Quiero agradecer
a Sergio Larriera su invitación para participar en estas nuevas jornadas del
Ciclo Lengüajes, y felicitarlo por su
consolidación ya en una tercera edición. Esta enseñanza comienza a establecerse como cita
imprescindible para los que nos sentimos seducidos por esas escrituras, por
esas gramáticas inusuales, rotas, desvencijadas e, incluso, locas, que a veces
aparecen en la literatura y que, con frecuencia, portan más verdad que muchos
textos convencionales y plenos de sentido. Desde esta perspectiva, la obra de
James Joyce es paradigmática, emblemática, representativa de esas escrituras
locas, tanto por su potencia, como por la relación que sostiene con la verdad y
con la estructura del sujeto.
Creo que, desde
hoy hasta final de curso, vamos a sentir formidables sacudidas en relación a la
gramática, a la sintaxis, al léxico, pues iremos transitando, gradualmente,
desde el sentido hacia lo ilegible, esa zona de escritura donde el goce de lalengüa joyceana diluye, prácticamente,
la lengua inglesa. Podemos decir que la determinación deconstructiva de James
Joyce es tan potente, tenaz, arrolladora, rebelde, excéntrica, y transita por
lugares tan próximos al abismo del sentido que, no sólo es que diluya la
gramática inglesa, es que también, cuando leemos su biografía o sus obras, como
lectores nos sentimos arrastrados hacia un torbellino tan fatigoso, que muchas
veces nos vemos obligados a sacar la cabeza para pedir auxilio, o dejar de
leerlo y pasar a otro tipo de lectura. Siempre pensé que personajes como Nora
Bernacle, o el mismo hermano de James Joyce, Stanislaus, se ganaron el cielo
después de soportar tanta excentricidad y excitación.
Aunque
cronológicamente no es exacto, si atendemos únicamente a su narrativa, a la
importancia de los textos, o al desarrollo de este ciclo, podríamos decir que
en Joyce se establece un itinerario que transita entre dos polos, Dublineses y Finnegans Wake, o lo que es lo mismo, entre el sentido y el
sinsentido. Hago esta precisión porque, tratándose de Joyce, uno pudiera estar
tentado a reducir su obra, únicamente, a ese último escenario, el del
sinsentido. Pero tanto Dublineses
como El retrato del Artista adolescente,
Exiliados, su poética, etc., etc.,
incluso el mismo Ulysses, entran, en
mayor o menor medida, todavía, dentro del campo del sentido.
Para empezar, y
aunque hoy, en el análisis de Dublineses,
no voy a recurrir demasiadas veces a Jacques Lacan, sí me parece justo, en el
mismo inicio del curso, rendirle un homenaje a quien arrojó tanta luz sobre el
universo joyceano. No se me ocurre para ello mejor cita que la extraída de un
texto que no pertenece ni a Lacan ni a Joyce, sino que es del Diario íntimo de Kierkegaard. Me pareció
que señalaba muy bien el carácter de la íntima relación que se estableció entre
la obra de uno y la obra del otro. Dice allí:
“Siempre es necesaria una luz para distinguir
otra luz. Cuando un punto luminoso surge en medio de las tinieblas, es
absolutamente imposible discernir el origen de la luz, porque la oscuridad no
permite determinar relación alguna en el espacio. Sólo otra luz podrá precisar
la posición del primer punto con respecto al segundo” (Kierkegaard. Diario íntimo)
Es una cita en
la que la metáfora de la luz muestra perfectamente como las dos obras se
esclarecen mutuamente. Jacques Lacan tuvo la fortuna de encontrar, en el
maremágnum de lalangue –lalengüa— joyceana, en su
ininteligibilidad, en su sinsentido, en su disparidad, en su dispersión, en su
inestabilidad, en su sonoridad, en su fonética, etc., los recursos para una
mayor comprensión de la relación del sujeto con la lengua y con la estructura
del lenguaje, y también, una mayor comprensión acerca de la estructura clínica
de la psicosis.
Pero con Dublineses todavía no toca hablar de
psicosis, ni siquiera de lalangue –lalengüa— joyceana, aquí todavía
transitamos enteramente por el cauce del sentido. Pero si bien no encontramos
la extravagancia, sí comenzamos a sentir la presencia de un oído atento, una
escucha que presta atención a cierta agitación de la lengua, por ejemplo, una
atención a los cortes, a los puntos suspensivos, a la repetición de las frases
a las que la proyección de la ironía dota de significaciones contrarias, está
atento también a las repeticiones de las palabras, a los latiguillos (Dos Galanes), y una atención incipiente
por los sonidos. En segundo lugar, también nos topamos con un deambular
frenético de Joyce por la vida social de Dublín, por sus instituciones, por la
familia, por la iglesia, la política, caminando de aquí para allá, de una casa
a otra casa, de una oficina a otra oficina, de un bar a otro bar,
introduciéndose en el meollo de las conversaciones políticas tan usuales en su entorno,
poniendo en juego la dialéctica entre monarquía colonial o nacionalismo
irlandés, o introduciéndose en el interior de otras conversaciones
aparentemente más intrascendentes y vulgares, pero tan importantes como las
otras. Todo ello apuntando, sin duda, al síntoma de la sociedad dublinesa pero,
sobre todo, y es lo que nos importa, al síntoma del propio James Joyce.
Acabamos de ver,
en esta pequeña muestra del escenario esencial de Dublineses, el frenesí que se había apoderado de la experiencia
vital de James Joyce, en concordancia con lo que decía su hermano Stanislaus:
“Joyce vivía en la excitación de los
acontecimientos”.
Planteada esta
introducción, pasamos al tema que hoy nos ocupa, el conjunto de relatos que el
autor tituló Dubliners, Dublineses. Con ellos, James Joyce
recorre una parte importante de la extensión de su experiencia vital, desde la
infancia, pasando por la adolescencia, y rematando en un final pletórico, ya
adulto, con el relato Los muertos.
Dice Joyce que el orden de las historias es el siguiente. Las hermanas, Un encuentro
y Arabia son historias de su
infancia; La casa de huéspedes (The boarding hause), Después de la carrera (After the race) y Eveline,
son historias de su juventud; Polvo y
ceniza (The Clay), Duplicados (Conterparts) y Un triste caso
(A Painful Case), son historias de
madurez; Efemérides en el comité (Ivi Day in the Committe Room), Una madre (A Mother), y la última narración del libro, A mayor gracia de Dios (Grace), son historias de la vida pública de
Dublín. Dice la última porque no había escrito todavía Los muertos, relato que fue incorporado más tarde al conjunto. Por
nuestra parte, añadimos que este último relato se corresponde con la edad
adulta y madura de Joyce.
De forma muy
general, y por su apariencia –pero hay que decir que las apariencias engañan— estaríamos
ante relatos de un tono realista y costumbrista, es decir, relatos
relacionados, más que otra cosa, con la atmósfera social y espiritual de la
ciudad de Dublín, excepto Los muertos,
un relato que, a mi modo de ver, ya tiene unas connotaciones ontológicas, es
decir, relativas al ser.
Y digo que las
apariencias engañan porque, para entender la esencia de estos relatos, me
parece importante leer primero Retrato
del artista adolescente, pues allí encontramos perfectamente estructurados
muchos de los motivos que se escriben en Dublineses
de forma incipiente, de tal manera que, entonces, ya no podríamos tomar los
relatos como una visión realista o costumbrista de la ciudad de Dublín. Al
menos es una apreciación mía. De forma general, es verdad que los relatos nos
presentan a multitud de protagonistas tomados de la realidad, deambulando por
la vida corriente, rutinaria y vulgar de Dublín, y coexistiendo en la
atmósfera, un tanto sombría, de sus instituciones, familiares, políticas,
religiosas. Pero es que los
personajes que transitan por toda la obra de Joyce tienen estas
características. Siempre son antihéroes, en contraste con los de la literatura
tradicional. Hay que decir que, para Joyce, lo vulgar era lo sobresaliente,
hasta el punto de que el mismo Richard Ellmann dice que “Nadie sabía que era lo trivial antes de Joyce”. Quizá en Literatura
sea así, pero sí se sabía en otras disciplinas. Sigmund Freud –coetáneo de
Joyce y de quién éste había leído algunas de sus teorías relativas al lenguaje,
por ejemplo, la cuestión de la asociación libre— sabía qué era lo trivial,
hasta el punto que encontraba la verdad en la misma superficie de los discursos
corrientes, al igual que James Joyce. Encontraba la verdad en la ruptura de la
lengua, en sus intervalos, en los puntos suspensivos, en los olvidos, en las
condensaciones de palabras, en los síntomas, etc., etc. Creo que la cuestión es
la misma en uno y en otro. Los personajes extraídos de la realidad no están
presentes en los libros de Joyce por su vertiente realista y costumbrista, sino
como portadores de alguna verdad que se revela en su forma corriente de hablar,
es decir, en la superficie de la lengua, no en las profundidades inalcanzables.
Por otro lado,
no pareciera que hubiese, en este conjunto de relatos, un desarrollo dramático,
salvo en Los muertos, pues ni
siquiera se construye un escenario de ficción. Pareciera que estamos ante
escenas transcriptas literalmente de la vida corriente. Sabemos por Stanislaus,
que su hermano poseía una gran retentiva, y que podía recordar escenas enteras
y las palabras que en ellas se habían vertido. Pero el dramatismo viene dado
porque parece evidente que James Joyce consigue separarse de su acción y de sus
afectos, situándolos en otros personajes que no son él mismo. Pero también
parece indudable que él mismo está detrás de muchos de ellos, sugerido, o casi
literalmente. Si no es así en todos los relatos, al menos sí en muchos de
ellos, y no precisamente en los menos importantes. Y eso es dramatizar una
experiencia particular.
Dicho lo cual, y
a pesar de las apariencias, mi tesis es que estos relatos son una narración
sintomática de Joyce –y digo narración, no interpretación—, y simbolizan el
primer paso de un saber hacer con su síntoma, y también el primer paso de un
anhelo de formación y transformación de su ser en el ámbito de lo artístico,
todo ello recubierto por el halo mesiánico de transformación espiritual de su
ciudad y de su país.
¿Por qué digo
que es una narración sintomática? En primer lugar, porque su síntoma, como
ocurre en todo sujeto, va articulado a un texto en el que se escribe lo que no
funciona, la queja, el desasosiego, etc. Para abundar en esta vertiente del
síntoma, Jean Michel Rabaté, en la página 15 de Experiencia de la letra, dice que “los síntomas están organizados como un texto escrito”. Eso sería,
para mí, Dublineses, y voy a tratar
de aclarar este punto.
En sendas cartas
dirigidas a su hermano y a su editor escribiría James Joyce:
A su hermano: “Este
libro es la historia moral de la vida que he conocido”. Indudablemente, es
impensable que alguien pueda creer que una historia moral vivida por James
Joyce no llegue a tocar su cuerpo o a dejar huellas en él, pues la historia
moral es el marco propicio para el establecimiento y desarrollo del síntoma y
es, por ejemplo, lo que marca el cuerpo del sujeto. Y Dublineses está totalmente plagado de marcas. A su editor le decía:
“Mi intención era escribir un capítulo de
la historia moral de mi país y escogí Dublín para escenificarla porque esa
ciudad me parecía el centro de la parálisis”.
Este es el punto
crucial al que quería llegar en mi reflexión, el nombre del síntoma escrito en
la palabra “parálisis”. Y quería
llegar aquí porque, de forma explícita o implícita, es el concepto transversal
de mi exposición y, en segundo lugar, porque la parálisis es una encrucijada
para James Joyce. Por un lado es la versión de su síntoma adolescente; por otro
lado se revelará como forjador de un destino, el exilio –sugerido en alguno de
los relatos— y podríamos decir, resorte de una nueva expresión vital, el deseo
de hacer una obra artística.
Para iniciar el
desarrollo de este síntoma voy a demorarme en el primer párrafo del primer
cuento, Las hermanas, donde el niño
protagonista, que no es otro que el mismo James Joyce infantil, dice
refiriéndose al padre Flynn en el momento de su muerte:
“Cada noche, al levantar la vista y
contemplar la ventana, me repetía a mí mismo en voz baja la palabra “parálisis”.
Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomon en Euclides y la
“simonía” del catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me
dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno”.
Párrafo de gran
importancia en la medida en que articula ese concepto esencial de parálisis,
con la cuestión religiosa, el mal, el pecado, el sonido de las palabras, un
afecto también sintomático, el miedo y, por último, el obrar de todo ello. No
puede pasar inadvertido todo este mejunje literario en el inicio mismo de una
narrativa que, progresivamente, va a ir rompiendo la relación con las
instituciones, sobre todo con la religiosa; una narrativa que va a ir
fracturando las categorías lógicas de la lingüísticas e imponiendo el sonido
como elemento arquitectónico de una lengua propia; una narrativa en la que la
culpa y el pecado tienen un protagonismo bien notorio; y no puede pasar
inadvertida esta articulación entre síntoma, religión, culpa, miedo, sonido y
trabajo, cuando sabemos que una de las esencias del recorrido joyceano y de su
narrativa consiste, precisamente, en “saber
hacer” con estos síntomas y escenarios sintomáticos, tratando de ir más
allá de ellos.
Por lo tanto,
aquí encontramos la palabra parálisis en
su nacimiento y como encrucijada, diversificada en diferentes formulaciones fundamentales,
tanto en la experiencia vital joyceana como en su quehacer literario. La
palabra “Parálisis” se sitúa como
síntoma y resorte en Dublineses. “Parálisis” como síntoma en tanto
generador de miedo, encerrando la propia vida de James Joyce. “Parálisis” como síntoma íntimamente
ligado a la religión, representada por
la culpa y la sonoridad de la palabra simonía,
síntoma, a su vez, de la degradación de una institución que comerciaba sus
cargos y sus gracias y que, sabemos por el Retrato
del artista adolescente, fue la institución en la que Joyce elaboró un
penoso delirio religioso cargado de culpa. “Parálisis”
como síntoma derivado de la adopción de un cristianismo rancio y una moral
puritana y petrificada que sobrevuela por el conjunto de los relatos.
Pero “Parálisis” aparece también en la
vertiente opuesta. Va a ser uno de los conceptos que forje un nuevo destino
para James Joyce, en tanto va a movilizar
a nuestro autor hacia el exilio físico, hacia su extrañamiento voluntario
de la ciudad de Dublín o, lo que es lo mismo, hacia su distanciamiento con el
marco real de sus síntomas.
Por lo tanto, es
verdad que Joyce pensaba que su ciudad estaba afectada de una hemiplejía de la
voluntad, como le cuenta a su hermano Stanislaus. Pero después de lo dicho, Dublineses, más que como un conjunto de
relatos realistas y costumbristas, habría que tomarlo como rebelión de James
Joyce contra la parálisis que le venía proyectada desde el estatismo moral de
las instituciones que frecuentaba, y como el anhelo de ruptura para producir
una renovación de su propio ser en el seno de la literatura. Este sería el
verdadero sino de Dublineses.
En resumen, el
párrafo que acabo de leer nos ofrece varios elementos, varios frutos que van a
tener una diferente maduración a lo largo de su obra: La “parálisis” es un fruto ya maduro en Dublineses, así como en el Retrato
y Ulises. La religión, medianamente
maduro en Dublineses, pero
insinuándose poderosamente como elemento generador de pecado, culpa, miedo,
angustia y parálisis sintomática. El sonido de las palabras, elemento del goce
de lalangue joyceana –lalengüa—, como recurso literario, en Dublineses todavía aparece en estado
incipiente, frases cortadas, puntos suspensivos, repeticiones de frases con
diferente significado, sonidos, pero el hecho de que aparezca en el primer
párrafo, le da una significación importante sabiendo, además, que irá madurando
en obras posteriores hasta alcanzar su clímax en Finnegans Wake. Y el saber hacer, está insinuado en la atención que
prestaba al trabajo que realizaban todos estos elementos, porque el infantil
protagonista de este primer cuento no se arredra ante estos síntomas, lo mismo
que no se arredró James Joyce:
“Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de
pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo
maligno”.
Vamos a realizar
a partir de ahora un pequeño recorrido por los relatos para ver, de manera
concreta, esa parálisis como marcas escritas en el cuerpo y en el ser por esa
hemiplejía espiritual de las instituciones dublinesas. En principio, se nos ofrecen las siguientes vertientes. Por un
lado, el exceso del goce, en el que el mismo Joyce cayó, o lo que es lo mismo,
el exceso de una pulsión desatada e insaciable que se proyecta hacia las
tabernas. Por otro lado, encontramos también el exceso en aspectos perversos,
referidos a la sexualidad y a un sadismo que se refugia en el ambiente familiar
y que, por las escenas que narra en Dublineses,
debieron quedar marcadas a fuego en el cuerpo de Joyce. Vemos otro tipo de
excesos contenidos en los relatos por las barreras y los cauces levantados por
una institución familiar muy cerrada, tradicional e inmóvil, que para él era
una cárcel, y en donde la mujer
ejerce un papel importante. Y finalmente, observamos excesos en relación a las
insidias, las traiciones, las provocaciones, la adhesiones, etc., etc., que
aparecen en las conversaciones políticas, a veces de tono elevado, y en las que
sabemos que participó directamente, o bien escuchó, en muchos momentos dentro
de su propia familia.
Como ejemplo del
primer caso encontramos en Dublineses
varias escenas en las que se muestra a los dublineses tragando whisky sin medida. Al respecto dice Joyce:
“La gente de Dublín se pasa la vida charlando y
haciendo la ronda por bares, tabernas y chigres, sin que nunca llega a estar
“hasta aquí” de whiskies dobles y de Home Rule, y por la noche, cuando ya no le
cabe nada más y está repleto de veneno como un sapo, sale tambaleándose por la
puerta trasera y, guidado por un instintivo deseo de estabilidad a lo largo del
alineamiento de casas, avanza deslizando su espalda contra las verjas y
esquinas… He aquí la gente de Dublín”.
Este escenario
podemos verlo en cuentos como Una
nubecilla y Duplicados, pero
también indirectamente en otros muchos cuentos.
Por
otro lado podemos ver en estos relatos la narración de algunos acontecimientos
que, indudablemente, dejan una marca imborrable en aquellos que los presencian.
Y son hechos sucedidos en la experiencia de Joyce. Podemos leerlos en la
narración de algunos aspectos perversos que aparecen en Dublineses de forma muy cruda. En la vertiente sexual, el segundo
relato, Un encuentro, narra cómo un
perverso sexual entabla conversación con unos niños, uno de ellos el propio
Joyce niño, realizando movimientos extraños, sin especificar qué tipos de
movimientos son, pero que sugieren la masturbación.
En
Una nubecilla, el sadismo es el de un
padre borracho castigando a su hijo dándole latigazos con un cinturón. En una ocasión que llega borracho a
casa maltrata a su hijo hasta que este suplica:
“¡Ay papá! Gritaba.
¡No me pegues papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti. Voy a rezar un
ave maría por ti, papaíto, si no me pegas… Voy a rezar un padrenuestro”
En
este relato, la parálisis está sugerida, además, por el contraste entre este
personaje y el amigo que viene de visita, pues está en el extranjero ejerciendo
como periodista de éxito, mientras él deambula por una existencia mediocre.
Podríamos pensar que este periodista de éxito es el mismo Joyce comparándose con
la parálisis de los ciudadanos dublineses. En este sentido, aparecería también
su deseo de exilio.
En
Duplicados aparece, además, la pereza. El protagonista, Sr.
Farrington, era un funcionario poco eficaz o incluso inútil, despistado,
bebedor empedernido, capaz de empeñar un reloj para obtener dinero para la
bebida de una noche, personaje orgulloso, fanfarrón, violento y maltratador
cuando estaba borracho, y maltratado cuando estaba sobrio. No digo que todas
estas actitudes sean elementos del ambiente familiar de Joyce. Indudablemente,
algunas sí lo son, y en tal caso, podríamos tomarlas como marcas sintomáticas
recibidas por él mismo. Y sabemos que el padre era bebedor empedernido y Joyce
tuvo que observar en su propia casa alguna que otra escena violenta. Es decir,
no se trata sólo de la ciudad de Dublín, se trata también de su propio ambiente
familiar.
Otra vertiente
de Dublineses viene dada por aquello
que es capaz de contener a estos goces desatados. El papel de barrera lo ejerce
una institución familiar muy cerrada, tradicional, inmóvil, en donde, como
acabo de decir, la mujer ejerce un papel importante. Recojo de la biografía que
escribe Richard Ellmann palabras del mismo Joyce:
“No hay
vida aquí, ni naturalidad ni honestidad. La gente vive toda su vida bajo el
mismo techo y al final están tan separados como siempre”. (R.
Ellmann 200)
Además de
mostrar el escenario de parálisis, en la familia había una clara distinción entre el papel que jugaban
los hombres y las mujeres. En los primeros, como queda dicho, encontraba el
goce campando a sus anchas, exceso de la embriaguez, el frecuentar las
tabernas, las pendencias, la pereza y la inutilidad, todo ello aderezado por
conversaciones vulgares y fanfarronas. En cambio, la mujer irlandesa se muestra
como el pilar de la familia, responsable, pero ejemplo de beatitud y severidad
católica. Dice Richard Ellmann respecto a la mujer en los relatos:
“En dos cuentos Una madre (A Mother) y La
casa de huéspedes (The Boardinbg House), se muestran madres que no cumplen su
papel porque son intimidantes (Esta frase está literalmente tomada de Ellmann
328); en La casa de huéspedes una madre obstinada dirige el destino de su
hija; en Los muertos presenta
en Gretta a una mujer que tiene auténtica simpatía maternal, tanto para el
muchacho muerto que la adoraba como para su inadecuado esposo. Otros cuentos,
sobre todo Arabia y Efemérides en el comité central (Ivy Day in the Committee
Room), juegan con la idea de la pérdida del calor en el pasado: el bazar
cerrado, la ardiente imagen de Parnell helado por sentimientos sin importancia.
En todo el libro, cuando los hombres no resisten, las mujeres son capaces de
hacerlo. Las hermanas, porque logran sobrevivir con gran firmeza a su hermano
el cura, la esposa de Chadler en A Little Cloud. Y hay, sin embargo, piedad por
ellas, en ocasiones. Sobre todo para las que como Eveline o María en Clay no
logran llegar a ser madres, o para Gretta en los muertos por lo inevitable de
la pérdida de su adolescencia. En el libro, las mujeres interpretan bien o mal
el papel de madres, los hombres beben, los niños sufren. (Ellmann
328)”
En el ámbito de
lo social y de la vida pública, la cuestión política aparece relacionada con el
nacionalismo irlandés y el colonialismo inglés, escenarios en donde surgen
conductas ligadas a la traición, a la deslealtad y la ofensa, desarrolladas en
conversaciones tensas entre partidarios de unos y de otros, por ejemplo, en el
relato Efemérides en el comité. Hacen
referencia a la colonización de Irlanda por parte de Inglaterra y a la
autoridad del rey colonial. Las conversaciones, por tanto, giraban en torno al
Rey a al líder de los nacionalistas irlandeses, Parnell. Dice Richard Ellmann:
“Respecto a la caída de Parnell, Joyce usaba
la palabra traición para juzgar a sus compatriotas. El paralelo entre su suerte
y la de Parnell se le hizo más evidente a medida que fue creciendo (R. Ellmann 50). … El efecto posterior para padre e hijo
fue el que todo fuese ya ridículo en Irlanda: ni los políticos ni la política
eran dignos de su preocupación (R.
Ellmann 52)”
Respecto a la religión, esa institución simbólica de
la que partía una de las vertientes del síntoma de Joyce, ya se puso de
manifiesto la articulación de la parálisis y religión a través del término
simonía y su sonido, y también a través del pecado y el miedo. Era un escenario
del que Joyce renegaba y que lo llevó al abandono del delirio religioso en que
se sostenía durante su adolescencia, como veremos en Retrato del artista adolescente.
Movimientos singulares en Dublineses
Son curiosos
algunos movimientos que aparecen en estos relatos. Podemos ver en ellos a Dublineses como un
escenario de transformación del ser de James Joyce. Comienza con un niño que
pierde a un padre sacerdote –tratándose de Joyce resulta llamativo que comience
con un padre suplente que lo introducía en el saber— y termina con una pérdida
como asunción de la castración por parte de un hombre maduro, Gabriel Conroy.
Todo un proceso de regeneración literaria. Desde una incomprensión infantil que
siente miedo ante la pérdida, hasta la aceptación adulta del vacío del ser y de
la imposibilidad, también ante un acontecimiento de muerte.
En el segundo
cuento, el círculo comienza a partir la sexualidad perversa de un adulto que se
pone a conversar con unos niños, y termina en el amor adulto que surge en Los muertos, ya como un amor no relativo
a lo sexual, sino a la falta, a la imposibilidad.
En Eveline encontramos reminiscencias
relativas a la escapada que Joyce protagoniza con Nora Bernacle hacia el exilio
de Trieste. Sólo que aquí la protagonista femenina prefiere la seguridad del
hogar, es decir, el estatismo irlandés, en lugar de vivir la aventura del amor
en el exilio. Pero en nosotros, como lectores, no puede pasar desapercibido el
hecho de la escapada que Joyce protagoniza en su experiencia vital, su exilio
físico y literario, como digo, acompañado de Nora Bernacle.
Son movimientos
que pueden ilustrar, precisamente, la regeneración del ser de James Joyce, su
distanciamiento del marco de una realidad que propiciaba su propia parálisis
como síntoma. Esos movimientos circulares nos hablan también de un resorte
funcionando en su narrativa, movilizando su labor, primero, revisando
críticamente Irlanda, como él mismo manifiesta en alguna ocasión, narrando las
convenciones que lo inmovilizaban en su experiencia vital, pero también
catapultándolo hacia el encuentro con un nuevo destino vital, el que
configurará como una obra literaria y del cual Dublineses es el primer capítulo.
Exilio
Decía que habría
que tomar Dublineses como rebelión de
James Joyce contra su pueblo y ruptura con el síntoma de la parálisis para
producir una renovación de su propio ser en el seno de lo artístico.
Al respecto,
dice Richard Ellmann: “Hay dos polos en
el estado espiritual de Joyce: la verdad como juicio y desenmascaramiento y el
exilio como condición del artista”. (R. Ellmann 72)
El
desenmascaramiento consiste en Dublineses,
en exponer, de forma desnuda, sin adornos, incluso de forma cruda, la memoria
de Joyce, la narración sintomática de Joyce, sus marcas corporales en el ámbito
de su historia moral. Respecto al exilio, habrá que esperar a Retrato del artista adolescente, para
encontrar allí las razones profundas y estructurales del mismo. Pero aquí su
exilio viene caracterizado por afán de rebelión y ruptura.
¿Por qué hablo de rebelión y ruptura? R. Ellmann
plantea que Joyce empezaba a comprender que se crecería con los ataques que
desencadenase contra las convenciones y con las resistencias que pudiese
provocar. De tal manera, su exilio, es decir, la salida de su país, era una
estrategia de combate.. (R. Ellmann 130)
La madre Irlanda,
para Joyce, era:
“Una madre inadecuada, una vieja cerda que se
come su lechigada” (Ellmann 328)
No es extraño
que si una madre se dedica a masticar su camada, a comer a sus hijos, después
de haberlos paralizado, éstos traten de buscar una forma de escape. En el caso
de Joyce esa forma de escape toma la forma de un exilio vehemente. A la cita
anterior de la madre que se come su camada, podemos añadir otra extraída de la
correspondencia epistolar con Nora Bernacle. Dice allí:
“Mi espíritu rechaza el actual orden social y
la Cristiandad: el hogar, los valores establecidos, los estilos de vida y las
doctrinas religiosas…” (R. Ellmann 193)
Esto vendría a
establecer la primera vertiente del exilio joyceano. Es equivalente a una
rebelión contra su pueblo y contra el escenario de estatismo y la parálisis que
le venía de las instituciones, e ir al encuentro con una expresión vital dentro
del terreno de lo artístico, de lo cual, Dublineses
sería el primer testimonio.
La ofensa y la
provocación en Dublineses
Por lo tanto,
hay que tener muy en cuenta el papel que tienen los ataques contra las
instituciones, la provocación y la ofensa en Dublineses. Decíamos que Joyce empezaba a comprender que se
crecería con los ataques que desencadenase contra las convenciones y con las
resistencias que pudiese provocar. Su empeño era criticar provocando. En este
sentido, no es extraño que veamos caer la censura sobre Dublineses, que si había que cambiar párrafos de algunos cuentos,
que si había que suprimir un cuento, etc., etc. Criticar provocando era una
vertiente de su goce:
“No
puedo escribir sin ofender a la gente” (R. Ellmann 236).
No le importaba
ser irrespetuoso, cualquiera fuese la institución hacia la que dirigía sus
críticas, o la jerarquía que tenía que soportarla. Y lo mismo ocurría con la
gente. Muchos de sus conciudadanos sentían pavor porque sabían que los
protagonistas de sus narraciones podían ser ellos mismos, es decir, un
compañero de colegio, un carnicero, un amigo del padre, un enemigo suyo, etc.,
etc. Nada lo arredraba en este sentido.
En uno de sus
cuentos, Efemérides en el comité,
llega a ofender al Rey de Inglaterra, a quien incluso se atrevió a dirigir una
carta para que con su contestación convenciese al editor de que sus palabras
contra el rey eran literatura, y no debían de ser censuradas. Dice en uno de
los párrafos de este cuento desarrollando una conversación entre los
protagonistas:
“-Quieren dar un discurso de bienvenida a Eduardo
Rex cuando venga el año que viene, ¿por qué íbamos a hacer genuflexiones a un
rey extranjero?...
- Todo irá mejor cuando venga Eduardito, el
reyecito…
- ¿Por qué íbamos a tener que darle la bienvenida al
rey de Inglaterra?
- Es un hombre de mundo y quiere hacerlo bien, a
favor nuestro… Se dijo a sí mismo: La vieja nunca fue a ver a estos locos
irlandeses. Y por Cristo que iré yo mismo a ver cómo son. ¿Y vamos nosotros a
insultar a ese hombre…?
- Pero la vida del Rey Eduardo como saben no es
precisamente…
- Yo lo admiro, es una persona corriente. Le gusta
su vaso de grog y es un poco libertino y un buen deportista
- ¿Por qué tenemos que celebrar a Eduardo séptimo?”
Es un buen
ejemplo de ataque, de ofensa y provocación. Y por supuesto, todos los litigios
que llevó a cabo con los editores, sin arredrarse ante sus peticiones, es una
indicación de que se crecía con las resistencias que le llegaban desde todas
las instituciones.
La lengua y el
sonido
Ya manifesté que
en Dublineses todavía no observamos,
de una manera radical, la apoteosis de los juegos con la lengua que ya van a
ser usuales en el Retrato…, con el
sonido, con los fonemas, con la musicalidad, con las resonancias, con los ecos,
etc., pero sí que apreciamos lo atento que estaba a los cortes, a las frases
que no llegan a cumplir su sintaxis, a los latiguillos. Es decir, la
inestabilidad gramatical comienza a ser un factor que entra el juego en
Dublineses, pero no se hace notable, todavía, la exuberancia, la fiesta de lalengüa. Joyce comienza a aguzar el
oído literario. Es decir, no podemos hablar todavía de lalengüa de Joyce, pues los enunciados todavía son muy reconocibles
por su sentido.
Vemos surgir
ciertos juegos de la lengua, los refranes en Arabia (P. 32). Allí dice también: “las sílabas de la palabra
“Arabia” acudían a mí a través del silencio en que mi alma se relegaba para
atraparme con su embrujo oriental”
Ejemplos de
utilización del sonido en Dublineses,
concretamente en Efemérides en el comité:
“Un apologético Pok, del corcho que salía
disparado de la botella” (P. 130)
Pero en Dublineses,
lo que me parece más relevante es su proverbial capacidad para la escucha,
mostrada en unos diálogos que parecen transcripciones literales de las
conversaciones callejeras o familiares. A lo largo de toda su obra se nutre de
sonidos, frases y situaciones recogidas de las rondas dublinesas. Al respecto,
su hermano Stanislaus Joyce comentaba que Joyce tenía una memoria muy
retentiva, que retenía con nitidez una escena o un episodio cualquiera. (Richard Ellmann 46).
Los muertos
Los muertos de James
Joyce es una ejemplar y conmovedora deconstrucción especular que se puntúa con
la Imposibilidad como categoría lógica indisoluble, pues ninguna palabra de
Gabriel Conroy podrá situar en la muerte –sino alrededor de ella— el saber que
no hay. Paradójicamente, Gabriel comprende que es ahí donde se sitúa la pasión
de amar, la pasión de vivir.
Gabriel Conroy, en el final del relato, poetiza su vacío, lo versifica, lo cubre de nieve, escribiendo su alma sobre el poniente de todas las vidas. Es su poniente existencial, su declinación de lo que todo humano lleva inscrito alrededor del enigma de su ser. La belleza y el trágico sentido de lo humano, una vez más, se entrelazan para configurar la esencia misma del arte en lo literario. Gabriel, a la vez que produce su creación artística, aleja de sí la vulgaridad prosaica de los fútiles discursos, de las identidades impostoras, y de todas las convenciones encarnadas en la vanidad del yo.
Los espejos van tomando una imagen difuminada, ya no permiten reconocerse en ellas, no le dicen quién es, las imposturas lo ridiculizan, las rivalidades, las soberbias, los amores vacíos, se deslizan, a través de la pregunta por el amor auténtico y la realización del duelo, hacia el escenario de la imposibilidad. Gretta y Gabriel se sitúan, después de la confusión y del ruido, en el centro mismo de una ruptura insoportable.
Amor y duelo. Dos escenarios que hay que atravesar para llegar a lo Imposible.
Ruptura del narcisismo de Gabriel y apertura de una herida en Gretta. Los cuerpos rotos. A la vista esa grieta de dolor que desvela el vacío. El amor aparece en dos vertientes. En su autenticidad, es el amor de Michael Furey, ofreciendo a Gretta su vacío, hasta el punto de encontrar la muerte en ese ofrecimiento. En contraposición con esta autenticidad del amor, encontramos la impostura del amor de Gabriel, sostenido en lo especular, en la imagen, que de pronto se torna flácida, lo cual queda muy bien reflejado en la bota caída de su mujer después de expresar su nostalgia, y hasta su melancolía por el amor perdido.
La brecha, la ruptura, la grieta está abierta.
Esto precipita el tercer escenario: el duelo. También aquí encontramos dos modalidades. El duelo de Gretta es muy dificultoso, hasta el punto de que implica la detención del deseo en la imagen del amor perdido y quedarse en la melancolía. Por otro lado tenemos el duelo de Gabriel, que tiene que ver con la movilización de lo simbólico y un cambio de rumbo que va de la impotencia a la construcción de la Imposibilidad.
Gretta no realiza el duelo. Ella no puede desprenderse de la imagen de su amado. Michael Furey permanece quieto en su retina, lo cual es un impedimento para dar un nuevo rumbo a su deseo. Al no desprenderse de la imagen de su amante, Gretta aparece sin movimiento, dormida, sin posibilidad de amar a otro. Incluso podemos intuir que está en el límite de un abismo por el que se puede deslizar cogida de la mano de Michael Furey. Es decir, Gretta se muestra impotente para asumir el vacío que le deja el amor. Y en esa impotencia se queda soportando su melancolía. Es lo que ocurre cuando lo simbólico no se moviliza para tapar el agujero que deja la pérdida del ser querido, y en su lugar acude la imagen de aquél.
Gabriel, en cambio, realiza un duelo conmovedor. Su poética final no es otra cosa que la confrontación cara a cara con la castración y la muerte. Ello le permite una particular construcción, la invención verdaderamente impresionante de su vacío. El duelo de Gabriel es por la persona amada y por sí mismo. Gabriel hace un tránsito muy peculiar. Va desde lo insoportable de la ruptura que le produce la revelación de Gretta, a la construcción de la Imposibilidad, en su declinación de muerte, como posibilidad nueva para su deseo. Reconoce en la muerte su vacío y el de toda la humanidad.
La construcción simbólica de Gabriel es una forma paradigmática de mostrar el más alto grado de sublimación poética. A la vez que muestra el vacío que toca, lo vuelve a poner a distancia escribiendo palabras sobre él. Recubre la vida y la muerte con la nieve, su nueva escritura, que renueva –ya no con la futilidad—el velamiento de la muerte que había quedado al descubierto. Hay un cambio de rumbo en la vida de Gabriel, es el mismo cambio de rumbo de la nieve, que ahora cae hacia el poniente, simbolizando así el lugar de fuga al que se dirige, de forma irremediable, el sentido de lo humano.
Parece clara la auténtica deconstrucción especular que produce Gabriel en esa traslación desde la vanidad que, como fantasma, vestía su ser, atravesando la impotencia que produce la caída de toda su impostura, para llegar a hasta la Imposibilidad que se inscribe en su poniente inexorable, el mismo de todos los seres humanos. Es un encuentro con la verdad.
Quizá a partir de ahora, Gabriel pueda amar verdaderamente, pues ya está en condiciones de entregar al otro lo que no tiene, su falta, –definición lacaniana del amor— en lugar de entregarle la impostura de los discursos mentirosos. El deseo de Gabriel, que como todo deseo buscaba el objeto que lo colme, había quedado detenido en Gretta, pero, en realidad, lo que hacía en esa detención era sacrificar su falta, es decir, ignorarla.
Podemos decir que Los muertos constituye un buen ejemplo de disolución de una ilusión. La de creer que el espacio imaginario, el que se sostiene en las identidades, es algo distante del vacío. La imagen, la impostura, las identificaciones, la grandeza, todas esas certezas, consistencias y compacidades construidas para sentirse uno, en realidad no son más que ilusiones que, aunque necesarias para la vida, hay que saberlas ilusiones. Sólo asumiendo la cualidad fantasmática de estos juegos, se puede transitar desde la falsedad a la autenticidad, desde la impotencia a la imposibilidad. Tras su poema, ahora sí, Gabriel aparece, más allá de sus elegantes discursos, como un auténtico sujeto de la verdad: aquél que se hace cargo de su imposibilidad.
En resumen, cuál
es la función que cumple un relato como Los
muertos dentro de esta colección de Dublineses.
Me parece mucho más consistente que todos los demás. Es un cierre protagonizado
por un sujeto regenerado por la castración, distanciado ya de cualquier tipo de
vulgaridad. Todo lo imaginario se desvanece en su experiencia vital, mientras
la palabra adquiere un peso especial, en el sentido de que se llena de imposibilidad,
por ejemplo, imposibilidad de nombrar la muerte. La epifanía final que
transforma el ser de Gabriel Conroy solo puede rodear su propio vacío, por fin
entrevisto detrás de las heridas narcisistas que la declaración de su mujer le
produjo. Aquí se sitúa para Gabriel la pasión de amar, quizá sea esa una
vertiente de la regeneración que buscaba Dublineses,
donde el amor brilla por su ausencia. El vacío señalando un espíritu
regenerado, en contraposición a tanta vulgaridad, escrita en los otros cuentos.
La belleza y el
trágico sentido de lo humano, una vez más, se entrelazan para configurar la
esencia misma del arte. La salvación a través del arte, algo muy joyceano. Gabriel,
a la vez que produce su artística y apasionada epifanía, aleja de sí la vulgaridad
prosaica de los fútiles discursos, de las identidades impostoras, y de todas
las convenciones encarnadas en la vanidad del yo que, estando esparcida por
todo Dublineses, se desvanece en este
punto final memorable de Los muertos.
Un cierre
perfecto para este conjunto de relatos, un cierre en el que Joyce, empieza a
asentarse en las cimas de lo artístico.
Epifanías en
Dublineses
En el apartado
de las epifanías voy a entrar en el terreno de la especulación. Porque siempre
me veo tentado a considerar que Dublineses
se conforma, enteramente, bajo la estructura de la epifanía. Tengo la impresión
de que este conjunto de relatos entra, perfectamente, dentro de varias de las
definiciones más conocidas de dicho concepto. El mismo James Joyce toma a las epifanías
en Stephen Hero como “fases memorables” de su mente o como ejemplos
de “vulgaridad en gesto o habla”. ¿Qué es Dublineses si no la memoria de James Joyce, es decir, un conjunto
de “fases memorables de su mente” en
el medio de una experiencia vital vulgar y corriente? También podemos incluir Dublineses en definiciones más sublimes
de la epifanía, por ejemplo en esta: “inspiración
fulminante, surgimiento súbito de la verdad que transforman el ser y,
consiguientemente, la conciencia del sujeto”. Yo no puedo concebir Dublineses sin la vertiente de
transformación de su ser a partir de esas “fases
memorables”, a partir de esas escenas que James Joyce no puede borrar de la
memoria porque, indefectiblemente, dejaron una marca en su cuerpo. Porque
además, Joyce concebía toda su obra como el escenario para la formación y
transformación de su ser, tal como lo recoge R. Ellmann en la biografía que
escribió sobre James Joyce. En este sentido, considero que Dublineses, plagada de fases memorables, cae por sí mismo dentro de
la estructura de la epifanía.
Es lo que
planteábamos anteriormente, Dublineses
no es literario porque narre momentos de un realismo cargado de costumbrismo, sino
que es literario porque sus escenas son “fases
memorables” que señalan las marcas recibidas por Joyce en su propio cuerpo,
escritas en él a fuego por unas convenciones morales petrificadas, o por una
vida vulgar. En este sentido, cada marca, cada escena, es una epifanía que, de
forma fulgurante establece una revelación, paralizando al ser, o empujándolo
hacia su transformación, es decir, hacia su exilio, y Dublineses sería, en su conjunto, la epifanía que revela el síntoma
de Joyce: la parálisis, o bien la encrucijada de su destino.
Sabemos que la
epifanía, en principio, surge del ámbito de lo religioso como revelación
divina. Aquí estamos ante epifanías laicas. La lengua no es la de Dios, sino la
del pueblo llano escribiendo en el cuerpo de James Joyce. Y en esta memoria de
Joyce proyectada en Dublineses,
podemos incluir la división que plantea Robert Scholes cuando habla de epifanías retrospectivas, epifanías oníricas, epifanías dialogadas, pero todas como marcas sintomáticas, etc.,
etc. Pero en su conjunto, Dublineses es, por sí mimo, una gran epifanía
Richard Ellmann
decía que la epifanía era para James Joyce, “la súbita revelación del quid de una cosa”, o el momento en que “el espíritu del objeto más vulgar… nos parece
radiante”. También la epifanía puede ser un momento de absoluta pasión, o “revelaciones o iluminaciones
repentinas de verdades profundas que transforman súbitamente el alma o la
conciencia de los personajes”. En estos dos últimos sentidos podríamos considerar, por ejemplo, el
momento final de Los muertos.
Tomando todas
estas definiciones y acotaciones del término epifanía, me aventuro al encuentro
con lo que considero pueden ser tomadas como tales.
Final de Una nubecilla. Se revela la
vergüenza, la culpa y el estatismo de una familia en el momento en que Chico
Chandler se queda totalmente paralizado. Chico Chandler regresa a casa después
de tomar unas copas con un amigo que volvió de visita a Irlanda después de
varios años trabajando en Londres. A Chandler le pasa continuamente por la
cabeza la idea de marcharse de su país y buscar fortuna fuera, pues en Dublín
no había nada que hacer. Cuando llega a casa, la mujer lo deja encargado del
niño que duerme, mientras ella va a la compra. El niño se despierta y llora
amargamente, incluso Chandler le grita para calmarlo. Llega la madre y se
sobresalta ante los gritos del niño (83) (Leer el diálogo) ¿No es este un
instante de entendimiento, de revelación, que resume toda una situación y le
dice a Chandler: Tú eres esto?
Epifanía como fase memorable de su mente o epifanía
como la súbita revelación del quid de una cosa: La imagen de
la mujer en la escalera en Los muertos
“Había misterio y gracia en su pose, como
si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una
mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera un pintor la
pintaría en esa actitud” (P. 210) Es decir, Gabriel se queda
petrificado en el momento anterior a la revelación del secreto que va a
atravesar su piel.
Epifanía como súbita revelación del quid de una
cosa, o como fase memorable de su mente: Final de Duplicados, como revelación del más crudo sadismo ante la súplica
de piedad del hijo atormentado (P. 97). Creo que Joyce había presenciado este
suceso en la realidad, un suceso que no puede sino dejar una marca en su ser.
Epifanía como momento de absoluta pasión: Final de los
muertos.
Es decir, de
estas narraciones, apasionadas o vulgares, Joyce recibe una marca que
transforma su ser. Y eso entra dentro del espíritu de la epifanía. Son momentos
de verdad, y esta surge contingentemente revelando algo del ser. En este
sentido, Dublineses muestra una
relación singular con la verdad. Ella no aparece en los momentos trascendentes
del pensamiento, sino como contingencia a través de los hechos de una
experiencia cualquiera.
Conclusión
Joyce aparece en
Dublineses solo ante el mundo y ante
su síntoma: la parálisis. Detrás de la idea mesiánica de forjar una nueva
conciencia para el pueblo irlandés, estaba su crítica, su rebelión y su ruptura
con ese mismo pueblo, su deseo de exilio y el anhelo de transformación de su
ser. Creo también que con Dublineses
podemos comenzar a situar a Joyce como paradigma y emblema del artista, en el
sentido de que camina, no al encuentro del síntoma para disolverlo en una
interpretación, sino hacia el saber hacer con ese síntoma, o lo que es lo
mismo, hacia la creación de una obra artística. Joyce expresa el orgullo de
sentirse diferente de los demás, un ser aparte en los órdenes de la vida:
“Su destino era eludir cualquier orden, lo
mismo social que el religioso… Estaba destinado a aprender su propia sabiduría
aparte de los otros o a aprender la sabiduría de los otros por sí mismo,
errando entre las asechanzas del mundo” (Retrato del artista adolescente.
P 774)
Es decir, Dublineses es la llave con la que abre
la puerta del arte. Dice Richard Ellmann:
“El arte le abre esos aspectos bellos de la
vida que los curas y el rey tratan de mantener cerrados”. (R.
Ellmann 170)
Para verlo en su auténtica faceta artística, creo
imprescindible seguir el curso de los próximos acontecimientos del curso Lengüajes. Vamos a ver allí cómo se
eleva hacia el grado supremo de lo artístico, ese modo de expresión que
persiguió con denuedo hasta conseguir hacer obra y situarla ante el Otro
social.
Muchas gracias
Miguel Ángel Alonso.
1 comentario:
UNA OBSERVACIÓN ESTA CITA NO PERTENECE AL CUENTO E NUBECILLA , SINO AL DE DUPLICADO.
En Una nubecilla, el sadismo es el de un padre borracho castigando a su hijo dándole latigazos con un cinturón. En una ocasión que llega borracho a casa maltrata a su hijo hasta que este suplica:
“¡Ay papá! Gritaba. ¡No me pegues papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti. Voy a rezar un ave maría por ti, papaíto, si no me pegas… Voy a rezar un padrenuestro”
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