Quiero empezar
agradeciendo a Sergio Larriera, responsable de esta enseñanza, su invitación
para participar en este curso tan atractivo y sugerente sobre la obra del
escritor irlandés por excelencia, y desde luego que por excelencia para el
psicoanálisis, James Joyce. La invitación en sí misma, por su oportunidad, pero
sobre todo, la manera de hacerla, ha sido determinante para que yo esté hoy
aquí hablándoles a ustedes de uno de los mejores cuentos de todos los tiempos
en lengua inglesa, y sin lugar a dudas, uno de los mejores cuentos que he
tenido oportunidad de leer en toda mi vida.
Les voy a hablar del
último cuento contenido en la obra “Dublineses” que lleva por título “Los
Muertos”. Los tertulianos de LITER-a-TULIA recordarán que hace ya un tiempo, en
concreto más de tres años, que tuvimos ocasión de conversar acerca de este
relato. En realidad no hace tanto, pero fíjense, es tiempo más que suficiente
para que uno haga una lectura diferente, y el acento se dirija a cuestiones que
no tuvieron especial relevancia en mi lectura de entonces o incluso
directamente no fueron consideradas.
Es un efecto casi
mágico, ¿no? El mismo texto, el mismo lector, y sin embargo ocurre algo que
torpemente expresamos como el paso del tiempo, pero que sin duda merecería que
nos detuviéramos un poco más para poder nombrarlo más atinadamente. Ocurre
algo, digo, que hace que el producto, en este caso la lectura, no sea el mismo,
cuando aparentemente los factores no han cambiado, se trata del mismo cuento y
es la misma persona la que lo lee.
¿Pero realmente es así?
No creo que sea el mismo cuento, pero mucho menos creo que sea la misma
persona. También digo que cuando el peso de la vida hace desaparecer todo
rastro de pasión, de deseo en el sujeto, entonces es posible que esta magia a
la que aludo no se produzca, y nos encontramos ante esos sujetos lineales, que
son así, y que serán así hasta el fin de sus días. Para ellos no está la
dimensión del encuentro, y el relato siempre será el mismo, con sus puntos y
sus comas en los lugares en los que antaño estuvieron, nada hay por descubrir,
nada nuevo. Todo es del orden de una repetición, se trata de una posición en la
que se conserva aquello que fue, son los lugares transitados por la costumbre,
el costumbrismo más conservador, en el que nada fulgura, nada conmueve, y todo
siempre será igual hasta que definitivamente la vida los marchite. Están vivos,
y también están un poco muertos.
Recuerdo que en aquella
lectura, la de hace tres años me refiero, que presumo fue muy atenta, no solo
por la admiración que causó en mí el texto, que hasta entonces desconocía,
siempre me gusta ser muy cuidadoso con las lecturas que proponemos para
discutir en la tertulia, se había apoderado de mí una sensación de estar
leyendo dos relatos diferentes, y si bien luego mi intervención matizaba que
efectivamente no era así, y optaba por la vía de la introducción de un corte en
el relato que provocaría cierto efecto de duplicidad, como si dicho corte lo
partiera en dos relatos, un corte en un momento muy específico, con un agente
operador de dicho corte también absolutamente concreto, la esposa del
protagonista, y con unos efectos demoledores en la linealidad por la que el
cuento hasta ese momento transitaba. Hoy, sin embargo, no puedo más que evocar
aquella sensación, porque lo que en esta nueva ocasión de leer el relato se me
produjo no tiene nada que ver con aquello; hoy no veo dos relatos por ningún
sitio, y me atrevo a decirles que me paso al bando opuesto, el relato me parece
tan compacto, me resulta de un compacidad tal que incluso aquello que di en
llamar “corte” no tiene el mismo valor para mí.
Esto lo capta
perfectamente Huston cuando realiza la película. No se pierdan si tienen
oportunidad pasado mañana de venir a su proyección porque es exquisita. ¿Saben
de esas pocas veces que decimos que una película le hace justicia a la obra
literaria en la que se inspira? Pues ésta es una de esas ocasiones. Bueno, no
por nada se trata de John Huston, probablemente el más grande director de cine
del siglo XX, pero pese a ser John Huston, hay que atreverse con un relato como
este, un relato sin parangón y absolutamente sublime. El tortazo que puede uno
darse también sería de dimensiones considerables. A esto hay que añadir el
final del cuento, que una vez que uno lo lee, lo vuelve a leer, incluso lo lee
por tercera y cuarta y quinta vez, la belleza literaria que atesora es
arrebatadora, y uno piensa, ¿cómo llevar esto a las imágenes? Bueno, les animo
a que no se pierdan cómo lo resuelve Huston, creo que constituye una de las
estampas imborrables del cine de todos los tiempos.
Bien, ya ven qué
fortuna, ¿no? Van y me invitan a hablar de esta pieza única de la literatura.
Bueno, pues aunque mi apellido no es Huston, desde la humildad de mi Estévez me
atrevo a intentar transmitirles a ustedes algunas cuestiones del pensamiento de
Joyce, de sus dilemas y sus laberintos, aquellos por los cuales podemos afirmar
que se trata de un gran autor, un maestro, que sin miramientos de ningún tipo
plasma en el protagonista de su relato, Gabriel Conroy, sus propias
tribulaciones, no siendo muy exagerado afirmar que existe cierta fusión entre
el protagonista y la propia figura de Joyce.
No hay ninguna duda,
como muy bien explica un colega argentino, Claudio Godoy, que el neurótico está
protegido frente a la infinitud de matices de la vida por el filtro edípico, la
realidad psíquica está sostenida por el filtro que supone la figura del padre,
que regula hasta tal punto que el neurótico se queja habitualmente de estar
aburrido porque su vida es siempre lo mismo.
Justamente, no sería
muy descabellado proponer que la falta de ese padre en el sostén de la realidad
psíquica de Joyce, como sabemos y nos consta, lo convierte en un maestro de la
infinitud de los detalles, un genio para percibir y transmitir todo un universo
de matices que no están al alcance de la monocromía neurótica. Y sabemos
igualmente que fue la escritura la que le permitió hacer la función del sostén paterno
que le faltaba, pero ello no se produce sin la constatación de algunas
carencias, carencias que pueden producirse en la vida neurótica aunque haya
existido una función paterna que hubiera operado, sabemos que dicha función
nunca es, digamos, total, no abarca todo, siempre queda alguna zona que no
alcanza, siempre falla, pero es cierto que las carencias nunca pueden ser las
mismas porque dicho sostén paterno ofrece al sujeto la posibilidad de una
inscripción simbólica, y eso es radicalmente distinto a cuando esa inscripción
simbólica no se produce, ya que entonces
la pérdida no es redoblada simbólicamente y la función del deseo puede verse
lastrada por mayores dificultades que aquellas con las que ya tropieza la
neurosis.
Lacan decía: “¿Por qué
no pensar el caso Joyce en los siguientes términos? ¿Su deseo de ser un artista
que mantendría ocupado a todo el mundo, a la mayor cantidad de gente posible en
todo caso, no compensa exactamente que su padre nunca haya sido para él un
padre? ¿No hay algo como una compensación por esta dimisión paterna…?”
Voy a permitirme cierto
forzamiento, pero para mí estas frases de Lacan evocan esa escena del relato en
la que el personaje protagonista, Gabriel, preside la mesa, concitando la
atención de todos, una audiencia presta y deseosa de escuchar eso que tiene que
decir, el contenido de su discurso anual, un discurso por otra parte que rinde
homenaje a las hermanas de su madre, mujer ésta tan matriarcal y seria, que
elige los nombres de sus hijos, y los provee de estudios y hasta profesión,
mujer cuyas palabras tienen tanto peso para Gabriel; recordemos el
cuestionamiento de su matrimonio por parte de su madre con aquel venenoso
“rubia rural” dedicado a su mujer Gretta, palabras que todavía aún hoy ejercen
un efecto sobre él y que nos llevan a preguntarnos: ¿y el padre, qué sabemos
del padre de Gabriel? Nada, nada de T.J. Conroy de los Muelles del Puerto.
Existe por tanto un protocolo familiar que excluye al padre.
Parece pues que el
papel de la madre de Gabriel en la familia ocupaba un lugar preponderante y
efectivamente, ejercía su poder sobre sus hijos, sus hermanas, probablemente
sobre el marido, aunque nos falten datos para asegurarlo. Y cuando hablamos del
peso de las palabras de la madre estamos hablando de la importancia que dichas
palabras ejercen sobre Gabriel, pero si ustedes se dan cuenta, en realidad no
se trata exclusivamente de las palabras de su madre, sino de las palabras de
las mujeres con las que de una manera u otra Gabriel va tropezando en la
fiesta.
Lo recuerdo para los
que no tengan tan fresca la lectura; la primera es Lily, la muchacha que sirve
en la casa de las tías de Gabriel. Cuando este insinúa una posible próxima boda
de ella con su novio ella le contesta: “Los hombres de ahora no son más que labia
y lo que puedan echar mano”. Gabriel recibe este comentario como un jarro de
agua fría, y el desconcierto perdurará en él todavía un rato después de haber
abandonado la presencia de Lily, la seguridad de haber cometido un error y la
sensación de ridículo persisten. Esta sensación de ridículo es muy interesante,
creo que es un rastro que Joyce nos deja en el relato para que lo tomemos.
Esta anécdota con la
criada nos sirve para darnos cuenta de que ya no se trata de que las palabras
de su madre sean sagradas, sino que la propia Lily, una muchacha humilde y que
en ningún caso debiera tener una consideración tal que la de su madre, provoca
un trastorno que si ustedes siguen el texto de manera literal verán que las
palabras de nuestra Lily tienen tal alcance que hasta le hacen pensar si todo
su discurso que ha preparado para esa noche no estará absolutamente equivocado
de tono, equivocado de arriba abajo, con lo que cosecharía un ridículo y un
fracaso total.
¿No está
desproporcionado algo aquí? Uno pudo no haber estado afortunado en un
comentario, quizás porque sin saberlo, como ocurre en este caso, puede pecarse
de ser inoportuno. ¿Pero ello es para provocar tal zozobra en el sujeto? ¿Qué
nos quiere señalar Joyce? Parece seguro que desde un principio tuviera como
objetivo hacernos ver que Gabriel es un hombre que no destaca por una gran
fortaleza en determinadas áreas de su subjetividad.
Luego, más sonado es el
incidente con Mrs. Ivors, la fanática irlandesa que, nuevamente, lo deja a
nuestro pobre Gabriel sin saber cómo afrontar la situación. Otra vez el
ridículo asomando en su horizonte. Él, que ostentaba el título de sobrino
preferido, una y otra vez desbordado por distintas situaciones con mujeres.
Este es el campo en el que se mueven las cosas para él, o ser el predilecto o
hacer el ridículo, el éxito o el fracaso total.
Pero sigamos
transitando esta vía porque efectivamente parece que Gabriel tiene algo más que
dificultades en el trato con las mujeres. Lacan decía que el peor error de un
hombre es poseer hacia su mujer los sentimientos que posee hacia su madre.
Volvamos entonces la vista sobre la relación con su mujer. ¿Podemos decir eso?
¿Gretta, su mujer, es tratada por Gabriel como si fuese su mamá?¿Entre el trazo
escueto pero preciso en el que se nos dibuja la figura de su madre y que el
escritor nos da y la personalidad de Gretta podemos encontrar en el relato algo
que nos dé la pista de esta permutación tan habitual y neurótica entre ambas
figuras? ¿Hay en su relación con Gretta las trazas de lo que imaginamos debió
ser la autoritaria relación que la madre mantendría sobre Gabriel? Pues si algo
de esto hay, yo no lo he encontrado.
¿Saben sin embargo la
sensación que me da la relación que mantiene con su mujer? Para decírselo voy a
apoyarme en una anécdota tonta, que está contada como a vuela pluma, pareciera
que no tuviera importancia alguna,, pero no olviden que el que empuña dicha
pluma es Joyce, así que de anécdota tonta nada, eso tiene su lugar en el
escrito y por tanto haremos mal en no considerarlo. Estoy hablando de las
galochas.
Podríamos tomar la
anécdota como signo de la protección que el macho ofrece a su mujer, pero son
las frases que utiliza Joyce las que invitan a pensar en otra posibilidad.
Gabriel obliga a su mujer a usar galochas, una especie de botas de guatapercha
que se colocan por encima del calzado habitual y que protegen del frío de la
nieve y el agua en los pies. “¿No te acuerdas, tía Kate, del catarro que cogió
Gretta el pasado año?” dice Gabriel, a lo que su tía contesta, “muy bien dicho
Gabriel, no hay que descuidarse nunca”. Gretta añade a esto “es demasiado
precavido” y cuenta un par de anécdotas más de esa demasiada precaución que
también afecta a los dos hijos del matrimonio, para después deshacerse en una
carcajada mirando a su marido. Gabriel de nuevo queda descolocado y reacciona
nervioso ajustándose la corbata y buscando cómo justificarse para salir airoso
de la situación.
Desde luego que no se
percibe aquí una transferencia de los sentimientos que Gabriel pudiera tener
hacia su madre que recaiga sobre la persona de su esposa, Gretta, no es por
tanto el supuesto que citaba Lacan como error común en el varón a la hora de
tratar a una mujer, sino que más bien se trata de que él, Gabriel, se convierte
en una madre para Gretta, una de esas madres sobreprotectoras pendientes de
todo para que a su criatura no le falte de nada ni le pase nada malo. Me parece
que Joyce de lo que nos habla aquí es de un problema en la constitución de la
identificación viril de Gabriel, que por su comportamiento más parece una madre
de los cuidados que un varón tomado por el deseo hacia su mujer.
El golpe de gracia que
definitivamente denuncia qué pasa con nuestro protagonista lo da la canción “La
joven de Aughrim”. Una maravillosa canción que pueden disfrutar viendo la
película de Huston. Pero “La joven de Aughrim” es también un poema del poeta
andaluz Juan Peña, inspirado en esta historia y que recoge perfectamente el
espíritu de lo que aquí subyace, dice así:
Pese
a la enfermedad, la desgracia, el cansancio
Llevar
en la mirada una pasión,
Que
la vida nos duela,
Que
sea frágil y hermosa, como una nieve oscura
Cayéndote
en los ojos
Mientras suena la
canción, Gabriel no reconoce a su mujer en lo alto de la escalera, y creo que
Joyce trata de decirnos que esa canción revela una dimensión de esa mujer como
mujer no suya, por eso Gabriel no es capaz de reconocerla. Esto desata en él un
deseo de naturaleza sexual y fantasea con llegar a la habitación del hotel para
hacerla suya, pero lo que allí ocurre es algo de signo bien distinto, la caña
fláccida y caída de la bota de su mujer en el suelo de la habitación del hotel
expresa con una sutileza privilegiada la detumescencia del deseo sexual
masculino.
Gabriel podrá ser el
favorito de sus tías, pero aquí el protagonista es otro, alguien dispuesto a
arriesgar si la pasión amorosa toca a su puerta. La propia identidad de Gabriel
se esfuma y se convierte en sombra.
“Mejor pasar audaz al
otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por
la vida”
Demasiados temores,
demasiado miedo al fracaso lo han llevado a intentar esculpir un matrimonio a
medida. Él nunca había sentido aquello por ninguna mujer, y las lágrimas
abundantes llenan sus ojos mientras la nieve cae golpeando el cristal de su
ventana.
Alberto Estévez
1 de Julio de 2014
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