Quiero
agradecer a Sergio Larriera esta invitación para participar en el curso Lengüajes*, que habría que situar entre la imprudencia y la osadía, porque, realmente yo no soy un especialista
en la obra de Joyce. Mi presencia aquí tiene algo de iconoclasia, porque aunque
reconozco su grandeza como escritor, he de decir que Joyce no constituye un
autor que me resulte especialmente atractivos. Sus cuentos me gustan y me
conmueven más, pero
el resto de su obra no demasiado. La considero interesante desde el punto de
vista del psicoanálisis y
gracias al estudio que Lacan hizo de la misma. Aún reconociendo todas las cualidades que
se pueden enumerar respecto de el Ulises y Finnegans Wake, o de el Retrato del artista adolescente -que no pertenece a la misma categoría que las dos primeras- no son obras que
toquen mi corazón, por
decirlo de una forma que todos podamos entender. Y eso es, para mí, una condición imprescindible e indispensable como
lector. Me resulta muy difícil leer una literatura que no me llegue al corazón. Insisto, es una cuestión estrictamente de gusto, y de ningún modo dejo de reconocer la altísima calidad literaria de nuestro autor.
No obstante, me
gustaría decir
algo que fundamente mi opinión. Hay una cosa que siempre me ha resultado notable, y
para la cual no tengo una explicación. Joyce es mucho más que un escritor, es un fenómeno. Así como Lacan escribió
un seminario que se llamó
Joyce, el Sinthome, podríamos imaginar un libro, un trabajo de
investigación que se
llamase El fenómeno Joyce. ¿Porque lo nombro así? Porque Joyce, además de ser una literato, es una figura acompañada por un extraordinario e incomparable movimiento alrededor de su
obra. No conozco –aunque
tal vez exista, simplemente no lo sé— un escritor que haya generado un fenómeno de masas tan
curioso, clubs de seguidores, clubs de fans, etc., etc. Sabemos que el Bloomsday se convirtió
en una fiesta nacional en
Irlanda, y que convoca a gran cantidad de gente. Sinceramente, es algo que no
acabo de comprender, por eso traigo hoy esta cuestión como un interrogante.
¿Por qué
se ha generado ese fenómeno alrededor de una obra? ¿Hasta qué punto esas masas han leído verdaderamente la obra de Joyce, por
lo menos todas sus páginas? ¿Qué es exactamente lo que han comprendido o no han
comprendido de la obra de Joyce?
Es algo que
solamente lo puedo entender a partir de aquello que Lacan ha señalado sobre Joyce. Quiero decir que cuando
Joyce afirmó que
dejaría un
legado que requeriría tres siglos de universitarios para descifrarlo, no
estoy seguro que alcanzara a vislumbrar que alrededor de su obra se generaría un fenómeno de masas semejante, y que Dublín acabara siendo un lugar de peregrinación. Lo cierto es que hay algo asombroso en
su literatura. Porque efectivamente, los tres siglos de universitarios
dedicados a descifrar la obra es una profecía que tiene todos los visos de cumplirse,
incluso podrían ser más.
Realmente, ha logrado inventar, a partir de su literatura, y en el campo de lo
que se llamó el fenómeno joyceano, un Otro inédito que está más allá de las lenguas, más allá de Irlanda, un Otro que participa de
cierto misterio universal. En efecto, ante este fenómeno se dan cita gente de todas partes
del mundo, con características, orientaciones y escuelas distintas pero
amalgamadas por la adoración, no sólo de la literatura, sino también de la figura de James Joyce y sus seres
cercanos.
Joyce es un
símbolo, aunque no sabría muy bien de qué. Yo digo que es una literatura que no
toca mi corazón. Pero claro, a la
vista está que es capaz de tocar
el corazón
de cientos de miles personas. Lo cual abre en mí la pregunta sobre qué es lo que a esas personas tanto conmueve, al
punto de ser capaces de trasladarse desde un extremo del mundo al otro para
celebrar el Bloomsday y leer, en una celebración casi mística o religiosa, como se lee la Biblia, el Vía Crucis
de Bloom.
Antes de entrar en el análisis de Los muertos, hay otra
cuestión que también me resulta muy interesante. Es la idea
de que Joyce ha sido capaz de crear una literatura que produjo el estallido del
sentido. No sólo
lo dice Lacan. Él explota
lo que ya ha sido dicho y estudiado por expertos literarios, a los fines de
promover una perspectiva clínica
completamente nueva. Y diría, no
solamente nueva, sino también
altamente premonitoria. ¿Por qué premonitoria? Porque Lacan auguró una era donde el paradigma para entender
al sujeto ya no es más la neurosis, sino la psicosis. Lacan captó muy bien que en Joyce habla, no sólo el fenómeno clínico singular, sino la psicosis universal del
hombre.
Por tanto, y con la excepción de Kafka, Cervantes y Shakespeare, hay pocos
autores sobre los que se haya hablado y escrito tanto como sobre Joyce. Lo
interesante de este último es
que produce una literatura que hace estallar el sentido, pero al mismo tiempo “fabrica” un Otro que intenta restituir el
sentido perdido de forma exponencial e hiperbólica. La cantidad de interpretaciones
que cada una de sus páginas, de
sus obras, de sus palabras, de sus significantes, de sus comas, de sus puntos,
ha logrado generar, es infinita. No alcanzarían varias vidas de un ser humano para
leer el inacabable número de
interpretaciones que hay dispersas por el planeta. Interpretaciones para todos
los gustos posibles. Esto si tomamos los cuentos, pero ya no hablemos del Ulises. Por
ejemplo, ¿cuántas interpretaciones podemos encontrar
sobre el significado de la nieve que cae en Los muertos? Como poco, en un mínimo rastreo encontraremos centenares. Centenares
de intentos por significar unas líneas de un
cuento, lo cual demuestra que el sentido
es indestructible. Cuanto más se lo
trata de eliminar, más surgirán aquellos que por todos los medios
buscarán su salvación.
El sentido se puede poner en suspenso de una forma fugaz,
aunque la literatura de Joyce no es fugaz. Pero no se puede suspender de manera
definitiva, es absolutamente imposible, porque una literatura sin lector no se
puede realizar. La literatura realiza su circuito en la medida en que encuentra
un lector, y el lector viene a restaurar, cada uno a su manera, el sentido. Por
que Joyce haya hecho recurrido el significante a picadillo, como se expresa
Lacan, el lector juntará los
trocitos, los pegará, los
cocinará,
en definitiva, servirá un
banquete interminable con todo lo que se ha pensado a propósito de Joyce.
La pregunta que se me abre es la siguiente: ¿Cuál es la peculiaridad que tiene la literatura de
Joyce? Creo que, al igual que sucede con aquello que llamamos arte moderno, necesita de un cierto
metalenguaje para sostenerse. Insisto, este planteamiento es muy osado por mi
parte, pero del mismo modo que en el arte contemporáneo uno puede mirar un cuadro y decir “me gusta” o “no me gusta”, y decirlo de forma puramente espontánea e intuitiva, sin embargo se necesita
de todo un discurso para apoyar la apreciación de una obra, de lo contrario es
verdaderamente difícil entrar en ella. Se
requiere una educación del
gusto, que no siempre fue indispensable. Y en relación a la obra de Joyce, sobre todo a partir del Ulises, me
parece que sin un soporte metalingüístico y
hermenéutico importante, es
difícil que eso se sostenga
por sí mismo. No obstante,
Joyce tiene el mérito de que su
sinsentido hace hablar, y no cualquier sinsentido lo consigue. Porque eso lo
intentaron muchos, pero quien lo consiguió como nadie fue James Joyce.
Hay otra literatura que se sostiene por sí misma, sin necesidad de un metalenguaje.
Lo mismo puede ocurrir con ciertas formas musicales. Por ejemplo, los obreros
que escuchaban desde la calle los ensayos de Verdi lloraban de emoción, y no
necesitaban que nadie les explicara nada. A partir
de Schönberg o de John Cage,
hay que educar el gusto de la gente para que logre apreciar esas obras. Antes no era indispensable esa educación del gusto para que una obra encontrase
el reconocimiento universal.
Después tenemos
a Lacan y su lectura genial de James Joyce. Pero hoy voy a ser iconoclasta con
todo, incluso con Lacan. Y es que me ha divertido mucho hacer un
descubrimiento. No entiendo por qué
Lacan tiene tantas dudas acerca de si Joyce era psicótico o no lo era. Joyce estaba
rematadamente loco y, además, su
literatura fue un éxito
parcial en tanto sinthome, en el
sentido de permitirle un cierto anudamiento. No
logró estabilizarse de una
manera tan exitosa como ha ocurrido en otros casos. Joyce murió joven, y una buena parte de su
enfermedad física es indisociable al
deterioro provocado por su psicosis, aunque esto no se pueda afirmar con
rotundidad. Podríamos preguntarnos: ¿Joyce escribe así porque es psicótico, o escribir así le permite que su psicosis no se
desencadene? Es la pregunta que corroe a
Lacan todo el tiempo.
Son las dudas que tenemos. Al respecto, hay una cosa
interesante. Y es que Lacan toma un elemento muy curioso para afirmar que Joyce
es un psicótico. Conocen la famosa
historia de la paliza relatada en Retrato del artista
adolescente, un libro totalmente autobiográfico, al igual que el resto de la obra de
Joyce. No hay un solo personaje, párrafo,
palabra, idea, lugar, imaginación, donde
no esté Joyce mismo retratado.
Por supuesto, ustedes me dirán (y yo
soy el primero en sostenerlo), que toda literatura es autobiográfica. Pero no toda la literatura es
autobiográfica de la misma manera
en que lo es la de Joyce. Hay una particularidad en el fenómeno Joyce. No todos los autores son tan manifiestamente
autobiográficos como
Joyce, al punto de que sus biógrafos son
capaces de reconocerlo en cada rincón de sus
escritos. Podríamos decir que toda su
obra merecería el título general de “Retrato de un artista”, incluso más simplemente: “Autoretrato”.
Decía que en Retrato del artista adolescente Joyce cuenta que,
siendo un niño, recibe una paliza
por parte de sus compañeros de
colegio. Lacan hace notar la forma tan peculiar y ostensible de desubjetivación que Joyce experimenta en ese momento respecto del dolor
corporal. El cuerpo se disocia de tal modo que no llega a experimentar dolor, y
por lo tanto ni se defiende, como si el sujeto se hubiese separado por completo
de su cuerpo. Y Lacan, que es muy fino, dice que esa relación al cuerpo es una señal inequívoca de la psicosis. Ahora bien, si uno va al
texto de Joyce, verá que no dice eso. Por el contrario, ¡dice que la paliza le dolió un montón, y que lloró sin parar!, pero que años después, al recordar el suceso, tuvo la impresión de percibir una distancia absoluta con
ese recuerdo. Lo interesante es que el desprendimiento lo experimenta en el
recuerdo, no en el momento de la paliza. Es otro ejemplo de cómo todo en Joyce es interpretable.
Voy a entrar ya en el cuento Los muertos, el último de Dublineses. Es un
texto verdaderamente precioso. Creo que la mayoría de los críticos coinciden en que no sólo es el mejor cuento que ha escrito
Joyce, sino uno de los mejores cuentos que se hayan
escrito jamás. Todos
los cuentos de Dublineses se escribieron fuera de Irlanda, la mayoría en Trieste. Y Los
muertos también fue
escrito en ese exilio. Es evidente que Joyce mantenía una relación de extimidad con su tierra natal, le fue
necesario establecer un alejamiento, incluso geográfico, para poder tener una perspectiva de su
ciudad y de su existencia. Escribió, según dicen, como nadie, sobre una tierra
con la cual tenía una relación muy ambigua, relación que está perfectamente reflejada en todos sus cuentos,
en particular en este último. Y
así como hay muchas vías de hermenéutica en torno a Joyce, la vía histórica es una de las favoritas entre los
irlandeses. En los anglosajones, especialmente los irlandeses, hay todo un
gusto por interpretar la obra de Joyce desde la perspectiva de lo que representa para la historia de Irlanda.
En el cuento sobre el que vamos a reflexionar, encontramos
diversas alusiones a la cuestión de la
muerte. Éstas
comienzan en el propio título, Los
muertos, The Dead. Es curioso, porque
estamos ante una palabra que como sustantivo sólo se puede utilizar en plural. Dead es un
adjetivo que significa “muerto”. Como sustantivo solo se emplea en
plural. Para decir “un muerto”, en singular, hay que añadir un sustantivo, “un hombre muerto” (a dead man), “una mujer muerta” (a dead woman), “un niño muerto” (a dead child). No se
puede decir en inglés como
decimos en castellano: “me encontré un muerto tirado en la calle”, sino que habría que especificar “un hombre muerto”, “una mujer muerta”, etc. Pero si uno dice “the dead”, se entiende que se
refiere solamente al plural: los muertos.
Como decía, las
alusiones a la muerte son permanentes. De entrada, encontramos una al pasar. Es
cuando a Gabriel Conroy le preguntan dónde está su mujer, y responde que está un poco retrasada porque ha demorado tres “mortales” horas en vestirse. Pero les voy a
indicar otra que puede ser que no la hayan pillado. Es muy interesante. Se
refiere a una expresión que ya
está en desuso en la lengua
inglesa, que hoy prácticamente
nadie utiliza, pero tiene una gran importancia en el cuento. Cuando la fiesta
está finalizando, hay un
momento donde Gabriel quiere relatar una historia de su abuelo con un caballo.
Cuenta que su abuelo tenía un
caballo que utilizaba para hacer girar la piedra
del molino. Un día, no se sabe por qué, al viejo se le ocurre coger el
caballo, ponerle los arneses, engancharle una calesa, y salir a dar un paseo.
Llegan a la estatua de uno de los próceres
ingleses, y el caballo, cuando ve la estatua, se dirige hacia ella y se pone a
girar alrededor, lo mismo que hacía en el
molino.
Esta imagen
tiene gran importancia, aunque no me voy a referir a ella en toda su
profundidad. Los personajes que escuchan la historia de boca Gabriel lo
interrumpen y no lo dejan acabar, de
manera que la anécdota
queda inconclusa. Se supone que algo va a pasar, pero no lo sabemos, aunque lo
podemos suponer. Él dice que el abuelo era un glue boiler. Glue
es pegamento, y boiler viene del verbo hervir, boil. De tal manera que boiler significa caldera, hervidor, pero también la persona que se dedica a hacer hervir
algo. Entonces, Gabriel Conroy cuenta esta historia y le interrumpen las tías: “No, no, eso no es cierto, lo que hacía era almidón”. Él quiere continuar, pero ya nadie lo
escucha.
¿Qué
es esto? Antiguamente,
cuando los caballos se volvían viejos, se los utilizaba para fabricar pegamento. Y
la fábrica de pegamento, Glue Factory, se
encargaba de recibir caballos viejos a los que se sacrificaba y, bajo un
procedimiento de hervor y cocción, se fabricaba pegamento. Esto dio origen a una
expresión muy
común en la
lengua inglesa, expresión que las generaciones actuales prácticamente desconocen. Y es que cuando
una persona se hacía mayor solía decir: “I must go to the glue factory”, literalmente “tengo que ir a la fábrica de pegamento”, pero que se empleaba como una metáfora para expresar el sentimiento de
estar ya muy viejo.
Como les decía, esta anécdota del abuelo de Gabriel y su caballo
tiene suma importancia. Su inclusión en el cuento no es gratuita. Voy a tomar algo que tanto
Sergio Larriera como Jorge Alemán han citado en ocasiones de Heidegger. Éste
pensaba que la angustia es el sentimiento que nos embarga cuando dejamos de
estar distraídos con
las cosas. Y las cosas del mundo sirven justamente para distraernos y dejar de
ver. Sin duda, la sociedad de consumo está basada en eso. A una persona le puede
entrar un ataque de angustia porque se le ha estropeado, olvidado o perdido su
teléfono móvil.
Puede convertirse en una tragedia. Por supuesto, no hay que despreciar esta
función de las
cosas del mundo, porque la vida es soportable a condición de que uno no vea todo.
El cuento Los
muertos empieza con las cosas del mundo. Una familia, las tres hermanas que
se reúnen para
celebrar la Navidad, cenar, bailar, cantar, conversar, reír, beber, trinchar un pavo, pronunciar
discursos, aplaudir. El relato es verdaderamente magistral a la hora de recrear
todo esto. En unas veinticinco páginas parece que no sucede nada, sin embargo, pasa de
todo. Aquí se necesita
un gran trabajo de interpretación, puesto que el banquete, la comida, etc., todos esos
elementos y detalles se podrían considerar como una especie de rumor de fondo,
recreado a través de esa pluma magistral, esa descripción increíble. Un gran rumor que rodea toda esa
escena y que fluye. Y aunque el relato está perfectamente amparado por el marco del
sentido, sin embargo hay allí, en forma incipiente, una especie de adelanto de lo
que sucederá cuando
la literatura de Joyce se fragüe con palabras que se salen de sus
órbitas y se conviertan en
cometas que estallan en el firmamento. Aquí las palabras son mordaces, elegantes,
chispeantes y también, a menudo, banales. Una banalidad construida ex
profeso por parte de Joyce, para hacernos creer que va a pasar algo, que
estamos siendo conducidos a algún lugar. Realmente, nos va trazando un señuelo, una especie de espejismo, de tal
manera que no acabamos de ver. Pero sentimos que va a pasar algo, mejor aún, deseamos que en ese fondo de
sinsentido comience a pasar algo.
Es una
estratagema extraordinaria por parte de Joyce, nos tiende una trampa, inunda la
escena de personajes, situaciones, diálogos fragmentarios, detalles en
apariencia intrascendentes o meramente pintorescos. A mí
me recuerda eso que Freud
denominaba “las
personas interpuestas” en el sueño, desdoblamientos del yo del soñante que están al servicio de la censura del sueño, es decir, de la represión. Sueños en los que se muestra mucho para
ocultar algo. Lo mismo ocurre en el caso de Joyce, que emplea una técnica de escritura metonímica asombrosa, capaz de crear un
verdadero realismo sensitivo. Uno huele el pavo, las frutas, escucha el sonido
de la campanadas, la música, los aplausos, el roce de las telas, el perfume
de las damas. Joyce nos muestra así el brillo de las cosas, la luminosidad de lo visible
que nos vuelve ciegos, de tal manera que sólo empezamos a ver algo de verdad cuando
las luces del mundo se atenúan. Por lo tanto, todo ese realismo sirve para
conducirnos a la escena fundamental.
Entretanto debo señalar una cuestión. Cuando digo que no pasa nada, eso es
solo una apariencia, porque por supuesto pasa de todo. De una manera muy sutil,
pero muy impresionante, Joyce le hace atravesar a Gabriel Conroy tres momentos.
De ellos, el último
que es el que más nos
interesa. Pero hay dos momentos previos que tienen una gran importancia. Se
producen tres encuentros cruciales con mujeres, encuentros que tienen una
singularidad. Las tres mujeres, evidentemente, representan tres aspectos distintos
de lo femenino. Esto por una parte. Por otro lado, tenemos lo que Gabriel
experimenta en esos tres encuentros. En realidad, estamos ante un crescendo
para el cual Joyce necesitó mucho tiempo de escritura. No le ocurrió
como a
Kafka, que redactó La condena en una noche.
El primer
encuentro es cuando llega a la casa y Lily, una especie de criada e hija de los
guardeses de la casa, recibe al matrimonio Conroy y Gretta con mucha alegría. Gabriel le pregunta cómo le va la vidam y si ya está
a punto de casarse. Lily le
viene a decir que los hombres son pura palabrería, y que, finalmente, una no saca nada de
ellos. Es una situación embarazosa, en la que Gabriel se queda muy cortado,
y resuelve la situación de una manera extraordinariamente torpe, dándole una propina a Lily, a quien conoce
de toda la vida, con el argumento de que “estamos en época de Navidad”. Ella lo rechaza, pero él insiste ante la incomodidad de no saber cómo salir de la situación.
El segundo
encuentro es con Miss Molly Ivors, la mujer que le dice que ha descubierto el
secreto de quién es el
que firma con las letras G. C. Molly le reprocha a Gabriel que escribe en el
periódico del
amo opresor. Conroy, entonces, se siente nuevamente en una situación embarazosa. Miss Ivors es una mujer a
la que está unido
en amistad desde la infancia. Hay una gran incomodidad, porque ella es muy ambigua en su discurso. Al
principio parece que lo dice en serio, después parece que le está
tomando el pelo, de manera
que él no sabe a qué atenerse.
Pero la cuestión es que
consigue producirle, no vamos a decir angustia, pero sí
una sensación de embarazo. Sale del embrollo de la misma manera que lo hace con Lily, a
través de una
especie de pasaje al acto: le dice a Molly que Irlanda es un país es espantoso y despreciable. Él mismo se queda estupefacto después de semejante barbaridad, puesto que no
es lo que realmente siente.
Y, por
supuesto, en este crescendo, tenemos el tercer encuentro: el que se produce con
su propia mujer. Es el encuentro en la escalera. Él estaba en la parte
oscura del recibidor mirando hacia lo alto de la escalera. Una mujer estaba de
pie en la parte superior del primer tramo, también en la sombra. Fíjense en la dialéctica entre el brillo y la penumbra, que
aparece en muchos momentos. Por ejemplo, hay un momento en el que habla del
brillo del suelo que ha sido encerado especialmente para el baile, un brillo
tan intenso que irrita los ojos de Gabriel. Todo el tiempo aparece este
contraste entre lo luminoso y lo sombrío que, finalmente, se juega con toda
intensidad a partir de la escena de la escalera.
Retomo la
escena. Una mujer estaba de pie en la parte superior del primer tramo, envuelta
en la penumbra. Gabriel no podía ver su rostro, pero podía ver las franjas de color terracota y
salmón de su
falda, que con la escasa luz se percibían negras y blancas. Era su esposa. Aquí
es donde el lector piensa: “Está empezando a ocurrir algo”. Todo lo anterior era un camino que se
había
fabricado para llegar a esta escalera, a este momento, que tiene algo del orden
de la epifanía,
porque está descrito
por el narrador, que no es Gabriel, como algo que se aproxima a lo alucinatorio,
a la revelación. Era
su esposa. Había estado
todo el tiempo con ella, y de repente la vio. Primera suposición: es necesario que la luz se amortigüe para que empecemos a darnos cuenta de
otra cosa.
La segunda señal viene cuando entran a la habitación del hotel. Recuerden que Gabriel es
presa de una intensísima excitación sexual, como nunca había experimentado, excitación que claramente proviene de eso que se
le ha revelado. Gabriel se pregunta qué quiere decir que una mujer mire de ese
modo, en ese lugar de la escalera. Es decir, se pregunta qué
está
viendo, qué
está
mirando. Evidentemente, lo
que está causando esa tremenda
excitación no es
simplemente la visión de su mujer mirando algo, sino el hecho de que él no pueda saber lo que ella ve. Esos serían los dos elementos, la visión de ella mirando algo que escapa al
alcance de la mirada de Gabriel, lo cual despierta en él un deseo inédito, que se traduce en una excitación sexual de gran intensidad. Un deseo,
además, que
se debate en su interior, y que él no sabe siquiera cómo abordar.
En el momento
en que van a entrar en la habitación, el conserje dice que hay un fallo en el suministro
de la luz, y que sólo
dispone de una vela para ofrecerles. Pero Gabriel no quiere la vela, prefiere
la habitación en
penumbra, con la escasa luz que entra por la ventana. Entonces, todo lo
anterior, la cena, el baile, las conversaciones, la despedida, la comida, todos
los personajes, no han sido más que un acto de prestidigitación literaria para llevarnos a lo único que importa en el cuento:
él y ella en esas cuatro o
cinco páginas
finales. Él no sabía quién era esa mujer después de un montón de años de vivir con ella. De pronto la
descubre, la observa viendo algo que él no alcanza a ver, y se desencadena un deseo que lo
desborda. Pero si el deseo de él ha quedado cautivo del deseo de ella, el de Gretta está, a su vez, atrapado en una especie de más allá que la música le ha evocado. Gabriel es lo
suficientemente sensible como para comprender que algo está
pasando, que algo se insinúa más allá de la intimidad de sus cuerpos. Un signo
que señala
hacia otra parte. Esa otra parte que, paradójicamente, sólo la penumbra pudo dejar aparecer. Y ahí
es donde él pregunta, y ella contesta algo que
nunca jamás le había contado.
Aquí
se abren
para mí un montón de preguntas y de interrogantes.
Lamento confesar que a partir de esta parte, la más importante, tengo preguntas sin
respuestas. Al final Gabriel dice que toda su alma se desmaya. Es una frase
hermosa, porque, además, utiliza un verbo muy antiguo y en desuso, muy poético. Su alma se desmaya, es decir, toda
su existencia se disuelve a partir del momento en que comprende lo que ha sido,
o mejor, lo que no ha sido para su mujer en todos estos años. En un momento dice:
“Uno a
uno nos vamos convirtiendo en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el
apogeo de una pasión, que marchitarse consumido funestamente por la vida.
Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el
día
que él
le dijo que no quería seguir viviendo”
Mi pregunta es la siguiente: ¿Quiénes son los muertos? ¿Son los que han muerto? Porque
curiosamente, en el deseo de Gretta, Michael Fury está totalmente vivo. El que ha muerto, está
vivo en el deseo de ella. ¿Qué quiere decir Fury cuando le plantea que
no quiere vivir? ¿Quiere
decir que quería morir,
o bien quiere decir que no quería vivir una vida muerta? En efecto, no quería ser como el caballito que daba vueltas
y vueltas y vueltas alrededor del molino. No quería vivir una vida muerta, es decir, una
vida que no suponga el arrojo de saltar por encima de los límites del principio del placer, que son
los límites en
los que transcurre toda esa primera escena, ese maravilloso recorte de lo que
podríamos
llamar el confort del principio del placer. Todos los años las hermanas dan ese baile, están pendientes de todos los detalles, todo
transcurre armoniosamente, todo ha sido perfectamente planificado. Sólo hay un pequeño peligro, que el borrachín pueda estropearlo todo, pero rápidamente hay un grupo de expertos en
contención que intervienen
para que todo acabe bien. Y el borrachín, además, es bastante inofensivo, después de todo.
Vemos el momento en el que Gabriel se da cuenta de que no tiene
absolutamente nada que hacer, que ni siquiera puede rivalizar con Michael Fury.
Porque le hubiera encantado que Gretta hubiese presentado la historia de tal
modo que el muchacho apareciese como un rival para él. Pero no hay rival posible, no hay
disputa posible. Se ha tenido que rendir de inmediato, no hay siquiera un
primer asalto, no tiene margen de comparación. Entre él, que es el buen hombre, al servicio de
todo lo que se espera de él, y Michael Fury, que puso en juego su vida, no hay
color.
Podemos observar retroactivamente cómo aquel largo preámbulo del relato que no parecía servir para gran cosa, ahora descubre sus secretos y extraordinarios detalles.
Cuando una de las tías dice que ya están todos en la mesa y el pavo dispuesto,
entonces Gabriel, que se había distraído, se presenta perfectamente dispuesto
para trinchar una “bandada de pavos”. Es un personaje complaciente, servicial, que procura
acomodar su imagen al ideal que se espera de él. Su vida se ha guiado por algo muy
distinto a la de Fury. Por eso Conroy tiene un pensamiento terrible cuando yace
al lado de su mujer, la cual había mantenido viva en su corazón, durante tantos años, la imagen de su amante diciéndole que no quería vivir. Es el momento en que al propio
Gabriel se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas:
“Él nunca había sentido una cosa semejante por una
mujer”.
Tiene que reconocer que esa pasión que había llevado a la muerte a Michael Fury, él nunca la había sentido por una mujer, ni la sentirá. Joyce añade que su alma se derrite porque la vida
no le dará una
oportunidad de redención, de poder sentir alguna vez cosa semejante. Entonces
dice:
“Supo que ese sentimiento tenía que ser el amor”.
Aquí aparecen
muchas dudas en los especialistas, acerca de lo que pasará después con este matrimonio. Están los optimistas, que plantean que esto
tiene arreglo, y están los que dicen que todo se ha acabado. No quieren
decir que no sigan su vida juntos, pero hay algo que se terminó
definitivamente. Yo soy de
los pesimistas, porque creo que Gabriel reconoce la derrota absoluta, cuando
piensa:
“Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una
pasión que marchitarse consumido funestamente por la
vida”
Pero no vamos a poner todo el peso sobre el pobre Gabriel. También tenemos a Gretta. Porque en una primera
lectura, ella aparece maravillosa y sublime. Pero también tiene lo suyo. Yo sugiero una lectura
de este cuento en paralelo con Lo perecedero de Sigmund Freud. Porque hay un momento muy
impresionante donde Gabriel mira a Gretta después de la confesión y del ataque de llanto. Cuando ella se
queda dormida la mira y ve su hermosura, pero piensa que la hermosura que ha
visto Michael Fury, él no la ha visto nunca. Dice que no se atrevería, ni frente a sí
mismo, a reconocer que ella
ya no es tan hermosa como debió serlo cuando Michael la conoció. Pero, evidentemente, lo está
pensando. Porque esa belleza
ya no está, es
perecedera.
Esta cuestión de lo perecedero me parece muy importante, puesto
que hay algo más que
querría señalar. No puedo decir mucho sobre esto, porque no hay un
desarrollo en el cuento. Todo el peso narrativo está puesto en Gabriel. Los estudiosos
coinciden en que Gabriel es Joyce y Gretta es Nora Bernacle. Y todo el acento
está puesto
en el personaje masculino. Pero respecto a ella, ¿por qué no ha caducado, por qué
no se ha desvanecido en su
deseo la imagen de Michael Fury? Ella dice que salían “como se hace en el campo”, para dar a entender que no ocurrió
nada, en el sentido sexual. Si
acaso hubiese pasado algo, paradójicamente, habría sido un alivio para Gabriel, porque
entonces habría podido rivalizar. Si Michael hubiese sido realmente un amante, Gabriel
habría podido
“luchar” contra un rival a su altura. Pero no llegó
a serlo, sino que llegó
a ser un amado, no un
amante, en el sentido que Gretta da a entender que no hubo nada de lo sexual.
Era una cosa muy pura. Este personaje quedó fijado para siempre, porque, finalmente,
es el objeto adorado, intemporal, eternizado en el deseo de ella. Frente a eso,
Gabriel no tiene más
remedio que asumir su castración más radical.
Acabo entonces con una última pregunta. Nosotros, como
psicoanalistas, sabemos que la función del amante muerto tiene, en la psicología femenina, toda una simbología y una función. Ahí está el genio de Joyce. Me pregunto si él habría captado algo acerca de esta cuestión.
Muchas gracias.
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