La recepción
de Joyce en España es una perspectiva
más de las varias que ustedes van estableciendo alrededor de esta figura poliédrica
de James Joyce. Creo que no tiene sentido, en estas circunstancias y en este
contexto, inundarlos de citas y referencias literarias que pueden encontrar
publicadas en los libros. La recepción de Joyce en España es muy interesante
hasta el año 1975- 76, cuando, con la traducción de José María Valverde, ya se
puede dar por asumido a Joyce en las letras españoles. Hasta entonces, lo que
va a ocurriendo en torno a nuestro autor es significativo, sintomático y, a la
vez, muy interesante, porque se van viendo los diferentes caminos de la
narrativa, de la novela, incluso de la creación artística.
He pensado, para esta ocasión, un planteamiento que
trata de ser original, ameno y, tal vez, interesante, a saber, hablar de los
españoles que conocieron y trataron a James Joyce. Vamos a ir desgranando la
cuestión, porque todos ellos constituyen un testimonio directo, nos ofrecen
recuerdos personales acerca de esta figura tan especial, cosa que no es fácil
encontrar en el caso de Joyce. Es otra forma de acercarse al escritor irlandés a
través de descripciones, de lo que llama la atención a cada uno de los cinco
españoles que hemos elegido y que me he ocupado de rastrear. Creo que son los
únicos que conocieron personalmente a Joyce y que dejaron un testimonio al
respecto. Además, juntos, constituyen y dibujan la mejor panorámica de lo que
ha sido la recepción de Joyce en España. No hay mejor forma de verlo que desde
estos cinco personajes, porque ellos representan cinco vías de entrada, cinco
tendencias literarias, cinco caminos que, de una u otra forma, encuentran a
Joyce en el camino, lo rechazan, lo recuperan, etc. Este es el planteamiento
que quiero llevar a cabo. Al respecto, publiqué un libro después de una tesis
doctoral del año 1997, allí recojo este tipo de cuestiones. Vamos, entonces,
hacia esos testimonios personales tan interesantes, que recogen las opiniones
de la gente acerca de este hombre, James Joyce, todo un personaje ya en
aquellos momentos.
Hasta bien entrada la década de los 60, la relación de
España con Joyce es tan tenue como la que mantuvo Joyce, en vida, con España. A
pesar de los juegos que he hecho en mi blog acerca de su estancia en España,
creo que Joyce nunca estuvo en España. A lo que me refiero en ese blog es a lo
siguiente. En el año 1941, con motivo de la muerte de Joyce, hubo un periódico
español que público que el escritor irlandés había estado en España, incluso mencionaba
el lugar de su alojamiento en una casa de la Calle Mayor, número 84,
exactamente la misma desde la que Mateo Morral tiró la bomba contra Alfonso XIII
en el año 1902. Veinte años después, supuestamente, aparecería James Joyce en
el mismo balcón. Me pareció un juego estupendo, sobre todo porque, parece ser, el
dueño de la casa la tiene en venta. Con todo esto hice un juego sobre si Joyce
podría haber estado en España, como decía la prensa de la época.
De cualquier forma, creo que es difícil que llegara a
España. Además, no se le conoce un gran interés por España ni por lo español,
más allá de algunas lecturas de Cervantes que realizó a lo largo de su vida, y
más allá, por supuesto, del santoral español que trató mucho –como saben era de
formación jesuita—. Mostró, eso sí, un interés obsesivo, como era su costumbre,
por documentarse a cerca de Gibraltar. En Gibraltar y en su entorno, como saben,
sitúa los orígenes de Molly Bloom, el personaje femenino protagonista del Ulises, y saben también que la madre de
Molly Bloom era andaluza. Aparte de esto no hay más interés por España. Y del
lado español hacia Joyce, como veremos a continuación, salvo algunos aldabonazos
iniciales de Marichalar y de algún otro personaje, o también de algunas
referencias de la revista gallega Nos,
Joyce permanece en un limbo hasta que, cuarenta años más tarde, es recuperado.
Por tanto, la desafección es mutua.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que era una
verdadera heroicidad trabar relación con un personaje como Joyce. Al menos
hasta que llega a París en el año 1920, era bastante desconocido, sobre todo
fuera del mundo anglosajón. Era exiliado, proscrito, irlandés, vagaba por media
Europa, de Italia a Zúrich, de Zúrich a Trieste, escribía para una minoría en
una lengua casi propia y, además, murió pronto, no llegó a cumplir los 60 años.
Para cualquiera era muy difícil llegar a conocerle, por eso estos cinco
españoles de los que vamos a hablar tienen un mérito especial. Dejaron
constancia de su encuentro con el autor en muy diversas épocas y circunstancias.
Y estas visiones, además, resumen inmejorablemente las principales vías de
entrada de Joyce en España.
Vamos pues con el primero de ellos. Aunque hay alguna
mención anterior incluso a la
publicación de Ulises en Febrero de
1922, Joyce fue dado a conocer en España, sin duda alguna, por Antonio Marichalar,
Marqués de Montesa. Era un hombre clásico, miembro destacado de la Revista de Occidente. Hay que tener en
cuenta que Ortega no hablaba inglés, hablaba alemán, francés, de tal modo que
quien se ocupaba de la literatura inglesa en Revista de Occidente era Antonio Marichalar que, en palabras de
José Luis López Aranguren:
“Era el mejor
conocedor de la literatura inglesa contemporánea, de esos grandes ingleses
nacidos, algunos, en los Estados Unidos, con los que sin duda sintonizaba bien
en su gusto por la vanguardia artística y, a la vez, en el conservadurismo
político y en el fondo cultural”.
Marichalar presentó a Joyce en España con todos los
honores literarios, y su trabajo tuvo una enorme repercusión. Fue en Revista de Occidente, en el número del
mes de Noviembre de 1924. Era el artículo principal de la revista, el artículo
que la abre. Se titulaba James Joyce en
su laberinto. Es bastante extenso y empieza con una cita clásica muy de la
época, muy joyceana:
-¿La Muerte?
No tiene interés. Lo que, en estos momentos, intriga a París no es la Muerte,
ciertamente: es el Monólogo interior.
-¿No ha oído
hablar de Joyce?
J. Giraudoux. (1924)”
Es el estilo que había en París. En esta misma revista
se publicó la primera fotografía sobre Joyce en España, facilitada por Sylvia
Beach a Antonio Marichalar para este número histórico de Revista de Occidente. Es curioso que, en esta misma publicación, haya
un artículo de Jorge Luis Borges dedicado a Quevedo. Borges también era un
personaje en sí mismo, al igual que Joyce. Borges escribió en la revista Proa, y en febrero de 1925 publicó un
artículo sobre Joyce en el que se postulaba como el primer escritor hispano que
había arribado al continente de Joyce. Dejémoslo así, porque Borges era Borges y
tal vez es posible, depende de los tiempos y de cuánto pudiera tardar una
revista, publicada en noviembre, en llegar a Buenos Aires.
Total, que estábamos con el artículo inicial. A Joyce
se le presenta como uno de los superadores del realismo, no sólo en este
artículo, sino que hay una especie de desembarco en toda regla por medio de
Valery Larbaud, que desde Francia ya ha advertido del nacimiento de un genio. Y
en un libro tan esencial para la historia de la literatura española cómo La deshumanización del arte de Ortega y
Gasset, en el año 1925 cita a Joyce como uno de los superadores del realismo. Bien
es cierto que sólo le cita. Hay otros autores a los que desarrolla un poco más,
probablemente porque no lo había leído. Pero todo el grupo de Revista de Occidente se encarga de poner
de manifiesto que ha nacido una estrella. Poco menos que eso.
Marichalar aporta los presupuestos estéticos
imprescindibles para la comprensión de la revolución que lleva implícita una
obra semejante. Además, pone sobre la mesa la clásica leyenda sobre Joyce, la
leyenda que siempre ha rodeado al personaje, aristócratas que venden sus
tierras para comprar Ulises, la
censura, el exilio, etca. Esta es la visión que prevaleció sobre Joyce hasta,
por lo menos, la llegada de la República.
Tenemos por un lado a Marichalar, por otro a Ortega y
Gasset. Y se ocupan de que en el año 1926 se publique una de las primeras
traducciones de Retrato del artista
adolescente, la de Dámaso Alonso. Traducción muy temprana, de las primeras
que se hacen en el mundo, instigada también por Revista de Occidente y Ortega. Dámaso Alonso era muy joven, y mantuvo
una relación epistolar con Joyce para hacer su traducción, pero no tengo
constancia de que se llegaran a conocer nunca. No la firmó con su nombre, sino
con el pseudónimo de Alfonso Donado y se publicó en 1926. Como les digo, es una
traducción muy temprana. La primera que hizo se titulaba El artista adolescente, lo de retrato se puso en las ediciones
posteriores. Y quien escribe el prólogo de la traducción es, lógicamente,
Marichalar, el gran oficiador de la entrada de Joyce en España. Una versión muy
parecida a la de la Revista de Occidente
se publica como prólogo de la primera edición de la traducción de Dámaso Alonso
del Retrato del artista adolescente.
Pero hay ligeras diferencias que vienen a demostrar, sobre todo, que Marichalar
seguía interesado en Joyce, porque incorpora bibliografía nueva y datos nuevos.
En este batiburrillo hace una referencia que no encontramos en 1924, sino en
1926. En esto me baso para llegar a la conclusión de que tuvo que haber un
encuentro. Les leo la cita, en la que encontramos la visión que tiene de Joyce.
Dice Marichalar en el prólogo a Retrato
del artista adolescente de Dámaso Alonso:
“El propio James
Joyce, envuelto en su pueril chaquetilla cebrada de azul, tiene personalmente
un indudable aspecto protervo y luciferino, ojos vidriados que se dirían
polifacéticos, barbilla encendida, sonrisa circunfleja, a la vez retenida y
atrayente, cordial...”
Están viendo la primera visión que tiene Marichalar de
Joyce, luciferina, algo que se va a repetir una y otra vez. La mención a los
ojos vidriados, a la barbilla encendida, a la sonrisa circunfleja, la
perversidad demoníaca que parece desprender el personaje.
Sin embargo, esta entrada de Joyce en España por la
puerta grande, se ve frustrada por los propios condicionamientos estéticos de
la generación de Ortega y de Revista de
Occidente, que siguen los presupuestos de la deshumanización. Ahí no cabe Joyce.
Con todo eso, cuando cae la primera crítica importante, cuando hay que calibrar
la importancia de Joyce en Revista de
Occidente, alguien como Benjamín Jarnés, figura destacada del grupo de
Ortega, dice algo sobre la traducción y, en general, sobre Joyce, que deja
mucho que desear:
“Es como
recorrer un museo para notar el duro gesto de los guardias o la angostura del
pasillo”.
Poco más o menos se cargan a Joyce. Sería un
experimento que está muy bien, que viene de Francia, que está de moda, es
rompedor, pero no es lo que hacemos aquí. Las manifestaciones siguientes, de
gente tan importante como Machado, Baroja, Pérez de Ayala, etc., hacen
imposible asumir una obra como la de Joyce, considerada, como afirma el propio
Machado, un canto de grajo. Y el propio Marichalar fue perdiendo interés por
las innovaciones de Joyce, por las novelas del siglo XX, algo extensible al
tiempo posterior a la guerra. Cuando le piden un prólogo para un libro que será
muy importante en la recepción de Joyce, Novelistas
ingleses contemporáneos de Ricardo Gullón, año 1945, Marichalar escribe:
“Las
circunstancias han entorpecido mis lecturas. Sabemos de muy pocos valores
nuevos y apenas lo bastante de ellos para apreciarlos de un modo discreto. La
producción no pudo ser normal, y nuestra información estaría forzosamente llena
de lagunas. Digo estaría porque tampoco, por mi parte, he intentado seguir
estos años la producción novelesca. Un cambio operado en la predilección de mis
lecturas ha tenido la culpa”.
Más tarde afirma que le ha llegado Finnegans Wake, o Analivia, y que ha permanecido ayuno de lecturas como antes de
recibirlos. El gran introductor de Joyce en España ha perdido interés por la
figura que dio a conocer. Aquí se pierde, se seca la primera fuente, la primera
vía. Aranguren, en el artículo que hemos citado arriba, indaga un poco en las
causas de este cambio de preferencias:
“Antonio
Marichalar, quien tras pasar por las revista Escorial, fue convirtiéndose en
contenido reaccionario –culto y civilizados siempre, claro—, y se re plegó de
los siglos XX y XIX a los siglos XVI y XVII”.
Esto a pesar de que, como les digo, el trabajo que
hizo el grupo de Revista de Occidente
fue excepcional. Recuerdo que cuando preparé la exposición sobre Joyce en
España, que se inauguró en el 2004 con motivo del centenario del Bloomsday en el Círculo de Bellas Artes,
fui a ver los papeles de Marichalar. Él era académico de la historia, y esos
papeles están todos en la Academia de la Historia. Y si les digo la verdad, a poco
me caigo de la silla cuando descubrí una carta inédita de Joyce entre los
papeles de Marichalar. Sylvia Beach le pide ayuda a Marichalar para firmar la
carta que escribieron los intelectuales de toda Europa para protestar por la
versión pirata de Ulises en Estados
Unidos. Esta era la carta inédita donde habla de sus enfermedades, de su vista,
de la imposibilidad de trabajar, y le da las gracias por el artículo de Revista de Occidente. Todas las cartas tienen
el anagrama de Sylvia Beach y Shakespeare
& Company, son toda la correspondencia que mantuvo Marichalar con Joyce
y, sin embargo, llegó a este punto. Hemos visto al primero de nuestros
personajes
La segunda visión llega de la mano de un personaje muy
distinto. Es un joven inquieto y crítico literario que se llama Juan Ramón
Masoliver. Nacido en Zaragoza en 1910, se licenció en Derecho y Letras en
Barcelona. Fundador, con varios amigos, de Hélix,
conoció a Bretón en París, y fue uno de los impulsores del surrealismo en
Cataluña. Lector de castellano y catalán, en Génova colaboró con la prensa
italiana y fue corresponsal de La
Vanguardia y El sol. Entre sus
obras destacan Ginesta y Mirador. También colaboró en el suplemento
literario Il Mare. Como ven,
estamos ante un perfil muy diferente, y abre la segunda vía de interés en
Joyce.
Una vez apagada la primera vela, por qué se enciende
otra. Porque se enciende la vela del surrealismo. El surrealismo acoge a Joyce,
entiende a Joyce, quiere interpretar lo, y Masoliver es el prototipo, tanto por
la revista que funda como por su manera de escribir. El surrealismo se interesa
en Joyce y Masoliver tuvo una relación intensa con Joyce. En un artículo que
publicó en Destino con motivo de la
muerte de Joyce en Zúrich en enero de 1941, habla de su relación con el
escritor en París, relación que no fecha pero que debió ser en 1930 ó 1931:
“Hay dos
emociones estéticas que nunca podré olvidar. Oír recitar a Ezra Pound alguno de
sus cantos y a Joyce, en La Trastienda de Shakespeare & Company en París
fragmentos de Anna Livia Plurabelle… Joyce había superado Ulises en aquella
época y estaba concentrado en Work in progress “lo que iba a ser el gran canto
de la noche”. Era un hombre rico que seguía imperturbable el camino de su
soledad después de haberse negado a escribir una sola línea mercenaria y de
haber desarrollado los trabajos más diversos. Su único lujo era invitar a unos
pocos amigos siempre en el mismo café, y de allí, al filo de la medianoche, de
vuelta al trabajo hasta las primeras luces”.
Voy a leer ahora una cita un poco más extensa de
Masoliver. En ella hace la descripción de Joyce, cómo le ve, cómo le entiende.
Dice:
“A fuer de
solitario, gustaba de la compañía al caer la tarde. No para hablar, entiéndase,
que prefería escuchar como ensoñado. De las cuestiones del día no le importaba
más que la familia, la agonía del hombre, fiel a aquella evasión de su Dedalus
para que sea capaz de aprender lo que es el corazón, lo que puede sentir un
corazón, como reza en la atinada prosa que le ha dado Dámaso Alonso. Él seguía
sumido en su epopeya, como Pound. Echaba su escéptica melancolía, o su timidez,
a los juegos de palabras, a las deformaciones chistosos de un vocablo,
concertando los matices y sugerencias de quien conoce una docena de lenguas”.
Esto no era un juego, era casi un refugio, una manera
de ser, una manera de relacionarse con estos juegos. Según cuenta Masoliver:
“Esta era la
vena de sus conversaciones, tras la que ocultaba la conciencia filológica y el
incansable afán estilístico más considerables de nuestro tiempo. Ahí están las
veinticuatro páginas de “Ana Livia”… pero ahí también su lenguaje poético que
no se había oído desde los días de Shakespeare. Hoy me interesa recordar su
figura humana, su jugar con la ironía, su traer a colación todo tipo de
improper, todos los shocking para mostrar la vanidad de la vida y, en
definitiva, para celar uno de los corazones más púdicos y delicados que haya
nacido. Su frente abombada de pensador y su mandíbula voluminosa, corregidos
por la ceguera y por una sonrisa de Gioconda, he aquí un retrato acabado.
Añádase las maneras afables y cierto orgullo o petulancia de introvertido y su
andar erguido al son de un bastón blanco”.
Es un retrato, en efecto, bastante completo, en el que
Masoliver, como antes había hecho Marichalar, se vuelve a fijar en los ojos, en la mandíbula,
en el aire impostado del personaje, del escritor, habla también de su inquietante
sonrisa, de la frente característica, de sus maneras afables, pero sobre todo
destaca su actitud ante la vida, su conversación, su forma de ver el mundo, de
relacionarse con los amigos.
Masoliver pudo acceder a esta velada gracias a la
traducción de unos fragmentos de Ulises
que había publicado en la revista surrealista catalana Hélix, de la que era uno
de los fundadores. Como ven claramente, aquí está el surrealismo. Esta revista
era una de las más significadas del vanguardismo, e ilustra el camino de este
segundo acercamiento a Joyce. A pesar de las vanguardias literarias, tomaron
algunos elementos de la revolución joyceana. Pero su vuelo fue corto en España,
y el irlandés quedó elevado, enseguida, al desaprovechado Olimpo de los
consagrados. El surrealismo tiene poco desarrollo con Joyce, aunque vemos el
interés.
La tremenda emoción que provocó en Masoliver su
encuentro con Joyce fructifica en posteriores trabajos. Comenzó todo con A Portrait, que en la traducción
castellana del joven y ya sabio filólogo Dámaso Alonso y el espléndido prólogo
del anglófilo Marichalar, para los aprendices que éramos entonces, imbuidos de
la lectura por las tardes en la Biblioteca de Catalunya, del espíritu Nouveau y
otros manjares semejantes, vino a ser incuestionable carta de naturaleza de los
movimientos de vanguardia.
Masoliver viene a reconocer que llega a la vanguardia a
través de Joyce. En varias ocasiones habla incluso de detalles, de encuentros
con Joyce. Hay uno especialmente significativo por lo que supuso para Masoliver.
El primero tuvo lugar cuando, después de muy intensas gestiones con Silvia
Beach, la librera de Joyce y dueña de Shakespeare
& Company, y por medio de Nancy Cunard, otro personaje interesantísimo
de la época, logra acercarse a Joyce. Cuenta que para acercarse a él tuvo que
comprar dos plaquets con fragmentos
de Work in progress, que no debían de
ser baratas, y menos en París. Lo relata así.
“Y allí me
tenéis, sin llegarme la camisa al cuerpo, cuando a mis ojos atónitos se
presenta un auténtico hidalgo a la antigua usanza, refinadísimo, casi
transparente, huesudo y largo, un tanto cargado de hombros también y con un
curioso y pálido rostro asbúrgico de cuarto creciente, en una cabeza alta como
una torre y de frente abombada, un ojo enorme, el derecho, esforzándose en
nadar dentro de un cristal de a dedo. Entretanto, la mano sedosa de pianista
mecía muellemente un bastón blanco mientras la boca fina, no sé si risueña o
algo burlona, emitía una voz dulce, tenoril y vibrante, bien escandidas las
palabras, mesuradas todas, amables sin duda, incluso cordiales, aunque con un
no sé qué de altivez. Sólo una primera impresión, lo reconozco. En ulteriores encuentros
no hubo aquel gesto distanciador, siempre mostraría una sencillez y un
abandonarse, una magnanimidad para con este aprendiz, como rara vez verás en
gente de esa altura”.
Este tipo de conversaciones le llevan incluso a otra
anécdota, con la que termino la aparición de Masoliver:
“Al saber que mi
maestro Jordi Rubio me brindaba un lectorado en la Universidad de Génova, me
citó Joyce en un pequeño restaurante cerca del Bulevar Montparnasse. Tras
exaltarse con el paralelismo entre Génova y su Trieste, dos anfiteatros al
abrigo del Monte por un mejor dominio del mar, y hacer propias las experiencias
todas del mundo, pasó a su personaje en gestación, aquel tabernero irlandés
borracho y pecador que es, a la vez, pater familias, y es el propio Joyce,
escritor y hombre, como el Dublín enamorado de su esposa, y el propio Finnegans”
Aquí, Masoliver, sin querer, empieza también a sufrir
una influencia en el estilo. Es impresionante lo de Joyce, pues después de
muchas cosas, por fin le dice que le ha traído un regalo. ¿Cuál es el regalo? Decía:
“Cuando
acercando peligrosamente el ojo menos dañado a un tarjetón que sacó del
bolsillo, leyó las cálidas palabras dirigidas a Ezra Pound, que ya tenía sus
cuarteles en Rapallo, a media hora de Génova, donde le emplazaba a que fuera el
Virgilio de mi descenso a Italia”
O sea, le firmó una carta de recomendación dirigida a
Ezra Pound, que fue utilísima para Masoliver, pues colaboró en su revista, fue
su amigo y fue traductor de Ezra Pound. Estamos viendo que también Joyce tenía
sus detalles y su corazón. Este es el segundo de los autores.
Si la relación de Masoliver con Joyce fue claramente
de discípulo a maestro, la que sigue, con Eugenio d´Ors, es entre dos iguales, pugnado
ambos por ganar los favores de un tercero, según la deliciosa e hiriente recreación
que hizo el escritor catalán.
Traspasada la barrera de la Guerra Civil, la
literatura española anduvo en tremendismo, después en realismo, movimientos,
ambos, muy ajenos a las propuestas de Joyce. Por eso, después de la guerra
civil, Joyce prácticamente no existe. En los años 40 y 50, el escritor irlandés
es pura anécdota, y ello a pesar de la avalancha de traducciones anglosajonas
que invaden el mercado español, sobre todo a partir de 1945, cuando se liquida la
Guerra Mundial y hace falta limpiar el pasado y acercarse al mundo anglosajón
en contra del alemán. Entonces, las traducciones de ingleses y americanos en
España son muy frecuentes. Por ahí, un poco, vuelve a entrar Joyce a partir de1945.
Ese año se publicó el libro de Ricardo Gullón que les
digo fundamental, Novelistas ingleses
contemporáneos, que tenía el prólogo de Antonio Marichalar en los desalentados
términos que hemos visto. Allí dijo que ya no le interesaba Joyce, y hablaba de
varios escritores. Eugenio d'Ors, que a la sazón era uno de los grandes
columnistas de la prensa española, uno de los grandes popes de la literatura,
años 40 y 50, sobre todo con una columna que se llamaba Glosario y luego Novísimo
glosario, donde dictaba cátedra, un día se ocupa de los autores ingleses de
Gullón. Escribe que ha conocido a algunos, que ha estado con Virginia Wolf, que
ha conocido a Katherine Mansfield
y, al cabo de las dos o tres semanas, vuelve a retomar el tema y dice que no
había caído, tal vez por lo de irlandés, que también conoció a Joyce. Entonces
nos cuenta su encuentro con él escribiendo una cita verdaderamente envenenada.
Tiene toda esa sabiduría de la escritura de Eugenio d'Ors y, a la vez, todo su
veneno implícito. Dice:
“Le traté unas
horas en la librería de Adrienne Monnier.
Allí se le tenía encerrado en la trastienda. El fenómeno me pareció, en efecto,
hombre de mucha trastienda. No llegué a adivinar si por culpa suya o del
negociete que en torno suyo se había montado tras de las gafas negras, montadas
en trapos, a lo que le condenaba una afección de la vista. Con lo cual,
oftalmópata él y yo escamón, no había manera de que nada cordial y tampoco
intelectual quedara anudado entre nosotros, a pesar de los esfuerzos previos
que, a tal fin, había prodigado el bueno de Valery Larbaud”.
Aunque no se detiene mucho en la descripción física o
psicológica, vuelve a insistir d´Ors en la grave afección de la vista que
efectivamente tenía Joyce. Lo que desarrolla el articulista es la rivalidad
larvada entre los dos, y ello porque Valery Larbaud se había comprometido a
traducir Ulises y también se había
comprometido a traducir Vida de Goya
de Eugenio d'Ors. Los dos pugnaban por quedarse con los servicios de alguien
tan importante y tan vital para un lanzamiento como era Valery Larbaud. Eugenio
d'Ors, secretamente, se alegró cuando el médico prohibió a Larbaud que
continuara con lo de Joyce porque era un caos ininteligible:
“… cuyo
galimatías representaba para el traductor fatigas agotadoras”.
Aunque luego también le recomendó que dejase la
traducción del lio de d´Ors, de lo cual salió un enredo literario de mil
diablos. Ya ven ustedes el encontronazo que se produjo entre ellos. Por estos
datos cabe deducir que el encuentro se produjo a finales de los años 20, por la
fecha de la traducción del Ulises etcétera. Pero lo interesante y lo más cruel,
es la valoración que a continuación hace d´Ors de la obra de Joyce:
“En aquellas
alturas ya había yo leído cuatro o cinco veces el Ulises, sólo que a cada vez
no había pasado de una cuarta o quinta parte. Mi buena voluntad en la tentativa
se demuestra por el hecho de haber repetido la prueba encarándola en dos o tres
idiomas distintos, sin contar con el joyceano, dialecto que ignoro por qué
razón me pareció que dónde quedaba mejor traducido era en el italiano. Habían
excitado, encima de esto, mi interés, los anuncios y prospectos de lo que se
titulaba Obra en marcha y que pudo tomarse como un trasunto extremadamente
original de la historia de la cultura. A cada paso, las excitaciones venían
fomentadas por el delirio de ciertos contiguos admiradores que no cesaban de
pincharle a uno con acicates como el siguiente: “Sabe usted qué nombre le ha
dado Joyce a uno de sus personajes, pues
Leopold Bloom, y al río Stoke le llama río Stuck. Es genial. Terco de mí, mi experiencia en mi contagio,
llegaron a ganarme. La monstruosidad. Esto es lo que ante Joyce me detenía,
peor aún, porque siempre me daba cuenta de que se trataba de una monstruosidad
pueril. Así, el infantilismo fisiológico va ligado, a veces, al anatómico
gigantismo en este irlandés enorme y, si se quiere, delicado. Toda la máquina
de una colosal logomaquia, no venía a traernos, sino, ciertos primores de lo
primario, al estilo de la extensión de lo subconsciente o del monólogo
interior… Cuando un físico o un matemático me llenan páginas y páginas con el
álgebra más dura de pelar, apechugo con ellas porque me digo que detrás de la
misma andan quizá cosas tan importantes como el descubrimiento, en lo técnico,
del espacio y tiempo, y en lo práctico de la bomba atómica. Ahora, que si tras
un cómodo tomar paciencia, lo único puesto en claro son las nemotécnicas de un
restriñido, me digo como los contertulios de Amadeo Vives cuando éste les
contaba lo barato que salía tomar café en Barcelona, y le contestaban, sí pero
y el viaje... Sobre explorar ciertas correlaciones anímicas, los viajes de
Conrad eran, por lo menos, tónicas navegaciones de corsario. Los viajes de
Joyce recuerdan más bien a los que pueda hacer un paleto que en la verbena ha
entrado en el Palacio de los espejos o en el laberinto o en la exposición de la
risa, o bien montado al carrusel de donde, según gemía otro desengañado, se sale
donde se montó, mareado y con dos reales menos”.
Esta es la visión de Eugenio d'Ors acerca de James
Joyce. Es sintomático de cómo se veía a Joyce en España. Pérez de Ayala, y
todos los grandes autores, piensan lo mismo de Joyce con diferentes palabras.
Por ejemplo, hay gente como José Luis López Aranguren que dice que la obra de
Joyce es una pescadilla que se muerde la cola. Es el sentimiento generalizado
durante los años 40, 50, y buena parte de los 60. Andrés Amorós hace un juicio
crítico diferente. Le parece tan bestia el juicio que se hace de Joyce, y es
tan buena persona, pues siempre procura ver el lado positivo de las cosas, que
escribe lo siguiente:
“A d´Ors le
parecen defectos estéticos importantes de la obra de Joyce el ser monstruoso,
desmesurado y, en el fondo, pueril. También la importancia extraordinaria
concedida a la vida interior, hipertrofiada aquí merced al reflejo del
subconsciente en el monólogo interior. Censura d´Ors el uso libérrimo del
lenguaje, la embriaguez de hablar sin freno alguno, aunque reconoce que con eso
se obtiene, a veces, un lirismo grandioso. Estos reparos son fruto, desde
luego, de una mentalidad clasicista. Pero la obra de Joyce no deja de ofrecer
cierta base para ellas. Lo malo es que, además de esto, d´Ors utiliza el Ulises
para lucir su ingenio, fulminándolo alegremente con frases típicas de su
estilo, lo cual no deja de tener gracia, pero nos parece totalmente
inadmisible, porque el Ulises podrá gustar o no, se le puede atacar o defender,
pero merece, desde luego, ser enjuiciado con más seriedad y respeto”.
Para la entrada de Joyce en España hay que esperar al
año 1962, sobre todo con una novela fundamental, Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Hay otros intentos
anteriores, pero quien verdaderamente traslada esa forma de narrar, esa forma
de ver el tiempo y el espacio, y las técnicas, es Tiempo de silencio. Con esa
novela excepcional se trae a las letras españolas todo lo que ha inventado Joyce.
Estamos en el año 1962. Hasta muy finalizada la década no se empieza a
normalizar. Y como les digo, no se puede hablar de normalización completa hasta
los años 70. A partir de ahí sucede todo lo contrario, una carrera alocada,
todo el mundo es joyceano, se traduce cualquier cosa, se traducen las cartas,
incluso cosas que no tienen tanta importancia, y se produce lo contrario, hasta
que ya empiezan a surgir los anti-joyceanos, sobre todo Juan Benet, que tiene
un artículo interesantísimo contra Joyce.
Vamos a ver al cuarto español que habla de Joyce. Es
un caso muy curioso, porque es uno de los escritores por los que siento más
veneración. Me parece un hombre que trabajó la literatura, que trabajó su
estética, que se preguntó cosas, que luchó, que sufrió, Gonzalo Torrente
Ballester. Él explica cómo conoció la obra de Joyce:
“Busqué, cuando
supe de su existencia, la traducción francesa de Ulises, pero tardé en
encontrarla, mucho para mi deseo, aunque no tanto si se piensa en la edad que
tenía por entonces, los 24 años. Es muy probable que ante ese libro me hubiera
decepcionado. A tal edad llegó en el momento justo y en circunstancias
favorables, porque pudimos juntarnos en el lugar donde menos pudiera esperarse,
en mi pueblo, unos cuantos aficionados a la literatura moderna. Y uno de ellos
que poseía el libro y que después me lo vendió, actuó, en cierto modo, de guía,
o más bien de piloto, en aquella difícil navegación. La versión francesa de
Ulises es de toda garantía, pero su lenguaje es también difícil, aunque quizá
no tanto como en inglés. Y fue ese lenguaje el primer obstáculo, al que seguían
las dificultades intrínsecas al texto y las muchas connotaciones y
significaciones cripticas que la mera palabra escondía. De todo esto, en
aquella ocasión, acabé sabiendo poco. Debo confesar que mi atención se dejó
fascinar por los virtuosismos técnicos y verbales que discutíamos y
estudiábamos con el texto delante en un rincón del café, mientras la orquesta
de señoritas, y alguna vez de caballeros, ejecutaba piezas de repertorio”.
Este era el panorama de los joyceanos.
“Por aquellos
años me preocupaba principalmente el teatro, del que empezaba a saber algo, de
modo que esta afición me llevó a preferir, del conjunto de Ulises, la parte
dialogada, que es, al mismo tiempo, la más afín al superrealismo por entonces
vigente, o casi, entre nosotros. Quiero decir, fuera de aquí su hora de
plenitud había pasado”.
Esta es la cita con la que Torrente nos narra el
interés y el encuentro, en fecha muy temprana, con la obra de Joyce. Hay que
saber, además, que la primera traducción de fragmentos de Ulises que se hizo, no fue al castellano, sino al gallego, y era
obra de Ramón Otero Pedrayo publicada en la revista Nos en 1926.
Con el tiempo, en el año 1972, un crítico tan interesante
e importante como Pere Gimferrer, escribió algo bien significativo:
“Espero no pecar
de paradójico si me aventuro a señalar que posiblemente La saga fuga de JB sea
una de las contadas experiencias de la narrativa peninsular realmente afines al
espíritu de un Joyce”.
Yo siempre lo he creído. Siempre me interesó Torrente
Ballester, y un día, en el año 1994, me topé con una entrevista que le hacía
Manuel Rivas, creo que era en el suplemento de El País. Le pregunta Manuel
Rivas:
“James Joyce
escribía cartas de amor a su mujer Nora, bastante obscenas, ¿cultivó usted ese
género?
Yo escribí
cartas, ejem… sabes que yo vi a Joyce en
París”.
En esa afirmación de Torrente, algo se me iluminó. Nunca
lo había contado, pero pega de verdad, hasta el punto de que es el personaje que
falta para completar los cuatro que traigo hoy. Dice en la entrevista:
“Tenía una voz
muy chillona, no me causó mucha impresión, y eso que yo, entonces, era muy
joyceano. En cuanto a las cartas, ten en cuenta que Joyce se educó en los
jesuitas y manejaba muy bien las palabras”.
Durante años, les tengo que decir, perseguir a
Torrente hasta que por fin conseguí una entrevista con él. No era un hombre
fácil para la prensa, no le gustaba hablar, aparte que, ya de mayor, era una
persona que estaba un poco de vuelta de todo. Pero una vez conseguí, “me tiene usted que hablar, don Gonzalo, de
su encuentro con Joyce, de cómo fue, dónde, cuándo, porque lo necesito para
completar mi historia”. Algo me contó. Me dijo que no fue exactamente una
conferencia o una charla, sino que era la grabación de unos fragmentos de Ana Livia. Joyce estaba acompañado de su
hija Lucía, que ya presentaba claros síntomas de demencia, me contó Torrente, y
me dijo también que, posiblemente, estaba allí Samuel Beckett. Calculé que Torrente
estuvo en París de julio a diciembre de 1936, en la primera época de la guerra,
y es cuando le tuvo que ver. No cruzó con él palabras, pero por lo menos le vio.
Ésta era la cuarta impresión que tengo de los personajes que conocieron a Joyce.
Y hay una última interpretación de Joyce en la que
quisiera detenerme, pues me parece que es de gran interés para ustedes. Es una
cosa única. Me refiero a la caricatura de Joyce en forma de interrogación. No
es ya una visión literaria de Joyce, sino una interpretación artística en toda
regla, como vamos a ver ahora. Existe una muy conocida y canónica biografía de
Joyce, incluso considerada como ejemplo de biografías, que es la de Richard Ellmann,
donde habla de lo que hizo Joyce cada 10 minutos. Ellmann tenía una gran capacidad
de investigación y posibilidades económicas, además de haberlo comprado todo.
Pero apenas hablas de esta caricatura, y no sabe mucho de ella, incluso no sabe
quién es César Abín. Dice que es un español, pero sólo lo dice en una edición
posterior. Al principio le llama Alvin. Me extrañó mucho, porque siendo la
caricatura más famosa de Joyce, cómo es posible que no la conociese Ellmann.
Voy a contarles cómo se llega a hacer esta caricatura
y de dónde sale. Porque, además, hay otros elementos de Joyce que puedo poner
encima de la mesa y que pueden resultarles de interés. Se sabe, y ha sido
objeto de muy diversas elucubraciones, que Joyce era amigo de la numerología y
de la astrología. Daba a las fechas un poder mágico. Es algo que está más que
demostrado. Pero especialmente al día de su cumpleaños. Para él, el día de su
cumpleaños era especial. Se empeñaba, por ejemplo, por tener en las manos el
primer ejemplar impreso del Ulises en
el día que cumplía los 40 años. Y eso produjo el milagroso efecto de poner fin
a sus interminables añadidos y correcciones, porque no hacía más que añadir
pruebas sobre pruebas que se dejaba por media Europa y que se perdían. Y le
plantearon que si quería que estuviese listo para su 40 cumpleaños, tenía que
cerrarlo ya. Por fin lo hizo. Y con su habitual abnegación, la editora Sylvia
Beach se plantó en la estación de París a las siete de la mañana del 2 de
febrero de 1922, día del 40 cumpleaños de Joyce, para recoger un paquete que, después
de descartar otras formas de envío que se podían perder, traía en mano el
maquinista del Expreso de Dijon conteniendo el famoso libro Ulises de portada azul.
También, un 2 de febrero de 1914 se publicó la primera
entrega de Retrato del artista adolescente.
Era una manía que tenía Joyce, todo tenía que publicarse el día 2 de febrero,
día de su cumpleaños. Y otro 2 de febrero de 1927, es la fecha de la carta que
firman todos los intelectuales europeos que protestaron por la edición pirata
de Ulises en EEUU. En España, el coordinador
del movimiento fue Marichalar a pedido de Sylvia Beach. Como curiosidad les
diré que los españoles que firmaron esta carta son Azorín, Jacinto Benavente,
Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Antonio Marichalar, Gabriel Miró,
José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y el mexicano, radicado en España,
Alfonso Reyes.
Por todo ello, cuando Joyce iba a cumplir los 50 años,
sus amigos se preocuparon de hacer algo especial. A comienzos del año 1932,
cuando se acerca la fecha, el escritor atravesaba muy penosas circunstancias, a
pesar del éxito evidente y objetivo que había tenido Ulises. Personalmente estaba muy abatido. Se agravaban los
problemas de la vista, le volvían a operar de la vista, le ponían un parche, su
padre John Joyce, personaje fundamental
en su desarrollo, acababa de morir. Se encontraba en tal estado de postración
que había llegado a barajar la posibilidad de confiar la redacción del final
del Work in progress a otra persona.
Sylvia Beach, que en los últimos tiempos se había
distanciado bastante de Joyce, sobre todo a partir de 1932, sabía la
importancia de la fecha y le llamó por teléfono para desearle que pasara un día
muy feliz. Pero el día de su cumpleaños no fue un día feliz. Su hija Lucía, que
presentaba evidentes signos de alteraciones psíquicas, se enfadó con su madre y
le arrojó una silla. George, el hermano mayor, la llevó en un taxi a un
sanatorio mental. Joyce estaba visiblemente abatido cuando, por la noche, le
arrastraron a la fiesta de unos amigos con motivo de su cincuenta cumpleaños. Y
no lo sacó de su postración ni la una tarta con cincuenta velas, ni otra tarta
que representaba la portada de Ulises.
Pero en fin, poco después se fue rehaciendo y recibió, por fin, una buena noticia,
el nacimiento en París de su nieto Stephen James.
Este nieto de Joyce todavía vive en París y gestiona
con ahínco los derechos de Joyce. Yo he tenido algún encuentro y desencuentro
con él, y he de decir que es inflexible y muy difícil de sacarle cualquier cosa,
al menos mientras sigan vigentes los derechos de autor, que en el caso de Joyce
tienen una excepción porque el nieto, que es un verdadero águila, logró una
prórroga fundándose en que el Ulises
estuvo prohibido, de tal manera que esa época no cuenta. Hay un galimatías
legal que, los que hemos hecho alguna exposición de Joyce, lo hemos sufrido.
El matrimonio que había organizado la fiesta era el
formado por Eugene Jolas y María Jolas, que propugnaban una
curiosa religión de la palabra. Y habían encontrado en el irlandés a su profeta.
Eugene Jolas le abrió las
páginas de su revista Transition,
donde se dieron a conocer las primeras entregas de lo que luego sería Finnegans Wake. Los Jolas, con otros
amigos, pensaron que la mejor manera de celebrar medio siglo de Joyce era
publicar en la revista un retrato para la posteridad que mostrará a Joyce con cincuenta
años. Pero no una fotografía más, sino una obra artística que mostrara la
complejidad del genio irlandés. El resultado es el perfil, en forma de
interrogación, en el medio de un cielo entre nubes. No sólo es la más famosa
caricatura de Joyce, sino también una inquietante radiografía de sus obsesiones
y anhelos en un momento crucial de su vida.
Caricatura de Joyce de César Abín
(1932).
No fue una obra improvisada. Durante quince días, el
autor irlandés sugirió, corrigió y añadió detalles con su perfeccionismo
incansable. El artista elegido era uno de los caricaturistas más sobresalientes
de París. Entendió, interpretó y compartió el estado de ánimo y el peculiar
sentido del humor de Joyce. O sea, fue
una obra que hicieron entre los dos. En principio, Abín pintó un retrato
clásico de un escritor en su mesa de trabajo y rodeado de libros con una pluma.
Pero Joyce no quería eso. A lo largo de 15 días tuvieron sus más y sus menos
hasta que llegaron a la esencia de la imagen que Joyce quería transmitir. Por
eso es importante, porque es una interpretación.
Hay un perfil de César Abín. A comienzos de 1932
preparó un álbum. Era un caricaturista y pintor nacido en Cantabria. Después de
muchísimas averiguaciones, mi mujer y yo logramos llegar a Santander y localizamos
a la familia de Abín, dos sobrinas encantadoras que nos sacaron la
correspondencia que todavía conservaban de su tío. Hay que decir que Abín no
tuvo hijos. Y en la correspondencia había menciones a su trabajo en París y a
la caricatura de Joyce. Al volver a España se convirtió en una especie de ultra
católico, ultra religioso, solamente pintó iglesias y frescos de vírgenes,
porque se vio, de pronto, sumido en ese ardor religioso y no quería saber nada
de su época en París, cuando, en realidad, fue una figura importante de esa vanguardia.
En gran parte se había perdido su pista, que podemos rehacer gracias a la
generosidad de las sobrinas, que no tiraron la correspondencia. Nos dejaron los
papeles y los estuvimos viendo.
En el año 1932, Abín preparó un libro precioso sobre
caricaturas, donde están pintores como Picasso, otros grandes pintores y los
grandes galeristas que había en Francia. Tuvo mucho éxito. Es el libro que le
sirvió a Jolas para pensar que Abín era un gran dibujante y contratarlo para hacer
la caricatura de Joyce. Pero ese libro no contiene la caricatura de Joyce, que
es posterior. Mientras preparaba la edición de este álbum –sentía una gran ilusión,
que transmite a su familia de Santander— recibió el encargo. La caricatura se
publicó, bajo el epígrafe Homenaje to
James Joyce, en la página 16 del número 21 correspondiente al mes de marzo
de 1932, poco después de su cumpleaños y, además, como regalo que le hacían sus
amigos. Era una nueva etapa de la revista que entraba en renovación.
Según la versión de María Jolas, mujer de Eugene, Abín
realizó un primer dibujo de corte clásico, la imagen del escritor rodeado de
sus libros con la pluma en la mano. Pero a Joyce no le satisfizo, y pasó quince
días sugiriendo modificaciones. Su amigo Paul León le decía que asomado a una
esquina para cruzar la calle parecía un signo de interrogación. Entonces Joyce
pidió a Abín que le pintara de esa forma. Fue una exigencia de Joyce, no es una
idea de Abín. Otro amigo le llamaba payaso con la nariz azul, y quiso que le
pusiera una estrella en la nariz para iluminar la nariz de payaso. Debía
notarse que estaba de luto y abatido porque acababa de morir su padre, entonces
tenía que ir de negro y sugirió el hongo negro y el número 13 inscrito en él,
porque era una cuestión de mala suerte. Estaba tan mal que quería que le
pintara con telarañas, y Abín pintó con telarañas. Los remiendos en las
rodillas del pantalón habrían de demostrar su abandono. Ven que Joyce no podía
desaprovechar ningún resquicio para expresarse, porque lo que buscaba con esta
caricatura era expresarse, dejar su huella para la posteridad, para que
nosotros le viéramos así. Y pidió que de su bolsillo saliese un papel con una
canción, pero esa canción tenía que ser Let Me Like A
Soldier Fall. El punto de interrogación
no podía ser cualquier cosa, tenía que ser la bola del mundo, y tampoco tenía
que haber cualquier cosa dentro de la bola del mundo, sino que se tenía que ver
Irlanda y, concretamente, Dublín, como un borrón de tinta.
De regreso a España, César Abín, el quinto español que
conoció a Joyce, cuando murió éste, recuperó la caricatura y la publicó añadiendo
algunos comentarios más que, junto con
la correspondencia, nos dan la visión del pintor. Cuenta que le dijo Joyce:
“Yo celebro
ahora mi cincuentenario, pero quiero que usted me haga la caricatura tal y como
soy, que se vea mi ceguera, mi falta de dientes, la endeblez de mis piernas, mi
desidia y mi abandono”.
Eso es lo que quiere que refleje la caricatura. Y ahí
está. Joyce quedó convertido en un gran signo de interrogación cubierto de
telarañas sobre el mundo, donde Irlanda, la patria del escritor, era un borrón
de tinta. La apostilla en un periódico de la época condenaba a Joyce como un
escándalo por el vanguardismo, pero eso ya es cuestión de la prensa española de
los años 40, dónde no nos vamos a meter. Joyce mueren en 1941, es decir, no
llega a cumplir sesenta años, muere con 59. Y tenemos algo que le dijo Joyce a
Abín, otra anécdota muy interesante con la que puedo terminar. Comenta Joyce la
caricatura con su habitual genio e ingenio:
“He enseñado
esta caricatura al dueño del bistró donde acostumbro a comer. No ignora usted
que los dueños de los bistró son los mejores críticos de arte que existen en el
mundo, y puedo decirle que la caricaturas le ha satisfecho mucho”.
Esta es la historia de la caricatura que César Abín
realizó de James Joyce.
Muchas gracias
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