viernes, 1 de agosto de 2014

James Joyce. 1-Julio-2014. Los muertos. Ponencia de Alberto Estévez en el Ciclo de Enseñanzas Lengüajes III* celebrado en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de Madrid

Quiero empezar agradeciendo a Sergio Larriera, responsable de esta enseñanza, su invitación para participar en este curso tan atractivo y sugerente sobre la obra del escritor irlandés por excelencia, y desde luego que por excelencia para el psicoanálisis, James Joyce. La invitación en sí misma, por su oportunidad, pero sobre todo, la manera de hacerla, ha sido determinante para que yo esté hoy aquí hablándoles a ustedes de uno de los mejores cuentos de todos los tiempos en lengua inglesa, y sin lugar a dudas, uno de los mejores cuentos que he tenido oportunidad de leer en toda mi vida.

Les voy a hablar del último cuento contenido en la obra “Dublineses” que lleva por título “Los Muertos”. Los tertulianos de LITER-a-TULIA recordarán que hace ya un tiempo, en concreto más de tres años, que tuvimos ocasión de conversar acerca de este relato. En realidad no hace tanto, pero fíjense, es tiempo más que suficiente para que uno haga una lectura diferente, y el acento se dirija a cuestiones que no tuvieron especial relevancia en mi lectura de entonces o incluso directamente no fueron consideradas.

Es un efecto casi mágico, ¿no? El mismo texto, el mismo lector, y sin embargo ocurre algo que torpemente expresamos como el paso del tiempo, pero que sin duda merecería que nos detuviéramos un poco más para poder nombrarlo más atinadamente. Ocurre algo, digo, que hace que el producto, en este caso la lectura, no sea el mismo, cuando aparentemente los factores no han cambiado, se trata del mismo cuento y es la misma persona la que lo lee.

¿Pero realmente es así? No creo que sea el mismo cuento, pero mucho menos creo que sea la misma persona. También digo que cuando el peso de la vida hace desaparecer todo rastro de pasión, de deseo en el sujeto, entonces es posible que esta magia a la que aludo no se produzca, y nos encontramos ante esos sujetos lineales, que son así, y que serán así hasta el fin de sus días. Para ellos no está la dimensión del encuentro, y el relato siempre será el mismo, con sus puntos y sus comas en los lugares en los que antaño estuvieron, nada hay por descubrir, nada nuevo. Todo es del orden de una repetición, se trata de una posición en la que se conserva aquello que fue, son los lugares transitados por la costumbre, el costumbrismo más conservador, en el que nada fulgura, nada conmueve, y todo siempre será igual hasta que definitivamente la vida los marchite. Están vivos, y también están un poco muertos.

Recuerdo que en aquella lectura, la de hace tres años me refiero, que presumo fue muy atenta, no solo por la admiración que causó en mí el texto, que hasta entonces desconocía, siempre me gusta ser muy cuidadoso con las lecturas que proponemos para discutir en la tertulia, se había apoderado de mí una sensación de estar leyendo dos relatos diferentes, y si bien luego mi intervención matizaba que efectivamente no era así, y optaba por la vía de la introducción de un corte en el relato que provocaría cierto efecto de duplicidad, como si dicho corte lo partiera en dos relatos, un corte en un momento muy específico, con un agente operador de dicho corte también absolutamente concreto, la esposa del protagonista, y con unos efectos demoledores en la linealidad por la que el cuento hasta ese momento transitaba. Hoy, sin embargo, no puedo más que evocar aquella sensación, porque lo que en esta nueva ocasión de leer el relato se me produjo no tiene nada que ver con aquello; hoy no veo dos relatos por ningún sitio, y me atrevo a decirles que me paso al bando opuesto, el relato me parece tan compacto, me resulta de un compacidad tal que incluso aquello que di en llamar “corte” no tiene el mismo valor para mí.

Esto lo capta perfectamente Huston cuando realiza la película. No se pierdan si tienen oportunidad pasado mañana de venir a su proyección porque es exquisita. ¿Saben de esas pocas veces que decimos que una película le hace justicia a la obra literaria en la que se inspira? Pues ésta es una de esas ocasiones. Bueno, no por nada se trata de John Huston, probablemente el más grande director de cine del siglo XX, pero pese a ser John Huston, hay que atreverse con un relato como este, un relato sin parangón y absolutamente sublime. El tortazo que puede uno darse también sería de dimensiones considerables. A esto hay que añadir el final del cuento, que una vez que uno lo lee, lo vuelve a leer, incluso lo lee por tercera y cuarta y quinta vez, la belleza literaria que atesora es arrebatadora, y uno piensa, ¿cómo llevar esto a las imágenes? Bueno, les animo a que no se pierdan cómo lo resuelve Huston, creo que constituye una de las estampas imborrables del cine de todos los tiempos.

Bien, ya ven qué fortuna, ¿no? Van y me invitan a hablar de esta pieza única de la literatura. Bueno, pues aunque mi apellido no es Huston, desde la humildad de mi Estévez me atrevo a intentar transmitirles a ustedes algunas cuestiones del pensamiento de Joyce, de sus dilemas y sus laberintos, aquellos por los cuales podemos afirmar que se trata de un gran autor, un maestro, que sin miramientos de ningún tipo plasma en el protagonista de su relato, Gabriel Conroy, sus propias tribulaciones, no siendo muy exagerado afirmar que existe cierta fusión entre el protagonista y la propia figura de Joyce.

No hay ninguna duda, como muy bien explica un colega argentino, Claudio Godoy, que el neurótico está protegido frente a la infinitud de matices de la vida por el filtro edípico, la realidad psíquica está sostenida por el filtro que supone la figura del padre, que regula hasta tal punto que el neurótico se queja habitualmente de estar aburrido porque su vida es siempre lo mismo.

Justamente, no sería muy descabellado proponer que la falta de ese padre en el sostén de la realidad psíquica de Joyce, como sabemos y nos consta, lo convierte en un maestro de la infinitud de los detalles, un genio para percibir y transmitir todo un universo de matices que no están al alcance de la monocromía neurótica. Y sabemos igualmente que fue la escritura la que le permitió hacer la función del sostén paterno que le faltaba, pero ello no se produce sin la constatación de algunas carencias, carencias que pueden producirse en la vida neurótica aunque haya existido una función paterna que hubiera operado, sabemos que dicha función nunca es, digamos, total, no abarca todo, siempre queda alguna zona que no alcanza, siempre falla, pero es cierto que las carencias nunca pueden ser las mismas porque dicho sostén paterno ofrece al sujeto la posibilidad de una inscripción simbólica, y eso es radicalmente distinto a cuando esa inscripción simbólica no se produce,  ya que entonces la pérdida no es redoblada simbólicamente y la función del deseo puede verse lastrada por mayores dificultades que aquellas con las que ya tropieza la neurosis.

Lacan decía: “¿Por qué no pensar el caso Joyce en los siguientes términos? ¿Su deseo de ser un artista que mantendría ocupado a todo el mundo, a la mayor cantidad de gente posible en todo caso, no compensa exactamente que su padre nunca haya sido para él un padre? ¿No hay algo como una compensación por esta dimisión paterna…?”
Voy a permitirme cierto forzamiento, pero para mí estas frases de Lacan evocan esa escena del relato en la que el personaje protagonista, Gabriel, preside la mesa, concitando la atención de todos, una audiencia presta y deseosa de escuchar eso que tiene que decir, el contenido de su discurso anual, un discurso por otra parte que rinde homenaje a las hermanas de su madre, mujer ésta tan matriarcal y seria, que elige los nombres de sus hijos, y los provee de estudios y hasta profesión, mujer cuyas palabras tienen tanto peso para Gabriel; recordemos el cuestionamiento de su matrimonio por parte de su madre con aquel venenoso “rubia rural” dedicado a su mujer Gretta, palabras que todavía aún hoy ejercen un efecto sobre él y que nos llevan a preguntarnos: ¿y el padre, qué sabemos del padre de Gabriel? Nada, nada de T.J. Conroy de los Muelles del Puerto. Existe por tanto un protocolo familiar que excluye al padre.

Parece pues que el papel de la madre de Gabriel en la familia ocupaba un lugar preponderante y efectivamente, ejercía su poder sobre sus hijos, sus hermanas, probablemente sobre el marido, aunque nos falten datos para asegurarlo. Y cuando hablamos del peso de las palabras de la madre estamos hablando de la importancia que dichas palabras ejercen sobre Gabriel, pero si ustedes se dan cuenta, en realidad no se trata exclusivamente de las palabras de su madre, sino de las palabras de las mujeres con las que de una manera u otra Gabriel va tropezando en la fiesta.

Lo recuerdo para los que no tengan tan fresca la lectura; la primera es Lily, la muchacha que sirve en la casa de las tías de Gabriel. Cuando este insinúa una posible próxima boda de ella con su novio ella le contesta: “Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano”. Gabriel recibe este comentario como un jarro de agua fría, y el desconcierto perdurará en él todavía un rato después de haber abandonado la presencia de Lily, la seguridad de haber cometido un error y la sensación de ridículo persisten. Esta sensación de ridículo es muy interesante, creo que es un rastro que Joyce nos deja en el relato para que lo tomemos.

Esta anécdota con la criada nos sirve para darnos cuenta de que ya no se trata de que las palabras de su madre sean sagradas, sino que la propia Lily, una muchacha humilde y que en ningún caso debiera tener una consideración tal que la de su madre, provoca un trastorno que si ustedes siguen el texto de manera literal verán que las palabras de nuestra Lily tienen tal alcance que hasta le hacen pensar si todo su discurso que ha preparado para esa noche no estará absolutamente equivocado de tono, equivocado de arriba abajo, con lo que cosecharía un ridículo y un fracaso total.

¿No está desproporcionado algo aquí? Uno pudo no haber estado afortunado en un comentario, quizás porque sin saberlo, como ocurre en este caso, puede pecarse de ser inoportuno. ¿Pero ello es para provocar tal zozobra en el sujeto? ¿Qué nos quiere señalar Joyce? Parece seguro que desde un principio tuviera como objetivo hacernos ver que Gabriel es un hombre que no destaca por una gran fortaleza en determinadas áreas de su subjetividad.

Luego, más sonado es el incidente con Mrs. Ivors, la fanática irlandesa que, nuevamente, lo deja a nuestro pobre Gabriel sin saber cómo afrontar la situación. Otra vez el ridículo asomando en su horizonte. Él, que ostentaba el título de sobrino preferido, una y otra vez desbordado por distintas situaciones con mujeres. Este es el campo en el que se mueven las cosas para él, o ser el predilecto o hacer el ridículo, el éxito o el fracaso total.

Pero sigamos transitando esta vía porque efectivamente parece que Gabriel tiene algo más que dificultades en el trato con las mujeres. Lacan decía que el peor error de un hombre es poseer hacia su mujer los sentimientos que posee hacia su madre. Volvamos entonces la vista sobre la relación con su mujer. ¿Podemos decir eso? ¿Gretta, su mujer, es tratada por Gabriel como si fuese su mamá?¿Entre el trazo escueto pero preciso en el que se nos dibuja la figura de su madre y que el escritor nos da y la personalidad de Gretta podemos encontrar en el relato algo que nos dé la pista de esta permutación tan habitual y neurótica entre ambas figuras? ¿Hay en su relación con Gretta las trazas de lo que imaginamos debió ser la autoritaria relación que la madre mantendría sobre Gabriel? Pues si algo de esto hay, yo no lo he encontrado.

¿Saben sin embargo la sensación que me da la relación que mantiene con su mujer? Para decírselo voy a apoyarme en una anécdota tonta, que está contada como a vuela pluma, pareciera que no tuviera importancia alguna,, pero no olviden que el que empuña dicha pluma es Joyce, así que de anécdota tonta nada, eso tiene su lugar en el escrito y por tanto haremos mal en no considerarlo. Estoy hablando de las galochas.

Podríamos tomar la anécdota como signo de la protección que el macho ofrece a su mujer, pero son las frases que utiliza Joyce las que invitan a pensar en otra posibilidad. Gabriel obliga a su mujer a usar galochas, una especie de botas de guatapercha que se colocan por encima del calzado habitual y que protegen del frío de la nieve y el agua en los pies. “¿No te acuerdas, tía Kate, del catarro que cogió Gretta el pasado año?” dice Gabriel, a lo que su tía contesta, “muy bien dicho Gabriel, no hay que descuidarse nunca”. Gretta añade a esto “es demasiado precavido” y cuenta un par de anécdotas más de esa demasiada precaución que también afecta a los dos hijos del matrimonio, para después deshacerse en una carcajada mirando a su marido. Gabriel de nuevo queda descolocado y reacciona nervioso ajustándose la corbata y buscando cómo justificarse para salir airoso de la situación.

Desde luego que no se percibe aquí una transferencia de los sentimientos que Gabriel pudiera tener hacia su madre que recaiga sobre la persona de su esposa, Gretta, no es por tanto el supuesto que citaba Lacan como error común en el varón a la hora de tratar a una mujer, sino que más bien se trata de que él, Gabriel, se convierte en una madre para Gretta, una de esas madres sobreprotectoras pendientes de todo para que a su criatura no le falte de nada ni le pase nada malo. Me parece que Joyce de lo que nos habla aquí es de un problema en la constitución de la identificación viril de Gabriel, que por su comportamiento más parece una madre de los cuidados que un varón tomado por el deseo hacia su mujer.

El golpe de gracia que definitivamente denuncia qué pasa con nuestro protagonista lo da la canción “La joven de Aughrim”. Una maravillosa canción que pueden disfrutar viendo la película de Huston. Pero “La joven de Aughrim” es también un poema del poeta andaluz Juan Peña, inspirado en esta historia y que recoge perfectamente el espíritu de lo que aquí subyace, dice así:

Pese a la enfermedad, la desgracia, el cansancio
Llevar en la mirada una pasión,
Que la vida nos duela,
Que sea frágil y hermosa, como una nieve oscura
Cayéndote en los ojos

Mientras suena la canción, Gabriel no reconoce a su mujer en lo alto de la escalera, y creo que Joyce trata de decirnos que esa canción revela una dimensión de esa mujer como mujer no suya, por eso Gabriel no es capaz de reconocerla. Esto desata en él un deseo de naturaleza sexual y fantasea con llegar a la habitación del hotel para hacerla suya, pero lo que allí ocurre es algo de signo bien distinto, la caña fláccida y caída de la bota de su mujer en el suelo de la habitación del hotel expresa con una sutileza privilegiada la detumescencia del deseo sexual masculino.

Gabriel podrá ser el favorito de sus tías, pero aquí el protagonista es otro, alguien dispuesto a arriesgar si la pasión amorosa toca a su puerta. La propia identidad de Gabriel se esfuma y se convierte en sombra.

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida

Demasiados temores, demasiado miedo al fracaso lo han llevado a intentar esculpir un matrimonio a medida. Él nunca había sentido aquello por ninguna mujer, y las lágrimas abundantes llenan sus ojos mientras la nieve cae golpeando el cristal de su ventana.

Alberto Estévez

1 de Julio de 2014

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