personaje ya en aquellos momentos.

Hasta bien entrada la década de los 60, la relación de España con Joyce es tan tenue como la que mantuvo Joyce, en vida, con España. A pesar de los juegos que he hecho en mi blog acerca de su estancia en España, creo que Joyce nunca estuvo en España. A lo que me refiero en ese blog es a lo siguiente. En el año 1941, con motivo de la muerte de Joyce, hubo un periódico español que público que el escritor irlandés había estado en España, incluso mencionaba el lugar de su alojamiento en una casa de la Calle Mayor, número 84, exactamente la misma desde la que Mateo Morral tiró la bomba contra Alfonso XIII en el año 1902. Veinte años después, supuestamente, aparecería James Joyce en el mismo balcón. Me pareció un juego estupendo, sobre todo porque, parece ser, el dueño de la casa la tiene en venta. Con todo esto hice un juego sobre si Joyce podría haber estado en España, como decía la prensa de la época.

De cualquier forma, creo que es difícil que llegara a España. Además, no se le conoce un gran interés por España ni por lo español, más allá de algunas lecturas de Cervantes que realizó a lo largo de su vida, y más allá, por supuesto, del santoral español que trató mucho –como saben era de formación jesuita—. Mostró, eso sí, un interés obsesivo, como era su costumbre, por documentarse a cerca de Gibraltar. En Gibraltar y en su entorno, como saben, sitúa los orígenes de Molly Bloom, el personaje femenino protagonista del Ulises, y saben también que la madre de Molly Bloom era andaluza. Aparte de esto no hay más interés por España. Y del lado español hacia Joyce, como veremos a continuación, salvo algunos aldabonazos iniciales de Marichalar y de algún otro personaje, o también de algunas referencias de la revista gallega Nos, Joyce permanece en un limbo hasta que, cuarenta años más tarde, es recuperado. Por tanto, la desafección es mutua.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que era una verdadera heroicidad trabar relación con un personaje como Joyce. Al menos hasta que llega a París en el año 1920, era bastante desconocido, sobre todo fuera del mundo anglosajón. Era exiliado, proscrito, irlandés, vagaba por media Europa, de Italia a Zúrich, de Zúrich a Trieste, escribía para una minoría en una lengua casi propia y, además, murió pronto, no llegó a cumplir los 60 años. Para cualquiera era muy difícil llegar a conocerle, por eso estos cinco españoles de los que vamos a hablar tienen un mérito especial. Dejaron constancia de su encuentro con el autor en muy diversas épocas y circunstancias. Y estas visiones, además, resumen inmejorablemente las principales vías de entrada de Joyce en España.

Vamos pues con el primero de ellos. Aunque hay alguna mención anterior incluso a  la publicación de Ulises en Febrero de 1922, Joyce fue dado a conocer en España, sin duda alguna, por Antonio Marichalar, Marqués de Montesa. Era un hombre clásico, miembro destacado de la Revista de Occidente. Hay que tener en cuenta que Ortega no hablaba inglés, hablaba alemán, francés, de tal modo que quien se ocupaba de la literatura inglesa en Revista de Occidente era Antonio Marichalar que, en palabras de José Luis López Aranguren:

Era el mejor conocedor de la literatura inglesa contemporánea, de esos grandes ingleses nacidos, algunos, en los Estados Unidos, con los que sin duda sintonizaba bien en su gusto por la vanguardia artística y, a la vez, en el conservadurismo político y en el fondo cultural”.

Marichalar presentó a Joyce en España con todos los honores literarios, y su trabajo tuvo una enorme repercusión. Fue en Revista de Occidente, en el número del mes de Noviembre de 1924. Era el artículo principal de la revista, el artículo que la abre. Se titulaba James Joyce en su laberinto. Es bastante extenso y empieza con una cita clásica muy de la época, muy joyceana:

-¿La Muerte? No tiene interés. Lo que, en estos momentos, intriga a París no es la Muerte, ciertamente: es el Monólogo interior.
-¿No ha oído hablar de Joyce?
J. Giraudoux. (1924)”  

Es el estilo que había en París. En esta misma revista se publicó la primera fotografía sobre Joyce en España, facilitada por Sylvia Beach a Antonio Marichalar para este número histórico de Revista de Occidente. Es curioso que, en esta misma publicación, haya un artículo de Jorge Luis Borges dedicado a Quevedo. Borges también era un personaje en sí mismo, al igual que Joyce. Borges escribió en la revista Proa, y en febrero de 1925 publicó un artículo sobre Joyce en el que se postulaba como el primer escritor hispano que había arribado al continente de Joyce. Dejémoslo así, porque Borges era Borges y tal vez es posible, depende de los tiempos y de cuánto pudiera tardar una revista, publicada en noviembre, en llegar a Buenos Aires.

Total, que estábamos con el artículo inicial. A Joyce se le presenta como uno de los superadores del realismo, no sólo en este artículo, sino que hay una especie de desembarco en toda regla por medio de Valery Larbaud, que desde Francia ya ha advertido del nacimiento de un genio. Y en un libro tan esencial para la historia de la literatura española cómo La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, en el año 1925 cita a Joyce como uno de los superadores del realismo. Bien es cierto que sólo le cita. Hay otros autores a los que desarrolla un poco más, probablemente porque no lo había leído. Pero todo el grupo de Revista de Occidente se encarga de poner de manifiesto que ha nacido una estrella. Poco menos que eso.

Marichalar aporta los presupuestos estéticos imprescindibles para la comprensión de la revolución que lleva implícita una obra semejante. Además, pone sobre la mesa la clásica leyenda sobre Joyce, la leyenda que siempre ha rodeado al personaje, aristócratas que venden sus tierras para comprar Ulises, la censura, el exilio, etca. Esta es la visión que prevaleció sobre Joyce hasta, por lo menos, la llegada de la República.

Tenemos por un lado a Marichalar, por otro a Ortega y Gasset. Y se ocupan de que en el año 1926 se publique una de las primeras traducciones de Retrato del artista adolescente, la de Dámaso Alonso. Traducción muy temprana, de las primeras que se hacen en el mundo, instigada también por Revista de Occidente y Ortega. Dámaso Alonso era muy joven, y mantuvo una relación epistolar con Joyce para hacer su traducción, pero no tengo constancia de que se llegaran a conocer nunca. No la firmó con su nombre, sino con el pseudónimo de Alfonso Donado y se publicó en 1926. Como les digo, es una traducción muy temprana. La primera que hizo se titulaba El artista adolescente, lo de retrato se puso en las ediciones posteriores. Y quien escribe el prólogo de la traducción es, lógicamente, Marichalar, el gran oficiador de la entrada de Joyce en España. Una versión muy parecida a la de la Revista de Occidente se publica como prólogo de la primera edición de la traducción de Dámaso Alonso del Retrato del artista adolescente. Pero hay ligeras diferencias que vienen a demostrar, sobre todo, que Marichalar seguía interesado en Joyce, porque incorpora bibliografía nueva y datos nuevos. En este batiburrillo hace una referencia que no encontramos en 1924, sino en 1926. En esto me baso para llegar a la conclusión de que tuvo que haber un encuentro. Les leo la cita, en la que encontramos la visión que tiene de Joyce. Dice Marichalar en el prólogo a Retrato del artista adolescente de Dámaso Alonso:

El propio James Joyce, envuelto en su pueril chaquetilla cebrada de azul, tiene personalmente un indudable aspecto protervo y luciferino, ojos vidriados que se dirían polifacéticos, barbilla encendida, sonrisa circunfleja, a la vez retenida y atrayente, cordial...

Están viendo la primera visión que tiene Marichalar de Joyce, luciferina, algo que se va a repetir una y otra vez. La mención a los ojos vidriados, a la barbilla encendida, a la sonrisa circunfleja, la perversidad demoníaca que parece desprender el personaje.

Sin embargo, esta entrada de Joyce en España por la puerta grande, se ve frustrada por los propios condicionamientos estéticos de la generación de Ortega y de Revista de Occidente, que siguen los presupuestos de la deshumanización. Ahí no cabe Joyce. Con todo eso, cuando cae la primera crítica importante, cuando hay que calibrar la importancia de Joyce en Revista de Occidente, alguien como Benjamín Jarnés, figura destacada del grupo de Ortega, dice algo sobre la traducción y, en general, sobre Joyce, que deja mucho que desear:

Es como recorrer un museo para notar el duro gesto de los guardias o la angostura del pasillo”.

Poco más o menos se cargan a Joyce. Sería un experimento que está muy bien, que viene de Francia, que está de moda, es rompedor, pero no es lo que hacemos aquí. Las manifestaciones siguientes, de gente tan importante como Machado, Baroja, Pérez de Ayala, etc., hacen imposible asumir una obra como la de Joyce, considerada, como afirma el propio Machado, un canto de grajo. Y el propio Marichalar fue perdiendo interés por las innovaciones de Joyce, por las novelas del siglo XX, algo extensible al tiempo posterior a la guerra. Cuando le piden un prólogo para un libro que será muy importante en la recepción de Joyce, Novelistas ingleses contemporáneos de Ricardo Gullón, año 1945, Marichalar escribe:

Las circunstancias han entorpecido mis lecturas. Sabemos de muy pocos valores nuevos y apenas lo bastante de ellos para apreciarlos de un modo discreto. La producción no pudo ser normal, y nuestra información estaría forzosamente llena de lagunas. Digo estaría porque tampoco, por mi parte, he intentado seguir estos años la producción novelesca. Un cambio operado en la predilección de mis lecturas ha tenido la culpa”.

Más tarde afirma que le ha llegado Finnegans Wake, o Analivia, y que ha permanecido ayuno de lecturas como antes de recibirlos. El gran introductor de Joyce en España ha perdido interés por la figura que dio a conocer. Aquí se pierde, se seca la primera fuente, la primera vía. Aranguren, en el artículo que hemos citado arriba, indaga un poco en las causas de este cambio de preferencias:

Antonio Marichalar, quien tras pasar por las revista Escorial, fue convirtiéndose en contenido reaccionario –culto y civilizados siempre, claro—, y se re plegó de los siglos XX y XIX a los siglos XVI y XVII”.

Esto a pesar de que, como les digo, el trabajo que hizo el grupo de Revista de Occidente fue excepcional. Recuerdo que cuando preparé la exposición sobre Joyce en España, que se inauguró en el 2004 con motivo del centenario del Bloomsday en el Círculo de Bellas Artes, fui a ver los papeles de Marichalar. Él era académico de la historia, y esos papeles están todos en la Academia de la Historia. Y si les digo la verdad, a poco me caigo de la silla cuando descubrí una carta inédita de Joyce entre los papeles de Marichalar. Sylvia Beach le pide ayuda a Marichalar para firmar la carta que escribieron los intelectuales de toda Europa para protestar por la versión pirata de Ulises en Estados Unidos. Esta era la carta inédita donde habla de sus enfermedades, de su vista, de la imposibilidad de trabajar, y le da las gracias por el artículo de Revista de Occidente. Todas las cartas tienen el anagrama de Sylvia Beach y Shakespeare & Company, son toda la correspondencia que mantuvo Marichalar con Joyce y, sin embargo, llegó a este punto. Hemos visto al primero de nuestros personajes

La segunda visión llega de la mano de un personaje muy distinto. Es un joven inquieto y crítico literario que se llama Juan Ramón Masoliver. Nacido en Zaragoza en 1910, se licenció en Derecho y Letras en Barcelona. Fundador, con varios amigos, de Hélix, conoció a Bretón en París, y fue uno de los impulsores del surrealismo en Cataluña. Lector de castellano y catalán, en Génova colaboró con la prensa italiana y fue corresponsal de La Vanguardia y El sol. Entre sus obras destacan Ginesta y Mirador. También colaboró en el suplemento literario Il Mare. Como  ven, estamos ante un perfil muy diferente, y abre la segunda vía de interés en Joyce.

Una vez apagada la primera vela, por qué se enciende otra. Porque se enciende la vela del surrealismo. El surrealismo acoge a Joyce, entiende a Joyce, quiere interpretar lo, y Masoliver es el prototipo, tanto por la revista que funda como por su manera de escribir. El surrealismo se interesa en Joyce y Masoliver tuvo una relación intensa con Joyce. En un artículo que publicó en Destino con motivo de la muerte de Joyce en Zúrich en enero de 1941, habla de su relación con el escritor en París, relación que no fecha pero que debió ser en 1930 ó 1931:

Hay dos emociones estéticas que nunca podré olvidar. Oír recitar a Ezra Pound alguno de sus cantos y a Joyce, en La Trastienda de Shakespeare & Company en París fragmentos de Anna Livia Plurabelle… Joyce había superado Ulises en aquella época y estaba concentrado en Work in progress “lo que iba a ser el gran canto de la noche”. Era un hombre rico que seguía imperturbable el camino de su soledad después de haberse negado a escribir una sola línea mercenaria y de haber desarrollado los trabajos más diversos. Su único lujo era invitar a unos pocos amigos siempre en el mismo café, y de allí, al filo de la medianoche, de vuelta al trabajo hasta las primeras luces”.

Voy a leer ahora una cita un poco más extensa de Masoliver. En ella hace la descripción de Joyce, cómo le ve, cómo le entiende. Dice:

A fuer de solitario, gustaba de la compañía al caer la tarde. No para hablar, entiéndase, que prefería escuchar como ensoñado. De las cuestiones del día no le importaba más que la familia, la agonía del hombre, fiel a aquella evasión de su Dedalus para que sea capaz de aprender lo que es el corazón, lo que puede sentir un corazón, como reza en la atinada prosa que le ha dado Dámaso Alonso. Él seguía sumido en su epopeya, como Pound. Echaba su escéptica melancolía, o su timidez, a los juegos de palabras, a las deformaciones chistosos de un vocablo, concertando los matices y sugerencias de quien conoce una docena de lenguas”.

Esto no era un juego, era casi un refugio, una manera de ser, una manera de relacionarse con estos juegos. Según cuenta Masoliver:

Esta era la vena de sus conversaciones, tras la que ocultaba la conciencia filológica y el incansable afán estilístico más considerables de nuestro tiempo. Ahí están las veinticuatro páginas de “Ana Livia”… pero ahí también su lenguaje poético que no se había oído desde los días de Shakespeare. Hoy me interesa recordar su figura humana, su jugar con la ironía, su traer a colación todo tipo de improper, todos los shocking para mostrar la vanidad de la vida y, en definitiva, para celar uno de los corazones más púdicos y delicados que haya nacido. Su frente abombada de pensador y su mandíbula voluminosa, corregidos por la ceguera y por una sonrisa de Gioconda, he aquí un retrato acabado. Añádase las maneras afables y cierto orgullo o petulancia de introvertido y su andar erguido al son de un bastón blanco”.

Es un retrato, en efecto, bastante completo, en el que Masoliver, como antes había hecho Marichalar,  se vuelve a fijar en los ojos, en la mandíbula, en el aire impostado del personaje, del escritor, habla también de su inquietante sonrisa, de la frente característica, de sus maneras afables, pero sobre todo destaca su actitud ante la vida, su conversación, su forma de ver el mundo, de relacionarse con los amigos.

Masoliver pudo acceder a esta velada gracias a la traducción de unos fragmentos de Ulises que había publicado en la revista surrealista catalana Hélix, de la que era uno de los fundadores. Como ven claramente, aquí está el surrealismo. Esta revista era una de las más significadas del vanguardismo, e ilustra el camino de este segundo acercamiento a Joyce. A pesar de las vanguardias literarias, tomaron algunos elementos de la revolución joyceana. Pero su vuelo fue corto en España, y el irlandés quedó elevado, enseguida, al desaprovechado Olimpo de los consagrados. El surrealismo tiene poco desarrollo con Joyce, aunque vemos el interés.

La tremenda emoción que provocó en Masoliver su encuentro con Joyce fructifica en posteriores trabajos. Comenzó todo con A Portrait, que en la traducción castellana del joven y ya sabio filólogo Dámaso Alonso y el espléndido prólogo del anglófilo Marichalar, para los aprendices que éramos entonces, imbuidos de la lectura por las tardes en la Biblioteca de Catalunya, del espíritu Nouveau y otros manjares semejantes, vino a ser incuestionable carta de naturaleza de los movimientos de vanguardia.

Masoliver viene a reconocer que llega a la vanguardia a través de Joyce. En varias ocasiones habla incluso de detalles, de encuentros con Joyce. Hay uno especialmente significativo por lo que supuso para Masoliver. El primero tuvo lugar cuando, después de muy intensas gestiones con Silvia Beach, la librera de Joyce y dueña de Shakespeare & Company, y por medio de Nancy Cunard, otro personaje interesantísimo de la época, logra acercarse a Joyce. Cuenta que para acercarse a él tuvo que comprar dos plaquets con fragmentos de Work in progress, que no debían de ser baratas, y menos en París. Lo relata así.

Y allí me tenéis, sin llegarme la camisa al cuerpo, cuando a mis ojos atónitos se presenta un auténtico hidalgo a la antigua usanza, refinadísimo, casi transparente, huesudo y largo, un tanto cargado de hombros también y con un curioso y pálido rostro asbúrgico de cuarto creciente, en una cabeza alta como una torre y de frente abombada, un ojo enorme, el derecho, esforzándose en nadar dentro de un cristal de a dedo. Entretanto, la mano sedosa de pianista mecía muellemente un bastón blanco mientras la boca fina, no sé si risueña o algo burlona, emitía una voz dulce, tenoril y vibrante, bien escandidas las palabras, mesuradas todas, amables sin duda, incluso cordiales, aunque con un no sé qué de altivez. Sólo una primera impresión, lo reconozco. En ulteriores encuentros no hubo aquel gesto distanciador, siempre mostraría una sencillez y un abandonarse, una magnanimidad para con este aprendiz, como rara vez verás en gente de esa altura”.

Este tipo de conversaciones le llevan incluso a otra anécdota, con la que termino la aparición de Masoliver: 

Al saber que mi maestro Jordi Rubio me brindaba un lectorado en la Universidad de Génova, me citó Joyce en un pequeño restaurante cerca del Bulevar Montparnasse. Tras exaltarse con el paralelismo entre Génova y su Trieste, dos anfiteatros al abrigo del Monte por un mejor dominio del mar, y hacer propias las experiencias todas del mundo, pasó a su personaje en gestación, aquel tabernero irlandés borracho y pecador que es, a la vez, pater familias, y es el propio Joyce, escritor y hombre, como el Dublín enamorado de su esposa, y el propio Finnegans

Aquí, Masoliver, sin querer, empieza también a sufrir una influencia en el estilo. Es impresionante lo de Joyce, pues después de muchas cosas, por fin le dice que le ha traído un regalo. ¿Cuál es el regalo? Decía:

Cuando acercando peligrosamente el ojo menos dañado a un tarjetón que sacó del bolsillo, leyó las cálidas palabras dirigidas a Ezra Pound, que ya tenía sus cuarteles en Rapallo, a media hora de Génova, donde le emplazaba a que fuera el Virgilio de mi descenso a Italia

O sea, le firmó una carta de recomendación dirigida a Ezra Pound, que fue utilísima para Masoliver, pues colaboró en su revista, fue su amigo y fue traductor de Ezra Pound. Estamos viendo que también Joyce tenía sus detalles y su corazón. Este es el segundo de los autores.

Si la relación de Masoliver con Joyce fue claramente de discípulo a maestro, la que sigue, con Eugenio d´Ors, es entre dos iguales, pugnado ambos por ganar los favores de un tercero, según la deliciosa e hiriente recreación que hizo el escritor catalán.

Traspasada la barrera de la Guerra Civil, la literatura española anduvo en tremendismo, después en realismo, movimientos, ambos, muy ajenos a las propuestas de Joyce. Por eso, después de la guerra civil, Joyce prácticamente no existe. En los años 40 y 50, el escritor irlandés es pura anécdota, y ello a pesar de la avalancha de traducciones anglosajonas que invaden el mercado español, sobre todo a partir de 1945, cuando se liquida la Guerra Mundial y hace falta limpiar el pasado y acercarse al mundo anglosajón en contra del alemán. Entonces, las traducciones de ingleses y americanos en España son muy frecuentes. Por ahí, un poco, vuelve a entrar Joyce a partir de1945.

Ese año se publicó el libro de Ricardo Gullón que les digo fundamental, Novelistas ingleses contemporáneos, que tenía el prólogo de Antonio Marichalar en los desalentados términos que hemos visto. Allí dijo que ya no le interesaba Joyce, y hablaba de varios escritores. Eugenio d'Ors, que a la sazón era uno de los grandes columnistas de la prensa española, uno de los grandes popes de la literatura, años 40 y 50, sobre todo con una columna que se llamaba Glosario y luego Novísimo glosario, donde dictaba cátedra, un día se ocupa de los autores ingleses de Gullón. Escribe que ha conocido a algunos, que ha estado con Virginia Wolf, que ha conocido a Katherine Mansfield y, al cabo de las dos o tres semanas, vuelve a retomar el tema y dice que no había caído, tal vez por lo de irlandés, que también conoció a Joyce. Entonces nos cuenta su encuentro con él escribiendo una cita verdaderamente envenenada. Tiene toda esa sabiduría de la escritura de Eugenio d'Ors y, a la vez, todo su veneno implícito. Dice:

Le traté unas horas en la librería de Adrienne Monnier. Allí se le tenía encerrado en la trastienda. El fenómeno me pareció, en efecto, hombre de mucha trastienda. No llegué a adivinar si por culpa suya o del negociete que en torno suyo se había montado tras de las gafas negras, montadas en trapos, a lo que le condenaba una afección de la vista. Con lo cual, oftalmópata él y yo escamón, no había manera de que nada cordial y tampoco intelectual quedara anudado entre nosotros, a pesar de los esfuerzos previos que, a tal fin, había prodigado el bueno de Valery Larbaud”.

Aunque no se detiene mucho en la descripción física o psicológica, vuelve a insistir d´Ors en la grave afección de la vista que efectivamente tenía Joyce. Lo que desarrolla el articulista es la rivalidad larvada entre los dos, y ello porque Valery Larbaud se había comprometido a traducir Ulises y también se había comprometido a traducir Vida de Goya de Eugenio d'Ors. Los dos pugnaban por quedarse con los servicios de alguien tan importante y tan vital para un lanzamiento como era Valery Larbaud. Eugenio d'Ors, secretamente, se alegró cuando el médico prohibió a Larbaud que continuara con lo de Joyce porque era un caos ininteligible:

“… cuyo galimatías representaba para el traductor fatigas agotadoras”.

Aunque luego también le recomendó que dejase la traducción del lio de d´Ors, de lo cual salió un enredo literario de mil diablos. Ya ven ustedes el encontronazo que se produjo entre ellos. Por estos datos cabe deducir que el encuentro se produjo a finales de los años 20, por la fecha de la traducción del Ulises etcétera. Pero lo interesante y lo más cruel, es la valoración que a continuación hace d´Ors de la obra de Joyce:

En aquellas alturas ya había yo leído cuatro o cinco veces el Ulises, sólo que a cada vez no había pasado de una cuarta o quinta parte. Mi buena voluntad en la tentativa se demuestra por el hecho de haber repetido la prueba encarándola en dos o tres idiomas distintos, sin contar con el joyceano, dialecto que ignoro por qué razón me pareció que dónde quedaba mejor traducido era en el italiano. Habían excitado, encima de esto, mi interés, los anuncios y prospectos de lo que se titulaba Obra en marcha y que pudo tomarse como un trasunto extremadamente original de la historia de la cultura. A cada paso, las excitaciones venían fomentadas por el delirio de ciertos contiguos admiradores que no cesaban de pincharle a uno con acicates como el siguiente: “Sabe usted qué nombre le ha dado Joyce a uno de sus personajes,  pues Leopold Bloom, y al río Stoke le llama río Stuck. Es genial. Terco de mí, mi experiencia en mi contagio, llegaron a ganarme. La monstruosidad. Esto es lo que ante Joyce me detenía, peor aún, porque siempre me daba cuenta de que se trataba de una monstruosidad pueril. Así, el infantilismo fisiológico va ligado, a veces, al anatómico gigantismo en este irlandés enorme y, si se quiere, delicado. Toda la máquina de una colosal logomaquia, no venía a traernos, sino, ciertos primores de lo primario, al estilo de la extensión de lo subconsciente o del monólogo interior… Cuando un físico o un matemático me llenan páginas y páginas con el álgebra más dura de pelar, apechugo con ellas porque me digo que detrás de la misma andan quizá cosas tan importantes como el descubrimiento, en lo técnico, del espacio y tiempo, y en lo práctico de la bomba atómica. Ahora, que si tras un cómodo tomar paciencia, lo único puesto en claro son las nemotécnicas de un restriñido, me digo como los contertulios de Amadeo Vives cuando éste les contaba lo barato que salía tomar café en Barcelona, y le contestaban, sí pero y el viaje... Sobre explorar ciertas correlaciones anímicas, los viajes de Conrad eran, por lo menos, tónicas navegaciones de corsario. Los viajes de Joyce recuerdan más bien a los que pueda hacer un paleto que en la verbena ha entrado en el Palacio de los espejos o en el laberinto o en la exposición de la risa, o bien montado al carrusel de donde, según gemía otro desengañado, se sale donde se montó, mareado y con dos reales menos”.

Esta es la visión de Eugenio d'Ors acerca de James Joyce. Es sintomático de cómo se veía a Joyce en España. Pérez de Ayala, y todos los grandes autores, piensan lo mismo de Joyce con diferentes palabras. Por ejemplo, hay gente como José Luis López Aranguren que dice que la obra de Joyce es una pescadilla que se muerde la cola. Es el sentimiento generalizado durante los años 40, 50, y buena parte de los 60. Andrés Amorós hace un juicio crítico diferente. Le parece tan bestia el juicio que se hace de Joyce, y es tan buena persona, pues siempre procura ver el lado positivo de las cosas, que escribe lo siguiente:

A d´Ors le parecen defectos estéticos importantes de la obra de Joyce el ser monstruoso, desmesurado y, en el fondo, pueril. También la importancia extraordinaria concedida a la vida interior, hipertrofiada aquí merced al reflejo del subconsciente en el monólogo interior. Censura d´Ors el uso libérrimo del lenguaje, la embriaguez de hablar sin freno alguno, aunque reconoce que con eso se obtiene, a veces, un lirismo grandioso. Estos reparos son fruto, desde luego, de una mentalidad clasicista. Pero la obra de Joyce no deja de ofrecer cierta base para ellas. Lo malo es que, además de esto, d´Ors utiliza el Ulises para lucir su ingenio, fulminándolo alegremente con frases típicas de su estilo, lo cual no deja de tener gracia, pero nos parece totalmente inadmisible, porque el Ulises podrá gustar o no, se le puede atacar o defender, pero merece, desde luego, ser enjuiciado con más seriedad y respeto”.

Para la entrada de Joyce en España hay que esperar al año 1962, sobre todo con una novela fundamental, Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Hay otros intentos anteriores, pero quien verdaderamente traslada esa forma de narrar, esa forma de ver el tiempo y el espacio, y las técnicas, es Tiempo de silencio.  Con esa novela excepcional se trae a las letras españolas todo lo que ha inventado Joyce. Estamos en el año 1962. Hasta muy finalizada la década no se empieza a normalizar. Y como les digo, no se puede hablar de normalización completa hasta los años 70. A partir de ahí sucede todo lo contrario, una carrera alocada, todo el mundo es joyceano, se traduce cualquier cosa, se traducen las cartas, incluso cosas que no tienen tanta importancia, y se produce lo contrario, hasta que ya empiezan a surgir los anti-joyceanos, sobre todo Juan Benet, que tiene un artículo interesantísimo contra Joyce.

Vamos a ver al cuarto español que habla de Joyce. Es un caso muy curioso, porque es uno de los escritores por los que siento más veneración. Me parece un hombre que trabajó la literatura, que trabajó su estética, que se preguntó cosas, que luchó, que sufrió, Gonzalo Torrente Ballester. Él explica cómo conoció la obra de Joyce:

Busqué, cuando supe de su existencia, la traducción francesa de Ulises, pero tardé en encontrarla, mucho para mi deseo, aunque no tanto si se piensa en la edad que tenía por entonces, los 24 años. Es muy probable que ante ese libro me hubiera decepcionado. A tal edad llegó en el momento justo y en circunstancias favorables, porque pudimos juntarnos en el lugar donde menos pudiera esperarse, en mi pueblo, unos cuantos aficionados a la literatura moderna. Y uno de ellos que poseía el libro y que después me lo vendió, actuó, en cierto modo, de guía, o más bien de piloto, en aquella difícil navegación. La versión francesa de Ulises es de toda garantía, pero su lenguaje es también difícil, aunque quizá no tanto como en inglés. Y fue ese lenguaje el primer obstáculo, al que seguían las dificultades intrínsecas al texto y las muchas connotaciones y significaciones cripticas que la mera palabra escondía. De todo esto, en aquella ocasión, acabé sabiendo poco. Debo confesar que mi atención se dejó fascinar por los virtuosismos técnicos y verbales que discutíamos y estudiábamos con el texto delante en un rincón del café, mientras la orquesta de señoritas, y alguna vez de caballeros, ejecutaba piezas de repertorio”.

Este era el panorama de los joyceanos.

Por aquellos años me preocupaba principalmente el teatro, del que empezaba a saber algo, de modo que esta afición me llevó a preferir, del conjunto de Ulises, la parte dialogada, que es, al mismo tiempo, la más afín al superrealismo por entonces vigente, o casi, entre nosotros. Quiero decir, fuera de aquí su hora de plenitud había pasado”.

Esta es la cita con la que Torrente nos narra el interés y el encuentro, en fecha muy temprana, con la obra de Joyce. Hay que saber, además, que la primera traducción de fragmentos de Ulises que se hizo, no fue al castellano, sino al gallego, y era obra de Ramón Otero Pedrayo publicada en la revista Nos en 1926.

Con el tiempo, en el año 1972, un crítico tan interesante e importante como Pere Gimferrer, escribió algo bien significativo: 

Espero no pecar de paradójico si me aventuro a señalar que posiblemente La saga fuga de JB sea una de las contadas experiencias de la narrativa peninsular realmente afines al espíritu de un Joyce”.

Yo siempre lo he creído. Siempre me interesó Torrente Ballester, y un día, en el año 1994, me topé con una entrevista que le hacía Manuel Rivas, creo que era en el suplemento de El País. Le pregunta Manuel Rivas:

“James Joyce escribía cartas de amor a su mujer Nora, bastante obscenas, ¿cultivó usted ese género?
Yo escribí cartas, ejem… sabes que  yo vi a Joyce en París”.
En esa afirmación de Torrente, algo se me iluminó. Nunca lo había contado, pero pega de verdad, hasta el punto de que es el personaje que falta para completar los cuatro que traigo hoy. Dice en la entrevista:
Tenía una voz muy chillona, no me causó mucha impresión, y eso que yo, entonces, era muy joyceano. En cuanto a las cartas, ten en cuenta que Joyce se educó en los jesuitas y manejaba muy bien las palabras”.

Durante años, les tengo que decir, perseguir a Torrente hasta que por fin conseguí una entrevista con él. No era un hombre fácil para la prensa, no le gustaba hablar, aparte que, ya de mayor, era una persona que estaba un poco de vuelta de todo. Pero una vez conseguí, “me tiene usted que hablar, don Gonzalo, de su encuentro con Joyce, de cómo fue, dónde, cuándo, porque lo necesito para completar mi historia”. Algo me contó. Me dijo que no fue exactamente una conferencia o una charla, sino que era la grabación de unos fragmentos de Ana Livia. Joyce estaba acompañado de su hija Lucía, que ya presentaba claros síntomas de demencia, me contó Torrente, y me dijo también que, posiblemente, estaba allí Samuel Beckett. Calculé que Torrente estuvo en París de julio a diciembre de 1936, en la primera época de la guerra, y es cuando le tuvo que ver. No cruzó con él palabras, pero por lo menos le vio. Ésta era la cuarta impresión que tengo de los personajes que conocieron a Joyce.

Y hay una última interpretación de Joyce en la que quisiera detenerme, pues me parece que es de gran interés para ustedes. Es una cosa única. Me refiero a la caricatura de Joyce en forma de interrogación. No es ya una visión literaria de Joyce, sino una interpretación artística en toda regla, como vamos a ver ahora. Existe una muy conocida y canónica biografía de Joyce, incluso considerada como ejemplo de biografías, que es la de Richard Ellmann, donde habla de lo que hizo Joyce cada 10 minutos. Ellmann tenía una gran capacidad de investigación y posibilidades económicas, además de haberlo comprado todo. Pero apenas hablas de esta caricatura, y no sabe mucho de ella, incluso no sabe quién es César Abín. Dice que es un español, pero sólo lo dice en una edición posterior. Al principio le llama Alvin. Me extrañó mucho, porque siendo la caricatura más famosa de Joyce, cómo es posible que no la conociese Ellmann.

Voy a contarles cómo se llega a hacer esta caricatura y de dónde sale. Porque, además, hay otros elementos de Joyce que puedo poner encima de la mesa y que pueden resultarles de interés. Se sabe, y ha sido objeto de muy diversas elucubraciones, que Joyce era amigo de la numerología y de la astrología. Daba a las fechas un poder mágico. Es algo que está más que demostrado. Pero especialmente al día de su cumpleaños. Para él, el día de su cumpleaños era especial. Se empeñaba, por ejemplo, por tener en las manos el primer ejemplar impreso del Ulises en el día que cumplía los 40 años. Y eso produjo el milagroso efecto de poner fin a sus interminables añadidos y correcciones, porque no hacía más que añadir pruebas sobre pruebas que se dejaba por media Europa y que se perdían. Y le plantearon que si quería que estuviese listo para su 40 cumpleaños, tenía que cerrarlo ya. Por fin lo hizo. Y con su habitual abnegación, la editora Sylvia Beach se plantó en la estación de París a las siete de la mañana del 2 de febrero de 1922, día del 40 cumpleaños de Joyce, para recoger un paquete que, después de descartar otras formas de envío que se podían perder, traía en mano el maquinista del Expreso de Dijon conteniendo el famoso libro Ulises de portada azul.

También, un 2 de febrero de 1914 se publicó la primera entrega de Retrato del artista adolescente. Era una manía que tenía Joyce, todo tenía que publicarse el día 2 de febrero, día de su cumpleaños. Y otro 2 de febrero de 1927, es la fecha de la carta que firman todos los intelectuales europeos que protestaron por la edición pirata de Ulises en EEUU. En España, el coordinador del movimiento fue Marichalar a pedido de Sylvia Beach. Como curiosidad les diré que los españoles que firmaron esta carta son Azorín, Jacinto Benavente, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Antonio Marichalar, Gabriel Miró, José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y el mexicano, radicado en España, Alfonso Reyes. 

Por todo ello, cuando Joyce iba a cumplir los 50 años, sus amigos se preocuparon de hacer algo especial. A comienzos del año 1932, cuando se acerca la fecha, el escritor atravesaba muy penosas circunstancias, a pesar del éxito evidente y objetivo que había tenido Ulises. Personalmente estaba muy abatido. Se agravaban los problemas de la vista, le volvían a operar de la vista, le ponían un parche, su padre John Joyce, personaje fundamental en su desarrollo, acababa de morir. Se encontraba en tal estado de postración que había llegado a barajar la posibilidad de confiar la redacción del final del Work in progress a otra persona.

Sylvia Beach, que en los últimos tiempos se había distanciado bastante de Joyce, sobre todo a partir de 1932, sabía la importancia de la fecha y le llamó por teléfono para desearle que pasara un día muy feliz. Pero el día de su cumpleaños no fue un día feliz. Su hija Lucía, que presentaba evidentes signos de alteraciones psíquicas, se enfadó con su madre y le arrojó una silla. George, el hermano mayor, la llevó en un taxi a un sanatorio mental. Joyce estaba visiblemente abatido cuando, por la noche, le arrastraron a la fiesta de unos amigos con motivo de su cincuenta cumpleaños. Y no lo sacó de su postración ni la una tarta con cincuenta velas, ni otra tarta que representaba la portada de Ulises. Pero en fin, poco después se fue rehaciendo y recibió, por fin, una buena noticia, el nacimiento en París de su nieto Stephen James.

Este nieto de Joyce todavía vive en París y gestiona con ahínco los derechos de Joyce. Yo he tenido algún encuentro y desencuentro con él, y he de decir que es inflexible y muy difícil de sacarle cualquier cosa, al menos mientras sigan vigentes los derechos de autor, que en el caso de Joyce tienen una excepción porque el nieto, que es un verdadero águila, logró una prórroga fundándose en que el Ulises estuvo prohibido, de tal manera que esa época no cuenta. Hay un galimatías legal que, los que hemos hecho alguna exposición de Joyce, lo hemos sufrido.

El matrimonio que había organizado la fiesta era el formado por Eugene Jolas y María Jolas, que propugnaban una curiosa religión de la palabra. Y habían encontrado en el irlandés a su profeta. Eugene Jolas le abrió las páginas de su revista Transition, donde se dieron a conocer las primeras entregas de lo que luego sería Finnegans Wake. Los Jolas, con otros amigos, pensaron que la mejor manera de celebrar medio siglo de Joyce era publicar en la revista un retrato para la posteridad que mostrará a Joyce con cincuenta años. Pero no una fotografía más, sino una obra artística que mostrara la complejidad del genio irlandés. El resultado es el perfil, en forma de interrogación, en el medio de un cielo entre nubes. No sólo es la más famosa caricatura de Joyce, sino también una inquietante radiografía de sus obsesiones y anhelos en un momento crucial de su vida.



Caricatura de Joyce de César Abín (1932).


No fue una obra improvisada. Durante quince días, el autor irlandés sugirió, corrigió y añadió detalles con su perfeccionismo incansable. El artista elegido era uno de los caricaturistas más sobresalientes de París. Entendió, interpretó y compartió el estado de ánimo y el peculiar sentido del humor de Joyce.  O sea, fue una obra que hicieron entre los dos. En principio, Abín pintó un retrato clásico de un escritor en su mesa de trabajo y rodeado de libros con una pluma. Pero Joyce no quería eso. A lo largo de 15 días tuvieron sus más y sus menos hasta que llegaron a la esencia de la imagen que Joyce quería transmitir. Por eso es importante, porque es una interpretación.

Hay un perfil de César Abín. A comienzos de 1932 preparó un álbum. Era un caricaturista y pintor nacido en Cantabria. Después de muchísimas averiguaciones, mi mujer y yo logramos llegar a Santander y localizamos a la familia de Abín, dos sobrinas encantadoras que nos sacaron la correspondencia que todavía conservaban de su tío. Hay que decir que Abín no tuvo hijos. Y en la correspondencia había menciones a su trabajo en París y a la caricatura de Joyce. Al volver a España se convirtió en una especie de ultra católico, ultra religioso, solamente pintó iglesias y frescos de vírgenes, porque se vio, de pronto, sumido en ese ardor religioso y no quería saber nada de su época en París, cuando, en realidad, fue una figura importante de esa vanguardia. En gran parte se había perdido su pista, que podemos rehacer gracias a la generosidad de las sobrinas, que no tiraron la correspondencia. Nos dejaron los papeles y los estuvimos viendo.

En el año 1932, Abín preparó un libro precioso sobre caricaturas, donde están pintores como Picasso, otros grandes pintores y los grandes galeristas que había en Francia. Tuvo mucho éxito. Es el libro que le sirvió a Jolas para pensar que Abín era un gran dibujante y contratarlo para hacer la caricatura de Joyce. Pero ese libro no contiene la caricatura de Joyce, que es posterior. Mientras preparaba la edición de este álbum –sentía una gran ilusión, que transmite a su familia de Santander— recibió el encargo. La caricatura se publicó, bajo el epígrafe Homenaje to James Joyce, en la página 16 del número 21 correspondiente al mes de marzo de 1932, poco después de su cumpleaños y, además, como regalo que le hacían sus amigos. Era una nueva etapa de la revista que entraba en renovación. 

Según la versión de María Jolas, mujer de Eugene, Abín realizó un primer dibujo de corte clásico, la imagen del escritor rodeado de sus libros con la pluma en la mano. Pero a Joyce no le satisfizo, y pasó quince días sugiriendo modificaciones. Su amigo Paul León le decía que asomado a una esquina para cruzar la calle parecía un signo de interrogación. Entonces Joyce pidió a Abín que le pintara de esa forma. Fue una exigencia de Joyce, no es una idea de Abín. Otro amigo le llamaba payaso con la nariz azul, y quiso que le pusiera una estrella en la nariz para iluminar la nariz de payaso. Debía notarse que estaba de luto y abatido porque acababa de morir su padre, entonces tenía que ir de negro y sugirió el hongo negro y el número 13 inscrito en él, porque era una cuestión de mala suerte. Estaba tan mal que quería que le pintara con telarañas, y Abín pintó con telarañas. Los remiendos en las rodillas del pantalón habrían de demostrar su abandono. Ven que Joyce no podía desaprovechar ningún resquicio para expresarse, porque lo que buscaba con esta caricatura era expresarse, dejar su huella para la posteridad, para que nosotros le viéramos así. Y pidió que de su bolsillo saliese un papel con una canción, pero esa canción tenía que ser Let Me Like A Soldier Fall. El punto de interrogación no podía ser cualquier cosa, tenía que ser la bola del mundo, y tampoco tenía que haber cualquier cosa dentro de la bola del mundo, sino que se tenía que ver Irlanda y, concretamente, Dublín, como un borrón de tinta. 

De regreso a España, César Abín, el quinto español que conoció a Joyce, cuando murió éste, recuperó la caricatura y la publicó añadiendo algunos comentarios más  que, junto con la correspondencia, nos dan la visión del pintor. Cuenta que le dijo Joyce:

Yo celebro ahora mi cincuentenario, pero quiero que usted me haga la caricatura tal y como soy, que se vea mi ceguera, mi falta de dientes, la endeblez de mis piernas, mi desidia y mi abandono”.

Eso es lo que quiere que refleje la caricatura. Y ahí está. Joyce quedó convertido en un gran signo de interrogación cubierto de telarañas sobre el mundo, donde Irlanda, la patria del escritor, era un borrón de tinta. La apostilla en un periódico de la época condenaba a Joyce como un escándalo por el vanguardismo, pero eso ya es cuestión de la prensa española de los años 40, dónde no nos vamos a meter. Joyce mueren en 1941, es decir, no llega a cumplir sesenta años, muere con 59. Y tenemos algo que le dijo Joyce a Abín, otra anécdota muy interesante con la que puedo terminar. Comenta Joyce la caricatura con su habitual genio e ingenio:

He enseñado esta caricatura al dueño del bistró donde acostumbro a comer. No ignora usted que los dueños de los bistró son los mejores críticos de arte que existen en el mundo, y puedo decirle que la caricaturas le ha satisfecho mucho”.

Esta es la historia de la caricatura que César Abín realizó de James Joyce.

Muchas gracias

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